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I

La embriaguez del poder

Agripina la Mayor, 14 a.C.-33 d.C.

Agripina la Menor, 16-59 d.C.

El hombre es para la

mujer un medio;

el fin siempre es el hijo.

Friedrich Nietzsche

Se deslizó suavemente y nadó en silencio hasta la costa. La distancia era corta y confiaba en salvarla con facilidad. Debía ser prudente. Cualquier ruido, cualquier movimiento podía delatarla ante sus perseguidores. Pero había que intentarlo. A fin de cuentas era la única oportunidad de seguir con vida.

Minutos después llegó a la playa. Exhausta, se tendió en la arena y cuando recobró el aliento, intentó orientarse. Estaba muy cerca de Baulis, la villa en la que había pasado alguno de los mejores momentos de su vida. Llegar, pues, hasta su casa era solo cuestión de paciencia. Por el momento debía esperar a que se acallase el tumulto y los gritos que dejaba adivinar el rumor de las olas.

Empapada, con el cabello en desorden y el corazón latiéndole apresuradamente, Agripina “la Menor” se escondió tras unas rocas. Casi inmediatamente pudo ver cómo el mar engullía los restos de su embarcación y con ella aquellos escasos fieles que aún permanecían a bordo. Mentalmente, invocó a los dioses y, agradecida por haber salvado la vida, se hizo el propósito de ofrecerles un sacrificio. Ni siquiera estaba asustada, solo aturdida ¡Había ocurrido todo tan deprisa!

Solo dos días antes, Nerón, su hijo y Emperador, la había recibido en el puerto de Bayas, junto al cabo Miseno, en plena bahía de Nápoles, entre halagos y muestras de cariño. Luego, tras los festejos, se dispuso a retirarse a su villa de Baulis y aceptó la embarcación que el Emperador le ofreció. Descansaba en alta mar cuando un gran estruendo la despertó. Alarmada, saltó de la litera y se precipitó a la estrecha toldilla. A la luz de las antorchas, vio que la nave escoraba bruscamente y observó, sorprendida, cómo los remeros se agolpaban a estribor con la evidente intención de hacer zozobrar la embarcación. Prudentemente se ocultó tras unos barriles de agua y, ante su asombro, contempló a los miembros desconocidos de la tripulación que irrumpían en su compartimento y, al grito de “¡muerte a Agripina!”, la emprendían a golpes con su sierva Acerronia. Poco después, en medio de una orgía de sangre, los esbirros del Emperador acababan con la vida de la mayoría de quienes la habían acompañado desde Anzio, la villa en la que vivía un dorado exilio.

De allí había partido respondiendo al reclamo de Nerón, el Emperador, su hijo bienamado, el mismo que la había hecho conocer las mieles del poder para luego, sin más explicaciones, apartarla de su lado. Horas antes, ella estaba dispuesta a olvidarlo todo. El encuentro había sido cálido, afectuoso. Nerón se había disculpado, la había besado los ojos y el pecho —como mandaba el protocolo— y luego, durante el banquete, había tenido para con ella todo tipo de atenciones. Agripina pensó que tal cambio de actitud obedecía, posiblemente, a un sincero arrepentimiento e inauguraba sin duda una nueva etapa de felicidad y armonía entre madre e hijo.

Ahora, agotada por el esfuerzo y con el alma dolida, comprendía su error. Nerón la había llamado no para buscar la paz, sino para deshacerse definitivamente de ella. Por eso la insistió en que aceptara el regalo de una nueva nave, por eso había sido obsequioso y afectuoso. Agripina comprobó con horror que había asistido a sus propias exequias, los epítetos cariñosos de su hijo y Emperador no habían sido más que los cantos funerarios que se debían a la madre del césar. ¿Cómo había podido caer en la trampa? ¿Cómo había podido confiar en aquel ser al que ella sabía mejor que nadie versátil, impresionable, extremoso y traidor? Sus epítetos cariñosos aún resonaban en sus oídos: “optima mater” la había llamado. “La mejor de las madres”. Y ella, sin saber bien porqué, había evocado el recuerdo de su propia madre, la gran Agripina, nieta de Octavio César Augusto el gran Emperador, hija de Marco Vipsanio Agripa y esposa de Germánico. Aquella a la que la historia conocería un día como la Mayor, reservando para ella, sombra borrosa de su hacer y ambiciones, el epíteto que, aún referido a la cronología, siempre resultaba insidioso, de “la Menor”.

Agripina la Mayor había nacido en Roma catorce años antes de que, en Belén, una pequeña aldea de Judea, diera comienzo la era cristiana con el nacimiento del hijo de un humilde carpintero. Su abuelo, Augusto, siempre sintió una especial debilidad por ella. No en vano había nacido del matrimonio de Julia, su hija predilecta, con Marco Vipsanio Agripa, un fiel compañero en su lucha por el poder. Creció feliz en compañía de tres hermanos varones y una única hermana llamada Julia al igual que su madre. Con ellos aprendió a leer, a escribir a tejer, a conocer los modos y costumbres del entorno imperial y, sobre todo, a informar al Emperador de todos sus actos o palabras.

La muerte prematura de Agripa devolvió a la viuda y a los huérfanos al seno de la familia imperial. Los niños fueron adoptados por Augusto mientras Julia, la madre, contraía un segundo matrimonio con Tiberio, hijo de un anterior matrimonio de Livia, la tercera y amadísima esposa del césar. Tras el prohijamiento se escondía la firme voluntad de Augusto de asociar a sus nietos al gobierno. Sin embargo, la vida había dispuesto lo contrario. Los dos mayores murieron muy jóvenes y el tercero dio tantas y tan evidentes muestras de desequilibrio mental que hubo de ser aislado y enviado lejos de los centros de poder. No fue un rasgo de crueldad por parte de Augusto. Lo cierto es que era lo mejor que podía pasarle al pobre muchacho.

La familia imperial era un absoluto centro de intrigas y ambiciones. Livia, inteligente y seductora, se había hecho con la voluntad de su marido y no contemplaba otro propósito que asegurar el porvenir de la descendencia habida de anteriores uniones. Agripina y sus hermanos eran, pues, un claro obstáculo a sus objetivos. Para sortearlo no había más que un camino: sustraer al Emperador de la influencia de su hija Julia, madre de los muchachos.

Livia comenzó, pues, una carrera de descrédito contra su hijastra. Reveló a su esposo la vida disoluta del círculo en que ésta se movía y del que formaba parte, entre otros, el poeta Ovidio, quien, pese al reconocimiento en que se tenía su talento, fue desterrado. A Julia se la apartó de Roma y, para rematar la jugada, Livia convenció a Augusto para que casara a su nieta Agripina, muy joven aún, con Julio César Germánico, hijo adoptivo de su hijo Tiberio y, por tanto, su nieto. Así, hábilmente, Livia decidía la sucesión del Emperador: Tiberio le sucedería y, a su muerte, la corona imperial sería para Germánico, con lo que, al estar casado con Agripina, se satisfacía el deseo del Emperador de vincular el trono a la descendencia de su hija Julia. En el complejo laberinto de parentescos directos o indirectos de la familia imperial esta era, ciertamente, una solución que parecía dar gusto a todos.

Con tal estrategia, Agripina era, sin duda, la que salía más favorecida. Germánico era lo que hoy calificaríamos de “soltero de oro”. Vencedor del germano Ariovisto y responsable del restablecimiento de la disciplina en las legiones que cubrían las campañas del Rin, era un hombre bien parecido y lo suficientemente bien considerado por la familia imperial como para ser codiciado por un buen número de las mujeres —casaderas o no, que eso poco importaba— de Roma. El historiador Suetonio al que, desde luego, no puede tacharse de propenso al halago, le describió así:

“Reunía en un grado que nadie alcanzó jamás, todas las cualidades del cuerpo y del espíritu. A su belleza se añadía un valor incomparable, el dominio de la elocuencia y de todos los saberes del mundo conocido, dominaba el latín y el griego y en cualquier lengua manifestaba un don especial para ganarse voluntades y simpatías.”

No es de extrañar, pues, que Agripina se enamorara sinceramente de su marido. De hecho, su relación fue una auténtica historia de amor, hecho insólito en la corrupta Roma imperial, una sociedad ligera, frívola y disoluta a la que la familia del Emperador no contribuía precisamente dando un buen ejemplo. Claro que Agripina no parecía de la familia. Era, a decir de sus contemporáneos, reservada, sensible y de costumbres recogidas. En el busto que de ella se conserva en el Museo Arqueológico de Venecia aparece como una mujer de rasgos firmes y enérgicos que, si bien no están exentos de belleza, resultan afeados por una nariz excesivamente importante. Pero, sobre todo, se aprecia en sus facciones un aire solemne, altivo y formal más propio de una matrona romana que de la mujer relativamente joven que era cuando se erigió la escultura. De que el matrimonio fue feliz, no cabe pues la menor duda. De que Agripina se consagró en cuerpo y alma a su marido y a criar a su numerosa prole, tampoco. Pero no hay que dudar de que, tras tal dedicación y formalidad, palpitaba una gran ambición.

Agripina era, además de virtuosa, una mujer inteligente. Ello la hizo apercibirse sin dificultad de la fascinación que Germánico ejercía sobre las masas. ¿Por qué pues no considerarle una alternativa perfecta a Tiberio, a la sazón Emperador? En la Roma imperial lo que no conseguía la enfermedad, lo lograban las insidias, por tanto no era tan descabellado pensar que contando con las simpatías de la milicia y del pueblo, Germánico o, en su defecto, sus hijos podían alcanzar el trono imperial. Ella, entonces, sería si no esposa, si madre del Emperador. Una numerosa descendencia era pues una forma de tener un buen número de atajos para alcanzar la senda del poder. Buscando pues, asegurarse el trono, Agripina se dedicó a dar a luz, uno tras otro, a cinco hijos : Drusila, Livina, Nerón, Druso, Cayo Calígula y Agripina, a la que, para diferenciarla de su progenitora se le añadió el epíteto de “la Menor” y que nació cuando su madre contaba 30 años, una edad considerable para la época.

Lógicamente, el discurso de futuro de Agripina no pasó desapercibido en los círculos de poder. Tiberio veía en Germánico las mismas posibilidades que su esposa. Y fuera porque lo quiso la fatalidad o porque el Emperador y sus secuaces ayudaron al destino, Germánico murió en Antioquía en el año 19 d.C. en plena apoteosis vital y en el momento de mayor auge de su popularidad. Contaba tan solo 34 años y, mientras Roma entera se preguntaba cual había sido el papel del Emperador en tan temprano e inesperado óbito, Agripina tenía la certeza de la existencia de una mano criminal.

Cual Némesis reencarnada, organizó una espectacular puesta en escena para el traslado de las cenizas de Germánico a Roma. No olvidó detalle. Sabedora de la adoración que el pueblo sentía por el difunto y de las dificultades de Tiberio, hosco y retraído, para contactar con sus súbditos, Agripina calculó todos y cada uno de sus pasos. El plan debía ser perfecto si de él dependía su futuro y el de sus hijos. Sin atender a los peligros que el mar ofrecía, embarcó rumbo a Brindisi, donde llegó tras una breve escala en Corfú que le permitió anunciar su visita y, una vez la noticia de su arribada corriera como la pólvora, el pueblo entero acudiera al puerto a recibirla.

Cuando salió a cubierta con la urna funeraria entre las manos, rodeada de sus hijos y con la pequeña Agripina agarrada a los pliegues de su túnica, los muelles, la ribera, el camino que bordeaba las murallas e incluso los tejados del caserío urbano estaban abarrotados de público. Había llegado su gran momento.

Con gesto contenido y dramático a un tiempo, esta mujer nacida para el mando y la tragedia, mostró al pueblo la urna cineraria. La respuesta fue un clamor unánime que reclamaba venganza y que la acompañó hasta llegar a Roma. El traslado de las cenizas de Germánico tuvo carácter de duelo nacional. Y no había en ello voluntad de adulación puesto que era de todos sabido que Tiberio había respirado tranquilo por la muerte de aquel hijastro que, más que su sucesor, parecía haberse convertido en su rival. Era simplemente el dolor de un pueblo por la muerte inesperada de su caudillo,

Agripina, hosca, airada, enérgica, se convirtió así en una figura emblemática para los descontentos con el gobierno de Tiberio. El apoyo popular reforzó su ambición y, una vez instalada en Roma, decidió abrir a sus hijos el camino al trono. A ojos de patricios y plebeyos, aparecía como la viuda intocable, la figura venerada y simbólica de la Roma que pudo ser y no fue. El pueblo y la soldadesca la admiraban y su prestigio aumentaba en la misma proporción que disminuía su consideración en el seno de la familia imperial que, adivinando sus planes de futuro y harta de sus pretensiones, intentaban neutralizar su autoridad.

“Si no puedes mandar, te ofendes”, se asegura que le dijo Tiberio. Y con tal frase dejó reducida su posible autoridad como un mero capricho de matrona.

Entretanto, la pequeña Agripina crecía atenta a todo lo que pudiera ser una clave para su futuro. Las disensiones en el seno de la familia, las continuas humillaciones a que se sometía a su madre e incluso la campaña que, contra sus hermanos, Nerón y Druso, llevó a cabo Tiberio fueron modificando su carácter. Así, de forma sutil, se vio convertida en una persona intrigante y ambiciosa que pronto supo de la necesidad de una mujer de contar con un buen apoyo masculino par lograr sus ambiciones. Y, para conseguir tal respaldo, no le quedó más solución que emplear un medio bien conocido en el entorno cortesano: sus armas de mujer. Sobre todo cuando su madre, el mejor de los ejemplos, la que asentaba su poder en la dignidad de comportamiento, el sentido del deber y la comunicación con el pueblo, la dejó sola ante un futuro incierto.

En el año 32, cuando su hija solo contaba 16 años, Agripina se vio reducida por la ofensiva que Tiberio emprendió contra ella y sus hijos Nerón y Druso. Mediante una carta en la que acumulaba todo su resentimiento, lanzó las suficientes acusaciones contra los tres como para conseguir que, un año después, el Senado les declarara enemigos públicos. Su final fue terrible. Druso murió de hambre en la prisión del Palatino y Nerón en la isleta de Pontia, próxima a Nápoles. Agripina, por su parte, intentó refugiarse en un campamento militar con idea de que su presencia provocara el alzamiento del ejército, pero todo fue en vano.

Desesperada y sola, se enfrentó a Tiberio y, ante sus insultos, un centurión la golpeó hasta hacerla perder un ojo. Desterrada por orden del Emperador a la isla Pandataria, anunció que se dejaría morir de hambre. Tiberio intentó en vano alimentarla a la fuerza. No lo consiguió y Agripina murió a los 47 años de edad dejando tras de sí el legado de una ambición imparable y, tal vez, intuyendo que sería su hija, la joven Agripina, la que recogería el testigo de su carrera hacia el poder. Fue la última victoria de una mujer indomable.

Con 17 años y la única compañía de sus hermanos Drusila, Livina y Cayo Calígula, Agripina debió, pues, enfrentarse a la vida. Debía además hacerlo en el ámbito hostil de la familia imperial donde, curiosamente, solo contaba con las simpatías de Tiberio. Éste no debía ver en sus sobrinos menores ningún posible rival. A fin de cuentas, Cayo Calígula era un desequilibrado y las muchachas no representaban a sus ojos una amenaza a tener en cuenta. Decidió, pues, que, una vez eliminados los que parecieron poderosos antagonistas, podía ganarse las simpatías de la plebe dando cobijo a los hijos de Germánico en casa de Antonia, hija de Augusto y abuela paterna de los cuatro huérfanos. Con ello respetaba la memoria del que había sido su hijo adoptivo y, además, realizaba una rentable operación de imagen de cara al pueblo de Roma.

Lo cierto es que, para entonces, Agripina no era una niña inocente y desvalida. El ejemplo de lo acontecido a su madre le hablaba del mal resultado del empleo de la dignidad o la elocuencia como método de conquista del poder. Decidida a salir de su precaria situación, optó por seguir el camino de su abuela Julia (no en vano llevaba su nombre como primer patronímico) y utilizar el lenguaje que mejor se conocía en la familia imperial: el de la seducción.

Agripina era una joven realmente bella. En el busto que se conserva en el Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona o en el del Lateranense de Roma aparece como una mujer ligeramente oronda pero muy al gusto de la época, de cara redonda y facciones correctas entre las que destacan unos sensuales labios y un mentón adelantado que dice mucho de su capacidad de decisión.

Experiencia, desde luego, no le faltaba. Roma se iba en lenguas sobre la peculiar relación que mantenían entre si los huérfanos de Germánico. Agripina había tomado, pues, las primeras lecciones en casa y Tiberio tuvo que afrontar la desagradable noticia de que sus tiernos y aparentemente inofensivos sobrinos mantenían una relación incestuosa en la que Cayo, apodado Calígula, alternaba sus favores a sus tres hermanas. Una delicada situación que no podía más que empeorar la ya deteriorada imagen de la imperial familia.

Lo mejor, debió pensar Tiberio, era sosegar las inquietudes de los cuatro jóvenes procurándoles las correspondientes parejas que dignificaran sus ardores con el lazo del matrimonio. En el reparto, a Julia Agripina le tocó en suerte Gneo Domicio Enobardo, un hombre bastante mayor que ella, atractivo pero colérico, codicioso y con la suficiente dosis de depravación como para aceptar en matrimonio a una joven de moral tan dudosa. Pertenecía a una familia de elevada alcurnia y gran fortuna y, posiblemente para no manchar el buen nombre de sus antepasados con la distraída moral de su esposa, se separó de ella a los pocos meses de la boda.

Un suceso inesperado le obligó a rectificar. A la muerte de Tiberio en el 37 d.C., Calígula fue investido Emperador. La ambición de Enobardo le aconsejó regresar al lecho conyugal y de la reconciliación nació, en el año 37, un hijo, Lucio Domicio Enobardo, que pasaría a la historia como Nerón. Parece ser que nadie se hizo demasiadas ilusiones sobre las cualidades que adornarían al muchacho. Suetonio escribió que su padre, al conocer la noticia del embarazo, aseguró:

—De Agripina y de mí solo puede nacer un monstruo.

Agripina, sin embargo, se sentía feliz. En su desenfrenada ambición de poder, heredada de su madre, sabía que solo había un camino para alcanzar el trono imperial: un hijo varón. Los muchos hombres que pasaron por su vida fueron meras anécdotas. Un hijo, eso precisamente era lo que más deseaba, un hijo varón al frente del gobierno de Roma. Conseguiría así aquello que su madre no logró alcanzar. Sería la madre del Emperador y, como tal, recibiría reconocimiento público de su rango. De ejercitar el poder ya se encargaría ella.

Era, sin duda, mejor solución que la que había escogido su madre. A fin de cuentas, un marido podía repudiarla o simplemente sustituirla por una amante. Un hijo, no. Ella le educaría en su respeto, en su adoración, se haría imprescindible para él y el Emperador la necesitaría siempre a su lado. Para él siempre sería su madre y, si en algún momento, lo olvidaba, le sobraban recursos para recordárselo. Tanto era su afán de concebir un hijo varón que, encinta de ocho meses, consultó a un astrólogo. Este la tranquilizó:

—Sí, señora, darás a luz un varón. Un niño que llegará a ser Emperador pero —la cara del mago se ensombreció—, cuando conquiste el poder, te asesinará.

Agripina fue rotunda:

—Poco me importa si antes, aunque sea por un solo día, gozo de los atributos imperiales ¡Qué me mate, pero que sea Emperador!

Precisamente, en aquellos momentos la ambición de Agripina resultaba chocante. Calígula, al ser nombrado Emperador, había cubierto de honores a sus hermanas y, aunque la más favorecida era Drusila, Agripina no se quedaba atrás. Cierto que ella no gozaba del apasionado amor del Emperador pero no era eso lo que envidiaba a su hermana, sino la posibilidad de ésta de ser nombrada Emperatriz. Calígula estaba apasionadamente enamorado de Drusila. En su delirio lo mismo se mostraba devoto seguidor de cultos orientales que nombraba cónsul a su caballo o se manifestaba incapaz de mezclar lo que calificaba de su divina sangre con alguien que no perteneciera a la familia.

Convenció pues al Senado para autorizar el matrimonio con su hermana, a imagen y semejanza de la tradición seguida por los antiguos faraones pero, antes de que tal disparate se llevase a cabo, Drusila murió (38 d.C.). La desesperación de Calígula no tuvo igual. Y encontró un remedio insólito a su desconsuelo: perpetuar la memoria de su hermana-amante en un culto religioso dedicado a ella.

La situación era tan delirante que Agripina se frotaba las manos. Era evidente que la política imperial se había convertido en un absoluto dislate, por tanto podía estar cercano el momento de alzarse con el poder. Entretanto, tomó a su cargo la misión de consolar al viudo “oficial” de la difunta: su marido Emilio Lépido. En su compañía y en la de sus hermanos Calígula y Livina partieron hacia las Galias, en misión oficial, pero el viaje acabó con un turbio proceso contra el viudo y su amante, acusados ambos de alta traición. El castigo fue macabro y teatral a un tiempo, Lépido fue ajusticiado y Agripina condenada al destierro en las islas Pónticas en compañía del cadáver de su amante-cuñado.

El periodo de ostracismo fue breve para satisfacción de Agripina. Calígula fue asesinado, y le sucedió su tío Claudio, un cincuentón aparentemente simple pero mucho más sensato e inteligente de lo que suponía su entorno. Un hombre, en fin, prudente, pero que cometió el error de posibilitar el regreso de Agripina a Roma.

Allí se instaló la hija de Germánico disfrutando de las recobradas posesiones que, tras el proceso, Calígula le había arrebatado. Gozaba, además, de la libertad que le concedía su situación de viuda puesto que Enobardo había fallecido de hidropesía en su residencia de Pirgues donde se ocultaba de las iras de Calígula. Rica, joven y libre, Agripina cobró nuevos bríos. Tanto que despertó las sospechas de Mesalina, esposa de Claudio, buena conocedora de las artes de sus sobrinas, en las que ella era igualmente una experta.

Agripina, prudentemente, se retiró —sus esperanzas estaban depositadas en su hijo y éste solo era un niño— dispuesta a esperar de nuevo su ocasión. Entretanto, decidió sanear su economía y contrajo matrimonio —tras un intento frustrado de seducir al inconquistable Galba— con Cayo Salustio Crispo Pasieno, un hombre que, gracias a la cuantiosa herencia recibida del historiador Salustio, era extraordinariamente rico. Su hermana Livila no fue tan inteligente, se empeñó en enfrentarse a Mesalina y fue desterrada en compañía de su amante, el cordobés Séneca. Poco después, puesto que aún en el destierro no cesaba de intrigar, recibió la visita de unos asesinos a sueldo enviados por Mesalina que se encargaron de aquietarla para siempre.

La caída en desgracia de Mesalina el 48 d.C. reabrió para Agripina las puertas de palacio. De nuevo viuda y dueña de una inmensa fortuna podía haber vivido tranquilamente un destierro dorado, pero la ambición la cegaba y, sin pensárselo, se lanzó a la conquista del poder. Se hizo amante de Antonio Palas, un liberto que disfrutaba de la confianza del Emperador, y una vez en el círculo de Claudio, aprovechó su condición de sobrina para, en palabras del historiador Suetonio, aprovechar “las mil y una ocasiones que tenía para abrazarlo y seducirlo”.

Fue un juego de niños. Claudio, el honrado, sensato y sensible Claudio, se rindió sin ambages y, a sus sesenta años, cayó en las redes de su ambiciosa sobrina. Agripina consiguió de él que convenciera al Senado para que derogara la ley que condenaba el matrimonio entre parientes próximos y, a comienzos, del año 49, Agripina contrajo matrimonio con su tío. Ya podía, pues, ostentar de pleno derecho el título de Augusta. Había llegado al poder aún antes de lo previsto. Su hijo, pues, ya solo serviría para prolongar su estancia en él. Había conseguido lo que nunca consiguió su madre. Tenía el imperio en sus manos y, además, la posibilidad de ser origen de una dinastía.

El poder. Agripina ya tenía lo que tanto había deseado. Aquello que su madre intentó alcanzar y el destino le arrebató con la intervención de las Parcas. Es más, aún si se hubiera convertido en Emperatriz, Agripina la Mayor nunca habría dispuesto de las potestades de su hija. Ahí, precisamente, radica su importancia histórica. La Roma de Claudio no era la misma que la de Tiberio. En el 49 d.C., cuando Agripina la Menor recibió el título de Augusta, la corrupción había debilitado el poder del Senado. La plebe urbana, por otra parte, reclamaba con más fuerza sus derechos y era urgente reforzar el poder imperial. El principado romano, si quería mantener sus prerrogativas, debía reconvertirse en una monarquía de tipo oriental. Es decir: absoluta, hereditaria y que justificara sus poderes con un presunto origen divino. Era, pues, el momento oportuno para reforzar el papel de la Emperatriz. Livia ya había apuntado maneras, pero durante el gobierno de Augusto se limitó a actuar como la primera gran matrona de Roma y, mientras duró el mandato de su hijo Tiberio, ejerció como una auténtica co-soberana en la sombra.

Para Agripina eso no era suficiente. Dispuesta a aprovechar una ocasión única, tomó atributos reservados a las diosas como la corona de espigas de Ceres y ciñó la corona de laurel que hasta entonces solo había estado reservada al Emperador. Sentada al lado de Claudio, primero, y de Nerón después recibió embajadores de las colonias, dispensó audiencias públicas, mandó acuñar moneda con su efigie y gozó de privilegios reservados a las diosas o a las vestales.

Pero ella no lo era. Ni una diosa ni, mucho menos, una vestal. Cierto que, escarmentada por la trágica muerte de Mesalina, cuidó de no caer en sus excesos pero, aún así, conservó a Palas como amante y dejó gobernar libremente a Afranio Burrro y a Séneca, amante que fue de su hermana Livila y al que confió la educación de su hijo. De hecho, a Agripina no le interesaba la alta política. Ese, posiblemente, hubiera sido el objetivo de su madre, que disfrutaba del placer de gobernar. Las aspiraciones de Agripina la Menor se decantaban por gozar de una situación de preeminencia social y asegurarse en el trono afianzando el destino de su hijo. Esto último no era tan fácil.

Contra sus aspiraciones se alzaba un niño, Británico, hijo de Claudio y Mesalina, y unos años menor que el futuro Nerón. Claudio no tenía la suficiente resistencia como para oponerse a la sutil batalla emprendida por su joven esposa. En el año 50 Claudio adoptó al hijo de Agripona, que cambió su nombre de Lucio Domicio Enobardo por el de Lucio Domicio Nerón Claudio. Poco después, contando solo 13 años, vistió la toga viril. Ese fue su despegue definitivo: con solo quince años fue autorizado a hablar en el Senado y, poco después, contrajo matrimonio con Octavia, hija de Claudio, que tenía tres años menos que él.

En este estado de cosas, Claudio enfermó. Agripina se apresuró a informar al Senado de que, en caso de fallecimiento, Nerón estaba dispuesto para la sucesión, pero, ante la sorpresa de todos, el Emperador se recobró y, pese a que, en primera instancia, había ratificado la decisión de su esposa, se desdijo y designó a Británico como su sucesor. La cólera de Agripina fue terrible y, decidida a no apartarse del camino trazado, optó por reconducir los designios de la naturaleza. Para ello se valió de los inestimables servicios de Locusta, una prestigiosa envenenadora profesional, que aderezó convenientemente un plato de setas que sirvió a Claudio la noche del 13 al 14 de octubre del año 54. Pero sabido es que el más perfecto la yerra y eso le pasó a Locusta. El veneno no actuó y simplemente acarreó al Emperador algún que otro desarreglo intestinal.

Agripina no se dio por vencida y, buscando rematar la faena, recurrió a los servicios de Estertinio Jenofonte, un liberto griego originario de la isla de Cos que ejercía de médico imperial. El sistema utilizado para asegurarse su complicidad nos es desconocido, aunque no es difícil imaginarlo. El caso es que la Emperatriz le convenció de la necesidad de provocar el vómito al Emperador puesto que, al parecer, “habían” querido envenenarle. Casualmente ella misma le proporcionó la pluma de ave que, con fines eméticos, el médico introdujo en la garganta de Claudio. El resultado es de todos conocido: el instrumental clínico estaba envenenado y el Emperador apenas si sobrevivió unas horas a la maniobra.

Había pues que orquestar la segunda parte de la representación. Nada de llantos estentóreos como Agripina a la muerte de Germánico, nada de actitudes heroicas, mucho menos aires de viuda apesadumbrada. Había que actuar y hacerlo en la sombra. Agripina, ayudada por sus secuaces capitaneados por su amante Palas, organizó un verdadero ejército que se dedicó a expandir por Roma bulos y rumores —evidentemente todos favorecedores de Agripina y Nerón— sobre la causa de la presunta muerte del Emperador. Entretanto, elementos bien pagados de la guardia pretoriana lanzaban aclamaciones a Nerón. Ni más ni menos que lo que hoy calificaríamos de creación de un estado de opinión favorable para que el Senado se viera obligado, una vez confirmada la muerte de Claudio, a proclamar Emperador a Nerón.

Agripina vivía su gran momento. A sus treinta y siete años, o mejor dicho gracias a los diecisiete de Nerón, el poder la pertenecía por completo. La juventud de su hijo le llevaba a ser considerado como “el muchacho de Agripina”. Por tanto las riendas del Estado estaban plenamente en sus manos. Más aún de lo que lo estuvieron en vida de Claudio. Para asegurarse el reconocimiento público de su cargo, se hizo proclamar por Nerón “óptima mater” y, si bien por poco tiempo, Agripina, feliz y poderosa, hizo y deshizo a su antojo.

Manejar a su hijo no le resultó difícil pero no ocurrió lo mismo con su entorno. Séneca y Afranio Burro le disputaban el ascendiente sobre el joven Emperador y se mostraban reticentes a seguir las órdenes de Agripina. Pero con la habilidad que le era propia consiguió neutralizarlos para ejercer plenamente de Emperatriz-madre.

Ese fue su error. Agripina se negó a separar su faceta maternal de su condición de Emperatriz. Mal asunto era querer administrar el poder y al Emperador con esquemas y modos domésticos. Cuando se trataba de su hijo, Agripina perdía su habitual inteligencia y, negándose a reconocer que Nerón ya no era un niño, le encasquetaba larguísimas peroratas sobre lo divino y lo humano, le reprendía sobre su conducta e interfería en todos los ámbitos de su vida pública o privada.

Nerón, evidentemente, tenía todas las características de aquel que ha crecido sabiéndose el eje presente y el objetivo futuro de su madre y, como tal, el centro absoluto del mundo. Así que solo hizo falta que encontrara a otra mujer que mantuviera su ego pero sin pretensión alguna de mando, para empezar a calificar a su madre de estorbo. Y si la sucesora era joven y bonita, mejor que mejor.

La primera de ellas fue Acté, una liberta de origen griego, que pasó por la vida de Nerón como un soplo de frescor y desinterés en un ambiente tan corrompido como era la familia imperial. Fue, tal vez, el único amor verdadero en la vida del Emperador y, puesto que sus sentimientos eran verdaderos y profundos, la concedió todos los honores que, aparentemente, desplazaban a Agripina de su papel de consejera.

La Emperatriz formuló reproches, la tachó de criada e hizo valer ante ella su condición de nieta de Augusto. Por fin, viendo que poco tenía que hacer ante tal estado de cosas, amenazó a su hijo con apadrinar a Británico ante la milicia y arrebatarle el trono. Contaba para ello —le aseguró—con la condición de hijo biológico de Claudio y su propio prestigio como hija de Germánico. Nerón por más que contara con el apoyo de Séneca y de Afranio Burro, tenía pues las de perder.

¡Imprudente! En un ámbito como la Roma imperial pleno de intrigas y violencia, todo aquel que lanzara una amenaza o bien la cumplía de inmediato, o de detenerse, concedía a su oponente ventaja en el juego. Y, en este caso, la ventaja se llamó Locusta que, en esta ocasión, acertó de pleno y Británico cayó fulminado por las artes de la envenenadora. Agripina, afortunadamente para ella, corrió mejor suerte. Nerón se limitó a privarla de algunos honores y a apartarla de la mansión imperial.

Todo hubiera quedado en eso e incluso hubiera acabado por producirse la reconciliación entre madre e hijo de no ser por la aparición de una enemiga peor que la dulce Acté. Popea era una de las más bellas jóvenes de Roma. Rubia —algo infrecuente en tierras latinas y por tanto muy apreciado—, escultural y de modales tímidos y recatados, la acompañaba una aureola de pieza inconquistable que la hacía aún más codiciada.

Todo era puro artificio. En realidad, era una mujer ambiciosa, calculadora, fría e inteligente que además tenía una cuenta pendiente con la familia imperial. Su madre, Sabina Popea, fue considerada como la mujer más bella de Roma y tal delito acarreó los celos de Mesalina y le costó la vida. Popea, como la mayoría de las damas romanas, muy diestra en las artes amatorias, era ambiciosa y deseaba ardientemente vengar a su madre. Lo cierto es que, en la corte imperial, el Ars amandi de Ovidio era el libro de cabecera de la mayoría de las féminas y Popea tenía, además, un arte especial en la aplicación de sus preceptos. Encandilar a Nerón no resultó, pues, tarea difícil. A fin de cuentas era solo un muchacho y conquistarle podía ser para la astuta Popea un auténtico paseo militar. Lo fue y, una vez rendida la plaza, Popea se decidió a sentar sus reales en ella.

Cierto que estaba casada. Pero ese era un obstáculo sin importancia para el Emperador. Como hiciera el rey David para conseguir a Betsabé, el marido, llamado Otón, fue destinado como gobernador a Lusitania y Nerón, una vez tuvo el camino despejado, se rindió por completo a los encantos de Popea.

Ciertamente había otro impedimento para que los enamorados vivieran su pasión libremente y esa era la joven Octavia, la esposa obligada de Nerón, tímida, anodina e insignificante. Claro que, casualmente, era lo que convenía a Agripina. Una esposa para el Emperador pero nunca una Emperatriz con la que compartir el trono. Popea supo leer entre líneas. Agripina, aún lejos de la mansión imperial, tenía el camino libre al poder y el mejor seguro para ello era una nuera tímida y apocada y carente de ambiciones. Ella no quería ser simplemente la amante del Emperador. Quería más. Quería ser Emperatriz pero no era la insignificante Octavia la barrera que la impedía asaltar el poder. Ella era la esposa del Emperador pero solo eso. Su obstáculo, la auténtica barrera que derribar, era Agripina.

Emprendió la batalla. Contaba con las mejores armas. Era dulce y melosa cuando convenía; arrebatada y pasional cuando la ocasión lo requería. Prometía y no daba. Se entregaba y luego se arrepentía. Incluso lloraba y si se terciaba, amenazaba. Nerón no pudo resistirse a tal virtuosismo en el juego erótico y, aun contra su voluntad, tomó una decisión: Agripina debía desaparecer.

Entretanto, la hija de Germánico había intuido que Popea era una enemiga a tener en cuenta. Decidida a presentar batalla y a hacerlo con la estrategia adecuada, lloró, imploró e intentó la reconciliación con su hijo. Aún más, buena conocedora de las debilidades de Nerón, no dudó en intentar seducirle. O, para hablar con más propiedad, en seducirle de nuevo, puesto que la mayoría de historiadores están de acuerdo en el carácter incestuoso de las relaciones entre madre e hijo. Todo fue en vano. Pero no se dio por vencida y se retiró a su villa de Anzio en busca de nuevas estrategias.

Allí, en la primavera del 59 d.C., la sorprendió el reclamo de Nerón. Estaba preocupada. Temía las artes de Popea y se había provisto de muchos y variados antídotos por si Locusta, o alguna de sus secuaces, hubiera preparado nuevos trabajos. Incluso la hizo sospechar la visita del torvo y adulador Tigelino, el favorito de su hijo, convidándola a una gran fiesta que se iba a celebrar en su honor en Bayas, cerca de Baulis, y en la que Nerón pensaba disculparse por su conducta y recibirla de nuevo a su lado. Luego, el recibimiento abierto, cariñoso y humilde del Emperador la hizo obviar su desconfianza. Tal vez, se dijo, la necesitaba a su lado. Tal vez —ella sabía de la fragilidad de los sentimientos de los hombres—, Popea había decaído en su estima y, necesitado de consejo y protección, la reclamaba a ella, a su madre. A fin de cuentas, le había insistido una y otra vez, nada como una madre para señalar el camino. Su propia madre, Agripina la Mayor, le había mostrado a ella el camino del poder y ella no había hecho más que cedérselo a su hijo.

Pecaba de ingenua. Ahora lo sabía. Su intuición debía haberla avisado de que, tras el siniestro emisario, se encontraba la mano asesina de Aniceto, prefecto de la flota del Miseno, y tras éste la mente perversa de Popea y la débil voluntad de Nerón. Según parece, al almirante se le ocurrió un ingenioso plan que consistía en trucar la cubierta de la litera donde Agripina se retiraría a descansar tras el festejo. En el caso de que la madre del Emperador se librara de morir aplastada, se simularía un naufragio y, en la confusión, Agripina moriría ahogada o apuñalada.

Ahora, recién llegada a la villa de Baulis, mientras se recobraba del naufragio, veía con claridad la jugada. Apenas llegada a la costa se reencontró con miembros de su séquito también supervivientes del naufragio y, en su compañía y con ayuda de gentes de los pueblos vecinos, se trasladó a sus posesiones. Decidida a actuar y segura de que la única forma de sobrevivir y ganar tiempo era no darse por enterada de las verdaderas intenciones de su hijo, se apresuró a enviar a Argemio, un hombre de su confianza, a Bayas, donde se encontraba Nerón:

--Ve y tranquiliza al Emperador —le encomendó—. Dile que repose en su inquietud. Los dioses le han hecho la gracia de mantener viva a su madre para que él disponga así de su consejo.

No sabía que, al otro lado de la bahía, en la villa imperial, ya conocían la noticia del fracaso de su plan criminal. Es más, estaban estudiando la posibilidad de remediar tamaño error. Afranio Burro habló a Nerón. No hacía más que transmitir al Emperador lo que antes había hablado con Séneca. El fracaso de un plan era más injurioso que el crimen en sí mismo. Además, la milicia nunca perdonaría el ataque a la hija del aún venerado Germánico y de su esposa la fiel y digna Agripina la Mayor.

—Es necesario, divino César, acabar lo que ya ha sido comenzado. Aniceto, que inició el trabajo, debe concluirlo para tu mayor gloria.

Minutos después, el prefecto partía al galope y acompañado de una pequeña guarnición hacia la villa de Baulis. Agripina descansaba en sus habitaciones cuando oyó voces. Luego la puerta de sus aposentos se abrió bruscamente y en el umbral apareció Aniceto acompañado por un par de hombres armados. Uno de ellos, sin mediar palabra, fue hasta la Emperatriz madre y la golpeó. Agripina se tambaleó y, por un momento, pensó en pedir auxilio. Se recobró, pensó en su madre, digna, resistiéndose a ser alimentada a la fuerza y dando ejemplo de dignidad y valentía. Vaciló apenas unos instantes y, abriendo de par en par su túnica, se dirigió a Aniceto que esgrimía un afilado y rutilante puñal:

—¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Hiere este vientre que ha cobijado a tu Emperador!

Y murió sin proferir un lamento.

Madres e hijas en la historia

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