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2 AMOR INCONDICIONAL

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LO MEJOR Y LO PEOR

Únicamente cuando nos ocurre a nosotros mismos, podemos comprender la exactitud de aquello que nos repetían los que ya habían pasado por allí, respecto de que la paternidad (en sentido amplio, es decir, para padres y madres) es una experiencia difícilmente transmisible.

Nos damos cuenta en ese preciso momento de la verdad indiscutible de algunas frases un tanto ambiguas que nos lo anticipaban:

Tu primer hijo te cambia la vida.

Una sentencia que cada madre y cada padre primerizos confirmarán desde el mero instante del nacimiento del niño. Entendemos, adivinamos, percibimos, aun antes de «adoptar» a nuestro hijo (como decíamos en el capítulo anterior) que la vida ya nunca será igual, que algo radical se ha modificado.

Un buen amigo, padre de cuatro hijos, lo dice de otra manera, casi siempre acertada y bastante más inquietante:

Ser padre es lo mejor que puede pasarte en la vida...

y lo peor.

Lo mejor, por todo lo que ya sabemos: la sensación de plenitud de solo verlos y tocarlos, la alegría de escucharlos reír, la emoción de acompañarlos en sus descubrimientos, el infinito placer de verlos convertirse en personas únicas.

Lo peor, por la contracara de esas mismas cosas: el dolor de verlos sufrir, la angustia de no saber cómo ayudarlos, el miedo insondable de que algo terrible les suceda.

Mi hijo mayor había conseguido finalmente que le compráramos un ciclomotor, un híbrido entre bicicleta y moto de muy poca cilindrada y ninguna velocidad. Yo estaba seguro de que él sabía cómo cuidarse y no me despertaba ninguna inquietud que usara su pequeño vehículo para desplazarse por el barrio. Ese 14 de diciembre, yo estaba solo en casa cuando sonó el teléfono.

¿Jorge? —preguntó la voz.

Sí, ¿quién habla?

Soy D..., el amigo de su hijo. Ha sufrido un accidente. Lo han llevado al hospital...

¿Un accidente?

Con el ciclomotor. Chocó con un camión.

Pero cómo está. ¡¿Está bien?!

Se hizo un silencio horroroso y luego el pobre me dijo, como pudo:

Mejor que vaya usted al hospital...

Han pasado muchos años y todo terminó en solo un mal recuerdo, pero ahora mismo que escribo esto, no dejo de temblar y siento el dolor en el pecho. El mismo que sentía mientras gritaba como un loco y conducía mi coche camino al hospital, cuando dejaba el coche tirado en la entrada de urgencias y mientras empujaba al policía que pretendía hacerme esperar a que el médico me informara. Cuando lo vi, sentado en la camilla, con un pequeño corte en la frente y una herida en la rodilla, sentí cómo mi alma volvía a mí y mientras los dos llorábamos del susto, yo decía en voz alta, para él y para mí:

Tranquilo, está todo bien, ya pasó... Gracias a Dios ya pasó.

Nunca, nunca, ni antes, ni después, recuerdo haber sentido tan intensamente el Miedo.

Como decía nuestro amigo:

lo mejor y lo peor que puede pasarte en la vida...

Y esta «frasecita», que no sabemos pero intuimos, que escuchamos y no deja de resonarnos en las tripas, nos trae al escenario una pregunta: ¿qué razones tenemos para desear tener hijos?

¿POR QUÉ TENER HIJOS?

Si no he sido padre antes y, además, nadie puede contarme con exactitud de qué se trata..., si se me promete una gran carga de responsabilidad (representada desde el principio por la certeza de que durante mucho tiempo me volveré absolutamente responsable de un ser vivo, indefenso y vulnerable)..., si se me ofrece como único consuelo el placer de la propia experiencia (que, como dijimos, es intransmisible)..., ¿cómo puedo querer algo que no sé ni lo que es y que tiene «prensa» tan ambivalente?

Se abren aquí varias hipótesis de respuesta, tres de ellas casi obvias:

la de la fuerza del instinto;

la del mandato social;

y la del deseo de trascendencia.

El instinto

La primera podría enunciarse diciendo que aquello que moviliza visceralmente el deseo de ser padres es el instinto gregario de conservación de la especie: el instinto maternal (según dice la gente) o el instinto paterno (que parece menos aceptado por científicos y legos). El deseo aparece aquí como expresión de un código genético, una extensión del instinto de conservación individual, una programación que me incluye como miembro de una especie. Esto explicaría por sí mismo que yo lo quiera, sin saber por qué lo quiero y en contra de todas las dificultades. Una especie de deseo que transita por debajo de lo consciente o voluntario.

Muchas voces cuestionan esta razón. Dicen, por ejemplo, que, si fuese cierta, el deseo de maternidad o paternidad debería hacerse presente tan pronto como las condiciones biológicas para ser madre o padre estén dadas; y, por supuesto, esto no sucede así.

Nos parece bastante evidente que, entre los humanos contemporáneos, este instinto (como otros) ha sido sometido a la tiranía de la razón y pasado por el tamiz de los sentimientos. Pues aunque admitamos que todos (o casi todos) los adolescentes estarían dispuestos a hacer conscientes sus deseos sexuales y su voluntad de satisfacerlos, seguramente muy pocos de ellos tendrían el deseo de ser madres o padres. En nuestros tiempos, los deseos de tener relaciones sexuales están cada vez más desligados de la intención de concebir un hijo; no solo porque las relaciones sexuales que se tienen con el objeto de engendrar son las menos, sino también porque, hoy en día, son cada vez más los hijos que se tienen sin que haya habido relación sexual previa por parte de los padres (sea porque han sido adoptados o bien porque ha mediado algún tipo de fecundación artificial). Esta situación novedosa que quizás dé mucho que hablar en un futuro cercano, es ya hoy una evidencia en contra de la teoría instintiva y, por otro lado, un punto problemático a la hora de la prevención del embarazo no deseado, puesto que lleva a que la perspectiva de ese resultado posible esté más distante en la mente de los jóvenes a la hora del encuentro sexual. Retomando, entendemos que en el tema de la paternidad, el instinto ha quedado separado del deseo (si no totalmente, por lo menos en gran medida); y que lo que queda de instintivo en los humanos a este respecto, no es en modo alguno suficiente para aterrizarnos en la aventura de ser padres y madres de una criatura.

Pensemos pues en la segunda hipótesis.

El mandato social

Si el deseo de tener hijos no se presenta apenas estamos biológicamente listos para concebir, sino más bien en una etapa de la vida definida culturalmente, deberíamos aceptar que la presión social ejerce, sin duda, un rol importante si no determinante en nuestra motivación para tener hijos. Y si bien este hecho cambia según la época y la sociedad (para las mujeres de Occidente ese mandato social comenzaba a sentirse alrededor de los veinte hace una década, rondando los diecisiete hace cincuenta años y muy pasados los veinticinco en la actualidad), es más o menos el mismo para todos en un determinado lugar y tiempo. Una edad en la que notamos irremediablemente que todos a nuestro alrededor comienzan a adentrarse en esa etapa y nos encontramos pensando que quizás nosotros también debiéramos considerarlo...

Este mandato social parece instaurar la idea de que hemos fracasado en nuestra vida si no tenemos hijos y que eso debe encararse a determinada edad, porque después es tarde. Ideas absurdas ligadas a la concepción de una vida que difícilmente se prolongaba después de los cincuenta años y una tecnología médica, que calificaba obstétricamente a las madres primerizas de «demasiado mayores» ¡¡¡a partir de los veinticinco años!!! (hoy en día esa etiqueta, si alguien se animara a colgarla, se reservaría para una mujer que afronta su primer embarazo bastante después de los cuarenta).

Hilvanando ideas, podemos decir que si bien, como dijimos, el instinto de conservación de la especie no determina la decisión individual de buscar un embarazo, seguramente tiene mucho que ver con la creación de este mandato social respecto de la «necesidad» de hacerlo.

Sin menospreciar el peso de este condicionamiento social, el fantasma de que una vida sin hijos equivale a una vida sin sentido ha ido, afortunadamente, perdiendo peso en nuestra sociedad. Así, no creemos que, hoy por hoy, la presión social sea motor principal del deseo de convertirse en padres.

Me doy cuenta de que los argumentos para rebatir esta segunda hipótesis no son tan sólidos como los que hemos usado para excluir la primera, y sin embargo mi experiencia (tanto personal como profesional) me indica que, aun en los casos puntuales en los que la presión familiar o social juega un rol importante o significativo, nunca es definitorio ni suficiente. La decisión de encarar la búsqueda de un hijo se nutre de «algo» más (llamémoslo así por ahora) muy conectado con lo emotivo y tiene origen en contenidos muy profundos de la propia persona más allá de lo que venga «desde afuera». Reconozco, claro, que mi mirada es subjetiva. Admito que no quisiera que algo tan profundo como el vínculo con los hijos naciese de una cuestión más bien banal, como la de complacer los deseos de otros o cumplir los mandatos que la sociedad nos impone. Es cierto que muchas cosas valiosas tienen los orígenes más superfluos o equívocos..., pero aun así, prefiero descartar la hipótesis del mandato social y por ello me aferro a los argumentos para sostener lo contrario por enclenques que sean (será tal vez que mi amor por la verdad es menor que mi valoración de aquello que juzgo bueno o noble para mí y que supongo igual para el resto de las personas).

La trascendencia

Si aceptamos que el deseo de ser padres no es fruto directo del instinto ni de la presión social, nos restará aún una posibilidad: la humana necesidad de trascender, de ir más allá de uno mismo, de dejar algo en el mundo una vez que nuestro tiempo e influencia hayan terminado. Es incuestionable que los hijos, de una manera o de otra, acaban por satisfacer este deseo siempre que existiese; ya que nos brindan no solo la sensación, sino también la certeza de la trascendencia. No hay duda alguna, desde lo biológico, algo de mi material genético continuará existiendo en el mundo cuando yo haya muerto, pues mis hijos lo comparten; desde lo social, mi apellido también perdurará, puesto que ellos lo portan; desde lo personal «viviré» en su recuerdo y en la influencia que tenga lo que dije o prediqué, sobre sus modos de pensar, de sentir y de actuar...

Si de trascender se trata, es seguro que tener hijos es el modo garantizado e infalible de conseguirlo. Y sin embargo, si dijeras: «No recuerdo que esa haya sido mi intención, cuando comencé a sentir las ganas de tener hijos»... tendrías razón.

Nuevamente, el momento vital en el que por lo general nos planteamos tener hijos no coincide con el tiempo en el que la preocupación por la trascendencia lógicamente se instala. Esta última se acerca más al final de la vida o, al menos, a una madurez avanzada: una etapa en la que la idea de la muerte cercana o posible nos lleva a pensar en lo que habremos de dejar detrás de nosotros. En nuestra experiencia, no es muy frecuente que los jóvenes menores de treinta anden pensando en la trascendencia, ni lo es que, cuando la idea aparece, los hijos sean vistos como el medio más idóneo para lograrla.

En un mundo en el que el modo privilegiado y sobrevalorado de la trascendencia se identifica con el recuerdo colectivo, los que piensan en ello como un objetivo se concentran en grandes acciones, en aquellos emprendimientos que producen cambios significativos para la patria, la ciencia, el arte, el deporte o cualquier otro campo. De hecho, si nos piden que pensemos en alguien que ha «trascendido», lo más probable es que venga a nuestra mente alguna persona que haya hecho una contribución importante que beneficie o influya a las generaciones futuras; no es lo esperable que pensemos en alguien que simplemente ha tenido hijos (aun cuando todos acordemos en que esa tarea, la de ser buenos padres, es una de las más importantes que nos toca en la vida).

Es posible que el deseo de trascender esté un poco por debajo de la superficie o que uno no se permita argumentarlo por grandilocuente y egocéntrico («¡Tendré hijos y así seré inmortal!»); es probable que, en cierto grado, la paternidad lo implique en cada búsqueda, en cada embarazo y en cada parto. Pero aun así y por todo lo dicho, no es suficiente. Actúa en todo caso como factor adicional; es un condimento, pero no la esencia del plato principal...

Volviendo a la cuestión: si el instinto está demasiado diluido en las personas, si el mandato social no es sano como motivación, si el anhelo de trascendencia no es suficientemente poderoso... ¿Qué lo es?, ¿de dónde surge nuestro deseo de ser padres?, ¿cuál es el verdadero motor?, ¿qué buscamos cuando queremos tener un hijo?

La verdadera razón...

Confieso que, durante mucho tiempo (aun después de haber tenido dos hijos), no supe responder a esta pregunta. Fue mi esposa quien me reveló la respuesta con una naturalidad asombrosa. Yo me debatía con todas estas alternativas insatisfactorias que hemos comentado hasta aquí y otras muchas más (personales, miserables y hasta especulativas), cuando buscando, como suelo hacer, el intercambio con mi esposa que me ayuda a seguir pensando, le pregunté, a boca de jarro:

—¿Qué es lo que quiere alguien que decide tener un hijo?

—Es sencillo —me dijo ella—. Quiere amar.

¡Por supuesto! La respuesta restalló como un látigo en mi cerebro. ¡Estaba allí, tan claro! ¡¿Por qué no lo vi antes?! Seguramente porque soy hombre... Hacía falta una mujer y una madre para dar con aquella respuesta. Quizás de hecho muchas de vosotras, lectoras (no vosotros, congéneres), hayáis dado con la respuesta también, antes que yo y sin tantas vueltas.

Tomemos entonces este brillante fragmento de sabiduría femenina y formulemos nuestra respuesta a la cuestión planteada:

El deseo de ser padres responde

a muchas cosas,

pero especialmente y

más que a ninguna otra,

responde a nuestro deseo de dar amor.

Tenemos hijos para eso: para poder amarlos...

Claro que además los queremos para muchas otras cosas, demasiadas cosas: para que nos sigan, para que nos hagan quedar bien, para que nos acompañen, para que consigan lo que nunca logramos nosotros, y hasta para que nos cuiden cuando seamos viejos... La lista es larga y posiblemente la veremos más adelante, pero esencialmente los deseamos para poder canalizar a través de ellos nuestra necesidad de amar.

Se impone aquí un comentario para nosotros fundamental, que implica una distinción de enorme importancia: la necesidad humana de amar (que se manifiesta desde que aparece la idea de concebir a nuestros hijos) poco o nada tiene que ver con la también humana necesidad de ser amados. Y en el análisis que hacemos de este vínculo particular, esta diferencia es vital.

En todos los demás vínculos afectivos (parejas, amigos, compañeros de ruta), pretendemos, más o menos conscientemente, cierta reciprocidad. Esperamos y exigimos ser queridos tanto como queremos, ser reconocidos de la manera en que reconocemos, ser amados de la misma manera en la que amamos. Con los hijos, no es así. Y cuando pretendemos que lo sea, caemos en la falacia de pedirles un imposible. Pues ellos serán, en efecto, capaces de un amor de la magnitud y de las características del que nosotros les damos, pero solo después y teniendo como destinatarios a sus propios hijos.

Es por supuesto posible, deseable y hasta frecuente que los hijos quieran también a sus padres; pero esto no es, en medida alguna, inherente al vínculo, y por lo tanto dependerá más bien de la historia compartida (como en cualquier otra relación).

De hecho, si un padre o una madre no siente amor por su hijo, como médico psiquiatra, debo pensar que algo muy malo está sucediendo en la mente de ese hombre o de esa mujer. Sin embargo, si un hijo o una hija no ama a su padre o a su madre, profesionalmente yo no puedo decir, sin investigarlo, que por fuerza haya allí algo patológico. Debería por cierto examinar el vínculo y los hechos de esa relación antes de señalar la causa, si es que la hay, de ese desamor.

El vínculo entre padres e hijos no es una calle de doble circulación en la que lo mismo que va hacia un lado vuelve por el otro. No iremos tan lejos tampoco, como para decir que es una vía de una sola dirección (de los padres hacia los hijos), pero de seguro que hay (y debe haber) mucho más tráfico en esa dirección que en la otra.

Por definición y naturaleza, el vínculo entre padres e hijos es asimétrico, desigual y desbalanceado..., y todo ello en favor de los hijos: los padres tienen mayor responsabilidad que los pequeños, más deberes, menos beneficios y se espera de ellos que estén siempre dispuestos a dar más y recibir menos.

Podrías decirnos: «es sumamente injusto»; y podremos responder de dos formas:

Por un lado, aceptando lo injusto de esta situación... Está bien, es injusto: ¿y qué?

Solo valdría hablar de justicia o de reparto equitativo si hubiera aquí una especie de acuerdo previo, pero está bien claro que no lo hay. La decisión de que allí haya un hijo ha sido por completo unilateral (de los padres) y, por ende, no puede pedírseles a los hijos que respondan por una decisión en la que no han tenido voz ni voto. Los adolescentes de todo el mundo lo dicen y a gritos cuando están enojados con sus padres: «Yo no te pedí nacer»... Y lo peor del caso es que tienen razón, aunque lo digan de mala manera y en situaciones en las que casi siempre su argumento justificativo sea totalmente improcedente y su queja (aquí sí) absolutamente injusta. Un padre más lúcido y menos enojado podría responder: «Es verdad, hijo, no fue tu decisión, fue la nuestra y estoy muy contento de haberla tomado. En cuanto a ti, de todos modos, tendrás que hacerte responsable de tu vida como si la hubieras pedido, si no quieres que acabe convirtiéndose en un desastre».

Por otro lado, quizás no sea tan injusto. En compensación por el mayor trabajo y responsabilidad que supone ser padre o madre, la gratificación que recibimos es también enormemente superior. La frase que inspira esta reflexión apareció un día en una pintada gigantesca en una pared de Buenos Aires, decía:

«Es mucho mejor tener hijos que tener padres».

UN AMOR ÚNICO

De todas maneras, como dijimos, lo más frecuente, de lejos, es que los hijos acaben por querer a los padres (aunque no sepamos muy bien por qué) y (más sorprendente aún) por quererlos mucho. Pero aun en ese caso y aun cuando el mutuo amor sea inmenso, padres e hijos no están, tampoco aquí, en igualdad de condiciones. Pues respecto del amor que se profesan unos a otros, solo los padres cumplen una condición única en el campo de las relaciones humanas: son capaces de un amor IN-CON-DI-CIO-NAL.

Mi esposa suele tener esta «discusión» con mi hijo mayor:

Él: Te quiero mamá.

Ella: Yo también, hijo.

Él (que quiere ganar a todo): Yo más.

Ella: Lo siento, hijo, pero en este caso, no tienes nada que hacer.

Mi esposa está en lo cierto. Por más que le pese al niño, en esta contienda no puede más que perder una y otra vez. Jamás podrá querernos más de lo que nosotros lo queremos a él. No podrá querernos más, es decir: con mayor intensidad; ni del mismo modo, ya que su amor por nosotros nunca será incondicional (y no sería saludable que lo fuera).

Dejemos para más adelante definir un poco el sentimiento del que hablamos (el amor), y preguntémonos: ¿qué quiere decir incondicional? A nuestro entender, significa exacta y literalmente lo que la palabra indica: un sentimiento que no pone condiciones. Un amor que existe, perdura y se mantendrá incólume sin importar qué suceda ni lo que haga el ser amado. Está claro: amaremos a nuestros hijos aunque nos hagan sufrir, aunque nos maltraten, aunque no quieran volver a hablarnos, aunque (en suma) no nos amen... Aun en el peor escenario, los seguiremos amando. ¿Por qué? Porque sí... Porque son nuestros hijos. Porque paridos y elegidos, ellos son una parte de nosotros y eso es irreversible.

Hace algún tiempo un paciente contó en una sesión que su hija de nueve años le preguntó:

—Papi, tú me quieres, ¿verdad?

—Muchísimo —contestó el padre con toda sinceridad—. Más que a nadie en el mundo.

—Ah... ¿Y por qué me quieres?

—¡Qué pregunta! ¡Pues porque eres mi hija! —dijo él, como si fuera la obviedad más grande.

—Ya, ya —dijo la niña—, eso ya lo sé.

La pequeña se quedó sintiendo que su padre no había contestado a su pregunta. La respuesta del padre reafirmando lo obvio, de hecho señalaba que la pregunta no tenía lugar (y aunque ninguno de los dos lo supiera, eso era cierto; ya que el amor incondicional, precisamente, no necesita motivos).

Pero la niña indagaba otras cosas...

—Lo que te quiero preguntar —se explicó la niña—, es por qué cosas me quieres, qué de mí te hace quererme.

Esta vez la respuesta no fue tan fácil. Y el padre tuvo que detenerse a pensar. Quizás para intentar mirar a la niña, digamos, como si no fuera su hija, como si pudiese no quererla, para poder apreciar todo lo que de querible había en ella y después decírselo (pese a que, al final, concluyera la conversación diciéndole que de todas formas, aunque no tuviera ninguna de esas cosas y tuviera todas las opuestas, él la querría igual).

Creemos que vale la pena preguntarnos de dónde le surge a la niña esta pregunta, ya que si tienes hijos, de alguna manera, más tarde o más temprano, deberás contestarla. Es lógico suponer que, en algún momento, los hijos, comenzando a prepararse para «salir al mundo», dirigirán la mirada hacia los otros, más allá de sus padres, y se preguntarán si alguien más será capaz de quererlos. La niña comprende intuitivamente que los demás no habrán de quererla «porque sí» (es decir: sabe, sin saber por qué lo sabe, que el amor incondicional es exclusivo de los padres) y por eso, justamente, se pregunta qué virtudes, qué rasgos queribles tiene como para despertar el interés de los otros.

De paso, quizás sea este el único rasgo indeseable del amor incondicional, el de ser un sentimiento que nunca dice demasiado de aquel a quien va dirigido; nada dice de lo que uno se ha ganado, de lo que se merece o de lo que es capaz de producir. Sin lugar a dudas, el amor y reconocimiento de los padres son esenciales para fundar una buena autoestima en la niñez; pero más adelante en la vida, si yo me encuentro dudando de mi capacidad de ser amado, el amor de mis padres puede no serme de gran ayuda, porque de alguna manera lo tengo garantizado sin importar cuán aborrecible yo sea, real o imaginariamente, para todos los demás.

Como confirmando esto, recuerdo que mi madre solía decirnos, a mi hermano y a mí:

Si te portas así... o

Si eres así... o

Si contestas así... o

Si sigues así...

¡¡¡Nadie te va a querer!!!

Y yo, rebelde y luchador desde pequeño, recuerdo haberle preguntado un día para provocarla:

¿Nadie va a quererme? ¿Y tú tampoco?

Y ella, con la habilidad de una madre que te ve venir, contestó rápidamente:

Yo SÍ. Yo te voy a querer de todos modos, ¡¡¡pero yo soy tu mamá y eso no cuenta!!!

Acordemos, pues, que la intuición de la niña era correcta: nadie que no sea uno de sus padres la amará así; los demás, todos los demás, precisarán motivos, historia, vivencias, hechos compartidos, confianza, atracción, y tantas cosas. No se trata aquí de establecer solamente que los hijos no pueden amar sin condiciones a sus padres, sino más aún, que nadie que no sea uno de ellos puede hacerlo. Nos agrada mucho decirles a aquellos a quienes queremos que los querremos sin importar lo que pase... Los votos matrimoniales clásicos «en la salud como en la enfermedad», «en la riqueza y en la pobreza» y «hasta que la muerte nos separe» pueden tomarse como promesas de un amor incondicional, que sabemos que no podemos brindar.

En lo cotidiano, nos gusta mucho preguntar:

—¿Me querrías si engordara veinte kilos?

—¡Por supuesto!

—¿Me querrías si fuese pobre?

—¡Claro que sí!

No es que estas respuesta sean mentiras, lo que no es cierto es que los seguiríamos queriendo «pase lo que pase». Muchas veces sostenemos esto porque creemos que ese es el mejor y mayor amor que podemos brindar; equiparamos el hecho de que nuestro amor tenga condiciones a ser de menor calidad o un poco inauténtico, pero no es así. La medida del amor a nuestras parejas, a nuestros amigos y a nuestros padres siempre estará condicionada por las cosas que sucedan en el vínculo entre nosotros. No es cierto que los querremos siempre sin importar lo que suceda o lo que hagan, ni que nos seguirán queriendo para siempre, hagamos lo que hagamos. Si tu amigo te estafa con dinero una y otra vez, no solo es probable que dejes de quererlo, sino que seguramente sea lo más sano..., si alguien es violento con su cónyuge habría que esperar que el amor que este le tenía fuera desapareciendo..., si un exesposo o una exmujer utilizan a los hijos de ambos para manipular al otro, el amor que podría haber sobrevivido a la separación está por lógica en serio riesgo.

Un viejo chiste que contaba siempre mi tío Rafael ilustra lo doloroso de «un amor» demasiado condicionado a cosas que nada tienen que ver con el amor...

Jacobo le pregunta a su novia (treinta años más joven que él):

Margarita..., ¿me seguirías queriendo si yo perdiera todo mi dinero, hasta el último centavo?

Y ella contesta, con una sonrisa y un abrazo meloso:

Claro que sí, mi amor..., claro que te seguiría queriendo... ¡¡Y te echaría muchíiisimo de menos!!

Por supuesto: hay cosas que podemos dejar pasar en la persona que amamos y no en otro cualquiera, hay cualidades que sobrevaloramos en nuestra pareja y quizás no nos impresionen en un extraño y hay también defectos que podemos comprender en otros, pero no toleraríamos en una persona con la que decidimos convivir. Lo cierto es que no soportamos, ni deberíamos soportar, cualquier condición que imponga el amor de alguien, ni podemos condicionar la conducta de otro argumentando el amor que le tenemos. El amor nunca condiciona; si es verdadero amor, antes bien, libera. La exigencia tácita o explícita de que el amor que alguien nos tiene sea incondicional, es una clara puerta hacia las peores dificultades que pueden afrontar dos personas en una relación de pareja y en cualquier otro vínculo comprometido.

Jacques Lacan definió alguna vez el amor de un modo cruel pero preciso a la vez:

«El amor es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es».

Para aplicarlo a los términos de lo que venimos hablando, yo diría:

«El amor (en la pareja) es pedirle un imposible a alguien que en realidad no existe» (es decir: pretender el amor incondicional de alguien, que ni siquiera es como nosotros lo imaginamos).

El horizonte al que todo buen amor debería aspirar (y el de padres e hijos no es una excepción) no está dado por la incondicionalidad del sentimiento, sino por aquello que muy bien expresa la bella definición de Joseph Zinker:

«El amor es el regocijo por la mera existencia del otro».

Y es hacia allí, me parece, hacia donde debiéramos apuntar todos nuestros vínculos: hacia aprender a querer al otro por su mera existencia y celebrar que esté en nuestra vida, sin pedirle que sea de una manera o de otra, sin esperar que cambie ni que cumpla nuestras expectativas. Ese es el buen amor y es, por supuesto, bastante difícil de alcanzar.

RESPONSABILIDAD ASIMÉTRICA

A un hijo, en cambio, se le tolera todo. Es cierto..., siempre y cuando se entienda que «se le tolera todo» quiere decir «se lo ama de todas maneras» y no implica «y no se dice palabra al respecto». Muy por el contrario, el que ama a sus hijos dice, opina, hace saber su desacuerdo, interviene, participa, se involucra, se queja y hasta quizás proteste..., y cuando el hijo lo ignora, lo desafía, lo provoca o lo contradice... puede fastidiarse o dolerse, pero no lo deja de amar.

En Argentina vivió un maestro de maestros en el tema del tratamiento y encuadre de la psicoterapia de niños y adolescentes, se llamaba Arnaldo Rascovsky y sus enseñanzas marcaron el modelo y la función de miles de nosotros, terapeutas de niños y de adultos. Rascovsky defendía a ultranza los derechos de los niños y acusaba virtualmente a los padres (quizás un poco exageradamente) de casi todos los problemas psicológicos de los más pequeños. A tal punto que acuñó un término terrible para poner el punto de mira sobre el maltrato infantil por parte de los padres; lo llamaba filicidio. Ese concepto abarcaba no solo la violencia física y psicológica, sino también, y especialmente, la mayor de las agresiones a su integridad: el ignorarlos, el no prestarles la más mínima atención, el no darles nada, ni siquiera una regañina.

Debo admitir que, en mi camino como profesional de la salud mental, conocí de cerca a unos pocos padres y madres que parecían haberse ocupado con afán de destruir literalmente a sus hijos. A pesar da ello, sigo sin coincidir del todo con aquella postura radical descrita por Rascovsky que tanto responsabiliza a los padres de todos los males de sus hijos. En parte, porque no quiero darles a los padres, ni siquiera en teoría, semejante poder, y en parte, porque he visto también hijos maravillosos nacidos en entornos muy tóxicos y viceversa. Eso sí, podría firmar mi acuerdo de ciento por ciento con aquello que entre colegas llamábamos burlonamente la Receta Rascovsky, que, aunque en broma, dejaba claro en una sola frase una verdad de Perogrullo, principio de toda su enseñanza: «A los hijos hay que quererlos».

Y si bien esto suena como una absurda recomendación profesional, no puede serlo. Especialmente porque no es algo que se pueda hacer por indicación médica (aunque qué bueno sería, en algunos casos como los mencionados, que fuera posible forzar a alguien a sentir verdadero amor por sus hijos). Pero recetar el amor incondicional por los hijos sería igual de absurdo que recetar a un paciente: «No respirar más de veinte veces por minuto», cuando en realidad no puede evitar respirar menos de cuarenta y cinco veces a causa de una afección. Si tienes hijos, amarlos será natural, y no podrías (aunque quisieras) dejar de hacerlo. Hemos visto a padres y madres que, fruto de un gran enojo (justificado o no), lo han intentado. Se han forzado a hacer a un lado el amor que sentían por sus hijos, tomando distancia, imponiéndose el silencio o evitando contacto, pero todos han fracasado. Es decir, aun cuando hayan logrado no verlos nunca más, no han conseguido dejar de amarlos y así se han condenado a sí mismos al sufrimiento. Muchos de ellos, quizás todos, no necesitaban la receta de «Amarás a tus hijos», pero hubieran tenido que recibir una de «Recuerda que ellos no siempre lo harán».

Son padres que vivieron bajo la ilusión de que la relación con sus hijos debía ser de un intercambio equitativo y por ello se sintieron sumamente defraudados cuando, desde el otro lado, no volvió nada equiparable a lo que ellos habían dado. O, como suelen expresarlo públicamente, sus hijos fueron unos desagradecidos, incapaces de reconocer adecuadamente lo que habían recibido. Son padres que demasiadas veces amargaron sus últimos años esperando de los hijos alguna palabra que nunca llegó. No lograron comprender que el reconocimiento que pedían a sus hijos era un sutil equivalente de exigirles que devolvieran lo recibido, aunque fuera en esa moneda.

La cuestión de la expectativa del agradecimiento de los hijos es, a nuestro entender, un tema crucial en el vínculo que nos ocupa, pues cuestiona y debilita el valor y mérito de lo que, como padres, damos.

Si tú me regalas algo, digamos un par de zapatos, y luego te enojas y me reclamas con el dedo acusador que no te lo agradecí como debía, seguro que yo me quedaría con ganas de decirte:

—El tuyo no era un verdadero regalo. Era un intercambio: zapatos por agradecimiento. Una especie de venta en la que el calzado debo pagarlo con mi gratitud.

Y no estamos diciendo, en modo alguno, que sea censurable, ni malo, ni enfermizo que los hijos estén agradecidos con los padres. Todo lo contrario, pero ese debe ser un lugar de llegada interesante para ellos, al que deberán arribar por su cuenta, sin presión y sin estar pendientes de la expectativa de los padres que, si les hacen saber que su gratitud es necesaria o esperada, estarán borrando con el codo lo que escribieron con la mano.

Existen padres que viven «endeudando a sus hijos» con esas frases hechas del estilo de: «Cuando estés en tu casa, harás lo que quieras pero por ahora...», «Si tuvieras que pagarme estos años de alquiler...», «Con lo que pago de universidad lo menos que podrías es estudiar» o «Después de todo lo que hicimos por ti»... El resultado para los hijos es nefasto, pues se les abren dos caminos, ambos desaconsejables. O bien se dedican a saldar la deuda que han contraído con sus padres y se transforman en buenos chicos y chicas que hacen todo lo que se espera de ellos relegando su propio deseo; o bien buscan no contraer más deuda bajo el modo de rechazar todo lo que se les ofrece («No quiero nada de ti puesto que vas a facturármelo luego»). Huelga decir que ambas vías resultan restrictivas y empobrecedoras para sus vidas futuras.

Vale observar que también existen hijos e hijas que, más allá de que sus padres no hayan alimentado esta creencia, menosprecian sus merecimientos y se sienten obligados (a veces de por vida) a «devolver» lo recibido y a lograr que los padres se sientan reconocidos y valorados por ellos. Hijos e hijas que se ubican por sí solos en el lugar de estar en deuda y se dedican a intentar satisfacer las expectativas que los demás planearon para ellos o se «consagran» al cuidado de sus padres, desde lo económico o desde el lugar socialmente más aceptado de cuidar de su salud.

Suele decirse que la deuda que hemos contraído con nuestros padres, en todo caso, no se salda devolviéndoles a ellos un equivalente a lo recibido, sino brindándoselo a nuestros propios hijos.

Aunque yo preferiría, para ser sincero, dar por cancelada esa deuda. Entiendo, como dijimos, que todo lo que mis padres me han dado (que ha sido mucho), lo han hecho movidos por su propio deseo de dar y amar y, en consecuencia, no me siento en deuda, aunque sí, agradecido. De la misma manera, no quisiera que mis hijos se sintieran en deuda conmigo..., ni siquiera una que tuviesen que reparar con sus propios hijos. Cuando les toque amar incondicionalmente, quisiera que los moviera el goce de hacerlo (que es enorme) y no una secreta y retroactiva cuenta pendiente.

Parte de la tarea de los padres es, por supuesto, ayudar a que los hijos puedan llegar, algún día y si es su deseo, a tener su propia familia. Y como es obvio, para eso es imprescindible abandonar la familia de origen.

Dicho con crueldad..., es necesario traicionarla.

¡¡¡Eh!!! ¡Hombre! ¡¡Qué exagerado!! ¿No te parece demasiado decir «traicionar»? No, no me lo parece. Y al que se lo parezca, mejor que lea atentamente lo que sigue, porque de lo contrario las perspectivas son de un futuro complicado...

Para formar una familia propia hay que dejar de pertenecer a la familia en la que uno se crio e irse a otra. «Yo jugaba para un equipo, pero ahora me paso a otro porque me pagan más», «Yo tenía una empresa con un socio, pero me fui y me puse mi propia empresa que hace lo mismo que la otra»... Eso, aquí y en todo el mundo, se llama traición. Y el caso de la familia no es diferente. La solución no está en cambiar la palabra para poner una que no suene tan mal; la solución está en perderle el miedo al concepto, a la idea de cambiar de bando, porque en ocasiones es lo único sano que puede hacerse.

Cuando los padres esperan con demasiado ahínco el agradecimiento de los hijos o cuando no soportan la más mínima de estas traiciones o abandonos, están atentando contra las posibilidades de ese hijo de hacer su propia vida.

La historia de Juana, una paciente de cuarenta años, ilustra algunas de las consecuencias de esta actitud de los padres.

Cuando llegó a terapia, llevaba diez años sin estar en pareja. Vivía con su madre y con un hermano unos años menor que ella (el padre de ambos había fallecido tiempo atrás). Una tarde llegó a la consulta peculiarmente eufórica, había conocido a un hombre y había comenzado con él una relación más o menos seria. Con el tiempo, dado que la relación crecía en compromiso y que el hombre vivía y tenía un buen trabajo en otra ciudad, comenzó a perfilarse la perspectiva de que ella, en algún momento, se mudaría a vivir con él. En ese contexto llegaron las vacaciones y Juana le anunció a su madre que viajaría a pasar unos días con él en la ciudad vecina. La madre respondió en tono de reproche:

—¿Justo ahora que vienen las vacaciones? ¡¡Él será tu pareja, pero yo soy tu mamá y también tengo derecho de disfrutarte!!

En cuanto oyó esta respuesta, Juana recordó que su madre le había dado una respuesta muy parecida treinta años antes, cuando ella tenía tan solo diez. En aquella ocasión, toda su familia había viajado a la costa junto con una familia vecina conocida desde hace años, que tenía niños de edades similares. Después de haber compartido de modo muy cercano las vacaciones y cuando ya debían regresar, los padres de la otra familia les ofrecieron, a ella y a su hermano, quedarse unos días más en su casa para regresar luego con ellos. La madre, a pesar de que confiaba plenamente en los padres de la otra familia, se negó. Los niños insistieron, pero ella permaneció firme. En el viaje de vuelta, mientras iba sentada en el asiento trasero, Juana no podía dejar de preguntarse por qué su madre le había negado aquellos días más de vacaciones. Finalmente, después de doscientos kilómetros de viaje, no pudo contenerse más y estalló:

—¡¡¿Pero por qué no pudimos quedarnos en casa de nuestros amigos?!!

La respuesta de la madre fue implacable. Giró su rostro hacia atrás, desde el asiento delantero y dijo:

—Porque ellos son tus amigos, pero nosotros somos tus padres y también queremos disfrutaros.

Treinta años después, Juana recibía la misma respuesta que le había dado en aquel momento. Esta mujer seguía viendo a su hija con los mismos ojos con los que la veía treinta años antes, cuando tenía diez años, desconociendo que ahora tenía más de cuarenta, y creyendo lo mismo que entonces, que su hija estaba allí para que ella la disfrutase.

No es necesario ser un terapeuta con experiencia para darse cuenta de que esta posición de la madre tenía mucho que ver con las dificultades que Juana había tenido durante mucho tiempo (y en cierta medida aún tenía) para formar pareja y tener una familia propia. ¿Cómo podía hacerlo si ello significaba privar a la madre del disfrute de «tenerla»? La madre de Juana nunca se había dado cuenta (como tantas otras madres y padres) de que había llegado la hora de plantearse que en lugar de disfrutar de ella, debía aprender a disfrutar con el disfrute de ella. Este es uno de los desafíos más importantes, y sin duda de los más difíciles, que los padres habremos de afrontar.

El amor de los padres incluye en su compleja tarea la de aceptar (y de buen grado) el hecho de que hemos de criar a nuestros hijos para que tarde o temprano puedan y quieran abandonarnos. Esa será, para padres y madres, la marca de un trabajo bien hecho.

Padres e hijos

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