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FRAGMENTO AUTOBIOGRÁFICO

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Yo, por lo tanto, soy hijo del Caos; y no de forma alegórica, sino con la justicia de la realidad: nací en el campo, cerca de un laberíntico bosque de la región de Agrigento que sus pobladores llamaron, en nuestro dialecto siciliano, Cávusu. En ese lugar se refugió mi familia para huir del terrible cólera que en 1867 se propagó con violencia en Sicilia. Sin embargo, a ese sitio mi padre lo llamó Lina, que es el nombre de su primogénita, mi hermana, un año mayor que yo. Pero nadie se acostumbró a llamarlo así y para la población en general sigue siendo Cávusu, una palabra que proviene del antiguo vocablo griego Xáos.

Mi padre es propietario de una importante mina de azufre, por lo que le habría gustado que me dedicara al comercio. Por eso me inscribió en el instituto técnico de Agrigento; pero todos esos números, todas esas reglas, todo ese rígido orden matemático me repugnaban; mi impaciente ánimo quería, a toda costa, su libertad. Fue así que, transcurridos los dos primeros años, y después de haber pasado los exámenes en julio, no sé cómo ni por qué, le dije a mi padre que había reprobado aritmética. Eso me impedía acompañar a mi familia durante las vacaciones a la casa de campo de Agrigento, pues debía estudiar para aprobar el examen.

Mi padre aceptó y en lugar de gastar el dinero en las hipotéticas clases de matemáticas, lo usé para pagar una clase profesional de latín: anhelaba ser admitido en la escuela de artes y humanidades, sin tener que cursar el primer año que había pasado en el instituto técnico. Todo salió según mi plan y en octubre me inscribí. Mi padre no se tomaba a la ligera mi formación: se puso contento cuando supo que no había perdido un año, sin imaginarse siquiera las peripecias de mi travesura.

Durante los dos primeros meses asistí a clases sin ningún contratiempo. Pero al poco tiempo me delató un acontecimiento nimio. Si bien mi padre no solía tener un estricto seguimiento de mis estudios, lamentablemente sí tenía que firmar cada dos meses mi boleta de calificaciones. Nunca lo había hecho porque no se acostumbraba en el instituto técnico, por lo que en el primer bimestre logré evitarlo con descarados pretextos que mi padre, por fortuna, aceptó.

Cuando faltaba poco para que terminara el segundo bimestre, y ante a la posibilidad de que me descubriera y me juzgara mi padre, quien podía ser muy afectuoso, pero también terrible en sus momentos de ira, me invadió de tal forma el miedo que no encontré otro remedio que huir de la casa, abandonar Agrigento.

Un amigo de la familia, un lombardo de Como, tenía que regresar a su tierra por mar con un gran cargamento de azufre. Le rogué que me llevara con él, pues nos había relatado lo hermosos que eran la Italia del norte, el lago de Como, la catedral de Milán, etcétera. Al principio aceptó sin dudarlo, pero cuando le comenté que era muy importante que mi padre no se enterara, no quiso saber más del tema y se fue a Palermo donde se encontraba el barco que había rentado para transportar el azufre a fin de desembarcar su mercancía en Génova y finalmente llegar en tren a Como.

Sin embargo, no me di por vencido y tramé un plan. Como pude junté el dinero para tomar el tren que va de Agrigento a Palermo. Como un apestado, hui de la casa y llegué a la capital de Sicilia el mismo día en que el barco estaba por partir. Cuando encontré al amigo de mi familia orquesté una buena historia, que concluía con el anhelado permiso de mi padre. El lombardo cayó en la trampa y me fui con él glorioso y triunfante.

Al principio todo iba bien, pero a la mitad del trayecto del barco me invadió un horrible remordimiento por el dolor que le habría provocado a mis seres queridos, especialmente a mi madre. No pude resistir más y confesé todo. Me pude librar de esa gran losa que aquejaba mi conciencia cuando, al llegar a Génova, le mandé un telegrama a mi padre, contándole lo sucedido. No podría describir mi felicidad cuando, al recibir la respuesta, mi padre también dio su aprobación para continuar con mis estudios en Como. Luego de haberme acomodado en el lugar, empecé a asistir con regularidad a mis clases.

Tiempo después, por decisión de mis padres, regresé a Sicilia para concluir mi educación media en Palermo. De hecho, en esa ciudad comencé mis estudios universitarios. Cuando me independicé de mi familia, me mudé a Roma. Allí, en la Universidad de la Sapienza, asistí a los seminarios de literatura; sin embargo, no me fue bien porque tuve algunas diferencias con el profesor Occioni que impartía el curso de lengua y literatura latina. Por otro lado, el profesor Monacci, que impartía cursos de filología románica, me consideró un buen alumno. Fue él quien, al comprender mi carácter determinado (que llega a parecer extravagante), me aconsejó terminar mis estudios universitarios en Alemania y así evitar problemas con su colega, quien, además de todo, era el presidente de la Facultad de Letras.

Fue así como decidí vivir en la docta Alemania y elegí la Universidad de Bonn. En esa ciudad y en esa facultad encontré un ambiente mucho más afín a mi temperamento y a mis inquietudes literarias y filosóficas. En marzo de 1891 me gradué en filología románica. Nunca olvidaré la satisfacción que expresó mi maestro, el profesor Ernesto Monacci. Continué en esa universidad por un año más como lector de italiano. Pero la nostalgia me aquejaba y sentía un apremiante deseo de ver a mi familia, de volver a Sicilia, de volver a Roma. No pude soportar un año más y regresé a mi hermosa Italia, incluso sin saber, aún lo ignoro, qué será de mí ni qué haré…

Monte Cavo, 15 de agosto de 1893.

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