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Prólogo

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SELWYN Chancellor no estaba pasando por uno de sus mejores momentos. Se encontraba en su habitación, en la enorme cama de caoba, semiinconsciente, asaltado por los recuerdos. Sus fragmentados sueños acompañados de un agudo dolor que la morfina apenas atenuaba.

Sabía que se estaba muriendo. No le importaba. La muerte le resultaba un alivio, a pesar de haber sido un hombre que siempre se había negado a enfrentarse al hecho de que algún día moriría como todo el mundo. Porque él no era como todo el mundo. Él era Selwyn Chancellor, multimillonario, un hombre de un gran poder, inmensamente rico. Era presidente de Chancellor Group, un conglomerado de empresas que incluían comercio mercantil, inmobiliaria, industria, servicios y transportes y seguros, con filiales por todo el mundo.

Su padre, sir Edwin Chancellor, al que había adorado, siempre le había instado a destacar en todo. Su padre, en las puertas de la muerte, había profetizado un brillante futuro para él: «Sé que puedo contar contigo, Selwyn. Sé que dejo Chancellor Group en buenas manos».

Por aquel entonces, las palabras de su padre habían sido de suma importancia para él. Pero ahora eso ya no contaba. Al final de sus días, se veía obligado a reconocer que apenas había contado con momentos felices en su vida. Era consciente de que algunos sinceramente sentirían su muerte, pero también sabía que, en el momento en que el médico le declarara muerto, los «buitres» atacarían.

Los «buitres», así llamaba a los miembros de su familia. Su reservada mujer, Elaine, le había dado un hijo, Maurice. La mujer de su hijo, Dallas, se había estropeado mucho con los años. Al menos a su mujer, a Elaine, no le había pasado eso; sin embargo, Elaine, por su temperamento, no había sabido estar nunca a la altura de las circunstancias como esposa de un hombre sumamente poderoso. Y no le había ayudado la prematura muerte de su primogénito, Adam. Al final, Elaine se había quitado la vida, aunque oficialmente se había declarado muerte por accidente.

Pero él sabía que no había sido así. La tragedia nunca le había abandonado. Quizá fuera él mismo el responsable.

Era Adam quien debiera haberle sucedido, Adam quien había tenido los conocimientos y el carácter necesarios para ocupar su puesto. Maurice, por el contrario, se había criado a la sombra de Adam, siempre ineficaz, indolente y demasiado avaro. Y lo mismo podía decirse del hijo de Maurice, Troy, el que más placer sentía por verle morir, a pesar de disimularlo con gran maestría. Troy siempre necesitaba más dinero.

En un momento de extraordinaria claridad, vio a la rolliza enfermera apartarse de la ventana y mirar el reloj. Otra inyección. Esa mujer era una obsesa de la puntualidad. La vio colocar la bandeja en la mesilla de noche y luego agarrar una jeringuilla.

–Déjelo, enfermera. Déjeme. Váyase.

La enfermera abrió la boca y la cerró, tragándose lo que iba a decir.

–Vamos, dígame, ¿a qué está esperando? –gruñó él al ver que la enfermera no se había movido.

–El doctor McDowell vendrá a eso de las dos –respondió la enfermera en tono de reproche.

–¿Y eso tiene que hacerme sentir mejor?

Un brillo hostil asomó a los ojos de ella.

–Necesita otra inyección antes de que venga el médico, señor.

–No me venga con impertinencias. Márchese. Y como deje que algún miembro de mi familia entre en esta habitación, quedará despedida al instante.

Unas gotas de sudor aparecieron en la frente de la enfermera. Estaba sumamente bien pagada, residía ahí esos días y comía a la carta. Nadie quería cuidar al viejo.

–¿Necesita algo antes de que me vaya?

–No. Váyase ya.

La enfermera, con expresión de agravio, se marchó.

Selwyn escuchó su propia respiración. ¿Encontraría la libertad al morir? Ojalá. Ojalá pudiera reunirse con la gente a la que había querido y que había perdido. ¿Y si iban a buscarle? La idea le hizo sonreír. Y, mientras sonreía, tuvo otra visión…

–Toma, son para ti, Poppy –una hermosa niña de cinco años y rizos cobrizos le dio un ramo de flores silvestres.

–¡Son preciosas, cielo! –exclamó él, hundiendo la nariz entre las flores, consciente del riesgo de un ataque de estornudos–. Muchísimas gracias.

–Te quiero, Poppy –le dijo la niña dando saltos a su alrededor.

Carol nunca estaba quieta. La pequeña Carol, la única persona en el mundo que le quería sin reservas.

–Yo también te quiero, cielo –respondió él con absoluta sinceridad.

Él estaba sentado en la terraza de la parte posterior de la casa tomándose un café antes de irse a la oficina. Tras vaciar la taza de café, se puso en pie y tomó la mano de la niña.

–¿Qué vas a hacer hoy? –preguntó a la pequeña.

Era sábado y sabía que la madre de Carol, Roxanne, no se iba a molestar en llevar a la niña a ninguna parte. Roxanne era una madre pésima, pero él había contratado a una excelente niñera, una mujer encantadora de mediana edad y con gran experiencia con niños. La niñera y Carol se llevaban de maravilla.

–¿Por qué papá y tú no os quedáis conmigo en casa hoy, Poppy? –preguntó la niña en tono de ruego.

–No es posible, cielo –respondió él acariciándole los rizos–. Tu padre y yo tenemos trabajo. Un trabajo muy importante.

–¿No puede esperar? –dijo ella con impaciencia.

–Me temo que no. ¿Qué te parece si lo dejamos para mañana? Mañana podríamos ir a Beaumont. ¿De acuerdo?

Tendría que hacer un hueco en su apretado calendario, pero su nieta se lo merecía.

Carol se puso a aplaudir, mirándole con brillantes ojos azules.

–¡Estupendo! Eres el mejor abuelo del mundo –declaró Carol agarrando su gran mano para besársela.

Selwyn no pudo contener un sollozo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. No hacía tanto tiempo que su querida nieta había desaparecido, al igual que su hijo Adam. Aunque había seguido al corriente de la vida de su nieta, a pesar de la distancia. La traicionera Roxanne se había vuelto a casar, con Jeff Emmett, un banquero, apenas dieciocho meses después de la muerte de Adam; no obstante, él había seguido encargándose de cubrir todos los gastos referentes a Carol. Había seguido todos los pasos de su nieta. La había observado a distancia, desde el asiento posterior de su Rolls. Y había contratado a su mejor y más discreto investigador privado para que no perdiera de vista a su nieta, y para que le tuviera informado sobre la madre de Carol y su padrastro.

Un año atrás, cuando se enteró de que tenía cáncer, había llamado a su abogado. Pero no a Marcus Bradfield, de Bradfield Douglass, sino a uno de los jóvenes abogados del despacho, Damon Hunter, el hombre que le había dado nuevas ideas para ahorrar dinero a sus empresas. Era Hunter quien se había encargado del nuevo testamento.

Tras investigar a fondo al joven abogado, sus dudas se habían disipado por completo. Hunter era un profesional y un hombre extraordinario, y por eso le había encargado que cuidara del dinero de Carol y velara por sus intereses hasta que su nieta cumpliera los veintiún años el próximo agosto. Sí, a pesar de su juventud, Hunter era su hombre.

Carol era la única de la familia a quien realmente quería. Carol era la hija de Adam.

En sus últimos momentos, Selwyn Chancellor conjuró otra imagen de su nieta, la imagen de la última vez que la había visto: Carol había dirigido la mirada al otro lado de la calle y habría notado el lujoso coche de no ser por haber estado entretenida charlando con una de sus amigas, una de sus compañeras de universidad con quien la había visto en algunas ocasiones. Carol estaba guapa y llena de vida, y verla así le tranquilizó enormemente. Estaba seguro de que Damon Hunter velaría por los intereses de Carol, y eso que él no era proclive a fiarse de nadie.

Debía de estar teniendo alucinaciones porque le pareció que su preciosa Elaine se había detenido a los pies de su cama.

–¿Eres tú, Elaine? –susurró Selwyn tratando de incorporarse.

Ella no habló, pero se le acercó más, como un espíritu listo para encargarse de su alma.

La imagen se hizo más clara. Sí, era Elaine, resplandeciente.

Y Selwyn no tuvo miedo, sino que quiso irse con ella.

Selwyn Chancellor extendió la mano para tomar la de su esposa.

Y se fue con ella.

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