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Capítulo 2

Republicano, masón y librepensador

Cuando su mujer le disparó, Ferrer tenía 35 años y nada había hecho hasta entonces para suponer que su nombre alcanzaría un día fama internacional. De hecho es poco lo que se sabe de su vida hasta aquella fecha. Contamos, sin embargo, con algún documento, algún comentario posterior suyo, algún recuerdo incierto transmitido por su hija Sol. Con tales elementos se reconstruyen en este capítulo los primeros años de su vida, prestando especial interés a su triple vocación de republicano, masón y librepensador, que en la Europa latina de la época respondía a tres manifestaciones de un mismo espíritu laico y progresista.

De Can Boter al ferrocarril de Francia

El 16 de enero de 1859 fue bautizado en la parroquia de San Félix de la localidad barcelonesa de Alella. Francisco Juan Ramón, nacido el 14, hijo de Jaime Ferrer, propietario, y de María Ángela Guardia, naturales ambos de Alella, al igual que el abuelo paterno y la abuela materna. Sus otros abuelos procedían de otras poblaciones cercanas, de les Hostalets de Baliñá y de Vallromans. En la misma parroquia había sido bautizado casi medio siglo antes su padre, sólo que por aquel entonces se usaba más el catalán y lo que leemos en la correspondiente partida es que Jaume Joseph Feliu fue bautizado el 9 de mayo de 1813 en la iglesia parroquial de San Feliu de Alella. 25 Ni que decir tiene que hoy la iglesia vuelve a llamarse San Feliu. Conserva el mismo aspecto que hace dos siglos, con su estructura gótica, su portada barroca y el remate típicamente catalán de un campanario en hierro forjado.

Alella es una pequeña población del Maresme que durante siglos ha tenido como principal actividad el cultivo de la vid, de manera que casi cada familia tenía una viña, propia o arrendada. Contaba con poco más de 1.500 habitantes cuando nació Francisco, cifra que se había reducido a menos de 1.400 a fin de siglo, por efecto de la filoxera que acabó con buena parte de las cepas de vid entre 1886 y 1991, forzando a la emigración a muchos alellenses.26 Curiosamente, cierto número de ellos, incluido José, el hermano mayor de Francisco, emigraron a Australia, y se conserva una fotografia de los años veinte con todo un grupo de alellenses en Melbourne. La familia Ferrer era propietaria de una finca rústica llamada Can Boter, es decir casa del tonelero, situada muy cerca del centro de Alella, en una de las dos ramblas que confluyen en la población, la llamada Coma Clara. Todavía se conserva la casa de los Ferrer, un edificio típicamente rural a dos aguas, al que a comienzos del siglo XX se añadió un ala más elegante rematada por una torrecilla. Según Sol, los Ferrer eran unos labradores acomodados que desde el siglo XVIII poseían Can Boter y algunos terrenos colindantes, unas veinte hectáreas en total, dedicadas fundamentalmente al viñedo, y durante generaciones habían sido toneleros y viñadores. La familia era muy católica y conservadora. El padre, Jaime Ferrer, bajo y rechoncho, era un hombre enérgico, activo y de buen humor. La madre, a quien llamaban Mariángeles, era alta, esbelta y un tanto autoritaria. Todas las noches la gente de la casa se reunía alrededor de ella para rezar el rosario. Tuvo catorce hijos, de los que Francisco fue el decimotercero.27

Francisco fue a la escuela en Alella y luego en la vecina localidad de Teiá, hasta los trece años. Poco después, en octubre de 1873, se trasladó a Barcelona para trabajar con un comerciante de tejidos, Pablo Ossorio, que estaba casado con una amiga de Mariángeles y tenía su establecimiento en San Martí de Provençals. Gracias a su trabajo pudo ahorrar lo suficiente como para pagarse la exención del servicio militar y completó su formación aprendiendo francés, lo que le permitió ampliar sus lecturas. Por otra parte, Ossorio era republicano y empezó a llevar a Francisco a reuniones políticas. De cuando en cuando, el joven visitaba a su familia en Alella y en una de aquellas visitas su madre le manifestó su preocupación porque veía que se estaba alejando de la religión. En total pasó cinco años en casa de los Ossorio, de los catorce a los diecinueve. El negocio era próspero y sus patrones, Pablo y Mercedes, tenían una sola hija, Nuria, que se había educado en un internado y había aprendido algo de piano y de canto. Años más tarde Ferrer la recordaba cantando composiciones de Schumann, pero el proyecto de Mercedes de casarle con Nuria no le satisfizo. No la amaba y prefirió buscarse otro trabajo, como revisor en una compañía de ferrocarriles.28

Todo esto lo cuenta Sol, pero ya hemos advertido que su rigor como historiadora dejaba mucho que desear. De hecho Ferrer tuvo al menos otro empleo. Según él mismo declaró ante el juez en 1906, quien le consiguió el trabajo en la compañía de ferrocarriles fue Sixto Xammar, a quien conocía por haber trabajado previamente en la fábrica de harinas de los hermanos Xammar, que dejó por un disgusto particular con uno de los hermanos, debido a una cuestión de celos.29 Por un informe de la empresa sabemos que Ferrer ingresó en la Compañía de Tarragona a Barcelona y Francia como alumno sin sueldo el 30 de julio de 1878 y el 21 de septiembre de ese mismo año fue nombrado revisor de billetes, con un sueldo mensual de 120 pesetas, que mantuvo inalterado hasta el 19 de mayo de 1885, fecha en que la que le fue admitida la dimisión.30

El empleo en el ferrocarril de Francia resultó importante en su vida por varios motivos. Por un lado, al facilitarle los viajes, le permitió convertirse en un enlace entre los republicanos españoles refugiados en Francia y sus correligionarios de Cataluña. De hecho, su primera visita a París, registrada en el consulado español, había tenido lugar justo antes de empezar su nuevo trabajo, en mayo de 1878.31 Y por otro lado fue gracias a su empleo de revisor como conoció en un tren a Teresa Sanmartí Guiu. Según contaría él mismo años después, ella le explicó que se había fugado de casa de su familia y él, por un impulso quijotesco, le brindó protección. Antes de un mes se casaron en la iglesia de Belén de Barcelona, un 16 de diciembre, no recordaba si de 1880 o 1881.32 Es probable que fuera en 1880, si es que se casaron al mes de conocerse, porque Trinidad nació en enero de 1882. Teresa, unos meses mayor que él, había nacido el 11 de noviembre de 1859 en San Feliu de Llobregat. Su padre, José Sanmartí, era panadero, aunque a ella le gustaría decir más tarde que era abogado.

Su hija Sol, que sin duda oyó esta historia de labios de Teresa, la narró en su libro con más detalles, incluido el del padre abogado. Según ella fue en septiembre de 1880, camino de Gerona, cuando Francisco se encontró con una viajera que le impresionó por su belleza y que se echó a llorar ante él. Le explicó que volvía al convento en el que se había educado y del que había salido el año anterior, ya que había decidido hacerse religiosa. Llegados a Gerona, él la convenció de que renunciara a su proyecto y regresara a su casa, a la que la acompañó. Su padre había fallecido cuando era niña y ella se había educado con las monjas francesas de San Vicente de Paul en Arenys de Mar, donde había sido más feliz de lo que lo fue al regresar con su familia, ya que su madre, en mala situación económica, descargaba en ella todas las tareas del hogar y sus tres hermanos mayores la trataban como una criada. Aquella mañana, aprovechando que sus hermanos habían salido y que su madre se había vuelto a acostar tras encargarle la colada, ella había recogido sus escasas pertenencias y había partido hacia Gerona para ingresar en el noviciado de las monjas, propósito del que le disuadió el que poco después sería su marido. Teresa no tenía dote, lo que no gustó a Mariángeles, la madre de Francisco, a quien pareció además un poco frívola.

Tras la boda se instalaron en el barrio barcelonés de Sants y los primeros meses fueron maravillosos, pero no tardaron en manifestarse las desavenencias. A ella no le interesaba la política y consideraba a los republicanos enemigos de la sociedad, él en cambio se intereresaba por el republicanismo y dedicaba muchas horas a leer los libros de autores avanzados que compraba en Cerbère, en vez de preocuparse de ascender en la Compañía, como ella deseaba. La propia Teresa visitó al subdirector de la misma para pedir el ascenso, pero éste le dio a entender que su marido tenía ideas peligrosas. Todo ello daba lugar a disputas. Él vivía cada vez más su propia vida y regresaba tarde a casa, mientras que ella, cargada de trabajo por los hijos que iban naciendo, tenía que renunciar a leer y a cultivarse y abandonó incluso la guitarra, que antes le gustaba tocar. Sus grandes amigas eran dos compañeras del internado, las hermanas Boyd, de origen inglés, una de las cuales se haría monja.

Ferrer no apreciaba a sus cuñados y las visitas a los Sanmartí se redujeron a una vez al mes. En cambio su hermano mayor, José Ferrer, comía a menudo con ellos y les contaba sus proyectos de crear una hacienda agrícola en tierra virgen, algo que finalmente conseguiría en Australia. Tres o cuatro veces al año iban de visita a Alella, pero a Teresa no le gustaba su suegra, que le parecía autoritaria, ni tampoco sus cuñadas, especialmente María, la mayor, que era quien dirigía junto a su marido los asuntos de la casa. No le gustaba que a Francisco le tratara su familia con el debido respeto y la enervaba que le llamaran Quico, como cuando era pequeño. Por otra parte las ideas republicanas de Francisco no agradaban a su familia. Con todo, Teresa siguió amándole y la situación económica del matrimonio fue mejorando, gracias a los ingresos suplementarios de una biblioteca ambulante que Ferrer había montado. A Teresa le gustaba gastar.33

Conspiraciones republicanas

En un artículo publicado en 1906, cuando se hallaba procesado, Ferrer explicó que su marcha a París, donde con ayuda de Ruiz Zorrilla pudo montar un comercio de vinos, se debió a sus discordias conyugales y también a que se había comprometido en el levantamiento republicano de Santa Coloma de Farnés.34 No hay motivo para dudarlo, aunque nunca fue investigado por las autoridades en relación con aquel levantamiento, llevado a cabo por un batallón al mando del comandante Ramón Ferrandiz Laplana. El batallón se alzó el 27 de abril de 1884, tres días después los insurrectos fueron reducidos por tropas leales al gobierno y a continuación un consejo de guerra juzgó a los sublevados, dos de los cuáles, el comandante Ferrándiz y un teniente, fueron ejecutados el 28 de junio.35 Aunque ninguna otra unidad militar se sublevó en aquella ocasión, el episodio era el resultado de una conspiración republicana más amplia, que habían tramado los seguidores del exiliado dirigente Manuel Ruiz Zorrilla.

No se sabe en qué consistió la implicación de Ferrer en aquel asunto, pero lo cierto es que no fue hasta un año después cuando dimitió de su empleo en los ferrocarriles y marchó a Francia. Lo más probable es que se hubiera servido de su condición de revisor en un ferrocarril que viajaba hasta la frontera para actuar como correo entre Ruiz Zorrilla y sus partidarios en Cataluña. Eso es lo que cuenta su hija Sol, según la cual el dirigente republicano ya tenía en gran aprecio al joven Ferrer a la altura de 1880.36 Un informe preparado por la policía francesa en 1909 explicó que Ferrer aprovechaba su empleo para llevar hasta la frontera francesa la correspondencia que el comité revolucionario de Madrid enviaba a Ruiz Zorrilla, pero que tras algunos meses fue denunciado por un compañero y expulsado de su trabajo, tras lo cual se instaló en París, donde aquél lo empleó como hombre de confianza.37

En su día se dijo también que un religioso, tesorero de un convento, fue robado, e incluso asesinado según una versión, en un tren en el que se encontraba Ferrer de servicio. Según el relato de Sol, que sin duda procedía de su madre e incluye lo del asesinato, ello condujo a que en ausencia de Ferrer unos policías se presentaran en su casa, donde trataron a Teresa con pocos miramientos y le hicieron saber que su marido era bien conocido por su anticlericalismo, con lo que, a pesar de que fue rápidamente exonerado de toda sospecha, aquello ocasionó una buena disputa en el matrimonio.38 No hay manera de comprobar si hay algo de cierto en todo ello, porque cuando bastantes años después Ferrer fue procesado y la policía española rastreó sus antecedentes, no se logró averiguar nada concreto sobre el supuesto robo de valores a un sacerdote que viajaba en un tren.39

La vinculación de Ferrer con Ruiz Zorrilla representó un paso decisivo en su vida, porque implicaba optar, entre las diversas corrientes del republicanismo español, por aquella que cifraba todas sus esperanzas en un levantamiento militar. Esa orientación de Ruiz Zorrilla, que se había incorporado tardíamente a las filas republicanas, respondía a una larga tradición del liberalismo progresista español. Diputado por primera vez en 1858, a los veinticinco años de edad, Ruiz Zorrilla se retiró de las Cortes junto al resto de los parlamentarios progresistas, cuando el partido optó en 1865 por la vía revolucionaria frente al régimen crecientemente autoritario de Isabel II. Desde entonces fue un activo conspirador y estuvo implicado en la sublevación de los sargentos del madrileño cuartel de San Gil en 1866. El triunfo de la revolución en septiembre de 1868 le llevó a la cúspide de la política, pues fue sucesivamente ministro de Fomento y de Gracia y Justicia, presidente de las Cortes y, ya durante el reinado de Amadeo de Saboya, jefe del Gobierno por dos veces.

Siendo presidente de las Cortes inició también una fulgurante carrera masónica. El clima de libertad que trajo consigo la Revolución de Septiembre había estimulado el crecimiento de las logias españolas, divididas entonces en tres obediencias distintas, una de las cuales, el Gran Oriente de España, creyó oportuno que la rigiera “una mano fuerte y vigorosa”. Para ello optó por un político influyente como era Ruiz Zorrilla, a pesar de que éste no era masón. A esta deficiencia se le puso pronto remedio y en pocos días ascendió todos los grados de la escala masónica, desde la iniciación como aprendiz hasta el grado 33, y el 14 de septiembre de 1870 fue instalado como gran maestre. Ocupó ese puesto durante casi cuatro años, hasta el 31 de diciembre de 1873, es decir que estaba al frente de la orden durante sus dos breves mandatos como jefe de gobierno del rey Amadeo. La ortodoxia masónica implicaba que las logias pudieran abordar cuestiones filosóficas y humanitarias, pero no tomar decisiones políticas, así es que Ruiz Zorrilla, como político, no tenía porqué atenerse a decisiones tomadas en aquéllas. El estudioso de la masonería José Antonio Ferrer Benimeli ha mostrado que Ruiz Zorrilla abordó con prudencia dos causas humanitarias que tenían mucho apoyo en las logias: la abolición de la esclavitud y la de la pena de muerte. Suprimió la esclavitud en Puerto Rico, pero no en Cuba, por hallarse ésta en estado de insurrección, y la pena de muerte se mantuvo porque, según se argumentó, era de momento la única pena realmente temida.40 Por otra parte, era entonces común que las masonerías de los distintos países eligieran como grandes maestres a personajes del máximo relieve político e incluso a miembros de las casas reales. El Gran Oriente de Italia eligió en 1864 como gran maestre vitalicio al héroe de la unificación nacional Giuseppe Garibaldi, mientras que Eduardo, príncipe de Gales, fue gran maestre de la Gran logia de Inglaterra desde 1875 hasta su subida al trono, momento en que le sucedió un aristócrata, el duque de Connaught.

Tras la abdicación del rey Amadeo y la proclamación de la República, Ruiz Zorrilla se retiró temporalmente de la política activa y, al expirar su mandato como gran maestre, no intentó renovarlo. Un par de años después, en 1876, accedería al cargo de gran maestre del Gran Oriente de España Práxedes Mateo Sagasta, exponente principal del sector del liberalismo progresista que terminó por integrarse en el sistema político de la monarquía alfonsina. Su antiguo correligionario Ruiz Zorrilla la rechazó en cambio de plano y, convencido de que la monarquía de los Borbones era incompatible con un régimen liberal, optó por el republicanismo, lo que le valió un largo exilio, transcurrido fundamentalmente en París. Fue expulsado de España en febrero de 1875 y no regresó hasta que, veinte años después y ya gravemente enfermo, quiso morir en su patria. Durante aquellos largos años fue un conspirador infatigable, cuyos seguidores en el Ejército promovieron numerosos levantamientos, que o bien eran frustrados por la acción del gobierno antes de producirse, o bien fracasaban en pocos días por falta de apoyo. Se trataba de una estrategia que rechazaban otros sectores del republicanismo. El ex presidente de la República Nicolás Salmerón escribió en 1877 a un correligionario que a Ruiz Zorrilla parecía dominarle “una obsesión incurable”, quería la revolución “a todo trance y por cualquier medio”.41 Sus contactos con el Ejército, que venían de antiguo, desde los tiempos en que como hombre de confianza del general Prim había tenido ocasión de tratar a fondo con los generales que conspiraban contra Isabel II, le daban por otra parte una baza que otros republicanos no tenían. En los primeros días de la Restauración le visitaron destacados mandos militares, lo que resultó decisivo para que le expulsara de España el gobierno de Cánovas, surgido a su vez de otro levantamiento militar, el del general Martínez Campos. Y desde el exilio, Ruiz Zorrilla pondría en juego todos sus contactos militares y civiles para que la historia se repitiera una vez más y una acción militar condujera a un nuevo cambio de régimen.

La última gran intentona zorrillista tuvo lugar el 20 de septiembre de 1886, cuando el brigadier Villacampa se sublevó en Madrid.42 Sol Ferrer sostuvo que su padre participó personalmente en la sublevación y tras su fracaso se refugió de nuevo en Francia, pero no hay indicio alguno de que así fuera.43 Lo que resulta más probable es que colaborara en los preparativos, pues un republicano español que le conoció entonces en París afirmó que Ferrer actuaba de enlace entre Ruiz Zorrilla y sus correligionarios de Barcelona, realizando frecuentes viajes.44 También se menciona su actividad conspirativa junto a Ruiz Zorrilla en la correspondencia cruzada entre el Ministerio de Estado y la embajada española en París, aunque existe el problema de que su apellido era bastante común y esos documentos mencionan a varios Ferrer, incluidos un antiguo coronel carlista instalado en Toulouse y un Víctor Ferrer, de Manresa. Algunos de ellos parecen sin embargo referirse a nuestro personaje, como ocurre con un telegrama del ministro de Estado en marzo de 1886, según el cual un cierto Ferrer había vuelto a París y acompañaba frecuentemente a Ruiz Zorrilla, por lo que convenía no perderle de vista ni un momento. Y en un curioso telegrama, remitido a comienzos de septiembre por el embajador con la advertencia de que él mismo no daba demasiada credibilidad a la información, se decía que la propia esposa de Ruiz Zorrilla –una muy respetable señora, según todas las fuentes– iba a acudir a El Ferrol para contactar con los militares implicados en la conspiración, según había oído un confidente a “la mujer de Ferrer”. Cabe suponer que se tratara de Teresa.45

El propio Ferrer declaró más tarde ante el juez las circunstancias de su establecimiento en París. Explicó que a los veintiséis años, siendo vecino de Granollers, dejó su trabajo en los ferrocarriles, porque sus discusiones con su esposa le hacían imposible seguir viviendo allí. Como tenía buena amistad con Ruiz Zorrilla, al que había prestado servicios como correligionario, marchó a París, dejando a su esposa al cuidado de su madre y a sus hijas al cuidado de su hermano José y de su cuñado José Sanmartí. En París, con la protección de Ruiz Zorrilla y otros amigos, se puso al frente de un establecimiento de bebidas. Luego su esposa le pidió perdón y se reunieron todos en la capital francesa.46

La embajada española, que en el período de la Villacampada le hizo vigilar como a otros exiliados, pronto averiguó que la tienda de vinos que regentaba Ferrer en la rue du Pont Neuf 19 había sido alquilada en septiembre de 1885, al precio de 6.000 francos anuales, por un cierto monsieur Moreno, comerciante de vinos al por mayor en Bercy, de quien no sabemos qué relación podía tener con Ruiz Zorrilla o con el propio Ferrer. En marzo de 1886 llegaron a París Teresa y sus hijas y Ferrer, que hasta entonces había vivido en la trastienda de su establecimiento, se trasladó con ellas a un piso en la rue Saint Honoré 65, donde pagaría 600 francos anuales de alquiler.47 La tienda de vinos de la rue Pont Neuf debió convertirse en un pequeño restaurante, al que se refiere un informe de la policía francesa, según el cual era bastante frecuentado por extranjeros, especialmente españoles, sobre todo durante la Exposición Universal que tuvo lugar en París en 1889.48

Según Sol Ferrer, el restaurante de la rue Pont Neuf se llamaba Libertad y tenía una clientela de estudiantes y de verduleros de Les Halles. Al principio sus padres habían reencontrado el amor, pero pronto reaparecieron los problemas. A Teresa no le gustaba el clima lluvioso de París y lo que le atraía de la ciudad era el beau monde, que pudo entrever un día que asistió a la Opera Cómica, pero del que le alejaban las estrecheces económicas en que vivían. Le alarmaban además los contactos de Ferrer. Los jueves Ruiz Zorrilla daba brillantes recepciones, a las que a ella le dolía ir pobremente vestida, mientras que a su restaurante acudían en cambio refugiados españoles pobres que no pagaban o, lo que era aún peor, resultaban ser anarquistas. Cuando, en octubre de 1886, el anarquista Clement Duval apuñaló a un agente de la policía, ésta se presentó en el restaurante, espantando a los clientes por unos días. Finalmente –en 1889 según contaría él mismo– Ferrer optó por dejar el restaurante y ponerse a dar clases de español, al tiempo que seguía sus estudios autodidactas en la Biblioteca Nacional, leyendo a autores anarquistas y también a Marx y a Engels. Un anarquista, Charles Malato, se convirtió en su amigo más estrecho. En tanto su situación económica fue mejorando, gracias al éxito que tenían sus clases de español, sobre todo entre algunas señoras de la buena sociedad, lo que generó intensos celos en Teresa, que al fin optó por dar también ella clases de español. La familia se trasladó al piso de la rue Richer 43 que hemos mencionado en el capítulo anterior. 49

El fracaso del brigadier Villacampa, que fue condenado a muerte pero indultado, marcó el declive de las conspiraciones republicanas. Un interesante informe policial español, conservado en el Archivo Histórico Nacional, trazó en diciembre de 1887 un panorama de las fuerzas revolucionarias en el que destacaba su estado de decaimiento. Respecto al partido progresista que encabezaba Ruiz Zorrilla, que pasaba por ser “el más fuerte y batallador” de los republicanos, creía que podía desaparecer en cualquier momento, porque era un partido sin base, sin fuerzas populares, sin ideas ni programa, que no tenía más razón de existencia que su acción revolucionaria. Tras la restauración de la monarquía, Ruiz Zorrilla había comenzado su campaña con un “brillantísimo estado mayor” de políticos civiles y con considerable número de generales, pero con los años había ido perdiendo ese apoyo, para convertirse finalmente en un partido dividido en fracciones, sin hombres de mérito y con escasos recursos económicos. Los elementos más valiosos que le seguían no lo hacían por una identificación con sus ideas sino por creer que era el único capaz de impulsar un movimiento revolucionario.50 Es probable que al propio Ferrer le atrajera la voluntad de Ruiz Zorrilla de acción inmediata contra la monarquía, aunque sus ideas eran bastante más conservadoras que las que más adelante defendería nuestro personaje.

Respecto a la cuestión de la violencia, Ruiz Zorrilla era partidario de utilizarla con contundencia en el momento de la revolución, se mostraba ambiguo respecto al magnicidio y repudiaba contundentemente los atentados anarquistas indiscriminados. En una entrevista a un diario parisino declaró que el atentado contra Martínez Campos aún se podía comprender, sin justificarlo, pero que el del Liceo había sido el horrible resultado de una locura mística, de un nuevo fanatismo que había arraigado en las mentes simples y sin cultura de los desafortunados.51 Y en una conversación privada con un periodista, le dijo que él se habría mostrado implacable con quienes habían matado indiscriminadamente en el Liceo, pero que consideraba inadecuada la pena de muerte en casos que tenían un matiz político, como el atentado contra Martínez Campos. No obstante, si en el curso de una revolución el rey Alfonso XII hubiera sido capturado, le habría sometido a un consejo de guerra y fusilado de inmediato. 52

Por otra parte, en contraste con el ateísmo militante de que haría gala Ferrer, Ruiz Zorrilla era un católico liberal, que compaginó sin problemas esa condición con la de masón. Así lo hizo notar el propio Gran Oriente Español, heredero del Gran Oriente de España del que Ruiz Zorrilla había sido gran maestre, en una nota necrológica. Según ésta, Ruiz Zorrilla, como tantos otros francmasones, odiaba el clericalismo pero se sentía muy a gusto con la religión que le habían enseñado sus padres. Y al respecto narraba la anécdota de cómo, al morir su esposa en 1894, había mandado encuadernar todos los telegramas y escritos de pésame que recibió y le gustaba mostrar que entre ellos había numerosas planchas de entidades masónicas junto a cartas de obispos y otros eclesiásticos.53 Ferrer, en cambio, moriría reverenciado por la masonería pero enfrentado frontalmente a la Iglesia católica.

Un masón llamado Cero

En un discurso fúnebre en honor de Ferrer, pronunciado en el Gran Oriente de Francia, el orador recordó que el hermano recién desaparecido se había iniciado en 1884 en la logia La Verdad de Barcelona, se había afiliado en 1890 a la logia Les Vrais Experts de París, había alcanzado el grado 31 y pertenecía al capítulo Les Amis Bienfaisants.54 Su etapa en la logia barcelonesa había sido de corta duración. Se conserva en la colección Ferrer de San Diego una reproducción fotográfica del diploma de aprendiz masón conferido a Francisco Ferrer Guardia, de nombre simbólico Cero, el 12 de abril de 1883, como miembro de la logia La Verdad nº 146 del Soberano Gran Oriente de España. Para completar esta información podemos recurrir a una obra que en los años treinta publicó el presbítero Tusquets, un acérrimo enemigo de la masonería, cuya mente estaba llena de fantasías conspiratorias pero que parece haber consultado documentos auténticos. Según él, Ferrer ingresó en la logia La Verdad en febrero de 1883, propuesto por José Paulet, quien le definió como “hombre honrado, despreocupado de la religión, casado, que posee una tienda de confección para señoras y es empleado del ferrocarril de Francia”. Vivía por entonces en el número 26 de la calle Condal de Barcelona, pero el 30 de diciembre de 1884, cuando había alcanzado el grado 3º, pidió la plancha de quite, es decir que dimitió, por haber tenido que trasladar su domicilio a Granollers, donde le había destinado la compañía. Según explicó al presentar la dimisión, había podido asistir pocas veces a los trabajos de la logia y eran pocos los beneficios que la masonería había experimentado al admitirle, pero conservaba un grato recuerdo y esperaba que cuanto antes sus ocupaciones profanas le permitieran concurrir con todas sus fuerzas a la gran obra de regeneración que había emprendido la masonería.55A estos datos de Tusquets podemos añadir que, de acuerdo con la documentación de la logia La Verdad conservada en el archivo de Salamanca, en la que no aparecen referencias a Ferrer, el maestro venerable de la misma era un militar, Vicente Llorca Llopis.56 No hay nada en su hoja de servicios que indique que el teniente coronel Llorca hubiera estado implicado en ninguna conspiración militar.57

La logia Les Vrais Experts de París tenía su sede en la rue Cadet, es decir en la propia sede del Gran Oriente de Francia, muy cerca de la rue Richer donde vivía el profesor de español Francisco Ferrer, quien de acuerdo con la documentación conservada en el fondo masónico de la Biblioteca Nacional de Francia, se afilió el 21 de junio de 1890. Hacia por entonces siete años que la logia había abandonado su primitiva denominación de Saint Pierre des Vrais Experts, un cambio que resultaba sintomático del alejamiento de la masonería francesa respecto al componente cristiano de sus orígenes. Las profesiones de los miembros de esta logia, entre quienes se encontraba un amigo de Ferrer, Arturo Vinardell, afiliado en 1891, muestran un predominio de la clase media baja.58 A diferencia de lo ocurrido en Barcelona, esta vez Ferrer mostró más asiduidad en su asistencia a los trabajos masónico y en 1898 alcanzó el grado 31. Por entonces pertenecía no sólo a la logia Les Vrais Experts, sino a dos talleres de altos grados, el capítulo Les Vrais Amis y el consejo filosófico L’Avenir.59

¿Qué representó la pertenencia a la masonería en la vida de Ferrer? Más adelante veremos cómo algunos de sus más estrechos amigos y colaboradores eran a la vez masones y anarquistas, una doble militancia que no era nada común. Mucho más estrecha era la relación entre republicanismo y masonería, hasta el punto de que Ferrer parecía identificar los objetivos de uno y otra, según se desprende de unas páginas que escribió al final de su vida en defensa de su obra pedagógica, en las que planteó lo mucho que habría avanzado el republicanismo español si se hubieran fundado escuelas racionalistas “al lado de cada comité, de cada núcleo librepensador o de cada logia masónica”.60 Para él, republicanos, librepensadores y masones estaban pues empeñados en un mismo proyecto, pero ello no implica que su función fuera la misma. Los comités republicanos se dedicaban a la lucha política, las organizaciones librepensadoras defendían el racionalismo frente a los dogmas religiosos, pero ¿cuál era la función de la masonería?

La masonería, en el sentido moderno del término, surgió en Escocia e Inglaterra probablemente en el siglo XVII, basándose en parte en la tradición de los gremios medievales de constructores, y se extendió por Europa en el siglo XVIII. Puede definirse como una sociedad iniciática cuyo objetivo es el perfeccionamiento espiritual de sus miembros, y a través de ellos de toda la humanidad, mediante un recorrido cognoscitivo gradual basado en ritos y símbolos.61 Como tal sociedad iniciática, sus trabajos están reservados a sus miembros y aunque casi todas las fórmulas de sus rituales y ceremonias han sido impresas a partir del siglo XVIII, mantiene un énfasis en la reserva que enlaza con toda la tradición esotérica, en contraste con los ritos públicos de las iglesias. La masonería se dirige a unos pocos, a quienes se incorporan a las logias para seguir su recorrido iniciático, pero al mismo tiempo tiene una vocación universal, en el sentido de que no excluye a nadie por sus creencias religiosas y políticas, proscribiendo en las logias la discusión sobre esos temas. Ha tendido a combinar el racionalismo con la apertura hacia la trascendencia, en proporciones y combinaciones diversas según los tiempos y los lugares. En términos más prosaicos, no hay duda de que sus logias han sido a menudo un lugar de encuentro apropiado para establecer provechosas relaciones profesionales o de negocios. Y por último, aunque la ortodoxia masónica excluye toda actividad política en las logias, no hay duda de que en ciertos países, incluida España, algunas de ellas sirvieron para facilitar conspiraciones revolucionarias. Un constante promotor de conspiraciones como Bakunin ingresó en la masonería en la esperanza de convertirla en un instrumento revolucionario, pero no tardó en desengañarse y en 1866 escribió sobre ella en una carta privada que podía resultar útil como máscara –es decir para actuar bajo la cobertura que proporcionaba– o como pasaporte –es decir para ser bien recibido en ciertos ambientes– pero que no había que tomársela en serio.62

A fines del siglo XIX las logias francesas habían renunciado a la obligatoriedad de la crencia en Dios, que constituía uno de los landmarks, es decir de las señas de identidad masónicas, desde los primeros tiempos. La preceptiva afirmación de un Dios creador, designado por los masones como Gran Arquitecto del Universo, resultaba compatible con las distintas creencias religiosas, en la práctica sólo las cristianas al principio, aunque más tarde ingresaran en las logias judios y creyentes de otras religiones, pero excluía en cambio a los agnósticos y ateos. El diploma de aprendiz masón de Ferrer está encabezado por la fórmula tradicional A.L.G.D.G.A.D.U. (A la gloria del Gran Arquitecto del Universo) mientras que su diploma del grado 31 está encabezado por dos sentencias latinas sin contenido específicamente religioso: Suum cuique Jus (‘a cada uno su derecho’) y Ordo ab chao (‘del caos al orden’). Fue en septiembre de 1877 cuando el convento del Gran Oriente de Francia modificó el artículo 1 de su constitución, del que desapareció la alusión al Gran Arquitecto del Universo, un paso que sólo el Gran Oriente de Bélgica había dado previamente, cinco años antes. Se trataba de aceptar la plena libertad de conciencia, extendiendo a los ateos el respeto a todos los hombres de buena voluntad que proclamaba la masonería, y hay que señalar que los promotores de la reforma eran creyentes, destacando entre ellos un pastor protestante, Frédéric Desmons. La medida condujo sin embargo a las obediencias anglosajonas a romper relaciones con el Gran Oriente de Francia. Cuando en 1885 el Gran Oriente de Francia escribió a la Gran Logia Unida de Inglaterra para promover una reconciliación, se le respondió que los masones ingleses sostenían y habían siempre sostenido que la creencia en Dios era la principal seña de identidad de toda verdadera y auténtica masonería.63

Durante la III República, la masonería adquirió una gran influencia en la política francesa, hasta el punto de que un estudioso del tema ha llegado a escribir que a finales del siglo XIX se había convertido en la “Iglesia de la República” y en algunas legislaturas hasta un tercio de los diputados y senadores eran masones. Los afiliados pertenecían en su mayoría a la pequeña y media burguesía, mientras que entre sus dirigentes abundaban los profesionales, como médicos, abogados, periodistas y profesores. A finales de siglo la orden se orientó a la izquierda, adquiriendo el predominio en su seno los republicanos radicales, al tiempo que el reclutamiento se democratizaba, ingresando en la masoneria bastantes obreros, antes prácticamente excluidos, lo que condujo a la introducción de los ideales colectivistas, aunque todavía a principios del siglo XX pocos dirigentes socialistas eran masones.64

En España, la masonería no adquirió una influencia semejante, porque lejos de identificarse con el régimen monárquico de la Restauración, tendió a confundirse con la oposición republicana. Es cierto que, en los primeros momentos del nuevo régimen, el Gran Oriente de España confió la gran maestría a Sagasta, que la ejerció de 1876 a 1881, pero no tardó en girar a la izquierda, como estaba ocurriendo en Francia. La gran figura de la masonería española en los años del cambio de siglo fue el republicano Miguel Morayta, principal artífice de la unificación de la mayoría de las logias españolas en una nueva obediencia, el Gran Oriente Español, constituido en 1889. Morayta ocupó la gran maestría del Gran Oriente Español desde 1889 hasta 1901 y de nuevo desde 1906 hasta su muerte, ocurrida en 1917.65 Ferrer no tenía buena opinión de él, pues en una carta que dirigió en 1907 a un amigo francés, le explicó que era un antiguo seguidor del ex presidente de la República Emilio Castelar y por tanto enemigo de Ruiz Zorrilla y de todos los republicanos dispuestos a organizar un movimiento revolucionario. Además había hecho educar a su hija en un convento y acababa de casarse por la Iglesia, dos acciones que a Ferrer, evidentemente, le parecían impropias de un republicano y un masón. 66

El enfrentamiento entre la Iglesia católica y la masonería tenía remotos orígenes. Una sociedad iniciática que promovía el perfeccionamiento espiritual de sus miembros, bajo la sombra del secreto y al margen de todo control eclesial, y que además incluía en su seno a protestantes, católicos y deístas, tenía forzosamente que resultar sospechosa para Roma desde el primer momento. El papa Clemente XII la había condenado expresamente, en una fecha tan temprana como 1738, en la constitución apostólica In eminenti Apostolatus specula, que no tuvo sin embargo consecuencias ni en Francia ni en otros estados católicos, en los que el poder temporal, celoso de sus prerrogativas, negaba valor a toda disposición vaticana que no hubiese sido formalmente registrada por el propio Estado. La condena fue renovada en 1751 por el papa Benedicto XIV, en la bula Providas Romanorum Pontificum, pero no fue hasta el siglo XIX cuando el antimasonismo católico alcanzó su apogeo.

A ello contribuyó la fantasía conspirativa según la cual la masonería era un poder oculto, enemigo del trono y del altar, que habría guiado desde la sombra la Revolución francesa, según mantuvo el abate Augustin Barruel en sus Mémoires pour servir a l’histoire du Jacobinisme (1797-1798). Más tarde, esta fantasía se combinó con el antisemitismo para dar lugar al mito del complot judeo-masónico, cuya primera formulación clásica fue expuesta por otro escritor contrarrevolucionario francés, Henri Gougenot des Mousseaux, en su libro Le juif, le judaïsme et la judaïsation des peuples chrétiens (1869). En el crispado ambiente de mediados del siglo XIX, en el que las estructuras y valores tradicionales amenazados por el avance del liberalismo encontraron en la Iglesia de Roma uno de sus pincipales baluartes, al tiempo que el nacionalismo liberal italiano acababa con el poder temporal de los papas, el antimasonismo de los católicos y el anticlericalismo de las izquierdas se convirtieron en fenómenos simétricos. Ambos tenían su base en un enfrentamiento real acerca de los principios que debían regir la sociedad y el Estado, pero ambos se nutrían también de fantásticas teorías conspirativas.

Los propios papas, comenzando por León XII y siguiendo por Pio VIII, Pio IX y León XIII, el papa que más rotundamente condenó a la masonería en su encíclica Humanum genus de 1884, apuntaron a una inspiración directamente satánica de la misma. En concreto Pío IX se referió a la masonería como la “sinagoga de Satán”, una expresión tomada del Apocalipsis que en el contexto del siglo XIX tenía una connotación claramente antisemita. El ambiente estaba tan cargado que un embaucador francés, Léo Taxil, pudo desarrollar hasta extremos grotescos la tesis de que los dirigentes de la masonería rendían culto a Satán, en una serie de publicaciones aparecidas a partir de 1886 que fueron tomadas en serio y despertaron un enorme interés en el mundo católico, hasta que en 1897 el propio Taxil reveló que todo había sido una supercheria y se burló de la credulidad católica. Para entonces, sin embargo, el mito del complot judeo-masónico estaba ya sólidamente arraigado.67

En España una editorial católica tradujo a fines de los años ochenta varias obras de Taxil. En el prólogo a una de ellas, el presbítero Jaime Carabach, catedrático de filosofía en el Seminario Conciliar, afirmaba que la masonería, “sinagoga de Satanás”, era “hija primogénita y muy querida del diablo”. A modo de silogismo explicaba que el paganismo era “el culto personal del demonio”, la masonería era la continuación del paganismo y el liberalismo moderno era el hijo mimado de la masonería, de donde se deducía una conclusión final que dejaba al lector, pero que resultaba evidente: el origen satánico del propio liberalismo.68 Pero varios años antes de que Taxil hubiera descubierto la mina que constituía la literatura antimasónica, otro autor español había publicado, en 1870 y 1871, un extenso tratado pseudohistórico en el que exponía la tesis del origen judaico de la masonería. Su autor, el sacerdote Vicente de la Fuente, no era un personaje marginal en la vida cultural y política española. Fue catedrático de Derecho Canónico en Salamanca, de Historia de la Iglesia en Madrid y miembro de la Academia de la Historia. Durante la Restauración militó en la Unión Católica, es decir en el grupo que aceptó la monarquía de Alfonso XIII, y en 1876 fue nombrado rector de la Universidad Central.69 Sostenía que el judaísmo era “una sociedad maldita con la execración de Dios, semejante a Satanás”, que de ella había surgido la masonería y de esta a su vez había surgido el socialismo y aunque cada nueva secta rechazaba aparentemente a sus predecesoras, no había que dejarse engañar:

“En su genio altamente revolucionario, las sectas derivadas de aquella, como la Internacional, prescinden de la francmasonería y aun se burlan de ésta, como ésta desprecia a los israelitas, lo cual no impide que éstos sean sus más poderosos auxiliares. Es público que todos los periódicos más revolucionarios e impíos de Europa están comprados por los judíos, o reciben subvenciones de ellos y de sus poderosos banqueros, los cuales a su vez son francmasones.”70

La lógica de la argumentación dejaba bastante que desear, pero su mensaje era clarísimo: a pesar de las apariencias el judaísmo, la masonería y el socialismo eran tres manifestaciones de una misma fuerza oscura próxima a Satanás.

Librepensadores en Madrid

Los anticlericales no suponían que la Iglesia de Roma fuera de inspiración satánica, pero estaban convencidos de que las iglesias en general, y la católica muy especialmente, eran un residuo anacrónico del pasado del que había que desembarazarse cuanto antes para avanzar por la senda del progreso y de la felicidad humana. El combate anticlerical, que tuvo su epílogo trágico en la Guerra Civil española, alcanzó en el conjunto de la Europa latina su mayor intensidad en los años finales del siglo XIX y comenzó su declive en vísperas de la I Guerra Mundial, de manera que la protesta internacional por la muerte de Ferrer representaría uno de sus últimos momentos de gloria. Un papel fundamental en ese combate lo jugaron, especialmente en Francia y Bélgica, las sociedades librepensadoras, que a diferencia de los partidos políticos y de las logias masónicas no tenían otra finalidad que la defensa del racionalismo frente al dogmatismo religioso. Surgidas a mediados del siglo XIX, estas sociedades reclutaron miembros tanto en ambientes obreros como de clase media y con el tiempo tendieron a adoptar posiciones socialistas, sobre todo en Bélgica, donde el Partido Obrero, fundado en 1885, estuvo muy ligado en sus primeros tiempos al movimiento librepensador, lo que le convirtió en el más anticlerical de los partidos socialistas europeos. Uno de sus dirigentes, Émile Vandervelde, escribió en 1894 que la lucha contra la Iglesia era el complemento indispensable de la lucha de clases, porque siendo la Iglesia, tanto católica como protestante, la clave de bóveda del orden social, el capitalismo no sobreviviría a su desaparición. No es pues sorprendente que, como veremos, Ferrer llegara a tener muy buenas relaciones con algunos socialistas belgas. En 1912, sin embargo, se produjo una ruptura, al acordar las sociedades librepensadoras la retirada de la afiliación que muchas de ellas tenían al Partido Obrero Belga, que por su parte había comenzado a poner sordina a su anticlericalismo.71

En Francia las sociedades de librepensamiento tuvieron su momento de mayor auge en los mismos años que en Bélgica, entre 1880 y 1914, periodo en que contaron con figuras destacadas en los campos de la ciencia, la literatura y la política, como Victor Hugo, Marcelin Berthelot, Anatole France y Aristide Briand. Llegaron a existir en Francia más de un millar de estas sociedades, cuyos miembros se dividían en el terreno religioso entre el ateísmo y el deísmo, y en el político entre las diferentes corrientes de la izquierda. 72

Ferrer se interesó pronto por la propaganda librepensadora. Sus convicciones personales eran ya ateas en 1885, fecha en la que escribió un breve relato que quince años después publicaría con el título de Envidia: un cuento ateo. Se trata de una versión humorística del mito bíblico del Paraíso terrenal, en la que Dios expulsa a nuestros primeros padres por envidia, porque al hombre se le había ocurrido algo que el propio Creador no había imaginado, la posibilidad de gozar sexualmente con la mujer. Además de la irreverencia hacia los mitos bíblicos y el entusiasmo por la actividad amorosa, el breve relato mostraba otro rasgo de su autor, la misoginia. Es cierto que un cuento humorístico acerca del Paraíso terrenal exige casi inevitablemente alguna pulla contra Eva y también hay que recordar que la emancipación femenina había hecho todavía pocos progresos en aquel entonces, pero la imagen de la primera mujer que daba Ferrer entraba de lleno en el peor tópico masculino. Por supuesto, el primer hombre quedó prendado desde el primer momento de aquella hermosa y provocativa criatura, que “sin habérselo enseñado nadie, ya se presentó con la incitante sonrisa y con los ojos devoradores de la pasión, con esos ojos hambrientos de placeres con los cuales nos enloquecen y nos cautivan”. Y junto a este tópico de la mujer que sólo desea seducir al macho, aparecía también otra imagen, más bíblica y un tanto incongruente en el ateo Ferrer, de la mujer como agente del mal. Los ángeles rebeldes se dirigían a la mujer, “como más tonta”, para aconsejarle que tratara de dominar, no sólo al hombre, sino al mismo Dios y ella, siguiendo su ejemplo, “concluyó por ser tan mala como ellos, y ha venido siéndolo siempre”. ¿Escribiría esto Ferrer tras una de sus frecuentes disputas con la bella Teresa?73

Uno de los terrenos esenciales de la batalla entre católicos y librepensadores era, por supuesto, el de la enseñanza y Ferrer, profesor de español, no tardó en interesarse por el tema. En diciembre de 1890 el diario madrileño El País publicó una nota anunciando la llegada a la capital española, procedente de París, del profesor laico Ferrer, comisionado por los adeptos de la democracia social en Francia para pedir el apoyo de los republicanos españoles al establecimiento de escuelas laicas, proyecto que tenía el apoyo de la Confederación Española de la Enseñanza Laica, de la que era iniciador y presidente Bartolomé Gabarro, y de la Liga Universal de Librepensadores. 74 Esta Liga, en realidad la Federación Internacional de Librepensamiento, se había fundado en 1880 y en el curso de los años ochenta había celebrado varios congresos en París, Londres, Ámsterdam y Amberes.75

El congreso de 1889 se celebró en París, coincidiendo con la Exposición Universal, y es probable que Ferrer asistiera a sus sesiones, pero no hay prueba de ello. Quien sí dejó rastro de su asistencia como delegado español fue Odón de Buen, redactor del seminario madrileño Las Dominicales del Libre Pensamiento, catedrático de Ciencias de la Universidad de Barcelona desde ese mismo año y futuro colaborador de Ferrer en la Escuela Moderna. De acuerdo con la crónica que publicó en dicho semanario, al congreso asistieron sobre todo delegados de Francia, el país anfitrión, y de Bélgica, el país en que mejor organizados estaban los librepensadores, pero también había delegaciones numerosas de Inglaterra, España y Alemania. Tras una acalorada discusión de principios, quedó sentado que el librepensamiento consistía en “una coalición de elementos filosóficos racionalistas, contrarios a las religiones positivas, enemigos del clericalismo, que afirman el laicismo de la vida, como medio necesario, y el método de observación, como procedimiento de estudio”. El congreso acordó también que la enseñanza de “la pretendida moral religiosa” era nociva y que la educación debía basarse en “la moral universal positiva”. Por último, se acordó que el siguiente congreso se celebrara en Madrid tres años después.76

En la elección de Madrid debió pesar que en dicha ciudad se publicara el semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento, que actuó como organizador del encuentro. Sus propietarios eran Ramón Chíes, concejal republicano del ayuntamiento de Madrid, y el periodista Fernando Lozano, más conocido como Demófilo. En opinión de Chíes, el librepensamiento implicaba la defensa de la república, es decir el poder de todos, y la defensa del libre examen frente a las verdades impuestas del catolicismo, pero no implicaba en cambio la irreligiosidad. Él mismo sospechaba la existencia de un algo inmanente en el universo, que algunos denominaban Dios, pero no pretendía imponer sus ideas a los demás, porque el librepensamiento consistía en la indagación racional sin dogmatismos y ello podía conducir a conclusiones tan distintas como el materialismo y el espiritismo. De hecho, según su principal estudioso español, Álvarez Lázaro, dentro del campo librepensador coexistían el materialismo ateo y el espiritismo deísta. En 1885, por ejemplo, unos masones alicantinos sostenían que el librepensador creía en la inmortalidad del alma, adoraba a Dios “en el inmenso templo de la naturaleza” y aceptaba “la moral evangélica, pura y democrática”. En cambio, un círculo librepensador barcelonés de tendencia anarquista afirmaba en 1888 que el librepensamiento se identificaba con el ateísmo, mientras que los delegados de las sociedades obreras de Barcelona al congreso de 1892 repudiaban el espiritismo y la democracia en nombre del ateísmo y la acracia.77

El programa del congreso tenía tres grandes apartados, el primero de los cuales, dedicado a los principios, se centraba en la “incompatibilidad del catolicismo con la vida moderna”, mientras que el segundo, dedicado a la historia, recordaba el papel de la masonería en la emancipación de la conciencia y evocaba, a propósito del cuarto centenario del descubrimiento de América, los obstáculos que los teólogos habían puesto al proyecto de Colón. El tercero, dedicado a la organización, proponía un repaso estadístico de las fuerzas librepensadoras y clericales en cada país.78 El optimismo con el que sus organizadores esperaban desafiar intelectualmente a la Iglesia católica en la capital de la monarquía española se vio sin embargo desmentido por los hechos. Las sesiones comenzaron en el teatro-circo del Príncipe Alfonso el 12 de octubre de 1892, con asistencia de delegaciones de Francia, Bélgica, Holanda, Portugal, Suiza, Inglaterra, Italia y varias repúblicas latinoamericanas. El secretario del comité organizador, Odón de Buen, destacó que en la representación española estaban presentes desde los republicanos más conservadores hasta los socialistas y anarquistas más avanzados, lo que demostraba la capacidad del libre pensamiento para aunar las opiniones y conducir la transformación social. Los delegados pudieron desarrollar algunos puntos del programa, incluida la incompatibilidad del catolicismo con la vida moderna, pero apenas terminada la sesión del día 14, el delegado gubernamental, que nada había objetado hasta entonces, pidió a los miembros de la mesa, entre los que se encontraban varios extranjeros, que acudiesen al juzgado de Buenavista, donde supieron que había una denuncia del fiscal por ataques a los dogmas y doctrinas de la Iglesia. Una vez que les tomó declaración el juez fueron puestos en libertad, pero las sesiones del congreso quedaron prohibidas sin más explicación por el gobernador de Madrid. Los límites del liberalismo canovista habían quedado en evidencia.79

El congreso representó, por otra parte, una prueba de la estrecha interconexión entre librepensamiento y masonería. Según Álvarez Lázaro, eran destacados masones al menos siete de los quince organizadores del congreso, incluidos Odón de Buen, Chíes y Lozano, y al mismo asistieron delegados de numerosas entidades masónicas, entre ellas 141 españolas, 41 mejicanas, 8 argentinas, 5 italianas y 4 francesas, una de las cuales era Les Vrais Experts, que envió como delegado a Ferrer.80 La identificación de éste con el librepensamiento se mantuvo durante toda su vida, ya que asistiría también a los congresos internacionales de 1902 en Ginebra, de 1904 en Roma, de 1905 en París y de 1907 en Praga.81

Fantasías revolucionarias

A aquel congreso de 1892 Ferrer no acudió sólo como librepensador y masón, sino que lo hizo principalmente como revolucionario. De acuerdo con unos documentos que conservó consigo toda la vida, que le fueron encontrados por la policía en 1909 y que reconoció ante el juez como escritos por él mismo, quiso utilizar la circunstancia del congreso para ganar entre los asistentes adeptos para un proyecto revolucionario. 82 El primero de esos documentos era una circular, dirigida a sus “correligionarios en revolución”, en la que explicaba cómo, previamente al congreso, se había dirigido por carta a un personaje que no nombraba, librepensador y revolucionario, proponiéndole que aprovechara “la reunión de tantos buenos patriotas” para unir a los revolucionarios que estuvieran todavía dispersos y, tras recibir una respuesta afirmativa, acudió a Madrid dos días antes de comenzar las sesiones. El interlocutor cuyo nombre ocultaba le pareció sin embargo, ya en el primer encuentro, menos revolucionario de lo que pretendía. Así es que Ferrer, después de pasar una noche agitadísima, decidió actuar por su cuenta. Al amanecer escribió el discurso que hubiera querido pronunciar ante el congreso y trató de imprimirlo para distribuirlo entre los delegados, pero se encontró con que ninguna imprenta le admitió ese texto ilegal.

El borrador del mismo, escrito en un papel con membrete de un hotel madrileño, lo que nuestra su escasa atención a las reglas de la clandestinidad, era un llamamiento a la revolución, expuesto en términos muy simples, por no decir simplistas. Partía de la base de que, para obtener justicia, no había otro camino que el de la revolución, y tras ello se limitaba a afirmaciones perogrullescas: “¿Cómo tendremos la revolución? Pues sencillamente... haciéndola. ¿Cómo la haremos? Pues... dándonos la mano todos los revolucionarios.” El objetivo era alcanzar la verdadera libertad, que no existiría mientras todo hombre no dispusiera del “producto íntegro de su trabajo”. Ferrer no pensaba pues en una revolución puramente política, sino también social, cuyo primer objetivo sería suprimir el hambre: “¿Cómo suprimirla?, diréis. Pues, sencillamente también, suprimiéndola.” Bastaba con echar del poder a farsantes, vividores y ladrones, proclamar la República y obligar a todos los ayuntamientos a ocuparse de que a nadie falte lo necesario para vivir. En resumen, para Ferrer todo dependía de la voluntad revolucionaría: si se quería, todo se podía hacer. Por otra parte se trataba de un programa que, aunque apenas esbozado, sonaba más socialista que anarquista, debido a su énfasis en la acción política. El discurso que, recordemos, no fue ni pronunciado ni impreso, concluía con la propuesta de crear una “Comisión organizadora de las fuerzas revolucionarias” y con un llamamiento a las armas.

Al no haber podido imprimir su discurso, Ferrer optó por contactar directamente a los delegados que le parecían más revolucionarios y no tardó en encontrar algunos adeptos. El día 15, cuando las sesiones del congreso habían sido ya suspendidas, Ferrer citó al pequeño grupo de revolucionarios para el día siguiente y pasó la noche diseñando la conspiración y escribiendo varias copias de una proclama. El ejemplar del que años después se incautó la policía estaba escrito también en papel con membrete de un hotel, esta vez santanderino. Su contenido era tan peculiar que, de no haber reconocido Ferrer su autoría, cabría pensar en una burda falsificación, pero el hecho de que lo conservara muestra que, lejos de representar una locura pasajera, el documento seguía siendo importante para él. Puesto que es breve, vale la pena reproducirlo íntegro:

“A los congregados:

Varios de vosotros habéis leído el discurso que quise repartir entre todos los Delegados, pero que me fue imposible por no querérseme imprimir. Todos estáis de acuerdo con nosotros al creer que para hacer la revolución debemos darnos la mano los revolucionarios.

No pretendemos unirlos a todos, ni hace falta. Buscamos solamente a unos 300 que, como nosotros, estén dispuestos a jugarse la cabeza para iniciar el movimiento en Madrid.

Buscaremos el momento propicio, como por ejemplo, en momentos de una huelga general o en vigilias del 1º de Mayo.

Tenemos relaciones con el partido obrero y con otras fuerzas revolucionarias para preparar el terreno

Estamos completamente convencidos que el día que a una misma hora caigan las cabezas de la familia Real y sus Ministros, o se hundan los edificios que los cobijan será tal el pánico, que poco tendrán que luchar nuestros amigos para apoderarse de los edificios públicos y organizar las Juntas revolucionarias.

A vosotros, los primeros adheridos, cabrá la gloria de ser los iniciadores y de morir los primeros por la causa; muerte mil veces más honrosa que vivir bajo la vergonzosa opresión de una pandilla de ladrones capitaneada por una extranjera y sostenida por clérigos y explotadores.

Arriba, pues, nobles y valientes corazones hijos del Cid. No olvidéis que corre por vuestras venas sangre española. ¡Viva la revolución! ¡Viva la dinamita!

Todos los que quieran hacer parte de los primeros 300 que escriban sus nombres y señas a Monsieur Ferrer, Poste restante, rue Lafayette, París.

(Siguen unas frases de instrucciones luego tachadas).

Dos o tres días antes del día destinado, se llamarán a Madrid los conjurados para exponerles el plan y ver que los organizadores irán los primeros a los puntos de peligro para demostrar que así como han sabido congregaros y organizar el movimiento, sabrán daros el ejemplo de abnegación y sacrificio en aras de la libertad y de la emancipación humana. – Madrid 17 de octubre de 1892.”

Posteriormente, Ferrer debió pensar que dar su propio nombre en semejante documento resultaba un poco arriesgado, así es que redactó un nuevo párrafo de instrucciones prácticas, cuyo contenido era el siguiente:

“Por consiguiente, querido correligionario en Revolución, si usted quiere ser, como yo, uno de los 300 héroes, sírvase decirlo al que le dará esta hoja, o escriba su adhesión a monsieur Murklalud, 20 rue de la Banque, París, diciendo al mismo tiempo si tiene recursos para trasladarse a Madrid o a Barcelona, y si posee armas o puede procurarse algún producto explosivo. Tenga usted la seguridad de que nuestro concurso será decisivo para el triunfo de la República, ya sea iniciando la revolución en Madrid junto con las demás fuerzas, ya acompañando al caudillo del pueblo si el peligro que pudiera correr en los primeros momentos lo hiciera necesario.- El primero de los 300.- Cero”.

Por extravagante que pueda parecer al lector actual, la propuesta tuvo según Ferrer algún adepto, entre ellos “un joven periodista de porvenir”, director de “un querido periódico revolucionario”, quien escribió también una proclama que Ferrer se llevó consigo a París para imprimirla junto a la anterior. Dirigida “a los revolucionarios de corazón”, esta segunda proclama expresaba la convicción de que “en un pueblo tan noble como el español, y en un partido tan heroico como el revolucionario”, no iban a faltar 300 hombres de buena voluntad dispuestos a sacrificarse, si era preciso, y “a poner en práctica todos los medios que conduzcan a la victoria; que en las luchas de principios, el triunfo lo justifica todo.” Concluía con los siguientes lemas, estrictamente republicanos: “Ni realeza, ni clerigalla; ni la autoridad impuesta, ni la religión forzada; voluntad y corazón libres; soberanía popular. ¡Mueran los traidores! ¡Viva la República! ¡Viva la revolución! ¡Vivan los valientes!”.

La identificación del joven periodista que escribió esta proclama no resulta difícil, con toda probabilidad se trataba de Alejandro Lerroux, quien poco después de aquel congreso se convirtió en director de El País.83 En una carta que le escribió años después, Ferrer recordaba complacido que cuando regresó a París y dio cuenta a Ruiz Zorrilla de aquel viaje a Madrid en 1892, una de las cosas que destacó fue “que había en El País un redactor llamado Lerroux que valía un imperio y que llegaría a ser una de las primeras figuras del partido revolucionario”.84 Y el propio Lerroux confirmó en sus memorias que conoció a Ferrer en aquel congreso, que simpatizó mucho con él, que asistieron siempre juntos a las sesiones del congreso, junto a Rispa Perpiñá –un viejo revolucionario republicano– y que a raíz de ello Ferrer le puso en relación con Ruiz Zorrilla, con quien mantuvo correspondencia. “Ferrer callaba siempre –recordaría Lerroux–, porque era un taciturno”.85

Este peculiar proyecto de conspiración no tuvo continuidad alguna, pero resulta esencial para comprender la personalidad de Ferrer. Nos encontramos con un hombre de pocas palabras, que prefería escribir su discurso a pronunciarlo, que tenía una visión muy simple del mundo y destacaba por una enorme confianza en sí mismo. Para hacer la revolución sólo había que ponerse a ello y si nadie se decidía a encabezarla, allí estaba él, dispuesto a ser “el primero de los 300”. No importaba que no representara a nadie, pues da la sensación de que Ruiz Zorrilla no estaba al tanto de sus planes, ni tampoco creía necesario elaborar grandes programas políticos. En su discurso no pronunciado se limitaba a mencionar el derecho al “producto íntegro del trabajo” y la prioridad de eliminar el hambre, pero en la proclama clandestina “a los congregados” ni siquiera aparecían esas ideas, pues no había ni un esbozo de programa y todo se reducía a los medios necesarios para lograr el triunfo. Es significativo que la proclama no terminara con un viva a la República, o al Socialismo o a la Anarquía, sino con sendos vivas a la Revolución y a la Dinamita. Esta última representaba el medio en el que confiaba para derribar a la monarquía y la revolución aparecía como un fin en si misma. Tampoco le preocupaba que la proclama de Lerroux sí que aludiera la República y no tuviera en cambio el más mínimo contenido socialista. Ambas proclamas coincidían en la apelación a los sentimientos nacionales y la de Ferrer subrayaba que la reina regente, María Cristina de Habsburgo, era extranjera, pero este patriotismo representaba más un recurso retórico propio de un llamamiento a la acción que un elemento programático. En realidad, a ojos de Ferrer, un programa detallado habría sido un estorbo, porque habría dado lugar a discusiones, cuando lo que él deseaba era que “todos los revolucionarios se dieran la mano”. No importaba que fueran republicanos, socialistas o anarquistas, sino que estuvieran dispuestos actuar.

Estamos ante la revolución por la revolución, ante una concepción según la cual basta destruir lo existente para que surja un mundo mejor. Por ello todo el énfasis está en el aspecto destructivo, en la dinamita que decapitará al régimen. Si centramos pues nuestra atención en los medios, nos encontramos ante un proyecto revolucionario basado en dos elementos. En primer lugar, un núcleo de conspiradores que ha de preparar la revolución salvadora, una concepción cuyo origen ha de buscarse en la conspiración de los iguales de Gracchus Babeuf, desarticulada en 1796, y que tuvo a lo largo del siglo XIX ardientes seguidores como Filippo Buonarrotti, Auguste Blanqui y Mijaíl Bakunin. En segundo lugar, el recurso a un brutal magnicidio que generara el pánico entre las autoridades e hiciera posible el triunfo revolucionario. Este segundo elemento chocaba con principios arraigados, por lo que Lerroux se veía en la necesidad de justificar la bajeza del medio por la nobleza del fin, pero flotaba en el ambiente de aquellos años. Existía el precedente del asesinato del general Prim en 1870, de los atentados anarquistas frustrados de 1878 y 1879 contra el káiser Guillermo I, contra Alfonso XII y contra el rey de Italia, y sobre todo de la gran campaña terrorista de la organización rusa Narodnaya Volia, que culminó con el asesinato del zar Alejandro II en 1881.

Nos resta una última consideración, que enlaza con el comienzo del capítulo anterior. El viaje de Ferrer a Madrid, en el que planteó este proyecto revolucionario, tuvo lugar en 1892 y su ruptura final con Teresa ocurrió en 1894. En la medida en que ella intuyera algo de proyectos como éste, no es extraño que tuviera a su marido por un anarquista peligroso. Ferrer no era, a la altura de 1892, anarquista en el sentido propio de la palabra, es decir alguien que aspira a un modelo de organización social en que todo tipo de coerción esté proscrita, pero en cambio era un perfecto “anarquista” en el sentido que la opinión pública empezó a dar al término a raíz de los primeros atentados de París y Barcelona. Era alguien dispuesto a volar con dinamita a la familia real española en pleno.

25 FC, San Diego, 2-5 y 2-6, partidas de bautismo.

26 Font i Piqueras, 1999.

27 Ferrer, S., 1980.

28 Ferrer, S., 1948, pp.13-32.

29 Regicidio, II, pp. 446-447.

30 Regicidio, II, pp. 519-520.

31 Regicidio, III, pp. 503-505, informe de la Embajada española, París 18-08-1906.

32 Regicidio, II, pp. 173-175.

33 Ferrer, S., 1948, pp. 35-42.

34 España Nueva, 16-6-1906, reproducido en Regicidio, II, pág. 181.

35 AIHCM Madrid, 2ª, 4ª, 191, expediente sobre la sublevación de Sta Coloma de Farnes.

36 Ferrer, S., 1948, pp. 34-35.

37 AN, París, F7 13065, informe de 15-10-1909.

38 Ferrer, S., 1948, p. 43.

39 Regicidio, II, pp. 370-372.

40 Ferrer Benimeli, J. A., 2001.

41 Canal, J., 2000, p. 289.

42 AGM, Segovia, serie 2.9, legajo 881-6279, sumario por la rebelión de Villacampa.

43 Ferrer, S., 1948, p. 47.

44 López Lapuya, I., p. 27.

45 AGA Alcalá, AE 5883.

46 Regicidio, II, p. 175.

47 AGA Alcalá, AE 5883, notas en francés, 10-3-1886 y 13-3-1886.

48 APP París, Ba 1075, informe, París 16-1-1897.

49 Ferrer, S., 1948, pp.. 49-57. Regicidio, II, p. 181.

50 AHN, Madrid, Gobernación, 63, informe de 12-11-1887.

51 La Petite Republique, 20-11-1893.

52 Bonafoux, L.,1987, pp. 158-159.

53 Ferrer Benimeli, J. A., 2001, p. 284.

54 L’Acacia, revue mensuelle d’études maç., II, julio-diciembre 1909, p. 123.

55 Tusquets, J., 1932, pp. 29-30.

56 CDMH, Salamanca, expediente de la logia La Verdad.

57 AGM, Segovia, sec. 1.1, LL-216.

58 BN, París, fondo masónico, Rés FM2 28.

59 FC, San Diego, 2-17, diploma del grado 31.

60 Ferrer Guardia, J. A., 1978, p. 64.

61 Luca, N. M. di, 2004, p. 19.

62 Bakunin, M., O. C. , M. Bakunin a A. Herzen y N. Ogarev, 19-7-1866.

63 Combes, A., 1999, II, pp.. 140-144. Ligou, D., 2000, pp. 84-85. Luca, N. M. di, 2004, p. 3.

64 Chevallier, P., 1975, III, pp. 10-18.

65 Ferrer Benimeli, J. A., 1980, II, pp. 1-35 y 53-54.

66 FC, San Diego, 1-5, Ferrer, 2-1-1907.

67 Goldschläger, A. y Lemaire, J. Ch., 2005, pp. 24-33.

68 Taxil, L., 1887, prólogo de J. Carabach, p. IX.

69 Álvarez Chillida, G., 2002, pp. 188-189.

70 La Fuente, V. de, 1933, pp. 3-5.

71 Louis, J. 1989.

72 Lalouette, J., 1997, pp. 16-17.

73 Ferrer Guardia, F., 1978.

74 El País, 4-12-1890.

75 Álvarez Lázaro, P., 1985, p. 6.

76 Álvarez Lázaro, P., 1985, pp. 140 y 263-266.

77 Álvarez Lázaro, P., 1985, pp. 8-12.

78 Álvarez Lázaro, P., 1985, pp. 13-17.

79 El País, 13 a 16-10-1892.

80 Álvarez Lázaro, P., 1985, pp. 210-213 y 377.

81 Álvarez Lázaro, P., 1985, pp. 118-119.

82 Causa, pp. 382-396.

83 Álvarez Junco; J., 1990, pp. 64-71.

84 Causa, pp. 176-179, F. Ferrer a A. Lerroux, sin fecha pero de 11-10-1899.

85 Lerroux, A., 1963, pp. 445-446.

Francisco Ferrer Guardia

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