Читать книгу Once veladas en un club de jazz para hablar del coronavirus - José Luis Salinas Rodríguez - Страница 9

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SALLY


Cuando conocí a Sally ella acaba de cruzar esa frontera intangible en la que la evidencia del pasado comienza a pesar más que la ilusión por el futuro. Ese era también mi caso, de manera que desde el primer momento comprendimos que teníamos cosas importantes en común. Como también sentimos una atracción física, era inevitable que pronto compartiéramos emociones más íntimas. ¿Llegué a enamorarme de aquella muchacha a la que casi cada tarde esperaba en la puerta de los almacenes Sarao a que terminase su turno de cajera? Aún hoy no tengo una respuesta concreta a esa pregunta. Tampoco de lo que Sally sentía por mí. Ella acumulaba una dilatada vida amorosa, no sé si calificarla de promiscua, y ni siquiera estoy seguro de que mientras duró nuestra relación no la compartiera con algún otro amante. Nuestros encuentros se hicieron casi rutinarios: yo la llevaba al cine, a cenar en un restaurante barato, en ocasiones puntuales le obsequiaba un regalo, y concluíamos la velada en mi apartamento. Ella compartía vivienda con otras chicas y una patrona fisgona, que no hacía posible otras alternativas. Nuestra relación había alcanzado una velocidad de crucero, pero sucedió que por una mala racha el Sarao redujo plantilla, y la cajera se encontró sin trabajo. Pronto comenzó a pedirme dinero para subsistir. Ese reiterado sablazo enfrió nuestra relación, que comenzó a agobiarme. Entonces recordé que el Small City, un club de jazz que intermitentemente frecuentaba, acogía algunas chicas. Me ofrecí a hablar con el patrón. Naturalmente, la sugerencia la envolví con papel de celofán, para que mi amiga no se sintiera ofendida, como una alternativa provisional mientras encontraba algo más conveniente. Pero ella tomó la oferta no ya como una posibilidad de sacar un dinero, sino como de vivir una experiencia. En modo alguno Sally pensó, al aceptar la propuesta, que llegaba a uno de esos momentos, digamos, en que la vida se divide entre un antes y un después. Sam, el propietario del Small City, no admitía más de dos o tres chicas, porque opinaba que un mayor número arruinaría la reputación del club. La cuestión es que el local cobraba una comisión por cada salida de las muchachas, además de por las copas que tomaban con los clientes, y esos ingresos extras le ayudaban a mantener a flote el navío. Para cuando Sally comenzó a ejercer, nuestra relación había caducado. Ella ya estaba acomodada en un extremo de la barra cuando yo llegaba al club, que solía ser un poco antes de que Stella arrancara la primera tanda de canciones, con Lady Sings the Blues como tarjeta de presentación. Yo saludaba a mi amiga con la mirada y me sentaba en alguna mesa cerca de la vocalista, para dejarme convencer por la sensualidad de aquel blues. Cuando tras el último pase abandonaba el local, pocas veces veía a Sally, que tal vez habría llevado a algún cliente al Sanvy, el hotel fronterizo al club en la que las chicas consumaban sus negocios. Pero una noche cambió este guion. Sally me llevó hasta su puesto de vigía para pedirme consejo. Es curioso. Nunca he creído ser capaz de darme consejos apropiados a mí mismo y ahora se suponía que podía darlos a otros. La escuché, mientras desde la retaguardia armaba una respuesta evasiva. El asunto es que un cliente, con el que regularmente remataba la noche, le había hecho una proposición. Desde luego yo sabía de quién se trataba, pero no me había ocupado de formar una opinión sobre él. La propuesta era que el hombre se iba a trabajar a otra ciudad y buscaba una compañera para construir su vida allí. Evidentemente, había pensado que la compañía necesaria se la aportaría Sally. “¿Y tú que ganas con esa oferta?”, era obviamente la pregunta que yo debía hacer a mi antigua amante. “Ese es el motivo de querer conocer tu opinión”, fue asimismo su respuesta obvia. Traté de ponerme en su lugar, haciéndole escuchar las palabras que probablemente deseaba oír. “Si el tipo te gusta, y no aceptas, nunca te abandonará el pesar por no haberte decidido. Si las cosas se tuercen, siempre puedes regresar aquí”. Esta reflexión pudo ser la que llevó a Sally a consentir finalmente aquella relación. El caso es que en los meses siguientes la muchacha y su nuevo amante desaparecieron del Small City. Hasta que una noche, el hombre regresó al club. Sólo él. Ciertamente, yo sentía cariño por la chica, porque nuestra relación había sido buena. De manera que quise saber lo que había sido de Sally. La actitud hosca del hombre no invitaba a conversar, pero confesó que hacía semanas que no tenía contacto con ella; en concreto, desde antes de regresar a la ciudad de la que había partido con la esperanza de encontrar un futuro mejor. Aquel desenlace me afectó más de lo que hubiera deseado, como si yo también fuera responsable de una historia sin final feliz. Ninguna de las chicas que compartían oficio y clientes con Sally había vuelto a tener recado de ella; tampoco había regresado a la vivienda donde residía cuando nos frecuentábamos. Una noche, mirando el extremo de la barra del Small City en la que antes se acomodara la muchacha, y que ahora ocupaba otra meretriz, tuve una revelación. Eso es, me dije, quizá Sally había vuelto al trabajo del que había sido apartada por una crisis de la empresa, agotada ya un tipo de vida, un ir y venir por senderos espinosos, que no estaba hecho para ella. Se me hizo largo el tiempo de espera hasta el momento de acercarme a los almacenes Sarao… ¡Y sí!, ¡bingo!, Sally era una de las cajeras que atendía a los clientes. El día cumplió demasiadas horas ante la ansiedad que me embargaba por la necesidad de reencontrarme con mi amiga. Por fin los almacenes echaron el cierre. El presentimiento había sido certero, y allí, a pocos metros estaba Sally, con su andar resuelto a no pasar desapercibido. Era, ante todo, una sensación de alivio, como del que se quita un peso de encima, lo que sentía. Naturalmente, fui al encuentro de la muchacha. Pero otro hombre se adelantó y la acogió en sus brazos antes de que ella se percatara de mi presencia. En fin, me dije, fuera lo que fuese que hubiera sucedido, ya no tendría que ocupar mi mente con Sally. Esa mujer tenía la ventaja de acomodar su presente sentimental a la oportunidad del momento. Me sentí un tanto estúpido, ingenuo si se prefiere. Pensé que lo correcto hubiera sido que ella sospechase que yo me sentía intranquilo y me hubiese hecho llegar una explicación. Digo lo que pienso: creo que a veces soy demasiado ingenuo en estas cosas del amor y el desamor.

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