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—VII—

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Estas y otras calidades distinguían a Pepe Ronzal, a quien Joaquinito Orgaz tenía mucho miedo. Tal vez sabía el de Pernueces que Joaquín imitaba perfectamente sus disparates y manera de decirlos. Además, Ronzal aborrecía a don Álvaro Mesía y a cuantos le alababan y eran amigos suyos. Joaquín era uña y carne del Marquesito—el hijo del marqués de Vegallana—y este el amigo íntimo de don Álvaro.

—Buenas tardes, señores—dijo Ronzal sentándose en el corro.

Dejó los guantes sobre la mesa, pidió café y se puso a mirar de hito en hito a Joaquín, que hubiera querido hacerse invisible.

—¿De quién se murmura, pollo?—preguntó el diputado dando una palmada en el muslo no muy lucido del sietemesino.

Para piernas, Ronzal. En efecto, las estiró al lado de las del joven para que pudiesen comparar aquellos señores. Joaquín contestó:—De nadie. Y encogió los hombros.—No lo creo. Estos madrileñitos siempre tienen algo que decir de los infelices provincianos.

—Así es la verdad—dijo el ex-alcalde—. Su amigo de usted el Provisor, era hoy la víctima.

Ronzal se puso serio.—¡Hola!—dijo—¿también espifor? (Espíritu fuerte en el francés de Trabuco.)

—Se trataba—añadió Foja—de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín.... ¡Je, je!...

Ronzal no entendía.—A ver, a ver; exijo que se hable claro.

Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.

El señor Orgaz se atrevió a murmurar:

—Hombre, eso de exigir...—Sí, señor; exigir. ¡Y hago la cuestión personal!

—Pero ¿qué es lo que usted exige?—preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía.

—Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal.

—¿Pero qué cuestión?

—¡Esa! Joaquinito volvió a encogerse de hombros, pálido como un muerto. Comprendió que el tener razón era allí lo de menos. A Ronzal ya le echaban chispas los ojos montaraces. Se había embrollado y esto era lo que más le irritaba siempre, perder el discurso a lo mejor.

—¡Sí, señor, esa cuestión; y quiero que se hable claro!

Ni él mismo sabía lo que exigía.

Foja se encargó de poner las cosas claras.

—El señor Ronzal quiere que se le explique si se piensa que es él quien pone las varas que esa señora toma o deja de tomar.

—¡Eso es!—dijo Ronzal, que no pensaba en tal cosa, pero que se sintió halagado con la suposición.

—Quiero saber—añadió—si se piensa que yo soy capaz de poner en tela de juicio la virtud de esa señora tan respetable....

—Pero ¿qué señora?

—Esa, don Joaquinito, esa; y de mí no se burla nadie.

La disputa se acaloró; tuvieron que intervenir los señores venerables del rincón obscuro; tan grave fue el incidente. Se pusieron por unanimidad de parte del señor Ronzal, si bien reconocían que se enfadaba demasiado. Le explicaron el caso, pues aún no había dejado que le enterasen. No se trataba de Ronzal. Se había dicho allí con más o menos prudencia, que el señor Magistral iba a ser en adelante el confesor de la señora doña Ana de Ozores de Quintanar, porque esta ilustre y virtuosísima dama, huyendo de las asechanzas de un galán, que no era el señor Ronzal....

—Es Mesía—interrumpió Joaquín.

—Pues miente quien tal diga—gritó Trabuco muy disgustado con la noticia—. Y ese señor don Juan Tenorio puede llamar a otra puerta, que la Regenta es una fortaleza inexpugnable. Y en cuanto al que trae tales cuentos a un establecimiento público....

—El Casino no es un establecimiento público—interrumpió Foja.

—Y se hablaba entre amigos, en confianza—añadió Orgaz, padre.—Y eso del don Juan Tenorio vaya usted a decírselo a Mesía—gritó Orgaz hijo desde la puerta, dispuesto a echar a correr si la pulla ponía fuera de sí al bárbaro de Pernueces.

No hubo tal cosa. Se puso como un tomate Trabuco, pero no se movió, y dijo:

—¡Ni Mesía ni San Mesía me asustan a mí! y yo lo que digo, lo digo cara a cara y a la faz del mundo, surbicesorbi (a la ciudad y al mundo en el latín ronzalesco.) No parece sino que don Alvarito se come los niños crudos, y que todas las mujeres se le...—y dijo una atrocidad que escandalizó a los señores del rincón obscuro.

—¡Silencio!—se atrevió a decir bajando la voz Joaquinito, sin dejar la puerta.

—¿Cómo silencio? A mí nadie... ¡caballerito!

Se oyó una carcajada sonora, retumbante, que heló la sangre del fogoso Ronzal. No cabía duda, era la carcajada de Mesía. Estaba hablando con los señores del dominó en la sala contigua. Le acompañaban Paco Vegallana y don Frutos Redondo. Llegaron a donde estaba Ronzal. Este había vuelto a sentarse y se quejaba de que se le había enfriado el café, que tomaba a pequeños sorbos. Había hecho una seña a los del corro. Quería decir que callaba por pura discreción.

Don Álvaro Mesía era más alto que Ronzal y mucho más esbelto. Se vestía en París y solía ir él mismo a tomarse las medidas. Ronzal encargaba la ropa a Madrid; por cada traje le pedían el valor de tres y nunca le sentaban bien las levitas. Siempre iba a la penúltima moda. Mesía iba muchas veces a Madrid y al extranjero. Aunque era de Vetusta, no tenía el acento del país. Ronzal parecía gallego cuando quería pronunciar en perfecto castellano. Mesía hablaba en francés, en italiano y un poco en inglés. El diputado por Pernueces tenía soberana envidia al Presidente del Casino.

Ningún vetustense le parecía superior al hijo de su madre ni por el valor, ni por la elegancia ni por la fortuna con las damas, ni por el prestigio político, si se exceptuaba a don Álvaro. Trabuco tenía que confesarse inferior a este que era su bello ideal. Ante su fantasía el Presidente del Casino era todo un hombre de novela y hasta de poema. Creíale más valiente que el Cid, más diestro en las armas que el Zuavo, su figura le parecía un figurín intachable, aquella ropa el eterno modelo de la ropa; y en cuanto a la fama que don Álvaro gozaba de audaz e irresistible conquistador, reputábala auténtica y el más envidiable patrimonio que pudiera codiciar un hombre amigo de divertirse en este pícaro mundo. Aunque pasaba la vida propalando los rumores maliciosos que corrían acerca del origen de la regular fortuna que se atribuía al Presidente, él, Ronzal, no creía que ni un solo céntimo hubiese adquirido de mala fe.

Ronzal era reaccionario dentro de la dinastía y Mesía, dinástico también, figuraba como jefe del partido liberal de Vetusta que acataba las Instituciones. En todas partes le veía enfrente, pero vencedor. Mandaban los de Ronzal, este era diputado de la comisión permanente, y sin embargo, entraba don Álvaro en la Diputación, y él quedaba en la sombra; no era Mesía de la casa, tenía allí una exigua minoría, y desde el portero al Presidente todos se le quitaban el sombrero, y don Álvaro para aquí, y don Álvaro para allá; y no había alcalde de don Álvaro que no viese aprobadas sus cuentas, ni quinto de Mesía que no estuviera enfermo de muerte, ni en fin, expediente que él moviese que no volara.

¡Y sobre todo las mujeres! Muchas veces en el teatro, cuando todo el público fijaba la atención en el escenario, un espectador, Ronzal, desde la platea del proscenio clavaba la mirada en el elegante Mesía, aquel gallo rubio, pálido, de ojos pardos, fríos casi siempre, pero candentes para dar hechizos a una mujer. Aquella pechera, aquel plastón (como decía Ronzal) inimitable, de un brillo que no sabían sacar en Vetusta, que no venía en las camisas de Madrid, atraía los ojos del diputado provincial como la luz a las mariposas. Atribuía supersticiosamente al plastón gran parte en las victorias de amor de su enemigo.

Él, Ronzal, también lucía mucho la pechera, pero insensiblemente tendía al chaleco cerrado y a la corbata acartonada. Volvía a ver la pechera del otro, y volvía él a los chalecos abiertos. Miraba a Mesía Ronzal, y si aplaudía su modelo aborrecido aplaudía él, pero pausadamente y sin ruido, como el otro. Ponía los codos en el antepecho del palco y cruzaba las manos, y se volvía para hablar con sus amigos aquel don Álvaro de una manera singular que Trabuco no supo imitar en su vida. Si Mesía paseaba los gemelos por los palcos y las butacas, seguía Ronzal el movimiento de aquellos que se le antojaban dos cañones cargados de mortífera metralla: ¡infeliz de la mujer a quien apuntara aquel asesino de corazones! Señora o señorita ya la tenía Ronzal por muerta de amor o deshonrada cuando menos.

Mejor que todos conocía las víctimas que el don Juan de Vetusta iba haciendo, le espiaba, seguía, como sus miradas, sus pasos, interpretaba sus sonrisas, y más de una vez (antes morir que confesarlo), más de una vez esperó el tiempo que solía tardar el otro en cansarse de una dama para procurar cogerla en las torpes y groseras redes de la seducción ronzalesca.

En tales ocasiones solía encontrarse con que aquellos platos de segunda mesa se los comía Paco Vegallana, el Marquesito.

Todo esto sabía Trabuco, pero no lo decía a nadie.

Negaba las conquistas de Mesía.

—Ya está viejo—solía decir—; no digo que allá en sus verdores, cuando las costumbres estaban perdidas, gracias a la gloriosa... no digo que entonces no haya tenido alguna aventurilla.... Pero hoy por hoy, en el actual momento histórico—el de Pernueces se crecía hablando de esto—la moralidad de nuestras familias es el mejor escudo.

Estas conversaciones se repetían todos los días; el objeto de la murmuración variaba poco, los comentarios menos y las frases de efecto nada. Casi podía anunciarse lo que cada cual iba a decir y cuándo lo diría.

Don Álvaro notó que su presencia había hecho cesar alguna conversación. Estaba acostumbrado a ello. Sabía el odio que le consagraba el de Pernueces y la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía y le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil, para muchas cosas. También había conocido la imitación grotesca del Estudiante—él le llamaba así todavía—y se complacía en observarle como si se mirase en un espejo de la Rigolade. No le quería mal. Le hubiera hecho un favor, siendo cosa fácil. Algunos le había hecho tal vez, sin que el otro lo supiera.

Aunque sin aludir ya a la Regenta, se volvió a hablar de mujeres casadas.

Ronzal, como otros días, defendía en tesis general la moralidad presente, debida a la restauración.

—Vamos, que usted, Ronzalillo, en estos tiempos de moralidad...—dijo el alcalde, con su malicia de siempre.

Sonrió un momento Trabuco, pero recobrando la serenidad exclamó:

—Ni yo ni nadie; créanme ustedes. En Vetusta la vida no tiene incentivos para el vicio. No digo que todo sea virtud, pero faltan las ocasiones. Y la sana influencia del clero, sobre todo del clero catedral, hace mucho. Tenemos un Obispo que es un santo, un Magistral....

—Hombre, el Magistral... no me venga usted a mí con cuentos.... Si yo hablara.... Además, todos ustedes saben....

El que empleaba estas reticencias era Foja.

—El señor Magistral—dijo Mesía, hablando por primera vez al corro—no es un místico que digamos, pero no creo que sea solicitante.

—¿Qué significa eso?—preguntó Joaquinito Orgaz.

Se lo explicó Foja. Se discutió si el Magistral lo era. Dijeron que no Ronzal, Orgaz padre, el Marquesito, Mesía y otros cuatro; que sí Foja, Joaquinito y otros dos.

Ganada la votación, para contentar a la minoría, el presidente del Casino declaró imparcialmente que «el verdadero pecado del Provisor era la simonía».

El Marquesito, licenciado en derecho civil y canónico se hizo explicar la palabreja.

Según don Álvaro, la ambición y la avaricia eran los pecados capitales del Magistral, la avaricia sobre todo; por lo demás era un sabio; acaso el único sabio de Vetusta; un orador incomparablemente mejor que el Obispo.

—No es un santo—añadía—pero no se puede creer nada de lo que se dice de doña Obdulia y él, ni lo de él y Visitación; y en cuanto a sus relaciones con los Páez, yo que soy amigo de corazón de don Manuel, y conozco a su hija desde que era así—media vara—protesto contra todas esas calumniosas especies.

(Ronzal apuntó la palabra: él creía que se decía especias.)

—¿Qué especies?—preguntó el Marquesito, que para eso estaba allí.

—¿No lo sabes? Pues dicen que Olvidito está supeditada a la voluntad de don Fermín; que no se casa ni se casará porque él quiere hacerla monja, y que don Manuel autoriza esto, y....

—Y yo juro que es verdad, señor don Álvaro—gritó Foja.

—¿Pero cree usted, también que el Magistral haga el amor a la niña?

—Eso es lo que yo no sé.—Ni lo otro—dijo Ronzal. Mesía le miró aprobando sus palabras con una inclinación de cabeza y una afable sonrisa.

—Señores—añadió Trabuco, animándose—esto es escandaloso. Aquí todo se convierte en política. El señor Magistral es una persona muy digna por todos conceptos.

—Díjolo Blas.—¡Lo digo yo!—Como si lo dijera el gato. Hubo una pausa. El ex-alcalde no era un Joaquinito Orgaz.

Aquello de gato pedía sangre, Ronzal estaba seguro, pero no sabía cómo contestar al liberalote.

Por último dijo:—Es usted un grosero. Foja, que sabía insultar, pero también perdonaba los insultos, no se tuvo por ofendido.

—Yo lo que digo lo pruebo—replicó—; el Magistral es el azote de la provincia: tiene embobado al Obispo, metido en un puño al clero; se ha hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor; la curia de Palacio no es una curia eclesiástica sino una sucursal de los Montes de Toledo. Y del confesonario nada quiero decir; y de la Junta de las Paulinas tampoco; y de las niñas del Catecismo... chitón, porque más vale no hablar; y de la Corte de María... pasemos a otro asunto. En fin, que no hay por dónde cogerlo. Esta es la verdad, la pura verdad: y el día que haya en España un gobierno medio liberal siquiera, ese hombre saldrá de aquí con la sotana entre piernas. He dicho.

El ex-alcalde entendía así la libertad; o se perseguía o no se perseguía al clero. Esta persecución y la libertad de comercio era lo esencial. La libertad de comercio para él se reducía a la libertad del interés. Todavía era más usurero que clerófobo.

Aunque maldiciente, no solía atreverse a insultar a los curas de tan desfachatada manera, y aquel discurso produjo asombro.

¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía; y aunque el presidente del Casino fingiera defender al canónigo, a Foja le constaba que no le quería bien ni mucho menos.

—Señor Foja—respondió Mesía, seguro de que todos esperaban que él hablase—hay cuando menos notable exageración en todo lo que usted ha dicho.

Vox populi...

—El pueblo es un majadero—gritó Ronzal—. El pueblo crucificó a Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.

—A Sócrates—corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la presencia de don Álvaro.

—El pueblo—continuó el otro sin hacer caso—mató a Luis diez y seis....

—¡Adiós! ya se desató—interrumpió Foja.

Y cogiendo el sombrero añadió:

—Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.

Y se aproximó a la puerta.—Hombre, a propósito de sabios—dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado—. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.

—¿Cuál?—Avena. Usted decía que se escribe con h...

—Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.

—No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos....

—Van apostados.—Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.

—¡Que lo traigan! Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes.

—Búsquelo usted primero con h—dijo Ronzal con voz de trueno a Joaquinito, que había tomado a su cargo, con deleite, la tarea de aplastar al de Pernueces.

Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.

—¡Qué callada! ¡qué callada!

Orgaz, solemnemente, buscó avena con h. No pareció.

—Será que la busca usted con b; búsquela usted con v de corazón.

—Nada, señor Ronzal, no parece.

—Ahora búsquela usted sin h—exclamó don Frutos, ya muy serio, queriendo tomar un continente digno en el momento de la victoria.

Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.

Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo:

—Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con h.

Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:

—El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.

Don Frutos abrió la boca. Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:

—Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni nadie, se atreva a dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva h la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario será ese.... Debe de ser el diccionario de Autoridades....

—Sí señor; es el diccionario del Gobierno....

—Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna....

Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.

—Señores—dijo—corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.

Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento.

Se quedó en que aquella noche cenarían todos los del corro a costa de don Frutos. ¡Raro desprendimiento en aquel corazón amante de la economía! Ronzal creyó que una vez más se había impuesto a fuerza de energía; ¡y ahora delante de don Álvaro! Aceptó la cena y el papel de vencedor; por más que estaba seguro de que en su casa no había diccionario. Pero ya que Foja lo decía....

Había cesado la lluvia. Se disolvió la reunión, despidiéndose hasta la noche. Aquellos eran, fuera de Orgaz padre, los ordinarios trasnochadores.

La cena sería a última hora. Mesía ofreció asistir a pesar de sus muchas ocupaciones.

¡Cuánto envidió esta frase Ronzal! Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regenta!» pensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos.

Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz.

—Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa?

—Tú dirás.—Que tienes un rival temible.—¿En qué... plaza?—Tienes razón, olvidaba tus muchas empresas.... Se trata de Obdulia.

—Hola, hola—dijo Mesía, sonriendo de pura lástima—; ¿con que tiene usted en asedio a la viudita?

—Sí—dijo Paco—es... el Gran Cerco de Viena.

Joaquín, a pesar de lo flamenco, se turbó, entre avergonzado y hueco. Sabía positivamente que don Álvaro había sido amante de Obdulia, porque ella se lo había confesado. «¡El único!» según la dama. Pero Orgaz sospechaba que había heredado aquellos amores Paco. Obdulia juraba que no.

—Pues tu rival es don Saturnino Bermúdez, el descendiente de cien reyes, ya sabes, mi primo, según él.... Ayer creo que hubo un escándalo en la catedral, que el Palomo tuvo que echarlos poco menos que a escobazos: ¿qué creías tú, que Obdulia sólo tenía citas en las carboneras? Pues también en los palacios y en los templos...

Pauperum tabernas, regumque turres.

Joaquinito, fingiendo mal buen humor, preguntó:

—Pero tú ¿cómo sabes todo eso?

—Es muy sencillo. La señora de Infanzón... ya sabe este quién es.

—Sí—dijo Mesía—la de Palomares....

—Esa, fue a la catedral con Obdulia, las acompañó el arqueólogo, y en la capilla de las reliquias, en los sótanos, en la bóveda, en todas partes creo que se daban unos... apretones.... La Infanzón se lo contó a mamá que se moría de risa; la lugareña estaba furiosa.... Hoy mi madre, para divertirse—ya sabes lo que a la pobre le gustan estas cosas—quería ver a Obdulia y a don Saturno juntos, en casa, a ver qué cara ponían, aludiendo mamá a lo de ayer. La llamó, pero Obdulia se disculpó diciendo que esta tarde tenía que pasarla en casa de Visitación para hacer las empanadas de la merienda... ya sabes, la de la tertulia de la otra....

—Sí, ya sé.—Con que allí las tienes, con los brazos al aire... y... ya sabes... en fin, que está el horno para pasteles.

—En honor de la verdad—observó Mesía—la viuda está apetitosa en tales circunstancias. Yo la he visto en casa de este, con su gran mandil blanco, su falda bajera ceñida al cuerpo, la pantorrilla un poco al aire y los brazos un todo al fresco... colorada, excitadota....

El flamenco tragó saliva.—Es la mujer X—dijo sin poder contenerse—. ¿Y él?—añadió.

—¿Quién?—El sabihondo ese...—¡Ah! ¿don Saturnino? Pues tampoco fue a casa. Contestó muy fino en una esquela perfumada, como todas las suyas, que parecen de cocotte de sacristía....

—¿Qué contestó?

—Que estaba en cama y que hiciera mamá el favor de mandarle la receta de aquella purga tan eficaz que ella conoce. El pobre Bermúdez sería feliz, dado que te desbanque, si no fueran esas irregularidades de las vías digestivas. Joaquín siguió algunos minutos hablando de aquellas bromas y se despidió.

—¡Pobre diablo!—dijo Mesía.

—Es pesado como un plomo. Callaron. Vegallana miraba de soslayo a su amigo de vez en cuando. Don Álvaro iba pensativo. Aquel silencio era de esos que preceden a confidencias interesantes de dos amigos íntimos.

Aquella amistad era como la de un padre joven y un hijo que le trata como a un camarada respetable y de más seso. Pero además Paco veía en su Mesía un héroe. Ni el ser heredero del título más envidiable de Vetusta, ni su buena figura, ni su partido con las mujeres, envanecían a Paco tanto como su intimidad con don Álvaro. Cuarenta años y alguno más contaba el presidente del Casino, de veinticinco a veintiséis el futuro Marqués y a pesar de esta diferencia en la edad congeniaban, tenían los mismos gustos, las mismas ideas, porque Vegallana procuraba imitar en ideas y gustos a su ídolo. No le imitaba en el vestir, ni en las maneras, porque discretamente, al notar algunos conatos de ello, don Álvaro le había hecho comprender que tales imitaciones eran ridículas y cursis. Burlándose de Trabuco había apartado a Paco, que tenía instintos de verdadero elegante, de tales propósitos. Y así era el Marquesito original, vestía a la moda, según la entendía su sastre de Madrid, que le tomaba en serio, que le cuidaba, como a parroquiano inteligente y de mérito. No exageraba ni por ajustar demasiado la ropa ni por dejarla muy holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de los sombreros.

Procuraba tener estilo indumentario para no parecerse a cualquier figurín. No creía en los sastres de Vetusta y ni unas trabillas compraba en su tierra. Nadie era sastre en su patria. En verano prefería los sombreros blancos, los chalecos claros y las corbatas alegres. La esencia del vestir bien estaba en la pulcritud y la corrección, y el peligro en la exageración adocenada. Era blanco, sonrosado, pero sin rastro de afeminamiento, porque tenía hermosa piel, buena sangre, mucha salud; las mujeres le alababan sobre todo la boca, dientes inclusive, la mano y el pie. Hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder todo encanto, porque es el deber, lograba conquistas verdaderas y de ello se pagaba no poco el Marquesito, que trataba con desdén a las queridas ganadas en buena lid, y con grandes miramientos y hasta cariño a las que le costaban su dinero. Su literatura se había reducido a la Historia de la prostitución por Dufour, a La Dama de las Camelias y sus derivados, con más algunos panegíricos novelescos de la mujer caída. Creía en el buen corazón de las que llamaba Bermúdez meretrices y en la corrupción absoluta de las clases superiores. Estaba seguro de que si no venía otra irrupción de Bárbaros, el mundo se pudriría de un día a otro. Lo lamentaba, pero lo encontraba muy divertido.

Además, pensaba que el buen casado necesita haber corrido muchas aventuras. Él estaba destinado a cierta heredera tan escuálida como virtuosa, y había puesto por condición, para comprometer su mano, que le dejaran muchos años de libertad en la que se prepararía a ser un buen marido.

La duda que le atormentaba y consultaba con Mesía era esta:

—¿Debo casarme pronto para que mi mujer no llegue a mis brazos hecha una vieja? ¿Debo preferir tomarla vieja y ser libre más tiempo para disfrutar de otras lozanías?

No pensaba él, por supuesto, abstenerse del amor adúltero en casándose: pero ¿y la comodidad? ¿y el andar a salto de mata, ocultándose como un criminal?

Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo.

Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos, su manera de entender los placeres.

—Para gozar—decía—las de treinta a cuarenta. Son las que saben más y mejor, y quieren a uno por sus prendas personales.

Como una dama rica y elegante deja vestidos casi nuevos a sus doncellas, Mesía más de una vez dejaba en brazos de Paco amores apenas usados. Y Paco, por ser quien era el otro, los tomaba de buen grado. Tanto le admiraba.

Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces.

—¿A dónde vamos?—preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba.

Don Álvaro se encogió de hombros.

—Puede ser que esté ella en mi casa.

—¿Quién?—Anita. ¡Bah! Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.

Le cogió por los hombros y le atrajo hacia sí, mientras decía: —Muchacho, ¡tú eres l'enfant terrible! ¡Qué ingenuidad! Pero ¿quién te ha dicho a ti?...

—Estos. Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.

—¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido indiscreto.

—¿Y ella?—Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.

—¡Bah! Estoy seguro yo.... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.

Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana.

El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del dandy se animaron. Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de sus emociones.

Anduvieron algunos pasos en silencio.

—¿Qué has visto tú... en ella?

—¡Hola, hola! Parece que pica.

—¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?

Vegallana se volvió para mirar a Mesía.

Este señaló el corazón con ademán joco-serio.

—¡Puf!—hizo con los labios Paco.

—¿Lo dudas?—Lo niego.—No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse?

—Yo me enamoro muy fácilmente....

—No es eso.—¿Y te pones colorado?—Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez.—Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?

Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.

Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente algo mejor que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que todo eso saliera a la superficie, para darse cuenta de ello, que fantasía más poderosa que la suya provocase la actividad de su cerebro; la elocuencia de Mesía, insinuante, corrosiva, era el incentivo más a propósito. En un cuarto de hora, empleado en recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo sentir al otro aquellos algos indefinidos del amor dosimétrico, que era la más alta idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.

«Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es verdad; pero el amor ideal, el amor de las almas elegantes y escogidas no se para en barras. En París, y hasta en Madrid, se ama a las señoras casadas sin inconveniente. En esto no hay diferencia entre el amor puro y el ordinario».

Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y esta le estimaba mucho; lo poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.

Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.

Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla invulnerable? ¿Qué blindaje llevaba en el corazón? ¿Con qué unto singular, milagroso, hacía incombustible la carne flaca aquella hembra? Mesía no creía en la virtud absoluta de la mujer; en esto pensaba que consistía la superioridad que todos le reconocían. Un hombre hermoso, como él lo era sin duda, con tales ideas tenía que ser irresistible.

«Creo en mí y no creo en ellas». Esta era su divisa.

Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.

«Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que aprovechaba el amor y otras pasiones para el medro personal». Este era su dogma hacía más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora con su cuenta y razón; por algo y para algo. Precisamente tenía entre manos un vastísimo plan en que entraba por mucho la señora de un personaje político que había conocido en los baños de Palomares. Era otra virtud. Una virtud a prueba de bomba; del gran mundo. Pues bien, había empezado a minar aquella fortaleza. ¡Era todo un plan! Esperaba en el buen éxito, pero no se apresuraba. No se apresuraba nunca en las cosas difíciles. Él, el conquistador a lo Alejandro, el que había rendido la castidad de una robusta aldeana en dos horas de pugilato, el que había deshecho una boda en una noche, para sustituir al novio, el Tenorio repentista, en los casos graves procedía con la paciencia de un estudiante tímido que ama platónicamente. Había mujeres que sólo así sucumbían; a no ser que abundasen las ocasiones de los ataques bruscos con seguridad del secreto; entonces se acortaban mucho los plazos del rendimiento. La señora del personaje de Madrid era de las que exigían años. Pero el triunfo en este caso aseguraba grandes adelantos en la carrera, y esto era lo principal en Mesía, el hombre político. Ahora se empezaba a hablar en Vetusta de si él ponía o no ponía los ojos en la Regenta. ¡Vergüenza le daba confesárselo a sí propio! ¡Dos años hacía que ella debía creerle enamorado de sus prendas! Sí, dos años llevaba de prudente sigiloso culto externo, casi siempre mudo, sin más elocuencia que la de los ojos, ciertas idas y venidas y determinadas actitudes ora de tristeza, ora de impaciencia, tal vez de desesperación. Y ¡mayor vergüenza todavía! otros dos años había empleado en merecer el poeta Trifón Cármenes, enamorado líricamente de la Regenta. Bien lo había conocido don Álvaro, y aunque el rival no le parecía temible, era muy ridículo coincidir con tamaño personaje en la fecha de las operaciones y en el sistema de ataque. Pero al principio no había más remedio, había que proceder así. Claro es que el poeta se había quedado muy atrás; no había pasado de esta situación, poco lisonjera: la Regenta no sabía que aquel chico estaba enamorado de ella. Le veía a veces mirarla con fijeza y pensaba:

«¡Qué distraído es ese poetilla de El Lábaro! deben de tenerle muy preocupado los consonantes». Y en seguida se olvidaba de que había Cármenes en el mundo. Entonces ya no le quedaba al poeta más testigo de su dolor que Mesía, la única persona del mundo que entendía el sentido oculto y hondo de los versos eróticos de Cármenes. Aquellas elegías parecían charadas, y sólo podía descifrarlas don Álvaro dueño de la clave.

Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡Él, rival de Trifón! Había que dar un asalto. Ya debía de estar aquello bastante preparado. Aquello era el corazón de la Regenta.

El presidente del Casino apreciaba el progreso de la cultura por la lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino, constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado?

Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.

«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».

No había más remedio que jugar el todo por el todo.

Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.

«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».

Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.

—«¡Esta es la moral positiva!—decía el Marquesito muy serio cuando alguien le oponía cualquier argumento—. Sí, señor, esta es la moral moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño se le hace a un marido que no lo sabe?».

Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las Universidades.

«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».

Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro! Mucho más grande que nunca. «¿Con que el escéptico redomado, el hombre frío, el dandy desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si es no es romántico!». Si en vez de la Historia de la prostitución Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don Álvaro no hacía más que imitar—y de mala manera, porque él era ante todo un hombre político—a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era este una Margarita Gauthier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.

«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».

Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:

1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y

2.º A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una pasión verdad, compatible con su afición a las formas amplias y a las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.

—¿Quién está arriba?—preguntó a un criado, seguro de que estaría la Regenta «porque se lo daba el corazón».

—Hay dos señoras.—¿Quiénes son? El criado meditó.—Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la otra... no sé.

—Bueno, bueno—dijo Paco, volviéndose a Mesía—. Son ellas. Estos días Visita no se separa de Ana.

A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.

—Oye—dijo—llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.

—Bien; subamos. Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente él estaba tan excitado en aquel momento....

Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas.... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.

—¡Están en la cocina!—dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.

—Oye—observó Paco—¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué mas?

—Sí, ella lo dijo.—Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?

—¿Y qué hacen en la cocina?

Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía, apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.

Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:

—¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...

«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».

La Regenta (Clásicos de Leopoldo Alas

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