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El naufragio

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Apartir de 1492, los viajes del almirante de la mar océano, Cristóbal Colón, revelaron a los europeos una porción del orbe hasta ese momento ignota para ellos. La inmensidad y riqueza, tanto natural como cultural, de esta vasta tierra firme fue bautizada poco después de su descubrimiento como Nuevo Mundo. Tal denominación no podía ser más exacta para los sorprendidos europeos, quienes se enteraron a la vez de la existencia de esa parte del mundo y de sus habitantes, algunos de ellos forjadores de grandes civilizaciones que, a lo largo del siglo xvi, asombraron al Viejo Mundo con su sofisticación cultural, política, social, económica y religiosa.

En el lapso de diez años, durante su ambiciosa empresa de Indias, Colón exploró varias regiones de América. Pese a que el objetivo de su travesía era encontrar una ruta alterna a las Indias Orientales, el descubrimiento de esta parte del mundo pronto resultó provechoso para él y sus acompañantes, quienes desde las Bahamas y las Antillas se dedicaron a colonizar y explorar diversas regiones de lo que se les presentaba como un Nuevo Mundo. Las expediciones de Colón revelaron varios aspectos culturales de los habitantes de América; uno de los que más interesó a Colón fue el hecho de constatar que los nativos se desplazaban hábilmente por medio de canoas dispuestas con “velas de algodón” y bogaban “al remo”, una muestra de que la navegación era eficaz y recurrente entre los indígenas americanos. Aunque el almirante y sus acompañantes vieron numerosas canoas indígenas en sus diversas exploraciones realizadas durante una década, debemos subrayar el avistamiento de una peculiar embarcación durante el cuarto y último viaje de Colón, en 1502.

Mientras navegaba por las islas de la bahía, en el hoy denominado golfo de Honduras, Colón divisó una canoa con características muy distintas a las observadas hasta ese momento. Dicha embarcación transportaba a un grupo nutrido de hombres, descritos por los marineros que acompañaban al almirante como “altos y bien proporcionados, que no tenían las caras anchas de los isleños”. Tanto Bartolomé de las Casas como Pedro Mártir de Anglería, cronistas de la época, señalan que la canoa no sólo transportaba hombres sino también mujeres y niños, así como mercancías diversas. Su manufactura, además, era mucho más elaborada que las tripuladas por los indígenas isleños, pues presentaba un cobertizo con toldo hecho de palma. Muchos años después, Bernal Díaz del Castillo escribió en su obra Historia verdadera de la conquista de la Nueva España que esos hombres iban vestidos con ropa de algodón. Tanto Las Casas como Mártir de Anglería dicen que dicha canoa debía provenir de Yucatán, de una región así bautizada en 1517, cuando ocurrió su “descubrimiento oficial”.

Los estudios sobre el avistamiento de mercaderes “altos y bien proporcionados” por las huestes colombinas concluyen que éste fue el primer encuentro de los europeos con una de las numerosas civilizaciones que se gestaron en lo que hoy denominamos Mesoamérica: la maya. Dada la ruta que seguía la canoa indígena, diversos investigadores han señalado que los hombres vistos por Colón eran putunes, asimismo conocidos como maya-chontales, tal vez salidos de Xicalango, un centro comercial importante de la península de Yucatán.

No obstante el impacto que esta embarcación y sus tripulantes causó en los expedicionarios europeos, su región de procedencia no fue explorada. Se debe recordar que a principios del siglo xvi los españoles se encontraban asentados en las islas más grandes del Caribe, empeñados en afianzar su naciente dominio en la zona. Así, emprendieron una serie de expediciones a tierras cercanas con el propósito de colonizarlas y explotarlas.

Cristóbal Colón murió en 1506. Dos años después, su hijo Diego confrontó a la Corona española para recuperar los privilegios de su familia a raíz del descubrimiento del almirante. Su batalla legal rindió frutos, pues en 1508 fue nombrado gobernador de las Indias por el rey Fernando el Católico. Un año después, en junio de 1509, tras aprovisionar sus naves y formar un círculo de colaboradores leales y eficaces, Diego Colón se hizo a la mar con rumbo a sus nuevos dominios en América y algunas semanas después arribó a La Española.

La situación en los dominios americanos recién descubiertos, sin embargo, comenzó a tornarse muy competitiva. A resultas de ello, desde el inicio de su administración como gobernador de las Indias, Diego Colón tomó medidas para imponer su autoridad sobre otros peninsulares que le disputaban el gobierno de diversas regiones de América. Entre estos contendientes se hallaban, por ejemplo, Diego de Nicuesa y Alonso de Hojeda, quienes habían conseguido facultades para mandar y colonizar las zonas de Veragua y Nueva Andalucía, las cuales abarcaban un amplio territorio desde el golfo de Honduras hasta la zona occidental del río Atrato, en el golfo de Urabá.

La Corona española proporcionaba potestades de gobierno a diversos peninsulares por una gama de razones; una de ellas se originó porque la población nativa de las Bahamas y las Antillas, en los pocos años que llevaba sometida a los españoles, casi había sido exterminada como consecuencia de la colonización. Ante este percance, los colonos se vieron en la necesidad de buscar nuevas poblaciones indígenas para emplearlas como mano de obra en sus plantaciones. Las expediciones españolas, entonces, aunque al parecer se limitaban a costear por diferentes regiones de Centroamérica y Sudamérica, asimismo tenían el cometido de revelar la existencia de tierras provechosas y de las vastas comunidades humanas ahí radicadas.

De las innúmeras exploraciones que se llevaron a cabo con este cometido, Alonso de Hojeda, Juan de la Cosa y Diego de Nicuesa comandaron tres de ellas. Este último era uno de los hombres más ricos de La Es­pañola y, tras ser designado procurador de los colonos en el año de 1508 —junto con Sebastián de Atodo—, solicitó al rey el otorgamiento de encomiendas sobre los nativos isleños. Su petición fue atendida y obtuvo autorización para colonizar y gobernar la zona de Veragua.

Dada la posición de Nicuesa, su expedición a Veragua constituía un problema serio para el gobernador Diego Colón, quien intentó por todos los medios a su alcance retrasar la salida de su flota. No obstante, sorteando los eventuales contratiempos, tanto Nicuesa como Hojeda y De la Cosa partieron hacia Sudamérica a finales de 1509 en varios navíos y bergantines.1

Estas tres avanzadas arribaron a sus lugares de destino y pasaron una serie de trances muy significativos que les develaron los numerosos escollos que enfrentaría la Corona española para conquistar y colonizar esos nuevos territorios.

Como se aprecia en la descripción de las expediciones comandadas por Hojeda y Nicuesa, los peninsulares se vieron en la necesidad de construir villas y aldeas para residir en las zonas recién exploradas, pero también tuvieron que verse con situaciones críticas tocantes a la obtención de alimento, pues las provisiones llevadas desde La Española pronto se agotaron. En varias ocasiones, las tormentas tropicales que azotaron la región destruyeron las improvisadas aldeas españolas y sus sementeras, dejando a los colonos a expensas de los bastimentos que habían llevado consigo, así como de la caza y recolección de animales y frutos silvestres. Al verse continuamente mermado su sustento, el hambre y las enfermedades los consumieron, y muchos de ellos murieron.

A estos contratiempos que sumían a los colonos en la desesperación, se agrega la presencia de comunidades indígenas asentadas en Veragua y Nueva Andalucía que a menudo oponían una férrea resistencia a los invasores peninsulares. Por ejemplo, la expedición comandada por Hojeda fue asaltada y derrotada a poco de su arribo por los aguerridos calamarí. La ayuda que Nicuesa proporcionó a Hojeda corto tiempo después permitió contrarrestar la retirada de las huestes de Hojeda y hacerse con una victoria militar tras masacrar a los calamarí.

Meses después de la salida de las expediciones a Sudamérica, en 1510, lograron fundar la villa de Santa María la Antigua, en el Darién, donde la situación política se tornó bastante compleja porque los colonos se rehusaron a reconocer a Diego de Nicuesa como su gobernador. Los problemas y las rencillas políticas enfrentaron a los peninsulares en repetidas ocasiones, agravando la situación. La administración de las provisiones, sin la autoridad del gobernador, comenzó a ser sumamente conflictiva, sobre todo cuando un buen número de colonos asentados en otras villas y aldeas cercanas fueron trasladados a Santa María la Antigua, lo que ocasionó el consumo acelerado de los bastimentos existentes. A finales de 1511 la situación en la villa era crítica, debido a que otra tormenta destruyó las sementeras. Ante este panorama, no había más remedio que enviar una flota a La Española para conseguir provisiones. Juan de Valdivia fue comisionado para esta empresa.

El bergantín, comandado por Valdivia y pilotado por Francisco Niño, se hizo a la mar en enero de 1512 con rumbo a la ciudad de Santo Domingo. Navegó por la costa panameña hasta Punta de Mármol con el objetivo de adentrarse en el mar hacia la isla de Jamaica y después dirigirse a Santo Domingo. Sin embargo, la ruta elegida era poco conocida y muy peligrosa, así que las dificultades estaban a la orden del día y el miedo a un eventual naufragio —común en las expediciones náuticas— era generalizado. Como señala Carlos Conover Blancas,

el mar podía despojar en un instante a los aventureros de todos los medios con los que proyectaban realizar sus designios. Repentinamente los planes de conquista y las ambiciones de riqueza daban paso al objetivo simple y llano de mantener la vida, por todos los medios imaginables. Buscar agua, comida y un lugar adecuado para vivir se transformaban en las actividades primordiales.

Desde las exploraciones realizadas por Cristóbal Colón se sabía que la navegación en la zona del Caribe era peligrosa, en particular por la presencia de los bancos de arena que proliferaban ahí y que podían volcar con facilidad una embarcación.

Cerca de Jamaica se localizaba el banco de arena conocido como La Víbora, compuesto además por coral, así como islas, cayos y rocas. Para algunos cronistas, este banco ocasionó el naufragio de la nave comandada por Valdivia, la cual pudo ser arrastrada por la corriente y lanzada contra uno de los cayos. El impacto destruyó partes de la nave y provocó que comenzara a anegarse. Raudos, en un estado de absoluta alarma, los tripulantes corrieron a refugiarse en el batel, una embarcación menor desprovista de cubierta, que pronto quedó a la deriva con sus aterrados navegantes.

La situación era crítica y no tardó en convertirse en desesperada. Consumidos por la deshidratación, el hambre y la insolación, en pocos días murieron más de la mitad de los náufragos. Los sobrevivientes, sin poder evitarlo, continuaron su derrotero mar adentro.

La barcaza fue objeto de más deterioros y averías, pues las olas y las piedras bajo la superficie del mar la destruían cada vez más. No se exagera al decir que la situación de los náufragos era terrible, sumiéndose en un estado de abatimiento que carcomía sus sentidos. El paso del tiempo debió parecerles eterno debido a la angustia provocada por su insoportable situación.

Varios días después del infortunio, tras navegar a la deriva, los maltrechos sobrevivientes por fin atisbaron tierra. Se encontraban en la costa oriental de la península de Yucatán. Al descender de la barcaza, los náufragos, por demás fatigados, hambrientos y desolados, muy probablemente se desvanecieron en la blanca arena de la costa y despertaron tiempo después rodeados por un grupo de personas ataviadas de una forma que ninguno de estos españoles había visto hasta entonces, con ropas confeccionadas y sandalias, además de lucir decoraciones faciales y cor­porales que, sin duda, causaron una viva impresión a los aturdidos náufragos: eran mayas y vivían en una de las numerosas ciudades construidas cerca de la costa.

Sin mucho esfuerzo, dado el lamentable estado en el que se hallaban, los náufragos fueron apresados por los mayas y llevados a su ciudad, un asentamiento construido y planificado donde había cuantiosas edificaciones de piedra y varias plazas. Fuentes como el relato de Pedro Mártir de Anglería dicen que, ante la consternación de los españoles, los mayas despojaron a algunos de ellos de sus prendas harapientas y les untaron en el cuerpo una pintura vegetal de color azul intenso, para después conducirlos a uno de los templos de la ciudad donde, uno a uno, fueron sacrificados y comidos ritualmente.

Aunque algunos investigadores dudan de esta aseveración, cabe mencionar que el rito del sacrificio humano, por más terrible y sangriento que pueda parecernos hoy día, fue parte fundamental de las creencias religiosas de los antiguos mayas, no sólo de los grupos tardíos que conocieron los españoles en el siglo xvi sino de las comunidades previas. Desde los orígenes de la civilización maya, que podemos remontar dos milenios en el tiempo, hasta la llegada de los españoles, el sacrificio humano fue un componente principal de su religión. Como veremos en el siguiente apartado, la inmolación ritual de algunos náufragos españoles —si es que ocurrió— no fue un simple acto de violencia, como piensan algunos. Todo lo contrario, la sangre derramada en los sacrificios humanos era recolectada con cuidado y ofrendada a los dioses, quienes la demandaban a los humanos como un requisito para la continuación del mundo y la vida.

La historia sólo ha conservado el nombre de dos tripulantes de la embarcación comandada por Valdivia que salió de Santa María la Antigua en enero de 1512: Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero. Ambos hombres permanecieron entre los mayas peninsulares y sus destinos fueron muy dispares. Jerónimo de Aguilar se desempeñó como sirviente de un sacerdote principal de la ciudad llamada Xaman-Xamanzama, asentamiento hoy conocido como Tulum-Tancah. Por su parte, Gonzalo Guerrero vivió en la ciudad de Chaacte’mal (Chetumal) —sitio actualmente identificado como Oxtankah, según Luis Barjau—, la cual era gobernada en ese momento por el señor Ah Nachan Kan Xiu (figura 1).

La llegada de ambos hombres a ciudades distintas no es del todo clara. Algunas fuentes registran que Aguilar y Guerrero fueron retenidos y encerrados por los aguerridos mayas; el horror que experimentaron ante el sacrificio de sus compañeros les infundió el valor necesario para proponerse huir de sus captores. Así, se dice que, cobijados por la oscuridad de la noche, Aguilar y Guerrero escalaron el muro del edificio que constituía su prisión y alcanzaron el techo, el cual, para fortuna de los náufragos, no era de piedra sino de paja. Esta particular construcción de los techos de numerosas viviendas mayas les permitió huir. Una vez fuera, se internaron sin dilación en la selva.

El fraile franciscano Diego de Landa, en su obra Relación de las cosas de Yucatán, así lo refiere:

que esta pobre gente vino a manos de un mal cacique, el cual sacrificó a Valdivia y a otros cuatro a sus ídolos y después hizo banquetes [con la carne] de ellos a la gente, y que dejó para engordar a Aguilar y a Guerrero y a otros cinco o seis, los cuales quebrantaron la prisión y huyeron por unos montes.

Poco después, los prófugos españoles se percataron de que eran perseguidos por los mayas. Ante esta situación, y para dificultar su captura, Aguilar y Guerrero decidieron separarse. Los senderos que ambos tomaron los alejaron entre sí, pero también se constituyeron en caminos de vida que los mantendrían alejados para siempre.


Figura 1. Mapa del área maya que muestra los principales asentamientos prehispánicos. Tomado de Los mayas: voces de piedra, Alejandra Martínez de Velasco Cortina y María Elena Vega Villalobos (coords.), México, unam, Turner, Ámbar Diseño, 2015. Cortesía de Alejandra Martínez.

1 Naves pequeñas con dos mástiles, popa gruesa y sin beque.

Un naufragio en la costa de Yucatán: La civilización maya a principios del siglo XVI

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