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CAPÍTULO TERCERO

Reyes y dioses

“Los artesanos, jornaleros y trabajadores del transporte tal vez hayan sido voluntarios inspirados por un entusiasmo religioso. Pero si no recibían una paga por su labor, por lo menos han debido ser alimentados mientras trabajaban. Esto implica que se contaba con un excedente de materias alimenticias para su manutención. La feracidad del suelo, que permitía al labrador producir mucho más de lo que podía consumir, suministró ese excedente. Pero su inversión en los templos sugiere algo confirmado por los documentos posteriores: que los dioses lo concentraron y lo distribuyeron entre sus servidores. Quizá estos dioses eran proyecciones de la sociedad de los antecesores y considerados como los creadores –y por lo tanto, dueños eminentes– del suelo que la sociedad misma había conquistado al desierto y a los pantanos, gracias al esfuerzo colectivo de las sociedades pasadas.”

Vere Gordon Childe: Qué sucedió en la historia, 1985.

El engañoso Edén

En los cinco o seis milenios que precedieron a la invención de la escritura, momento en el que da comienzo la historia propiamente dicha, el hombre había sufrido una profunda transformación en sus modos de vida. La caza y la recolección habían dejado paso a la agricultura y la ganadería; el continuo errar en pos de las manadas de caballos, ciervos o mamuts y la vida en cuevas y campamentos, al vivir sedentario en poblados y aldeas rodeados de majadas y campos de labor; la sólida piedra, el afilado hueso y las toscas pieles, a la humilde pero dúctil arcilla, los prácticos molinos de mano y el delicado fruto del telar. El clan, otrora indisoluble y poderoso, había empezado a diluirse al ganar los hogares familiares autonomía y privacidad, y en el mundo de las creencias, preocupadas las gentes por el preñado vientre de sus campos, las misteriosas deidades de la caza y la procreación se habían batido en retirada ante la gran madre Tierra y los espíritus protectores de los antepasados.

Por el camino, la humanidad había tenido que pagar un alto precio. Los largos ocios de la civilización depredadora hubieron de ser sacrificados en beneficio del cuidado absorbente de los campos y los rebaños. La paz o, en el peor de los casos, las escaramuzas rituales y poco costosas en términos demográficos, dejaron su lugar a una guerra frecuente y mortífera. Y la igualdad entre individuos, apenas matizada por las diferencias entre los sexos que la agricultura había contribuido a reducir, tardó poco en morir en el seno de una sociedad que, de la mano del metal, se tornaba a cada paso más injusta y jerarquizada.

Con todo, en los albores del quinto milenio antes de nuestra era, cambios todavía más profundos estaban a punto de iniciarse. Las culturas de azada no podían ir mucho más allá del punto al que habían llegado. Los excedentes de que disponían no permitían un mayor crecimiento demográfico ni un aumento paralelo de la complejidad de las relaciones sociales, sólo posible cuando un número significativo de personas puede ser mantenido sin necesidad de que entregue su esfuerzo al cultivo directo de la tierra. En algunas zonas especialmente bendecidas por la naturaleza, empero, la aplicación de técnicas tan sólo un poco más avanzadas que las que se hallaban a disposición de las poblaciones neolíticas y de la temprana Edad de los metales podían producir cosechas mucho más abundantes. Los valles de grandes ríos como el Nilo o el Tigris y el Éufrates, en el llamado Creciente Fértil, ofrecían tierras de cultivo de una extraordinaria feracidad gracias al limo que, año tras año, depositaba sobre los campos el desbordamiento de las aguas que seguía al deshielo estival.

Pero las crecidas eran traicioneras. Por desgracia, no siempre acudían puntuales a su cita, y cuando lo hacían, a veces prodigaban sus dones con extrema cicatería y a veces con desmedida largueza. Además, el terreno que anegaban, en su mayor parte cubierto de pantanos y junglas infestadas de animales peligrosos, era muy escaso y fuera de él, el desierto o las montañas que rodeaban los fértiles valles fluviales no ofrecían oportunidad alguna de supervivencia.

Y, sin embargo, aquellos lugares en apariencia inhóspitos parecían alzarse ante los ojos de los hombres como una desafiante provocación. La naturaleza, como escribiera el historiador británico Arnold Toynbee, planteaba un poderoso reto a quienes aspirasen a establecer allí sus hogares. Si se mostraban capaces de superarlo, desecando los pantanos, controlando las crecidas, asegurándose, en fin, un suministro razonable y continuo de agua, recibirían a cambio riquísimas cosechas y un bienestar colectivo inimaginable. Pero superar el desafío exigía un colosal esfuerzo de organización. La infraestructura necesaria para ello, canales y presas, acequias y embalses, demandaba la colaboración de millares de personas, que habían de trabajar guiadas por un objetivo común, sometidas a los dictados de gentes capaces de concebir y planificar obras de tal magnitud. Semejante organización no podía sino lograrse al precio de un mayor sometimiento de la mayoría de la población a manos de la minoría dirigente que detentaba el conocimiento necesario para supervisar las tareas de las que dependía el bienestar de todos. Y después, cuando las presas y los canales comenzaron a rendir su benéfico fruto bajo la forma de cosechas excepcionales, la desigualdad se hizo todavía mayor. Los excedentes, producidos en cantidades nunca vistas, a la vez que aceleraban el crecimiento de la población, permitieron una división social del trabajo mucho más intensa, que contribuyó a establecer diferencias aún más profundas en el seno de la sociedad. Pero si los más díscolos habitantes de las aldeas de la Edad del cobre habían de pensárselo dos veces antes de huir de los abusos crecientes de los poderosos, los moradores de los ricos valles de Egipto y Mesopotamia, de la India y China, no tenían nada que pensar. La alternativa a una vida de trabajo y opresión, pero con vivienda y sustento garantizados, simplemente no existía. Los yermos desiertos y las estériles montañas que rodeaban sus fértiles hogares no tenían nada que ofrecer a quien, cegado un momento por el ansia de libertad, escogiera internarse en ellos.

Así las cosas, el proceso, una vez iniciado, se aceleró poco a poco. Siendo tan abundante el excedente, podía serlo también la población y dentro de ella, las gentes que no necesitaban ya ocuparse por sí mismas de las tareas agrícolas. A los artífices del metal vinieron a sumarse ahora artesanos de toda índole que trabajaban las materias primas más variadas, traídas de lejanas tierras por intrépidos comerciantes. Los sacerdotes, que seguían jactándose de interpretar la divina voluntad de las arcanas fuerzas del más allá, se ocupaban también ahora de domeñar las salvajes aguas del río, mantener en buen uso las obras que lo apaciguaban y supervisar las cosechas, el acopio del excedente y su reparto. Tareas tan ingentes requirieron pronto de la cooperación de centenares de pequeños funcionarios adiestrados en el uso de los complejísimos sistemas de escritura y numeración creados con el objetivo de permitir la administración de los pletóricos graneros y almacenes. Y los soldados, cada vez más numerosos, permanecían entregados a su doble misión de asegurar que nadie se olvidaba de prestar su contribución a los graneros públicos, convertida ahora en forzosa, y mantener alejados a quienes, desde fuera de aquel aparente Edén, tratase de tomar por la fuerza lo que tanto sacrificio había costado lograr.

Y así, poco a poco, la quietud dejó paso al bullicio; la sencillez, a la complejidad, y las aldeas se tornaron ciudades. Mesopotamia y Egipto, otrora estériles tremedales, se poblaron de urbes. Y en cada una de ellas, en su centro mismo, el templo, a un tiempo morada de su dios tutelar y palacio de los sacerdotes que lo servían, se erigía en rector indiscutible de un mundo nuevo que crecía y se afanaba a su alrededor. Graneros donde se guardaban las pródigas cosechas, almacenes para las materias primas traídas de lejanas tierras, talleres para transformarlas en productos de lujo a mayor gloria del dios y de sus servidores terrenales, archivos donde se apilaban cientos de tablillas de arcilla en las que escribas minuciosos registraban con preciso detalle cuanto entraba y salía de la morada divina, todo ello bajo la atenta mirada de los escrupulosos sacerdotes, conformaban una realidad distinta a todo lo que el hombre hubiera conocido hasta entonces. Y en torno al templo, cientos de casas edificadas con humilde adobe, protectoras murallas, profusos canales e innumerables campos de labor, reservados unos al dios y a sus servidores más directos, cedidos otros a los campesinos que alimentaban tan compleja maquinaria con su esfuerzo diario, cada vez menos libres, a cada paso más sometidos a un orden del que ellos venían a ser los menos beneficiados.

Porque, progresiva y quizá inconscientemente, la distancia entre la élite de sacerdotes-administradores y la gran masa de campesinos forzados a entregar la mayor parte de sus cosechas en forma de contribuciones obligatorias a los graneros del templo fue haciéndose mayor. La coacción física, a la que siempre podía recurrirse en caso de necesidad, apenas sería precisa, pues, con todo, la vida de los humildes continuaba siendo mejor que la que podrían soñar siquiera allende los límites de aquel engañoso edén. La sanción religiosa resultaba, sin duda, un instrumento mucho más útil para perpetuar la sumisión de las masas. De la mano del clero organizado, los jefes de aldeas y poblados dejaron su lugar a los reyes. El poder, antes privado de soporte espiritual, se pretendía ahora fruto de la voluntad misma de los dioses, como sucedió en Mesopotamia, o resultado sin más de la filiación divina de los propios monarcas, como fue el caso de Egipto. Su naturaleza, en todo caso, se mostraba siempre muy por encima de los demás mortales para persuadir con sutileza a los descontentos de la evidente inutilidad de cualquier conato de sedición. Gigantescos monumentos, ciclópeas pirámides, inmensos zigurats, llamados a empequeñecer al individuo ante el poder evidente del soberano, y complicados rituales que lo envolvían en una deliberada aura de mágico misterio favorecieron esa impresión. Y, en fin, el Estado, corolario político de tan complejas transformaciones económicas y sociales, entró a formar parte para siempre de la vida de los hombres.

Mientras, el mundo del espíritu se hacía eco de los cambios que experimentaba la vida colectiva. Las fuerzas de la naturaleza, objeto de la veneración de los viejos pobladores de las aldeas neolíticas, completaron su mutación en deidades dotadas de atributos personales. Los viejos tótems se transmutaron en dioses, se encerraron en los oscuros y misteriosos templos, reunieron a su alrededor una exquisita corte de adoradores profesionales y requirieron de las masas devoción y riquezas. Dueños de todo en nombre del dios al que decían servir, los sacerdotes proscribieron las experiencias religiosas individuales, desterraron del Edén a los viejos chamanes y se erigieron en una casta cerrada de burócratas consagrados a arcanos e incomprensibles rituales, sólo en parte visibles para los simples mortales. Y, deseosos de asegurarse la sumisión de las masas, concibieron un mundo habitado por divinidades ordenadas de acuerdo con rígidos principios jerárquicos, un séquito celestial de dioses menores postrados en torno a un dios supremo, un orden sobrenatural que remedaba el mismo orden que aspiraban a perpetuar en la Tierra.

Cada cultura, empero, tiñó con colores propios el lienzo de la otra vida. En Mesopotamia, dioses de poéticos nombres como Anu y Ki, Shamash y Enlil recibían complacidos las ofrendas de gentes que, educadas en el temor, no esperaban del otro mundo sino la oscuridad y la muerte. El país del Nilo, por el contrario, seguro quizá tras la formidable protección del desierto y el mar, alimentó la esperanza de los vivos mediante una elaborada teología que prometía la inmortalidad a los hombres dispuestos a pagarla bajo la forma de precisos rituales y complejas técnicas que, capaces de preservar la integridad de los cuerpos transmutándolos en imperecederas momias, decían serlo también de asegurar la de las almas.

La extensión de la servidumbre

No acabaron aquí los cambios. El Estado y los complicados procesos sobre los que se apoyaba eran expansivos por su propia naturaleza. Una vez que los reyes hubieron visto la luz en Mesopotamia y en Egipto, volvieron los ojos en torno suyo y apetecieron cuanto quedaba al alcance de su mirada. Razones había para ello. La tierra, habitada ahora por una población mucho más numerosa, se había tornado de nuevo escasa y el fantasma del hambre se cernía una vez más sobre los hombres. Además, la organización estatal confería una evidente superioridad militar a los pueblos que la poseían sobre aquellos que carecían de ella. Era, pues, tan sólo cuestión de tiempo que los monarcas trataran de arrebatar por la fuerza las materias primas que necesitaban sus artesanos en lugar de obtenerlas mediante el comercio, imponiendo sin más un tributo forzado a quienes las producían allende sus fronteras, a la vez que incrementaban la masa de trabajadores a su servicio sin más esfuerzo que el de convertir en esclavos a los soldados derrotados. Porque la esclavitud, en aquellas sociedades, se daba en raras ocasiones en el seno de los propios súbditos, sometidos más bien a un estado de servidumbre colectiva que les confería al menos el derecho a guardar para sí una parte de sus cosechas. Los esclavos, privados de derecho alguno, eran casi siempre prisioneros de guerra. Y así, al cadencioso ritmo de los tambores y el metálico son del entrechocar de las espadas, el Estado fue extendiéndose. Nacido a veces en una ciudad, otras en una pequeña región, se enseñoreó de territorios cada vez más amplios. Unos pocos siglos después de su aparición, los estados dieron paso a los imperios.

Tres mil años antes de nuestra era, todo el país del Nilo aparece unido por vez primera bajo el cetro de un solo monarca, Menes, el primero en ceñir la doble corona del Alto y el Bajo Egipto. Cinco siglos más tarde, Sargón, rey de Akad, somete a su dominio la mayor parte de Mesopotamia. Es sólo el principio. Los pueblos colindantes pronto descubrirían que sólo les cabían dos opciones. Podían someterse sin más a los dictados de sus poderosos vecinos, integrándose en condiciones precarias en su desigual red de producción y redistribución de recursos que iba extendiéndose a partir de los núcleos estatales originales. Pero también podían, quizá, optar por imitar su organización, crear ellos mismos sus propios estados y tratar de resistirse a su voluntad imperialista, controlando en beneficio propio sus materias primas y rutas comerciales, o incluso valerse de las ventajas organizativas que el Estado confería para lanzarse ellos mismos a la guerra contra sus vecinos, no con el objetivo de someterlos, sino tan sólo para depredar sus riquezas. Frente a los estados prístinos, en una colosal mancha de aceite que se extendía poco a poco por las regiones más adelantas del planeta, vieron así la luz los estados secundarios, y territorios próximos a la gran media luna fértil donde los hombres habían dado el salto de la barbarie a la civilización como Palestina, Anatolia o Persia desarrollaron también sus propios estados con algunos siglos de retraso. En medio del ascenso y caída de sucesivos imperios a cada paso mayores y más poderosos, el futuro del hombre iba escribiéndose con letras teñidas de servidumbre y de sangre.

Poco, no obstante, debe el progreso general de la humanidad a aquellos imperios tan fastuosos como vanos. Poco, pero no nada. Sin duda no auspiciaron con sus conquistas nuevos progresos técnicos. Todos los avances fundamentales, como el arado, el torno del alfarero, la rueda o el bronce, habían visto ya la luz cuando el primer imperio impuso su dominio a los pueblos vecinos. Pero no puede negarse, empero, que hicieron posible al menos la difusión de estos avances más allá de los lugares donde habían surgido, y, desde luego, lo que sí impulsaron fueron notables transformaciones de índole social y económica.

De su mano, el fabuloso poder del templo y las corporaciones sacerdotales que lo dirigían comenzó a cuartearse. La guerra, corolario forzoso, como vimos, de la combinación de crecimiento demográfico, escasez de tierras y superioridad militar de los estados nacientes, como no podía dejar de suceder, reforzó el poder militar en detrimento del religioso. El rey-sacerdote dejó paso al rey-guerrero; el palacio, como ha demostrado la Arqueología, se independizó del templo y se rodeó a su vez de graneros, talleres, almacenes y tierras. Las conquistas produjeron nuevos cambios. Junto a la propiedad colectiva de los campos, en nombre del dios y en beneficio de sus administradores terrenales, aparece ahora la propiedad privada. Pequeña, en el caso de los soldados que reciben su parcela tras una campaña victoriosa o una larga vida en la milicia; enorme, cuando el beneficiario es un caudillo que ha extendido con sus victorias las fronteras del imperio, pero siempre individual y ajena al control de corporación o gremio alguno. El comercio, antes limitado a los territorios próximos a las ciudades, expande ahora sus rutas a los países más lejanos y, mucho más complejo y diversificado, exige medidas fiables del valor y el precio de las mercancías, unidades que permitan pasar del simple trueque o el pillaje disfrazado de intercambio al comercio en toda regla. El dinero, bajo la forma de lingotes de metal, pesados primero en cada transacción, sellados después para garantizar su peso y su ley, a un paso tan sólo de la moneda tal como hoy la conocemos, satisfará tal necesidad. Y de la mano de las nuevas formas de propiedad y el comercio a gran escala, nuevas clases sociales surgen junto a los sacerdotes y los artesanos. Comerciantes independientes, que trabajan ya en beneficio propio y no tan sólo del templo que antaño requería de sus servicios, y una clase media de labradores libres al fin de su dependencia, pero también verdaderos esclavos en un número nunca visto, fruto indeseable de las interminables guerras, vienen a enriquecer una sociedad a cada paso más compleja.

Y mientras, uno tras otro, sucesivos imperios nacen, crecen, se despedazan y desaparecen, tan sólo para ceder su lugar, después de un período más o menos dilatado de anarquía y caos, a un sucesor llamado a idéntico destino. Sumer, Akad, Asiria, Egipto, Mitanni, Hatti fueron escribiendo con orgullo sus nombres en letras de oro en los anales de la historia. Pero ¿por qué caían y se levantaban los imperios? ¿Qué suerte de misteriosa ley histórica, de existir alguna, imponía destino tan nefasto a construcciones políticas de factura tan sólida? Olvidemos las apariencias. Si por un momento tan sólo rascamos bajo la opulencia superficial de las distintas civilizaciones que durante cuatro milenios fueron desarrollándose, una tras otra, en las tierras de Egipto, Mesopotamia, e incluso la India y China, observaremos, en lo esencial, lo mismo.

Tan colosales edificios históricos responden a una estructura en extremo bipolar en la que una minúscula élite agrogerencial asienta su dominio sobre una enorme masa de campesinos cuyo excedente administra en beneficio propio mientras los mantiene tan sólo un poco por encima del límite de la supervivencia. Las mejoras en el nivel de vida se produjeron sólo al principio. Luego, cuando el entorno alcanza el límite de población que puede soportar con la técnica disponible y dejan de producirse avances nuevos, la única opción es expandir el sistema hacia afuera, en pos de nuevas tierras y poblaciones ajenas. Así nacen los imperios. Pero más territorios exigían más burocracia, más soldados, más tributos para mantenerlos, y crean al punto más corrupción y menor eficacia, pues las oportunidades de autonomía y enriquecimiento para los representantes del poder central son tanto mayores cuanto mayor es la distancia que los separa de él. Y mientras, el interés por la preservación de los canales y presas de las que depende la economía misma del imperio disminuye a igual ritmo. El imperio, en suma, devoraba pronto los beneficios que generaba, aumentando la pobreza y el descontento, debilitándose por dentro y haciéndose más vulnerable a los ataques externos. Así, más pronto o más tarde, la autoridad del soberano se desmorona ante los embates simultáneos o sucesivos de los enemigos internos y externos. El imperio se derrumba en medio de un enorme estrépito de hambre, pillajes, destrucción y caos, dejando paso a una época de anárquico predominio de los poderes locales que, de manera sistemática, concluye cuando uno de ellos o un invasor reúne poder suficiente para imponer de nuevo su autoridad al conjunto. El ciclo se repite una y otra vez; los imperios, uno tras otro, nacen, crecen, envejecen y mueren.

Aún nos queda algo por comprender. A pesar de la naturaleza terriblemente despótica de aquellos imperios, cuando el Estado se transmutó, la religión que le acompañaba se transformó con él, proclamando universales a los dioses nacionales y tiñendo de misericordia y amor su faz antes terrible. Nada hay de sorprendente en esta paradoja. Los dioses misericordiosos proporcionaban un útil instrumento que hacía más fácil el sometimiento de los pueblos vecinos, ganados por las promesas de una vida mejor bajo gobernantes mucho más generosos que los suyos propios. Una ayuda mucho mayor, sin duda, que la que podían proporcionar las viejas deidades prontas a devorar, de uno u otro modo, la carne de los enemigos vencidos. No en vano interesaba más a los imperios nacientes mantener a las poblaciones sometidas produciendo alimentos y recursos en su beneficio que saquearlas y terminar sin remedio con sus posibilidades futuras. Ya por entonces, los reyes comprendían que matar a la gallina de los huevos de oro para obtener de una sola vez todas las pretendidas riquezas que atesora su vientre constituía un negocio mucho peor que esperar pacientemente para apropiarse de su fruto cotidiano. Los imperios, de cualquier modo, no eran sino enormes depredadores llamados a perecer cuando ellos mismos devorasen las riquezas que los alimentaban pero no sabían producir. Grecia y Roma, en este sentido, no fueron sino las últimas manifestaciones de una economía política insostenible a largo plazo. Cuando la expansión territorial ya no fuera posible, tampoco lo sería su existencia. La caída del Imperio romano estaba ya escrita miles de años antes de que se produjera. Pero esto es otra historia.

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