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En memoria de Vicent Raga i Pujol, amigo y lector fiel de Joan Fuster

En octubre de 1979, la revista especializada Actualidad Económica situaba a Joan Fuster entre «Los 100 españoles más influyentes» del momento.1 Era una ocasión cargada de interés: hacía cuatro años de la muerte de Franco y había transcurrido menos de uno desde la promulgación de la Constitución española. Se estaba, por tanto, en aquel periodo que se ha venido en denominar la Transición y, sin duda, la supuesta gran incidencia pública que se atribuía a las opiniones y las actitudes del escritor valenciano solo podía entenderse aplicada a las circunstancias políticas en que se manifestaban, más que a las culturales o de otro orden.

Él comentó con alguna dosis de humor aquella inesperada, sorprendente, inclusión en lista tan selecta en un artículo inmediato. Contenía una autocaracterización que ahora mismo parece adecuado traducir para iniciar este esbozo con sus propias palabras:

¿Yo influyente? ¿Y tan marcadamente influyente? No sé quién habría tenido la generosa idea de colocarme entre noventa y nueve señores más, todos ellos ministros, directores de consejos de administración, capitanes generales, personajes dinásticos, obispos… Muchas gracias. Pero, ¡pobre de mí!, ¿a dónde llega mi supuesta «influencia»? […] De hecho, yo soy nada más que un intelectual de pueblo, considerablemente tímido, descarado en raras ocasiones, inclinado a la cosa erudita, antimetafísico, y anticlerical –de todos los cleros posibles, y no solamente del profesional–, y antinacionalista, y… Pocas cosas más […] Si la lista fuese de los «100.000 españoles más influyentes», la cosa sería diferente.2

Tanto tiempo después parece evidente que Fuster tenía razón en parte al rebajar las dimensiones y el alcance de su incidencia social. Pero solo hasta cierto punto. Al observar ahora todo aquello, con una objetividad que la distancia favorece, puede decirse que la valoración de la revista no era caprichosa ni carecía en absoluto de base. Las opiniones del escritor, incluyendo naturalmente las políticas, pero no solo estas, tenían una repercusión demostrable en las de muchas otras personas, contribuían a suscitar apreciaciones o criterios semejantes o contrarios, creaban perspectivas coincidentes y también desacuerdos, a veces exhibidos por sus opositores sin ninguna amenidad y hasta con violencia, verbal o material. Fuster suscitaba una respuesta muy visible, a favor o en contra, que permitía y permite aún hablar de influencia importante sobre su entorno. Para corroborarlo bastaría detenerse en la enumeración de trabajos académicos que se le han dedicado en los últimos treinta años o intentar un cálculo aproximado de las múltiples ocasiones en que su nombre ha aparecido enunciado, para bien o para mal, en escritos de otro tipo en el mismo periodo.

Aportaremos otro dato aún más viejo, de 1972, para situar esa influencia. En un sentido muy distinto al del ranking de Actualidad Económica, siete años antes, un informe de denuncia titulado «Tendencias conflictivas en cultura popular»3 contenía una lista de unos doscientos intelectuales –así los denominaba, si bien advertía que podían llegar a quinientos los relacionables– que las oficinas franquistas encargadas de la represión en este y otros campos (la Brigada Político-Social de la policía, el Ministerio de Información y Turismo, por medio de la censura, etc.) consideraban peligrosos para la estabilidad del Régimen. Era en 1972, repitámoslo, con Franco al frente del Estado, el infante Juan Carlos como príncipe de España, expectante –o en expectativa de destino–, Luis Carrero Blanco como vicepresidente del gobierno y Alfredo Sánchez Bella como ministro de Información y Turismo. Los valencianos seleccionados por los vigilantes de la ortodoxia franquista y la fidelidad al Régimen eran pocos: los artistas plásticos Andreu Alfaro, Josep Soler Vidal (Monjalés), exiliado entonces en Colombia, Juan Genovés, Ricardo Zamorano y Rafael Solbes, el crítico de arte Vicente Aguilera Cerni, el periodista y político Vicent Ventura y Joan Fuster. Como puede verse, también esta mención de nuestro autor, que en un cierto sentido podría considerarse tan honorífica como la de 1979, aunque fuese molesta, tenía un origen político.

CULTURA Y POLÍTICA

Sobre las consideraciones en torno a la trayectoria fusteriana, mientras vivió el escritor y después, han tenido siempre un peso deci sivo las dos orientaciones de su actividad: la más estrictamente literaria y la civil. Ambas sustentaron su notoriedad y le proporcionaron satisfacciones y disgustos. La antología de textos elaborada por Salvador Ortells en este volumen atiende a la primera. Y con razón, porque de lo que se trata aquí es de presentar y valorar los resultados de un trabajo de análisis y reflexión sobre hechos de cultura, que ocupó gran parte de la no siempre fácil dedicación de Fuster como escritor para la prensa, periódica o no. Aunque, en ocasiones, desde algunas perspectivas, la orientación cívica, de una dignidad, haya ocultado la literaria, tanto o más valiosa y merecedora de atención.

Aparecerá este libro al cumplirse los cien años del nacimiento de Joan Fuster. Estos acontecimientos conmemorativos pueden dar lugar a muchas interpretaciones hiperbólicas, de vigencia efímera y objetivos igualmente pasajeros, sobre el valor real de la obra o el personaje a los que se busca dar relevancia. Los episodios que con frecuencia envuelven eso que ahora se llama el evento pueden llegar a ser muy cómicos o muy crueles. Sobre todo, cuando sobreviven gentes con algún derecho a manifestarse herederas en uno u otro sentido de la persona homenajeada. Un político francés, Anatole de Monzie (1876-1947), recogió en Les veuves abusives (1937, reed. 2011) ocho casos de viudas que asesinaron a sus maridos (Tolstoi, Wagner, Comte, Rousseau…) después de muertos. Por citar ejemplos antiguos y no entrar en más recientes que hasta llegaron a las revistas del corazón, o a los tribunales de justicia. En el caso de Fuster, afortunadamente, sus herederos eran el también escritor Josep Palàcios, la Biblioteca de Catalunya y, de manera condicionada, Sueca, su ciudad natal, que gracias a la generosidad del primero y la segunda, y en colaboración con la Generalitat Valenciana, pudo finalmente, contra obstáculos lamentables, instalar con toda dignidad y eficacia su colección de arte y, lo que más importa, el archivo, la biblioteca y la hemeroteca que, sin grandes recursos económicos pero con una enorme constancia y un profundo sentido del valor de la memoria personal y colectiva, llegó a reunir y conservar. Todo ello puede verse ahora en el Espai Joan Fuster, que ocupa dos edificios modernistas contiguos, comunicados y adaptados para actividades culturales. Uno de ellos era el domicilio del escritor.

Al leerlo se comprobará que este libro, con el que se suma a la conmemoración del centenario la colección Estètica & Crítica, dirigida por el profesor Anacleto Ferrer dentro del vasto e interesante catálogo de Publicacions de la Universitat de València, no tiene un carácter protocolariamente laudatorio, circunstancial, y por ello previsiblemente abocado a una existencia efímera. Por el contrario, se trata de un mosaico de textos que tienen por tema y motivo una diversidad de cuestiones y están datados a lo largo de unas décadas. Se trata de una construcción articulada sobre sucesivos o permanentes intereses y curiosidades de Fuster en torno a la literatura, la música, las artes plásticas u otros hechos de cultura de los que quiso fijar reflejo sobre el papel; compartiendo esas curiosidades y esos intereses, proponiéndolos a otras personas por medio de la escritura y la lectura, dos quehaceres que ocuparon buena parte de su tiempo.

Para conseguir ese resultado, el antólogo ha buscado, como se muestra en la selección y el estudio que presenta y justifica el conjunto, combinar contenidos y etapas en los escritos de Joan Fuster, especialmente en los periodísticos, ofrecer una perspectiva panorámica e indicar, cuando parecía conveniente, con la máxima objetividad posible, las influencias que los inspiraban y las circunstancias en que fueron apareciendo los textos. Se trata de un ejercicio minucioso de recuperación intelectual, que mantiene un interés permanente, al margen, o a pesar, de que venga a producirse en coincidencia con un aniversario.

No es poca cosa, porque Ortells tenía que elegir entre muchos centenares de papeles, elaborados por Fuster y dados a la prensa, a lo largo de muchos años de trabajo esforzado, profesional pero también vocacional, sin duda ninguna.

De esos años, de los días y los trabajos del escritor haré al final de estas anotaciones un resumen muy breve, como pórtico para el estudio del antólogo y de los escritos fusterianos que él ha elegido.

CASTELLANO Y CATALÁN CON LA PROVINCIA AL FONDO

En el canon habitual de la literatura catalana contemporánea que se ocupa de un género que a veces por exclusión se denomina ensayo o, si se quiere precisar algo más, ensayo literario, Joan Fuster tiene sin duda un lugar particularmente distinguido, cimentado en un gran número de libros y artículos en que desplegó su perspicacia intelectiva, su habilidad en el manejo del lenguaje, la variedad y riqueza de un bagaje cultural siempre en aumento como fruto de una permanente curiosidad, y una notable capacidad de trabajo. Conviene adelantar, sin embargo, que, a causa de las circunstancias políticas españolas de su tiempo –durante el franquismo no se autorizó la edición ni de un solo diario en catalán–, hubo de escribir directamente en castellano buena parte de sus textos destinados a periódicos, si bien algunos se traducirían después al catalán para aparecer reunidos en volumen. Y en un proceso paralelo, a veces otros partían de anotaciones previas en catalán del escritor, que para transformarlas en artículo tenía que pasarlas por el filtro del castellano.

Incluso parece necesario advertir, pensando en quien lea estos Escritos de crítica cultural, que, para situar más exactamente su aportación, hay que tener en cuenta que la lengua catalana está distribuida en territorios históricos –Cataluña, el País Valenciano y las islas Baleares, en el estado español, y lo que generalmente se denomina la Cataluña francesa– que se han desarrollado literaria y socialmente de maneras desiguales, distintas y en ocasiones forzosamente separadas en sistemas estancos, con el claro propósito de debilitarlas o llevarlas a la extinción, en beneficio de las lenguas y literaturas castellana, o española, y francesa.

Esta aclaración, que podría considerarse prescindible, no lo es tanto si se piensa que un hipotético Joan Fuster nacido en 1922 en la Cataluña estricta –la de las cuatro provincias– hubiese podido recibir unos años de aprendizaje escolar en su lengua durante el breve periodo autonómico de la Segunda República, o leer libros, revistas infantiles y periódicos de información general en catalán mucho antes de que lo hizo y en un ambiente muy distinto al de la castellanización coercitiva que dominaba la enseñanza en el País Valenciano en el mismo tiempo. Y, para no extender la hipótesis, ese teórico Fuster, ya adulto e incluso durante el franquismo, no se hubiese visto sometido exactamente, ni con tanta ferocidad, a los mismos ataques, presiones y exclusiones que hubo de padecer el realmente nacido y empadronado siempre en el País Valenciano, donde el catalán era una lengua que no recibía la mínima consideración social y era absolutamente despreciada, sobre todo cuando comenzó su trayectoria, situación que él trató de subvertir en la medida de sus posibilidades.

Y no solo era cuestión de lengua. Había también, sobre quien desease ser escritor, y más aún escritor profesional, el peso inexorable del provincianismo, de la falta de una industria cultural o simplemente editorial, con medios de comunicación solventes, entre otros elementos. Como suele ocurrir en casos semejantes, esos déficits suelen suplirse y encubrirse, de cara a la galería, con una hipertrofia del folklore y una exaltación hasta el paroxismo propagandístico de hechos, personajes o valores del pasado que se convierten en tótems sacralizados que jamás pueden ser puestos en entredicho o simplemente revisados por medio de un análisis objetivo y actualizador. Quien lo hace, y eso le ocurrió a Fuster, es reo de lesa patria local. Si a sus discrepancias de opinión sobre determinados ritos tribales, se añadía la disidencia política, el asunto empeoraba de diagnóstico. Una cosa era no ser particularmente devoto de una gloria local, lo que merecía reprimenda y escarnio, y otra mucho más grave: ser no adicto e incluso manifestarse explícitamente contrario al franquismo.

Los métodos para repudiar a disonantes solían y suelen ser muy parecidos, aunque no en todas las ocasiones alcancen la misma magnitud, ni lleguen al intento de asesinarlos, como también le sucedió a Fuster.

De regreso brevemente a València en 1969, Max Aub se compadecía en sus anotaciones publicadas como La gallina ciega. Diario español de que el poeta Juan Gil-Albert, vuelto del exilio veintidós años atrás, se contentase con que el Ateneo Mercantil le hiciese participar en unas veladas poéticas: «¡Pobre Juan! […] agradecido porque “se han acordado de él” aquellos que despreciábamos tan cordialmente: los del Círculo de Bellas Artes, el Ateneo [Mercantil], Lo Rat Penat…».4 Aub debía de ignorar que aquellas instituciones eran fieles a aquel pasado que podía haberlas hecho despreciables para ellos, pero eventualmente se habían convertido en refugio para tertulias de vencidos y otras actividades igualmente dignas, como el homenaje a Fuster que el Ateneo albergó en 1968, con la excusa de la aparición de sus obras completas. Eran instituciones de ese tipo las que habían sobrevivido al conflicto. Gracias a su inocuidad, a su provincianismo y, como hubiese dicho Baroja, a su respeto permanente a las venerandas tradiciones y sacrosantos principios. Gil-Albert, por lo demás, más allá de raras invitaciones ocasionales para participar en actos sin importancia, era entonces otro caso de exclusión social como el de Fuster, aunque no exactamente por todos y los mismos motivos.

LOS CUARENTA PRIMEROS AÑOS (1922-1962)

El futuro escritor nació en Sueca, capital de la comarca valenciana de la Ribera Baixa, el 23 de noviembre de 1922. La ciudad, que ostentaba ese título desde 1899, tenía todas las características de un pueblo, aunque algún periodo de bonanza económica, debida a los buenos precios a que se pudo vender el arroz en mercados internacionales –y el cultivo del arroz ocupaba buena parte del término municipal, lindante con el lago de la Albufera y con el mar–, había permitido la construcción de edificios privados o públicos más altos que las tradicionales viviendas de la zona, más ricos en su decoración interior y exterior. En ellos, algún arquitecto local aplicó lenguajes estilísticos de un cierto exotismo, que se relacionaban con la variedad caprichosa del modernismo e incluso del art déco. Sueca tenía en 1922 unos 18.000 habitantes, pero en lo que a demografía se refiere, no era una población aislada y sin más cambios que los vegetativos. Al final del verano, para cosechar el arroz, acudía una multitud de trabajadores temporeros. Algunos tal vez preferirían instalarse allí de manera permanente, aunque, para un observador despistado y ocasional, como yo mismo, y en comparación con otras localidades del mismo peso económico y poblacional, Sueca no parezca haber experimentado, ni aun ahora, grandes cambios en su idiosincrasia por el hecho de la inmigración.

Aunque había nacido en una vivienda de alquiler mucho más modesta, donde vivió hasta los siete u ocho años, a Fuster se le relaciona siempre con otra, en la que residió desde que su padre y su madre se mudaron a ella, de la que serían propietarios, en la planta baja del número 10 de la calle Sant Josep. Este fue el domicilio del escritor hasta que murió, el 21 de junio de 1992.

En la literatura tópica sobre Fuster, sobre todo en entrevistas, se ha recogido la función que para él tendría aquella casa como lugar de recepción de todo tipo de visitantes que acudían al número 10 de la calle Sant Josep de Sueca; por amistad, por un contacto intelectual, profesional o político, por simple curiosidad, buscando consejo u opinión, comentando un proyecto académico o, especialmente bajo la dictadura franquista pero también después, una conspiración más o menos sensata. Sin teléfono hasta poco antes de morir, las conversaciones allí o en otros lugares, junto a una correspondencia que ha dejado más de veinte mil documentos, fueron para el escritor una forma constante y rica en contenidos de relación interpersonal.

La procedencia familiar era de agricultores. La primera excepción fue el padre, Juan Fuster Seguí (Sueca, 1893-1966), que aprendió el oficio de tallista y fabricante de imágenes religiosas en València y después, en el pueblo, compaginó esa profesión con las clases de dibujo que impartía en centros privados. Tuvo esta profesión, muy ligada al mundo eclesiástico, que de todas maneras no le debía de resultar demasiado lejano, puesto que era carlista. La madre de Fuster, María Ortells Morell (Sueca, 1894-1965), fue, como el padre, muy religiosa.

La niñez del futuro escritor fue la típica de un crío de pueblo en su tiempo, que pasaba la mayor parte del día jugando por las calles y las plazas, cuando no estaba en la escuela, en la iglesia o, naturalmente, en casa. La guerra de España, comenzada en 1936, cuando solo tenía trece años, cambió aquella niñez plácida, con más motivo por las ideas políticas y religiosas de sus padres y de la mayor parte de la familia –un hermano de su madre y algún otro pariente fueron asesinados en el desbarajuste revolucionario–. En 1938, su padre fue detenido y estuvo encarcelado durante unos ocho meses, hasta antes de que acabase el conflicto, tal vez por ser miembro del Socorro Blanco, organismo carlista que prestaba ayuda a religiosos más o menos ocultos y a correligionarios en apuros económicos a causa de la situación. Fue un periodo terrible, en el que Fuster, acechado en la casa familiar por el miedo y las carencias económicas, por el hambre generalizada y por la incertidumbre ante el futuro, con los estudios suspendidos, lo que retrasó su trayectoria de estudiante en las instituciones docentes, encontró refugio en la lectura de todo tipo de libros y revistas a su alcance. Y, dato trascendental, fue entonces cuando empezó a escribir en su propia lengua. Hasta el punto de que, en 1939, a poco de la victoria franquista, él y un amigo, con la mayor ingenuidad, trataron de informarse sobre cómo seguir algún curso de gramática valenciana.

Por el mismo tiempo, la jerarquía del padre dentro del carlismo comarcal propició su designación como primer teniente de alcalde en el gobierno municipal de Sueca instaurado por los vencedores el 4 de abril –las tropas de ocupación habían entrado cinco días antes–, pero el 10 de mayo fue apartado de aquel organismo junto al alcalde. El escritor lo atribuía al desacuerdo de Juan Fuster Seguí por el trato que los propietarios agrícolas daban a quienes trabajaban sus tierras, militarmente recuperadas. No se puede considerar anecdótico que el tallador de imágenes religiosas ocultase entonces en su taller –y probablemente salvase de la destrucción– un enorme lienzo con la República representada en todo su esplendor por una simbólica matrona, encargado antes por el consistorio al pintor Alfredo Claros para presidir el salón de sesiones del Ayuntamiento. La pintura permaneció escondida y a salvo del fuego vengador en el domicilio de los Fuster-Ortells, hasta mucho después de la muerte del hijo, que difícilmente podía ignorar su existencia, aunque la tela estuviese enrollada y medio tapada por otros objetos, en un trastero que nadie visitaba.

En aquel ambiente de 1939, Fuster fue afiliado del Frente de Juventudes –las juventudes del Movimiento (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, FET y de las JONS)– y después, a la edad correspondiente, pasó a la Falange, como encargado de formación en la organización de su pueblo.

Abandonó pronto esa militancia impuesta por las circunstancias y de la misma manera se separó de la religión católica que había heredado. Lecturas, reflexiones y observaciones de la realidad lo fueron distanciando, así, del mundo ideológico a que parecía destinado, en un proceso íntimo que no debió de resultarle fácil ni cómodo.

En 1942 pudo ingresar como alumno en la Universitat de València, gracias al «momento de relativa euforia» económica que experimentó en la posguerra el oficio paterno –diría después el escritor–, cuando hubo oportunidad de rellenar con imágenes religiosas los altares devastados durante la guerra. Hizo la carrera de Derecho sin percances, viviendo en València en una pensión algo pintoresca en la que los huéspedes eran sometidos a una dieta casi exclusiva de verduras, mientras sondeaba librerías de viejo que, entre otros descubrimientos y sorpresas, podían ofrecer ejemplares de obras anteriores a 1936, y no reeditadas a causa de la censura, acudía al cine o a conciertos y empezaba a relacionarse con un mundo relativamente urbano. Como el resto de establecimientos de estudios superiores, la Universitat de València había sufrido un atroz desmoche, que puede ejemplificarse con el asesinato de su exrector y diputado de Izquierda Republicana Juan Peset Aleixandre, y se veía sometida a los rigores de la posguerra, con un claustro profesoral en el que convivían el conservadurismo, el fascismo y la falta de rigor académico. Sin embargo, en aquella etapa y en la siguiente, siempre en contacto con la Universitat y sus aledaños –por ejemplo, con quienes en 1950 iniciaron la revista Claustro, en algo semejante a La Hora, de Madrid, o Laye, de Barcelona, todas ellas relacionadas con el obligatorio Sindicato Español Universitario, SEU–, estableció buenas relaciones de amistad, muchas de las cuales durarían siempre. Al mismo tiempo, aunque el ambiente no fuese en absoluto propicio, continuó ampliando su información sobre la lengua que le era propia y, de ahí, sobre la literatura que en ella se había expresado. Conectó así con el valencianismo truncado de la República, leyendo sus modestas publicaciones y dialogando amistosamente con algunos de sus testigos más jóvenes, que no habían renunciado a las reivindicaciones derrotadas y perseguidas.

Al parecer, mientras estaba en la universidad, fue admitido como empleado por la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valen cia, tal vez gracias a influencias familiares, aunque ningún dato permite asegurar que realmente ingresara o ejerciese como tal, detrás del escritorio o la ventanilla correspondiente. No se sabe de momento por qué renunció a ese camino. A la vista de su evolución posterior, no puede uno dejar de preguntarse: ¿Qué hubiese pasado si…? Todo esto, sin embargo, es anecdótico. Lo bien cierto es que siguió dedicado básicamente a los estudios. No consta que, mientras tanto, tuviese un trabajo remunerado. Y, a fin de cuentas, pensando en la trayectoria completa de Fuster, tampoco fue decisivo que, ya licenciado en Derecho en 1947, trabajase en algunas empresas –una de ellas, dedicada a la exportación de cítricos– o ejerciese como abogado poco tiempo –llegó a tener despacho en el domicilio familiar de Sueca–. Todo ello resultó episódico, porque lo más probable es que lo hiciese sin gran entusiasmo y, en cualquier caso, sin continuidad.

Leer y escribir

En realidad, lo que a Fuster le interesaba era la literatura: leer y escribir. Tal vez pensase que podía vivir de ello, aunque para imaginarlo hiciese falta una carga muy fuerte de optimismo, de voluntad o, si se prefiere, de espíritu de sacrificio. O de horror ante las alternativas más realistas: la abogacía o un empleo fijo en alguna oficina, previsiblemente siniestra, de una u otra especialización profesional.

Aún estudiante, había comenzado a publicar poemas y artículos de erudición histórica. Resulta muy significativo que con veintidós años publicase en el Almanaque de Las Provincias –anuario de un diario conservador– de 1944 un estudio particularmente informado y riguroso sobre la poesía valenciana publicada en catalán durante el cuarto de siglo precedente. El joven poeta, que ya había elegido su opción lingüística, pese a tener en contra la presión ambiental a favor del castellano, analizaba la obra de quienes le habían precedido. Hay en ese hecho algo que puede considerarse revelador sobre la manera de trabajar, e incluso de pensar, de Fuster, una voluntad de situarse en el espacio por el que quiere transitar, como si se comparase o se midiese con los demás. Quien aspira a hacerse notar, ha de hacer algo notable. Fue precisamente Carles Salvador, un discreto autor valenciano, conocido desde los años treinta, quien destacaría, tras conocer los primeros versos fusterianos, la aparición de «un poeta que no se asemeja a ninguno de los actuales valencianos».5

También de ese momento es la aventura de la revista Verbo, que dirigió con su amigo José Albi y lanzó el primer número en 1946, bajo el título genérico de Cuadernos literarios –se imprimía gracias a la influyente situación del padre de Albi en la Diputación Provincial de Alicante– y en la que Fuster, entre otras cosas, se inició en la crítica literaria y en la simple reseña de libros. Como complemento de la revista se publicó, con la firma de Fuster y Albi, una Antología del surrealismo español, en 1952, que Juan Manuel Bonet considera «pionera» en el estudio sobre ese movimiento, en su capital Diccionario de las vanguardias en España (1907-1936). A la vista de las trayectorias poéticas respectivas, no parece arriesgado suponer más interés hacia el surrealismo en Fuster que en Albi.

Era la época en que comenzaban a surgir en ciudades españolas de provincias revistas literarias de inspiración no oficial. De 1944 eran Corcel, dirigida en València por Ricard Blasco, y Espadaña, fundada en León por Eugenio García de Nora, Victoriano Crémer y Antonio González de Lema. Vinieron después otras que, como Verbo, eran plataformas para las inquietudes literarias de quienes las promovían o colaboraban en ellas, sin beneficios económicos; un medio para esas personas de sentirse inmersas y relacionadas con el mundo de la cultura y de los libros, en buena medida un mundo aparte, que las conectaba con aquello que se solía denominar «la república de las letras», con los congresos de poesía y otros encuentros semejantes, tratando de huir del ambiente provinciano circundante y con frecuencia opresivo en algún sentido –moral, cultural o político–.

También mientras estudiaba en la universidad había entrado en contacto con un grupo local de escritores en catalán llamado Torre por el nombre de la editorial que fundaron y dirigieron sus orientadores, Xavier Casp y Miquel Adlert.

A continuación de los versos valorados por Carles Salvador, la singularidad de Fuster se confirmó y desplegó con la aparición de los poemarios Sobre Narcís (1948), Ales o mans (1949), Terra en la boca (1953) y Escrit per al silenci (1954), que el escritor reunió muchos años después en Set llibres de versos (1987), junto a otros poemarios que la censura o las circunstancias habían dejado inéditos en los momentos en que fueron escritos.6

A pesar de la atención que había recibido de algunos críticos, voluntariamente, y por razones que él explicaría después a medias, Fuster dejó de escribir poesía. Si persistió ocasionalmente, ya fue mudando del todo estilo y lenguaje poético. Este abandono era el resultado de un cambio radical de actitud y de intención que lo decantaba hacia una poesía antilírica, informada por la ira o el sarcasmo, y en la cual no quiso perseverar, quizá porque, al convertirse en escritor prácticamente profesional, se fue alejando más de un género imposible de concebir con perspectivas de mercado literario.

Aunque no era solo eso probablemente. También había renunciado a cultivar la narrativa tras algún intento inédito y frustrado que le resultó insatisfactorio. Puede pensarse que se apartó de la creación literaria precisamente porque, en su fuero interno, debió de compararse con autores cuya obra –no en balde ejercía la crítica y leía sin descanso– le parecería situada por encima de sus posibilidades para superarla.

En los periódicos

Ya se ha dicho que Fuster no parecía muy dispuesto a ser oficinista o abogado. Un hecho que en principio podría no haber tenido gran trascendencia en su vida profesional le serviría justamente para reorientarla por muchos años: en abril de 1952, Levante –diario matutino del Movimiento en València– le premió en concurso un poema de tema religioso y, a continuación, le abrió la posibilidad de publicar algún artículo. La anécdota parecerá seguramente extrañísima a una persona joven ahora mismo: ¿un concurso de poesía religiosa en un diario? y ¿Fuster presentándose a él, con casi treinta años de edad? Las cosas eran así entonces. Ganó el premio, aceptó la invitación de continuar enviando originales y se convirtió en colaborador más o menos habitual del periódico. Y así, poco después, se le abrieron las puertas del vespertino Jornada, que pertenecía también a la cadena de medios de comunicación creada por FET y de las JONS, a menudo incautando bienes de personas u organizaciones partidarias de la vencida República. Las dos cabeceras acogieron escritos fusterianos –firmados o con seudónimos diversos– durante prácticamente un decenio, sobre todo o casi exclusivamente de tema cultural. La sección semanal «Jornada de las artes y las letras», aparecida en diciembre de 1957, debía de ser en parte responsabilidad suya.

Estos y otros trabajos, ya desde las páginas de Verbo, le relacionaban de continuo con la vida literaria del momento en España. Así, en 1954 formó parte de la delegación catalana, encabezada por Carles Riba, en el III Congreso de Poesía, celebrado en Santiago de Compostela. Y, cuando en 1956 Guillermo Díaz-Plaja, Dámaso Santos, Felipe Sordo y Juan Ramón Masoliver crearon unos Premios de la Crítica que aún se celebran hoy, fue llamado enseguida al jurado, como Josep Maria Castellet, José Luis Cano, Antoni Vila nova y otros periodistas, editores o profesores. En el certamen se trataba de distinguir una obra publicada el año anterior, inicialmente de poesía o narrativa y en castellano, aunque después se iría ampliando la convocatoria. Entre los primeros galardonados se contaban Camilo J. Cela, Rafael Sánchez Ferlosio, Gabriel Celaya, Ignacio Aldecoa, Ana María Matute, José Hierro y Blas de Otero.

Por razones semejantes, y en coincidencia con su debut como crítico en la sección «Libros catalanes» del semanario barcelonés Destino, asistió al I Coloquio Internacional de Novela, en Formentor, impulsado sobre todo por el editor Carlos Barral y el novelista Camilo José Cela, en el que intervinieron Robbe-Grillet, Juan y Luis Goytisolo, Italo Calvino, Jordi Petit, Mercedes Salisachs, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite, Michel Butor, Castellet, Celaya y José María Valverde.

En definitiva, su prestigio como crítico y ensayista le hizo miembro de numerosos jurados, en los Premios Valencia, de literatura, Sant Jordi, de novela, o Lletra d’Or. En el del Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, instituido en 1969, y que él mismo recibiría en 1975, trató sin éxito de que fuese concedido a Josep Pla. Mejores resultados obtuvo al conseguir que la exiliada Mercè Rodoreda publicase su novela más conocida, La plaça del Diamant (1962).

Incidentalmente, por su trabajo en Verbo, que tenía intercambio con otras revistas de las que él seleccionaba textos para insertar en la suya, descubrió la existencia de publicaciones mantenidas por catalanes exiliados en América desde 1939. Estableció contacto epistolar con alguno de ellos y en 1950 comenzó así su colaboración en periódicos como La Nostra Revista y Pont Blau una vinculación a distancia que le ayudaría a relacionarse, más directamente, con el mundo literario en catalán que con dificultades sobrevivía en la España dominada por el franquismo. En las revistas del exilio pudo escribir además ensayos breves de una cierta importancia, sin cambiar de lengua, y abordar cuestiones que aquí no hubiese podido tratar, como la identidad nacional catalana, incluyendo en ella el País Valenciano o las Baleares.

Más allá de los artículos circunstanciales, aun cuando a partir de un momento pudiesen ofrecerle ingresos económicos regulares, los intereses de Fuster como escritor se habían orientado hacia el ensayo en dos direcciones paralelas. Por una parte, los estudios y análisis sobre la literatura catalana; por otra, las reflexiones sobre hechos culturales y sociales de alcance mucho más amplio y, si se quiere, universal. En el primer sentido, han tenido una larga vigencia sus escritos sobre la obra y el pensamiento de autores del siglo XV –la poesía de Ausiàs March, la oratoria de san Vicent Ferrer, los sarcásticos versos de Jaume Roig o el encubierto feminismo de sor Isabel de Villena–, editados entre 1954 y 1962 por la Revista Valenciana de Filología, publicación de la Institución Alfonso el Magnánimo, organismo provincial de cultura vinculado con el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

También atrajeron el interés hacia su perspicacia como lector e intérprete de la historia sociolingüística valenciana los trabajos recogidos con el título unitario Poetes, moriscos i capellans (1962), publicados después como Poetas, moriscos y curas (1969) por Ciencia Nueva, de Madrid, una de aquellas editoriales que el franquismo no pudo soportar, ya que estaba relacionada con el Partido Comunista de España. El original se había beneficiado de una beca del Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), a través de la delegación española del Comité d’Ecrivains et d’Editeurs pour une Entreaide Européenne, en una de las convocatorias en que fueron seleccionados, entre otros, Enrique Tierno Galván, Alfonso C. Comín, Esteban Pinilla de las Heras, Francesc Vallverdú, A. M. Badia i Margarit, José M. Moreno Galván, Javier Muguerza, Daniel Sueiro, José Jiménez Lozano y Luis Felipe Vivanco.7 Conviene recordar aquí, incidentalmente, que Fuster, en relación con el Congreso por la Libertad de la Cultura, y sustituyendo a Jaime Gil de Biedma, tomó parte en el «Seminario sobre realismo y realidad en la literatura contemporánea», celebrado en Madrid en 1963. Otros participantes fueron José Luis L. Aranguren, Alfonso Sastre, Castellet, Celaya, Luis Martín Santos, Nathalie Sarraute o Mary McCarthy. Cela, fiel a sus antiguas funciones de censor, asistía como informante secreto del Ministerio de Información.8 Las intervenciones de Fuster en actividades subvencionadas por el CLC se completan con su colaboración, junto a Joan Perucho, Gonzalo Torrente Ballester, Martín Santos y otros, en el volumen colectivo El amor y el erotismo (1965) y la publicación por la editorial Seminarios y Ediciones, derivación final en España de aquella aventura, de El hombre, medida de todas las cosas (1970), traducción del volumen L’home, mesura de totes les coses (1967) y del prólogo de Joaquim Molas. Por obligaciones filiales no pudo asistir al II Coloquio Cataluña-Castilla, preparado bajo los auspicios del Congreso por la Libertad de la Cultura y celebrado en Toledo en noviembre de 1965, con la participación de Aranguren, Castellet, Ernest Lluch, Vicent Ventura, Rafael Lapesa, Tierno Galván, Jordi Carbonell, Joan Reventós, Maurici Serrahima, Laín Entralgo, Domingo García Sabell, Dionisio Ridruejo y otros.

Al mismo tiempo que se interesaba por la historia cultural de su país, Fuster había centrado su atención crítica en los debates sobre figurativismo y abstracción en las artes plásticas a través del libro El descrèdit de la realitat (1955), que se tradujo pronto al castellano como El descrédito de la realidad (1957), para Seix Barral, o sobre otros debates culturales, en Les originalitats (1956). Esta obra pasó al castellano en el pequeño volumen Las originalidades. Maragall y Unamuno frente a frente (1964), publicado en la colección Renuevos de Cruz y Raya, orientada por José Bergamín con el proyecto de seguir la estela de la conocida revista por él dirigida antes de la guerra, dentro de una editorial fundada por Arturo Soria, también regresado del exilio. De aquel periodo son los escritos ensayísticos que se encuentran en Figures de temps (1957), Indagacions possibles (1958) o Judicis finals (1960, Giudizi finali, 2006).

A PARTIR DE 1962, UN AÑO CRUCIAL

En 1962, además de Poetes, moriscos i capellans, publicó Nosaltres, els valencians, su ensayo histórico más conocido y debatido, y El País Valenciano, en una colección de guías de viaje de la editorial Destino publicada entre 1943 y 1977 y en la que aparecieron títulos de Pío Baroja, Josep Pla, Dolores Medio, Dionisio Ridruejo y José María Pemán.

Utilizando como excusa algunos comentarios irónicos o iconoclastas entresacados de El País Valenciano, pero mirando hacia las posiciones políticas visibles de Nosaltres, els valencians y otros escritos del autor, gente de la derecha local de València lanzó una campaña de prensa típicamente franquista, sin derecho de réplica ni defensa pública que, entre otros efectos, tuvo el de suprimir su colaboración en diarios valencianos hasta la Transición. En el trasfondo se hallaba sin duda la persecución del Régimen contra un intelectual que, como otros –no muchos, sin embargo–, encabezados por Ramón Menéndez Pidal, había denunciado en escritos colectivos la represión contra las huelgas de Asturias en 1962 y la falta de libertades públicas.

Fuster condensó así, de pronto, odios viscerales que le perseguirían hasta más allá de su muerte y admiraciones, críticas o acríticas, que se prolongarían igualmente hasta ahora mismo. Se convirtió en un referente. En uno de aquellos personajes influyentes a los que nos referíamos al principio de esta nota.

Todo esto era política, claro está. Al mismo tiempo, Fuster proseguía su labor literaria, pero desde una situación distinta. La campaña contra él lo había situado en un plano superior. Así lo vio en seguida su amigo Josep Pla, que, en una carta inmediata a los acontecimientos, en febrero de 1963, además de recomendarle paciencia, le decía: «esta oleada de papeles demuestra que ha tenido usted un gran éxito» antiprovinciano y, en definitiva, de signo político.

En 1961 había comenzado a publicar también en El Correo Catalán. Lo haría después en otros diarios de Barcelona: El Noticiero Universal (1967-1971), Tele/eXpres (1969-1977) y La Vanguardia (1969-1984). O madrileños, como Informaciones (1972-1978) o El País (1979-1986). Fue, igualmente, firma fija o frecuente durante periodos de cierta duración en revistas semanales o mensuales entre las que podemos mencionar Destino (1959-1979), Por Favor (1977-1978), Jano (1977-1981), Repórter (1977-1978), Qué y Dónde (1979-1984), Serra d’Or (1959-1983), El Món (1981-1983) y El Temps (1984-1985).

Esta indicación de las cabeceras de periódico y de los años de la colaboración de Fuster en ellas viene a resumir una larga relación de cuarenta años con el periodismo. Aunque profesionalizarse como escritor fue una decisión arriesgada que le marcó la vida. Entre otras cosas, porque, no poseyendo fortuna propia y no teniendo en los periódicos más rango que el de colaborador, sus ingresos no estarían nunca asegurados con la regularidad que puede dar un puesto fijo en una redacción. La independencia tuvo siempre para él, como contrapartida, un claro riesgo económico que en algunas épocas le resultaría amenazante.

Tuvo, pues, que aceptar trabajos literarios de encargo. Entre otros, guías de viaje, como Valencia (1961), Alicante y la Costa Blanca (1965) o Ver el País Valenciano (1983), e incluso un guion para televisión, el que hizo sobre el País Valenciano para la serie de TVE Esta es mi tierra (1983), en una primera etapa en la que intervinieron, hablando de otros lugares, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite, Gabriel Celaya, Camilo José Cela, Carlos Barral, José Antonio Labordeta o José M. Caballero Bonald. También este documental originó agitados ataques de la derecha contra Fuster.

En la década de 1960 tradujo al catalán, a veces en colaboración con Josep Palàcios, obras de Albert Camus u otros autores. Y, desde entonces, redactó una gran cantidad de prólogos a obras ajenas que constituyen, en muchos casos, estudios de primer orden sobre escritores en lengua catalana antiguos y contemporáneos: Joan Salvat-Papasseit, Ramon Muntaner –para una edición castellana de la Crónica (1970), publicada por Alianza Editorial–, Ausiàs March, Salvador Espriu, Josep Pla, Josep Carner, Vicent Andrés Estellés, Jaume Gassull y Joan Timoneda.

Su interés por la historia sociolingüística de su país se reflejó en Heretgies, revoltes i sermons (1968, traducido parcialmente en Rebeldes y heterodoxos, 1972), La Decadència al País Valencià (1976), Llibres i problemes del Renaixement (1989) y otros títulos, en los que combinaba la erudición con un estilo muy atrayente para quien los leía. Caso aparte fue Literatura catalana contemporània (1972, publicada como Literatura catalana contemporánea en 1975).9

Paralelamente, continuó dando a la imprenta ensayos de ámbito o perspectiva más general, un tipo de examen intelectual a través del cual pasaban –como en muchos de sus artículos de prensa, y entre ellos los reunidos en este volumen preparado por Salvador Ortells– todo tipo de hechos, sin distinción de épocas o de geografías, formando parte de una rica imagen del mundo. Fueron: Diccionari per a ociosos (1964; Diccionario para ociosos, 1970; Dictionary for the idle, 1992 y 2006; Dictionnaire au usage des oisifs, 2010), Causar-se d’esperar (1965), L’home, mesura de totes les coses (1967, traducido como El hombre, medida de todas las cosas, 1970, al que ya se ha aludido), Consells, proverbis i insolències (1968), Examen de consciència (1968) y Babels i babilònies (1972) o Sagitari (1984).

En su estrategia de escritor ocuparon una función fundamental, durante los años iniciales, las anotaciones casi diarias en que recogía una sucesión de reflexiones y pensamientos, incluso muy de tarde en tarde alguna experiencia personal de viajes o conversaciones, ordenada regularmente por la fecha en que las escribía.

Como iniciador o asesor de iniciativas culturales o civiles, la labor fusteriana fue de una gran intensidad. Fue uno de los principales promotores de una Història del País Valencià, de autoría colectiva, pero también de la Estructura econòmica del País Valencià (1970), dirigida por Ernest Lluch, de la confección de una división comarcal del País Valenciano que ha sido adoptada de manera general. Ejerció la dirección literaria de Editorial AC y asesoró a la Gran Enciclopèdia Catalana, la Gran Enciclopedia de la Región Valenciana y otras iniciativas editoriales. Así mismo, participó en el I Congreso de Historia del País Valenciano (1971) y dirigió colecciones dedicadas a la edición de textos: Lletra Menuda (1971-1980), Bibliotheca Valentina (1972), Bibliotheca Imago Mundi (1974), Documents de Cultura-Facsímil (1973-1977), Clàssics Albatros (1973) y la Biblioteca d’Autors Valencians. Fundó y dirigió hasta 1991 la revista de estudios, ensayos y creación literaria L’Espill, aparecida en 1978, pero también, atento siempre al desarrollo de la cultura de base comarcal, promovió Quaderns de Sueca (1980). Fue uno de los vicepresidentes del Congrés de Cultura Catalana (1977) y presidente de honor del consejo del País Valenciano del Segon Congrés Internacional de la Llengua Catalana (1986).

EN LA TRANSICIÓN (1975…)

En combinación con esta actividad de escritor, había una actividad personal, una posición innegablemente política. Sobre su evolución en este ámbito, puede valer como indicio de trazo grueso la serie de posiciones ideológicas establecida por Josep Pla, en un escrito de 1962, según la cual Fuster había sido «sucesivamente: españolista, regionalista bien entendido, regionalista valenciano, nacionalista valenciano, catalanista». Era una manera sumaria de explicar un proceso que, aparte de adscripciones nacionales, pronto llevó a Fuster a considerarse un «liberal», como se autodefinió a menudo, y, en cualquier caso, una persona que estuvo situada frente al régimen franquista imperante durante buena parte de su vida. Desaparecida la dictadura, mantuvo esa posición, sin grandes cambios. Contra lo que en ocasiones se ha podido afirmar, el pensamiento marxista tuvo en Fuster una repercusión relativamente tardía y no muy profunda, más allá de su interés por las aportaciones de Antonio Gramsci –en definitiva, no precisamente canónicas– o del materialismo histórico, como una de las vías para el análisis de la realidad social.

Desde muy joven, Fuster había sentido una profunda preocupación por la situación cultural, lingüística, económica y política del País Valenciano, un interés constante que él mismo denominó «pasión» y «obsesión» y que se muestra en buena parte de sus escritos y de las actividades en las que tomaba parte. Entre los aspectos que merecieron su atención tiene un lugar destacado la adscripción nacional del pueblo valenciano, que para él era inequívocamente catalana. Esta opción la sirvió siempre con una alta dignidad, pero también advirtiendo que su nacionalismo solo era un gesto mantenido de resistencia, una reacción defensiva democrática, frente a nacionalismos agresivos y destructores. Durante la Transición explicaba su postura en frases que traduzco: «Más de una vez lo he dicho: como mucho, soy “nacionalista” en la medida en que me obligan a serlo, lo indispensable y basta. Porque, bien mirado, nadie es nacionalista sino frente a otro nacionalista, en beligerancia sorda o corrosiva, para evitar sencillamente el oprobio o la sumisión».10

Todo esto, más su definición personal y pública, nítidamente favorable a un régimen democrático, le valió todo tipo de ataques en algunos periódicos –particularmente miserable fue el que se le dedicó en 1963, ya aludido–, pintadas en la fachada de su casa, injurias e incluso dos atentados con explosivos contra su domicilio. El primero, en 17 de noviembre de 1978; el segundo, en septiembre de 1981, meses después del golpe de estado fracasado de Tejero, Armada, Milans del Bosch y otros, muchos de cuyos cómplices nunca fueron juzgados. Tampoco los culpables de los atentados contra Fuster fueron detenidos ni castigados, como analizó Francesc Bayarri en Matar Joan Fuster (i altres històries) (2018). Manuel Vicent dedicó al intento criminal un artículo: «A Joan Fuster, ileso» (El País, 2 de octubre de 1981). Vale la pena citarlo con alguna extensión, porque contiene un retrato de la víctima muy agudo e intencionado: «Joan Fuster es el caso más genuino del poder de la inteligencia. He aquí cómo el trabajo de un investigador, la simple labor de esta especie de monje laico y erudito […] se abre paso a través de las cuartillas, repercute en las cabezas de una minoría de jóvenes intelectuales y se expande por círculos universitarios, penetra en la guitarra de algunos cantantes y salta lenta pero forzosamente a la calle. Los partidarios de Joan Fuster se mueven por las ideas. Los enemigos de Joan Fuster han comenzado a trabajar con Goma 2».11

Con los últimos años de la dictadura y los primeros del régimen democrático, especialmente los de la «Transición», el compromiso civil de Fuster se hizo más declarado que antes, a favor de las posibilidades que el cambio de régimen previsiblemente tenía que abrir. Así, impulsó la redacción de un proyecto de Estatuto de Autonomía para el País Valenciano –simbólicamente datado en Elx y que recibe el nombre de aquella ciudad– y participó en aplecs y otros actos. En colaboraciones periodísticas y a través de algunos folletos, manifestó opiniones y dudas con una particular contundencia expresiva, especialmente ácida cuando trataba cuestiones valencianas, en medio de una campaña de intoxicación informativa y de violencia física que, con un propósito de falsificación se ha denominado, en el ámbito local, la Batalla de València, y que no fue más que una demostración de cómo la derecha supo asegurarse la prolongación de su predominio social en medio de las bambalinas de la Transición, un viaje rápido y gratis, desde la adhesión inquebrantable, provechosa e interesada a la dictadura hasta la pureza democrática más acrisolada e indiscutible. Un periodo turbio y lleno de equívocos. De aquel tiempo y de esa orientación temática, son los escritos recogidos en Destinat (sobretot) a valencians (1979), El blau en la Senyera (1977), Notes d’un desficiós (1980), Ara o mai (1981), País Valencià, per què? (1982) y Punts de meditació (1985).

Su posición, abiertamente crítica con el franquismo, no fue especialmente favorable a la nueva situación política creada después de 1975. Publicó, en aquellos años del cambio de cuadrante en la política estatal y valenciana, escritos de gran dureza y, a favor de las posibilidades que se abrían para la libertad de expresión, de una contundente claridad. Repetidas veces declaró que lo único que le interesaba de la Constitución promulgada en 1978 era la previsión legal de derogarla. Pero había tal vez más que eso: como un repliegue o un desistimiento frente a un panorama decepcionante, al ver cómo los entonces habitualmente denominados poderes fácticos mantenían en gran medida su plena capacidad limitadora, opresiva. De ahí su reacción inmediata en un artículo ante los hechos del 23 de febrero de 1981, o, cuando ya había dejado de colaborar en los periódicos, la ausencia de su nombre al pie de escritos en favor o en contra de episodios de una cierta trascendencia, ya con el PSOE en el poder. No he podido encontrarla en documentos semejantes relacionados con el referéndum sobre la permanencia en la OTAN, en marzo de 1986, por ejemplo, o la gran huelga general de diciembre de 1988. Por un azar, puedo aportar a ello un testimonio personal, ya que, en mayo de 1989, en relación con un manifiesto de apoyo a la candidatura de Izquierda de los Pueblos a las elecciones para el Parlamento Europeo convocadas para el mes siguiente, me escribía esto que traduzco del catalán: «He decidido no firmar ya nada. Tal vez el testamento». Decisión clara, a pesar de que el tercero de la lista era Vicent Ventura, uno de sus mejores amigos. Por esos derroteros podría explicarse también su presencia sorprendentemente muda en las sesiones del Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas celebrado en València en 1987, cuya convocatoria había firmado junto a Octavio Paz, Juan Cueto, Juan Goytisolo, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Savater, Jorge Semprún y Manuel Vázquez Montalbán.

VOLVER A LA UNIVERSIDAD (1983)

Los artículos seleccionados por Salvador Ortells en este volumen pertenecen a una etapa en la actividad intelectual de Fuster que él mismo cerró unos cuantos años antes de morir para dedicarse a otras tareas, ya que nunca llegó a jubilarse en el sentido pleno de la palabra, ni mucho menos dejó de trabajar. El último de los escritos aquí recogidos es de 1983. El ámbito temporal en que podrían haberse extraído otros posteriores no era en todo caso muy amplio, puesto que el autor abandonó las colaboraciones periodísticas regulares en 1985 para emprender una última etapa laboral que venía a coincidir, en los temas, con un interés en él antiguo y permanente hacia estudios de historia cultural y literaria más o menos alejados de la actualidad inmediata.

Pasada la Transición política, Fuster, con unos sesenta años, fue dejando de lado la actividad periodística y fue reclamado para la vida universitaria, porque parecía claro que había llegado el momento de aprovechar su saber en la formación de nuevas generaciones.

Un proyecto de Ley de Autonomía Universitaria que no llegó a aprobarse planteó, a principios de 1980, la posibilidad de nombrar como catedráticos extraordinarios, por petición de las propias universidades, a personalidades a las que las circunstancias políticas –dicho de uno u otro modo– habían impedido aportar sus méritos culturales y científicos a la docencia académica española. En la prensa apareció el nombre de Fuster, junto a los de Julio Caro Baroja, Juan Marichal, Manuel Sacristán, Salvador Giner, José Vidal Beneyto, Ignacio Sotelo, Carlos Castilla del Pino, Manuel Tuñón de Lara, entre otros.12 Sintomáticamente, Camilo José Cela fue uno de los pocos favorecidos por aquella vía de acceso a la cátedra. En el mismo 1980.

Por medio de ese mecanismo, que finalmente solo permitió la integración de algunas personalidades, el destino natural de Fuster parecía ser la Universitat de València, donde había estudiado Derecho y en la que, contra muchos obstáculos, se trataba de crear un departamento dedicado a la filología catalana que dirigiría el lingüista Manuel Sanchis Guarner (València, 1911-1981), otra víctima del franquismo y sus derivaciones posteriores. La incorporación de Fuster no fue nada fácil, porque tropezó con obstáculos burocráticos e incomprensiones personales y políticas, y se produjo en 1983, cuando ingresó en su antigua universidad como simple profesor por procedimientos ordinarios. Se arguyó, para impedir que accediese a una cátedra, que no era doctor, aunque en 1984 fue investido honoris causa por la Universitat de Barcelona y la Universitat Autònoma de Barcelona. Fuster redactó una tesis de historia lingüística y se doctoró en 1985 en Filología Catalana. Al año siguiente obtuvo la cátedra que, después de jubilarse y hasta la muerte, ocuparía como emérito en el Departament de Filologia Catalana de la Universitat de València. Su docencia, sobre historia social de esta lengua, la ejerció en programas de doctorado. Y lo ejercía con una aplicación extrema. Él, que no solía hablar en público sin llevar el discurso escrito, tampoco impartía clase sin una preparación completa de los contenidos que tenía programados y que llevaba rigurosamente anotados en un esquema manuscrito muy detallado.

Sus últimos parlamentos ante una multitud se produjeron en València, en octubre de 1981, en un acto contra el atentado terrorista del que él mismo había sido víctima hacía unas semanas, y en Castelló de la Plana, en 1982, en el encuentro conmemorativo del quincuagésimo aniversario de las Normas de Castelló y en homenaje a Sanchis Guarner, muerto el año anterior tras haber sufrido la impune persecución de la extrema derecha.

En el momento de morir, era miembro del Institut d’Estudis Catalans, la Institució Valenciana d’Estudis i Investiga cions, el Consell Valencià de Cultura, el Institut de Filologia Valenciana, el consejo asesor de la Biblioteca Valenciana y otras ins ti tu ciones. Por sus trabajos poseía distinciones como los premios Joaquim Folguera (1953), Josep Yxart (1956), Concepció Rabell (1959 y 1962), Per Comprendre (1962), Premi d’Honor de les Lletres Catalanes (1975), Ramón Godó Lallana (1977), Premi de les Lletres del País Valencià (1981) y Medalla d’Or de la Generalitat de Catalunya (1983). La Generalitat Valenciana le otorgó su Alta Distinció a título póstumo.

El día siguiente de su muerte, la ceremonia del entierro, desde su domicilio hasta el cementerio de Sueca, fue una manifestación de luto y de homenaje en la que participaron representaciones oficiales y unos miles de personas, como testimonio de una admiración y un respeto auténticamente populares.

La permanencia de la obra de Joan Fuster se ha mantenido en el ámbito de la lengua catalana hasta ahora mismo, a través de reediciones y antologías de sus escritos, pero también ha sido objeto de interpretaciones y reconsideraciones en un número considerable de tesis doctorales y estudios, exposiciones, congresos y otras iniciativas dedicadas a valorarla y analizarla. Los textos reunidos aquí por Salvador Ortells tuvieron en principio un espacio de recepción cuantitativamente muy amplio, por la lengua en que estaban redactados y por los medios de comunicación en los que aparecieron. A través del tiempo, recuperan ahora, de otra manera, aquella área de destino con la que el autor supo igualmente conectar en su momento: por los temas que abordaba, por la sagacidad con que lo hacía y, ¿por qué no?, por una habilidad expresiva en lengua castellana particularmente notable: buscada, trabajada y nutrida de lecturas y conocimientos incesantemente renovados.

1. «Los 100 españoles más influyentes», Actualidad Económica 1127, 27 de octubre de 1979, p. 39.

2. «Qüestió d’influències», Qué y Dónde 86, 5-11 de noviembre de 1979. Reproducido en Joan Fuster: Notes d’un desficiós, ed. y notas Nel·lo Pellisser y F. Pérez Moragón, Valencia, 2017, p. 56.

3. Reproducción facsimilar en Pere Ysàs: Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia, 1960-1975, Barcelona, 2004; la referencia a Fuster, en p. 246.

4. Max Aub: La gallina ciega. Diario español, ed. M. Aznar Soler, Barcelona, 1995, 2.ª ed. (la primera, México, 1971), p. 179.

5. Carles Salvador: «Un nuevo poeta», Las Provincias, 10 de mayo de 1947.

6. Ya mucho después, Salvador Ortells rescató en Poemes inèdits (2018) composiciones desconocidas.

7. Equivocadamente, Gregorio Morán (El cura y los mandarines, Madrid, 2014, 3.ª ed., p. 132) afirma que la obra becada por el Congreso bajo el título Estudi d’història cultural valenciana era Nosaltres, els valencians. Lo puntualiza uno de los protagonistas españoles de las actividades del CLC, Carlos M. Bru Purón (El Congreso por la libertad de la cultura y la oposición democrática al franquismo, Madrid, 2019, p. 32).

8. Sobre las polémicas internas del encuentro, Jordi Amat: La primavera de Múnich, Barcelona, 2016, pp. 306 y ss.

9. El texto inicial, en castellano, era un encargo para la Historia general de las literaturas hispánicas dirigida por Guillermo Díaz-Plaja y que empezó a publicarse en 1949. En los volúmenes aparecidos, de la literatura catalana se ocupó un gran especialista, Jordi Rubió i Balaguer. Fuster rehízo su trabajo inédito para la edición de 1972.

10. Joan Fuster: Un país sense política, Barcelona, 1975, p. 135.

11. En línea: <https://elpais.com/diario/1981/10/02/cultura/370825203_850215.html> (consulta: 15/9/2021).

12. En línea: <https://elpais.com/diario/1980/01/25/sociedad/317602804_850215.html> (consulta: 15/9/2021).

Joan Fuster: escritos de crítica cultural

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