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1. Los años de formación

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Mi nombre es Remo Omar Busson. Soy aviador naval. Nací en Nogoyá, Entre Ríos. Cuando tenía menos de un año, mi viejo, que trabajaba en la administración de los ferrocarriles, se vino a Buenos Aires. Había estudiado para ser cura. Aunque, en realidad, nunca había querido ser cura. Lo obligaron. La historia es así. La familia de mi viejo vivía en un pueblo a cuarenta kilómetros de Paraná, en la línea de Nogoyá, que queda también para ese lado. El pueblo se llamaba 20 de septiembre. Estaba la estación y nada más. La construcción más grande del pueblo era la casa de mi abuela. Y durante muchos años, de hecho, 20 de septiembre se llamó Antonio Busson, que era mi abuelo. Don Antonio fue jefe de la Estación, jefe de policía, dirigía el registro civil, bueno, como era el único que sabía leer y escribir en el pueblo, agarraba todos los cargos. Una noche lo llamaron. Había un borracho gritando. Mi abuelo fue y le dijo al borracho que lo iba a meter preso. Se conocían todos. Pero le dio la espalda. El borracho lo apuñaló y lo mató. Con mi viejo sumaban catorce hermanos. Él tenía trece años y la más chica apenas unos meses. Si no lo hubieran matado a mi abuelo, habrían sido veinticinco hermanos porque mis abuelos tenían un hijo por año. Mi abuela fue una mujer muy dura. Por ejemplo, a los nietos, si hacíamos una macana, nos pegaba con un palo de escoba. Pero los hijos la adoraban. Durante el velatorio de mi abuelo, mi abuela, con la beba en brazos, los hizo formar en fila y empezó a señalar a los más grandes, uno por uno: “vos médico, vos médica, vos maestra, vos maestro” y así, hasta que llegó a mi viejo y le dijo “vos cura” y a la hermana que seguía le dijo “vos monja.” Y a mi viejo lo internaron en un seminario, en Concordia, a cuatrocientos kilómetros de su casa. No podía volver. Iba a ver a la familia una vez por año. De los curas, mi viejo hablaba barbaridades. Pero citaba en latín, recitaba fragmentos muy largos de la Biblia de memoria, y a mis hermanos y a mí siempre nos mandó a colegios parroquiales. A los diecinueve años, cuando le faltaban dos meses para consagrarse, mi viejo se arremangó la sotana, saltó el paredón y se escapó. No podía volver a la casa. La vieja lo mataba. Nos contó varias veces que lo primero que encontró fue una estación de tren donde pedían empleados para trabajar en las vías. Se anotó. A los seis meses era ayudante de jefe de estación. Mi viejo era un tipo muy capaz, muy disciplinado. Cuando yo nací ya estaba en la parte ejecutiva del Ferrocarril Urquiza y le salió un puesto en Buenos Aires. Se vino. Yo tenía menos de un año así que me crié en Villa Bosch y en Villa Devoto. Mi viejo se llamaba Remo Omar y me puso ese nombre. A él le decían “Remo” y a mí me dicen “Omar”.

En casa, mi viejo se levantaba temprano todos los días y cuando nosotros, con mis hermanos, nos despertábamos ya teníamos los zapatos lustrados por él. Lustraba los zapatos de toda la familia. Los fines de semana se levantaba a la misma hora y limpiaba la casa. Los domingos, asado. Pero no para nosotros, para nosotros y para todos los vecinos de la cuadra. Hacía cerrar la calle. Ponía un patrullero de cada lado y organizaba partidos de fútbol. Se hizo famoso por eso.

Entre Navidad y Reyes los catorce hijos se juntaban en la casa de mi abuela que era una manzana. Tenía veintiséis habitaciones. Por parte de mi viejo somos como cincuenta primos. Todos sus hermanos son familia numerosa. Como mi viejo trabajaba en el ferrocarril, íbamos en tren. Viví eso hasta los quince años. Cuando entré en la marina ya no fui más. Pero la familia grande es algo que queda. Hoy tengo dos ex esposas, cuatro hijas de mi primer matrimonio y una más de mi segundo matrimonio. Mariana Lorena, María Gabriela, Marina Daniela, María Celeste, y después vino Sofía. Y entre mis tres hijas mayores tienen ocho mujeres. O sea que hacé la cuenta.

Mi viejo odiaba a los curas y a la marina. ¿Por qué? Porque cuando se escapó del seminario le tocó hacer la conscripción y estuvo dos años, o tres porque se mandó una... Había unos patachos que llevaban los presos a Ushuaia y a la vuelta traían madera. Uno se llamaba Santa Cruz, otro, el Chaco, eran barcos de carga, muy viejos. A él le tocó navegar en uno de esos. Parece que había un suboficial que los tenía mal y un día se metieron en el camarote y se lo vaciaron por el ojo de buey. Todo al agua, el colchón, la almohada, la ropa, todo al agua. Le dejaron el camarote pelado. Y los embocaron. Eso contaba mi viejo. Yo no sabía nada de la Armada. No tengo ningún familiar en la marina. Eso es bastante común. Tener un padre, un tío, alguien que está en la Armada y te cuenta y te lleva. Lo que yo quería era irme de mi casa.

Se lo planteé a mi viejo. Y un día fuimos a la Avenida San Juan, creo, donde había una delegación.

Al año siguiente yo empezaba cuarto año. Averiguamos todo. En ese momento para hacer la carrera de oficial había que tener el secundario aprobado. Así que empecé a ir a una academia que se llamaba Suárez de Deheza. Se cursaba de 19 a 23 horas. Me pasé todas las noches de ese año haciendo ejercicios de matemática. Y cuando ibas al examen te tomaban los mismos ejercicios con los mismos números. En algún punto era una preselección de la Armada. Quinto lo fui cursando libre ese mismo año. Hacía cuarto año, quinto año y la academia. Siempre fui al colegio Pío XII en Villa Bosch y el director era primo hermano de mi viejo, Bruno Dalavechia Busson. Él me ayudó. Mi abuela también. Estaba muy metida con la iglesia. Pero había un tema. Para entrar a la Armada te tenían que presentar dos oficiales superiores. En ese momento la marina era muy buscada. Y te tenían que presentar dos oficiales superiores. Esto es: un capitán de navío, un almirante o un contraalmirante. Si no, tu solicitud no corría. ¿Conocíamos a alguien? A nadie. Pero mi viejo aparte de trabajar en el ferrocarril tenía una empresa de camiones con dos o tres socios. Por esa empresa, conoce al hermano menor de Francisco Manrique, un capitán de navío retirado que después se dedicó a la política, llegó a ser ministro, candidato a presidente y uno de sus grandes aportes a la cultura argentina fue haber inventado el PRODE. Y ellos dos, los dos hermanos Manrique, fueron los que me presentaron. Dos caballeros. Así que venía muy bien recomendado.

Me presenté a rendir el examen de ingreso en el año 66, a principios de enero del 66. Rendí, salí bien y el 20 de enero nos incorporamos. Rendimos dos mil quinientos y debo haber entrado entre los primeros veinte. Estaba bien preparado.

Entrar en la Escuela Naval de Río Santiago, desde luego, me cambió la vida. La escuela funcionaba en una isla y, en ese momento, había que ir en ferry. Así que salía de la escuela los sábados a las cinco de la tarde. Me tomaba el ferry hasta la estación de Río Santiago de ahí a Constitución, dos horas de tren. A veces me iba a buscar mi viejo, y otras tomaba subte y tren. Esa noche salía con mis amigos. El domingo a última hora, el tren y otra vez a la escuela. La escuela naval es dura. Tenes una falta de libertad completa. Pero tampoco hay tiempo para pensar porque estás siempre al trote, siempre haciendo algo, siempre impecable, lustrando la espada, la hebilla del cinturón, los zapatos, afeitado al ras. Vas a formación perfecto y viene uno de cuarto año y te pisa, y atrás viene otro y te dice: “cadete, estos zapatos están sucios. Pierde un tren.” Perder un tren eran dos horas menos del fin de semana. Y te daba bronca. Aparte estudiábamos mucho. A la mañana temprano, tres minutos para estar listo. Y a clases. Al mediodía, el rancho. Media hora de descanso y empezaba la actividad física. A las cinco, de vuelta a clases. A la noche, apagaban la luz y a dormir. Y sí, se escuchaba a alguien llorar, cada tanto. Los tipos te tenían así, al trote, y te presentaban situaciones muy injustas para que reacciones. Era la forma de ir seleccionando los temperamentos más fuertes que después fuesen capaces de bancarse la que viniera. Había que tener orgullo, paciencia y coraje.

En el segundo año de la Escuela Naval, año 1967, la primera vez que fui a Brasil para hacer prácticas de navegación, me tocó embarcarme en el crucero La Argentina. En ese momento, Ismael García era teniente de fragata y jefe de una unidad de armas submarinas. Antes de la guerra, García ya me había invitado a comer en su casa en Pampa y Libertador, frente a la estación de servicio. En viaje a Río de Janeiro participamos en varias competencias con los estadounidenses y ganamos una medalla por mejor tiro de torpedo. Yo era ayudante de García. A cada lugar se mandaba un cadete. Y a mí me tocó con García. Un tipo divino, un tipo bárbaro. Un temple, un trato humano. Cuando llegamos a Río de Janeiro, yo estaba formado al lado de él. Y el tipo empieza a divisar la silueta de las personas en el muelle y de golpe dice: “¿Mi mujer? ¿Qué hace mi mujer ahí?” Él a la mujer la había dejado en Puerto Belgrano. Pero estaba ahí, en el puerto militar de Río de Janeiro, toda de negro y con anteojos oscuros. Le venía a avisar que en esos quince días que García había estado navegando había fallecido su hija del medio. García tenía tres hijos. Un varón, Mariano, Florencia la más chica y la del medio que tenía siete, ocho años como mucho en ese momento. Y la mujer quería decírselo en persona. No quiso que nadie se lo dijera. A la nena le agarró una infección de no sé qué y se murió en una semana. Un golpe terrible... Y yo me pasé toda mi primera navegación con García. A ver, el tipo siguió navegando. ¿Se entiende el nivel de compromiso que tenía? Su mujer se volvió. Y a partir de ahí se generó una relación con García que, no quiero exagerar, pero la situación fue muy excepcional. Me adoptó como a un hijo, digamos. Siempre me buscaba, me daba consejos. Y la vida hizo que en el 82 yo terminara en la campaña antártica donde García era el comandante del Bahía Paraíso. Y, por supuesto, me ponía como oficial de guardia de noche, comía con él cada tanto, tenía algunas ventajas.

García me enseñó que ser un buen tipo es fácil. Con un poco de demagogia ya está. Más cuando se conduce gente. Ser un tipo turro es mucho más fácil. Se hace lo que dice la ley, hay que cumplir esto, me importan nada las personas, y chau. Pero ser un tipo justo es algo imposible. Casi imposible. Y García era eso. García era un tipo justo. Uno no podía discutirle nada. A un tipo así no se le podía discutir nada.

Remo Omar Busson

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