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Capítulo 1

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Ava, conduciendo, contempló el esplendoroso sol veraniego que iluminaba la exquisita campiña francesa y deseó estar a mil kilómetros de allí. Tal vez a un millón. En otro planeta donde nadie conociera su nombre. Donde nadie supiera que el hombre con quien su padre había esperado que se casara iba a casarse con otra mujer y nadie la compadeciera por ello.

«Es hora de que dejes de perder el tiempo en París, hija, y vuelvas a casa, a Anders».

Ese comentario condescendiente, de esa misma mañana, le había hecho hervir la sangre. Llenaba su cabeza, apagando la voz que, en la radio, cantaba sobre su anhelo de volver a casa. Su casa era el último lugar al que Ava quería ir.

Por supuesto, la ira de su padre se debía a que lo había decepcionado que el hombre al que había estado prometida en matrimonio desde que era una niña se hubiera enamorado de otra. Le había dicho «¡Una mujer de tu edad no tiene tiempo que perder!», como si estar a un año de cumplir los treinta fuera culpa suya.

Lo cierto era que Ava quería enamorarse. Quería casarse. Pero no con Gilles, un amigo de infancia que era como un hermano para ella; él tampoco había querido casarse con Ava. El problema era que habían seguido el juego al compromiso ideado por sus padres demasiado tiempo, utilizándose el uno al otro para asistir juntos a eventos cuando les resultaba conveniente.

A su padre no le habría gustado nada enterarse de eso. De alguna manera, tras la muerte de su madre hacía quince años, su relación con él se había desintegrado hasta el punto de que apenas se hablaban. Todo habría sido muy distinto si ella hubiera sido un chico.

Muy distinto.

Habría tenido otras opciones. Para empezar, habría sido el príncipe heredero y, aunque no tenía ningún deseo de gobernar su pequeña nación europea, al menos habría tenido el respeto de su padre. Su afecto. Algo.

Ava aferró el volante con más fuerza y tomó la estrecha carretera campestre que corría junto al Château Verne, la propiedad del siglo XV de Gilles.

Durante ocho años había vivido feliz y de forma discreta en París. Había estudiado en la universidad y creado su propia empresa. Solo asistía a los eventos reales cuando Frédéric, su hermano, estaba ausente. Pero temía que eso llegaría a su fin, ahora que Gilles, marqués de Bassone, iba a casarse con una amiga suya.

Ava arrugó la nariz por su estado melancólico. Gilles y Anne se habían enamorado a primera vista dos meses antes y se les veía muy felices. Se completaban el uno al otro de un modo que habría inspirado a los poetas; no estaba celosa.

En absoluto.

Su vida iba de maravilla. Su galería, Gallery Nouveau, acababa de ser reseñada en una prestigiosa revista de arte y tenía más trabajo que nunca. Era cierto que su vida amorosa era más bien inexistente, pero su ruptura con Colyn, el hombre con quien habría creído que acabaría casándose, sucedida tres años antes, la había dejado emocionalmente agotada y algo temerosa.

Veinte años mayor que ella, le había parecido el epítome del intelectualismo burgués: un hombre al que no le importaba su sangre real y la amaba por sí misma. Había tardado dos años en darse cuenta de que el sutil criticismo y su deseo de «enseñarle» cuanto sabía se debía a que era un hombre tan egocéntrico y controlador como su padre.

Deseó no haber pensado en él, porque se sintió aún peor. Solo se había sentido tan mal cuando paseaba sola a orillas del Sena y veía a parejas que no podían dar más de dos pasos sin besarse.

Ella nunca había sentido eso. Ni una vez. Se preguntaba si llegaría a sentirlo.

Tras romper con Colyn había decidido salir solo con hombres agradables y con valores familiares sólidos. Pero no le habían inspirado más que amistad. Por suerte, su negocio la mantenía demasiado ocupada para pensar en lo que le faltaba. Y en cuanto a envejecer...

Ajustó el volumen de la radio y pisó el freno antes de tomar una curva, pero no funcionó. Suponiendo que había pisado el acelerador, intentó corregir el error, pero el coche entró en una zona de gravilla y empezó a patinar.

Sintiendo pánico, agarró el volante para mantener el coche recto, pero la inercia hizo que el vehículo chocara contra un árbol. Ava gimió cuando su cabeza golpeó el volante.

Durante un momento, se quedó inmóvil. Después se dio cuenta de que el coche seguía rugiendo, así que levantó el pie del acelerador y paró el motor. Al mirar por la ventanilla comprobó que su coche estaba sobre un montón de rocas y matojos de brezo en flor.

¡Menudo fallo de concentración!

Soltó el aire lentamente y movió las extremidades una a una. Por suerte, había ido demasiado despacio para resultar herida. Eso era bueno, pero se imaginó a su padre moviendo la cabeza con reproche. Siempre le decía que utilizara un chófer para eventos oficiales, pero no le hacía caso. Discutir con él se había convertido casi en un deporte. Un deporte que a él se le daba mucho mejor. Era una de las razones de que hubiera decidido estudiar Bellas Artes en la Sorbona. Si se hubiera quedado en Anders le habría sido imposible mantener la promesa que le había hecho a su madre en su lecho de muerte: que intentaría llevarse bien con él.

Recordó la conversación de esa mañana. Ella no podía volver a Anders, no tenía nada que hacer allí. No podía pasarse el día sentada mientras esperaba a que él le buscara otro esposo apropiado. La idea le provocaba escalofríos.

Ava abrió la puerta con cuidado y salió. Los tacones de sus botines se hundieron en la tierra.

Fantástico. Como propietaria de una galería, era imperativo mantener un aspecto impecable; no podía permitirse arruinar sus preciadas botas de Prada, porque no podía reemplazarlas. Hacía mucho tiempo que no aceptaba dinero de su padre, otra decisión que lo había irritado.

Se inclinó hacia el coche para recoger su bolso. El teléfono se había caído con el golpe y la pantalla estaba rota. No se sabía el número de Gilles de memoria, así que lo tiró dentro del coche con frustración. Siempre podía llamar al servicio de emergencia, pero entonces su accidente saldría en todos los periódicos. Pensar que «la pobre princesa rechazada» recibiera más atención esa semana le hizo rechinar los dientes.

Tendría que ir andando.

Pero allí de pie, con las manos en las caderas, se dio cuenta de lo lejos que quedaba la verja principal. Destrozaría sus adoradas botas y llegaría acalorada y sudorosa. Esa no era la entrada grácil y digna que había planeado. Si una de las furgonetas de la prensa que había visto unos kilómetros atrás la veía...

Se preguntaba qué hacer cuando tuvo una idea alocada. Por suerte, se había estrellado cerca de un sección del muro en la que solía jugar con su hermano Frédéric, su primo Baden y Gilles en su infancia, durante sus visitas al castillo. Escalar el muro como si fueran espías revolucionarios había sido su juego secreto, e incluso habían creado apoyos para escapar de enemigos imaginarios.

Ava sonrió por primera vez ese día. Era una medida desesperada, pero solo faltaban unas horas para la boda de Gilles. Siempre le había gustado escalar de niña; sería aún más fácil siendo adulta.

–Hay una mujer en el muro sur, jefe. ¿Qué quiere que hagamos con ella?

–¿En el muro? –Wolfe se detuvo en el centro de uno de los pasillos de Château Verne.

–En lo más alto –dijo Eric, uno de los miembros del equipo de seguridad de Wolfe.

Wolfe se tensó. Seguramente sería una reportera que intentaba conseguir información sobre la boda de su amigo con la hija de un controvertido político americano. Llevaban todo el día acechando el castillo como buitres. Pero nadie se había atrevido a saltar el muro antes. Por supuesto, había estado preparado para esa posibilidad y por eso habían atrapado a la intrusa.

–¿Nombre?

–Dice que es Ava de Veers, princesa de Anders.

–¿Identificación? –Wolfe no creía que una princesa pudiera intentar escalar un muro de doce metros de altura.

–No lleva. Dice que tuvo un accidente de coche y seguramente se cayó del bolso.

Inteligente.

–¿Cámara?

–Sí.

Wolfe consideró sus posibilidades. Incluso desde dentro del castillo podía oír el motor de los helicópteros de la prensa que sobrevolaban el edificio. Aún faltaban tres horas para la boda y pensó que sería mejor aumentar el perímetro de seguridad, para evitar nuevos intentos.

–¿Quiere que la lleve a la base, jefe?

–No –Wolfe se pasó la mano por el pelo. Prefería echarla al otro lado del muro a darle acceso a la propiedad conduciéndola a la casita que estaban utilizando sus hombres–. Déjala donde está. Y, Eric, no dejes de apuntarla con la metralleta hasta que llegue –era un justo castigo por intentar colarse en un evento privado.

–Oh, ¿quiere decir que la deje en el muro?

El titubeo de Eric hizo que Wolfe comprendiera que era una mujer atractiva.

–Sí, es exactamente lo que quiero decir –podía ser una loca en vez de una periodista–. Y no hables con ella hasta que llegue.

Wolfe confiaba en sus hombres, pero no necesitaba a ninguna Mata Hari que los liara.

–Sí, señor.

Wolfe guardó el teléfono. No iba a poder participar en el partido de polo que había organizado Gilles. Maldijo para sí. Se había ofrecido a ocuparse de la seguridad de su boda, y el trabajo siempre era lo primero.

Cuando salió, Wolfe encontró a Gilles y a los demás esperándolo en los establos, con los caballos ensillados y listos para ponerse en marcha. Wolfe miró el caballo árabe de color blanco que Gilles le había prometido. Había estado deseando montar al semental.

Decidió que podía hacerlo de todas formas. Agarró las riendas y subió con facilidad a lomos del caballo. El semental se removió bajo su peso y Wolfe le dio una palmadita en el cuello.

–¿Cómo se llama?

–Achilles. Es un animal de lo más rebelde –Gilles torció la boca–. Os llevaréis bien.

Wolfe se rio de su aristocrático amigo. Hacía años que habían formado un vínculo irrompible, cuando entrenaban juntos para formar parte de una fuerza militar de élite. Se habían apoyado el uno al otro en los tiempos difíciles y celebrado los buenos. Gilles solía recitar poesía y contar mitos griegos para mantenerse despierto mientras esperaban a que ocurriera algo. Por su parte, Wolfe, un rudo australiano del campo, había utilizado un método más sencillo: determinación y fuerza de voluntad. Eso le había sido muy útil cuando cambió las operaciones especiales por el desarrollo de software y creó el programa de espionaje más sofisticado del planeta.

Wolfe Inc. había surgido de ahí, y cuando su hermano menor se unió a la empresa, la expandieron para cubrir todos los aspectos del negocio de seguridad. Mientras su hermano disfrutaba con la vida empresarial, Wolfe prefería la libertad de ocuparse de todo un poco. Incluso seguía aceptando algunas operaciones encubiertas de determinados gobiernos. Necesitaba riesgo y descargas de adrenalina.

–Eres un soñador, Monsieur le Marquis.

–Solo soy un hombre que sabe mantener el equilibrio en su vida, Ice –replicó Gilles con buen talante, utilizando el viejo apodo militar de Wolfe. Subió a un caballo castaño–. Tendrías que intentarlo alguna vez, amigo.

–Tengo equilibrio de sobra en mi vida –gruñó Wolfe, pensando en la rubia vienesa de quien lo había alegrado librarse un mes antes–. No necesitas preocuparte de eso.

Achilles relinchó y levantó la cabeza, retador.

–No me uniré a vosotros todavía. Tengo que comprobar un asunto –mantuvo el tono tranquilo para no alarmar a su amigo, que tenía que concentrarse en por qué estaba entregándose a una mujer en matrimonio, no en la mujer que estaba sentada en uno de los muros del castillo–. Achilles y yo nos uniremos a vosotros en un rato.

El caballo tiró con la cabeza y Wolfe sonrió. No había nada como utilizar su destreza para dominar a un animal difícil. Le gustaba la bestia.

Ava admitió que no era más fácil escalar un muro siendo adulta. De hecho, le había dado mucho miedo y le había demostrado su falta de forma. Le dolían los músculos de los brazos. Además, había descubierto que habían talado el viejo castaño con el que había contado para el descenso, y dos guardas de seguridad la apuntaban con metralletas.

No había pensado que Gilles habría contratado seguridad adicional para la boda. Por supuesto, los hombres no se habían creído lo del accidente de coche. Lo único que faltaba para completar el día era que los helicópteros de la prensa la vieran.

Mirando el terreno irregular donde había estado el magnífico árbol, se dijo que todo era culpa de Gilles. Y sin duda habían elevado el muro desde que lo había escalado con doce años.

–Si recorréis unos doscientos metros por la carretera, encontrareis mi coche y sabréis que digo la verdad –les dijo a los dos guardas, intentando contener el mal genio del que tanto se quejaba su padre.

–Lo siento, señora. Son órdenes del jefe –dijo el que tenía un aspecto más compasivo de los dos.

–Ya. Pero tengo dolor de cabeza y me gustaría bajar.

–Lo siento, señora...

Ava se preguntó qué harían los dos hombres si decidía saltar. No era una opción práctica, porque probablemente se rompería un tobillo. Cerró los ojos y se tocó la frente. Tenía un chichón tan enorme como un huevo.

Una ola de irritación estuvo a punto de hacerle caer. Se dijo que era irracional enfadarse con los hombres, dado que era culpa suya. Pero se sentía como una tonta sentada en el muro.

–¿Y dónde está ese jefe vuestro? –preguntó.

–Llegará pronto, señora.

También llegaría la Navidad. En cuatro meses.

Un ruido hizo que Ava girara la cabeza. De repente un destello blanco entre el verdor captó su atención. Ava se quedó absorta mirando al bello semental que llegaba al galope. El jinete la dejó sin aliento.

El pelo rubio y revuelto enmarcaba un rostro orgulloso, de nariz fuerte y mandíbula cuadrada. Los anchos hombros y el torso delgado estaban cubiertos por un polo negro ajustado. Las piernas largas y musculosas, perfectamente delineadas por los pantalones y botas altas de montar.

Percibió que estaba furioso, aunque él no había movido un músculo de la cara. La miraba con la intensidad de un depredador. Incluso cuando el caballo se removió con impaciencia y agitó la cola, el hombre siguió inmóvil.

Ava, con el pulso acelerado, se agarró al muro. El calor estaba relajándole las extremidades. Se dijo que era culpa del sol, no del guerrero que la miraba con una arrogancia casi insolente.

–¿Eres la razón de que aún siga en este muro? –dijo, sin pensarlo. Se arrepintió de inmediato. Había pretendido ser agradable, poner fin a la situación cuanto antes. Pero al ver como él tensaba la mandíbula supo que eso no ocurriría.

Wolfe no movió un músculo mientras examinaba a la mujer. Se había equivocado. No era atractiva. Era increíblemente atractiva. Tenía pómulos altos, piel dorada como la miel, ojos oscuros como la noche, pelo negro recogido en una cola de caballo y una boca que daba la impresión de estar esperando ser besada.

Por él.

Desechó con impaciencia el inesperado pensamiento y bajó la mirada hacia la camisa blanca que el viento pegaba contra sus pechos y los vaqueros que se ajustaban a sus piernas largas y delgadas. Descubrió que estaba descalza.

Achilles agitó la cola como si a él también lo perturbara la visión. Entonces, la mente de Wolfe registró la altanera pregunta que le había hecho y recuperó el control. Era una intrusa y estaba arruinando su partido de polo, si estaba molesta tendría que aguantarse.

–No –replicó–. Tú eres la razón de que sigas en ese muro.

Ignorando su siseo de irritación, desmontó y se aproximó a sus hombres. Notó que ella lo seguía con la mirada y se preguntó de qué color serían sus ojos, lo que lo irritó aún más.

Esperó a que Eric le explicara cómo la habían encontrado y después le pidió que le entregara el bolso de cuero que tenía en la mano.

–¿La metralleta es imprescindible? –preguntó ella desde arriba, con tono de aburrimiento.

–Solo si tengo que dispararte con ella. Deja las manos donde pueda verlas.

–¡No soy ninguna criminal!

–¿Has encontrado algo de interés? –le preguntó a Eric, ignorándola a ella.

–No, jefe. Las típicas cosas de mujer. Lápiz de labios, pañuelos de papel, horquillas. No hay tarjeta de identificación, como ya le dije.

–Ya les he dicho a tus perros guardianes que tuve un accidente y la cartera debió de caerse.

–Muy conveniente.

–¿Para quién? ¿Para ti?

–Tienes una lengua muy afilada para alguien en tu situación –Wolfe le lanzó una mirada que habría asustado a muchos hombres. Deseó que ella dejara de hablar. El tono grave de su voz, levemente acentuada, estaba teniendo un efecto inesperado en su cuerpo.

–Soy la princesa Ava de Veers de Anders y exijo que me dejes bajar de aquí de inmediato.

Wolfe volvió a recorrerla con la mirada, por puro placer y porque sabía que eso la pondría en su sitio.

–¿Qué haces en un muro, princesa? ¿Aprender a volar?

–Soy una invitada a la boda y perderás tu trabajo si insistes en dejarme aquí arriba. Es probable que ya esté quemada por el sol.

–Lo dudo –el sol no brillaba con fuerza y ella tenía la piel de tono dorado–. Y los invitados suelen llegar por la puerta principal. ¿Para qué medio trabajas?

–Yo no... –ella arrugó la frente.

–¿Periódico? ¿Revista? ¿Televisión? Bonita cámara. ¿Te importa que eche un vistazo?

–Sí, me importa.

Él dejó el bolso en el suelo y empezó a mirar las fotos.

–He dicho que sí me importa.

–Eso me da igual.

–¿Y por qué te has molestado en preguntarlo?

–Modales –dijo él, sonriendo al oír la exasperación de su voz.

Ella emitió un ruidito que dejó claro que él no sabía lo que eran los modales.

–Bonitas fotos de famosos –dijo él mirándola de nuevo–. Repito, ¿para qué periódico trabajas?

–No soy una paparazzi, si es lo que sugieres.

–¿No?

–No. Soy propietaria de una galería de arte. Esas fotos son de una inauguración. Pero no es asunto tuyo.

–Dada la situación en la que estás, yo diría que sí lo es –Wolfe se frotó el mentón.

–Entiendo lo que parece esto –ella parecía estar conteniendo el mal humor a duras penas–. E incluso aprecio lo eficaces que han sido tus hombres al verme...

–Eso me alegra mucho.

–Pero –siguió ella–, soy quien digo ser. Mi coche está a unos doscientos metros y tus hombres ya lo sabrían si se hubieran molestado en ir a buscarlo, en vez de apuntarme con sus armas como si fuera una terrorista.

–Oh, lo siento –Wolfe le dio la cámara a Eric. No se molestó en ocultar el desdén que sentía por las princesas altaneras, reales o imaginarias, que creían que sus necesidades estaban por encima de las de los demás–. ¿No te lo había dicho? Mis hombre aceptan órdenes de mí, no de ti.

–Muy conveniente –dijo ella con un mohín que hizo que su boca pareciera aún más sexy.

Él no estaba de humor para apreciar su pulla y se planteó tirarla al otro lado del muro antes de verificar su identidad.

–Eric. Dane. Id en el jeep a buscar su coche. Si es que existe.

Ella rezongó y cambió de posición. Tenía que estar muy incómoda, pero se lo había buscado.

–He dicho que dejaras las manos donde pudiera verlas –dijo él.

–¿Crees que podría esperar en el suelo a que regresen tus hombres? Prometo no atacarte.

El aire parecía zumbar con el calor antagonista que ella le provocaba. Su acento daba a sus palabras sarcásticas un tono sexy. Era una mezcla perfecta de belleza y espíritu. Le costaba controlar su libido y eso lo molestó mucho.

–Creo que podré manejarte.

Ella miró su boca y Wolfe sintió que la lujuria lo recorría de arriba abajo. Esperó, sin aliento, a que el calor que sentía en la entrepierna se disipara, pero empeoró. Después, sus ojos se encontraron y la química que había estado intentando evitar fue como una corriente eléctrica.

El modo en que se ensancharon sus ojos le hizo pensar que tal vez había leído sus pensamientos. Pero era imposible. Tras catorce años en el negocio, Wolfe sabía ocultar sus sentimientos; había sabido hacerlo al poco tiempo de empezar a andar.

Quizás ella había sentido la misma quemazón que él. Y no le había gustado, a juzgar por su mirada. Eso le dio qué pensar. Si fuera una periodista o, peor aún, una activista política, ya habría utilizado esa conexión para manipularlo, no lo miraría como si la hubiera quemado.

Miró las delgadas muñecas que salían de los puños de la camisa masculina y luego las manos, con una manicura perfecta. Era obvio que no trabajaba con las manos.

Supo instintivamente que era quien decía ser. Se veía en su apostura real, el arco de cisne de su cuello, su aire altanero y en que lo miraba como si fuera un empleado. Su madre había mirado a su padre así y Wolfe siempre había sentido pena del pobre bastardo.

–¿Tienes alguna sugerencia sobre cómo puedo bajar de aquí?

–¿Te gustaría que sacara mi escalera plegable del bolsillo trasero? –se burló Wolfe–. Oh, cielos. La dejé en casa –abrió las manos con las palmas hacia arriba–. Supongo que tendrás que saltar a mis brazos, princesa. Qué ilusión.

–¿Te consideras el nuevo Zorro? –le preguntó ella con dulzura.

–Solo porque dejé mi cinturón de herramientas de Batman en casa.

–¿Con Robin?

–Muy lista –a pesar de su malhumor, soltó una risita–.Tira las botas primero –lo último que deseaba era que lo acuchillara con uno de esos peligrosos tacones y, por el brillo de sus ojos, parecía ser lo que estaba planteándose hacer.

–Tengo una idea mejor. ¿Por qué no bajo por donde he subido?

–No.

–Tiene más sentido –ella apretó los labios.

–Inténtalo y te disparo.

–No tienes un arma.

–Sí que la tengo.

Ella hizo una pausa y él supo que estaba evaluando si decía la verdad o no. Recorrió su torso y sus piernas con la mirada y él sintió una oleada de excitación, como si lo hubiera tocado.

–Estás siendo muy obtuso –rezongó ella.

–Aún no –Wolfe consiguió controlar la irritación por su respuesta física hacia una mujer que ya le desagradaba–. Pero estoy cerca de serlo.

–Si me dejas caer te demandaré.

–Si no te das prisa en bajar de ahí, seré yo quien te demande a ti.

–¿Por qué razón?

–Por impacientarme. Ahora, pásame las botas. Con cuidado –advirtió él.

Con un suspiro, ella dejó caer las botas.

–Ahora tú –su voz había enronquecido, una indicación clara de que parte de él tenía ganas de tenerla entre sus brazos. Eso no tenía nada de malo. Aunque no estuviera interesado en iniciar otra aventura de momento, era un hombre y esa mujer era una belleza.

–Preferiría esperar a una escalera.

Él también lo habría preferido.

–Entonces, acomódate. Dirijo el equipo de seguridad, no el de rescate.

–No me parecía tan alto cuando era más joven –dijo ella, mirando el suelo dubitativa–. ¿Y qué ha pasado con el castaño que había aquí?

–Ahora me confundes con el jardinero, princesa. ¿Qué vendrá después?

–No te confundiré con un hombre agradable, eso seguro –ella estrechó los ojos–. Y el título correcto es «Alteza real».

Él conocía el tratamiento correcto. Aunque no fuera miembro de la realeza, había conocido a tantos en su vida que sabía cómo dirigirse a ellos.

–Gracias por la pista. Pero no tengo todo el día. Así que vamos –era hora de dejar de pensar en la tentadora curva de sus senos.

–¿Tú no tienes todo el día? Gracias a ti, llego con un retraso impresionante –se quejó ella.

–Me sangra el corazón.

–Eres muy grosero.

–¿Quieres que te deje ahí arriba? –la amenazó él, impaciente.

–Discúlpame por sentirme intranquila.

–Nunca he dejado caer a una princesa –Wolfe suspiró y volvió a alzar las manos.

–Dudo que hayas tenido la oportunidad –farfulló algo en francés y él deseó sonreír. La mujer era puro fuego y descaro.

Apoyándose en las manos, titubeante, ella levantó un muslo y luego el otro, para asegurarse de que sus vaqueros no se enganchaban.

–¿Quieres que cuente hasta tres? –farfulló él.

Ella le lanzó una mirada oscura, luego cerró los ojos y saltó del muro.

Wolfe sintió su esbelto dorso deslizarse entre sus manos y la rodeó con sus brazos antes de que tocara el suelo. Ella tomó aire y el movimiento hizo que sus senos se apretaran contra el duro pecho de él.

Se agarró a su cuello y él sintió los latidos de su cuello en el rostro. Sus sentidos se llenaron con su calor y su aroma. El perfume solía empalagarlo, pero no fue el caso con el de ella. Tal vez por eso la sujetó más tiempo del necesario, apretada contra él como si llevara haciéndolo toda la vida. Lo suficiente para preguntarse cómo sería estar dentro de ella.

Tensa. Caliente. Húmeda.

Wolfe echó la cabeza hacia atrás, dominado por sus sentidos, y se encontró con los exquisitos ojos de un azul oscuro, casi marino. Fue como si sintiera el impacto de un misil.

–Puedes dejarme en el suelo –jadeó ella.

Pero él también podía deslizar las manos hacia su trasero y hacer que rodeara su cintura con las piernas. Como si hubiera hablado en voz alta, el aire que los rodeaba se espesó. Sintió cómo cada centímetro de su cuerpo ardía contra el de él.

Casi avergonzado por el intenso deseo que sentía de besarla, la dejó en el suelo y se apartó de ella. Fue entonces cuando vio la hinchazón que tenía en la sien.

–Necesitas que echen un vistazo a ese golpe.

–Estoy bien.

–Ponte las botas. Es hora de irnos –se concentró en agarrar a Achilles mientras serenaba su mente. Lo suyo sería que la cacheara, que comprobara que no era una amenaza pero, diablos, no pensaba volver a tocarla. Ya era bastante malo tener que hacerla subir al caballo. Eric y Dane tardaban en volver, y se preguntó qué los retenía.

–Prefiero andar –dijo ella, mirando al semental y luego a él.

–Puedes tentar mi paciencia, princesa, pero no te lo recomiendo –dijo él, dándose cuenta de que funcionaba a media asta y que si estuviera en una expedición militar posiblemente habría muerto.

Ella parpadeó, como si su tono áspero la hubiera sorprendido.

–A diferencia de tus hombres, yo no acepto órdenes tuyas.

–Todavía no hemos establecido tu auténtica identidad, así que sube a ese caballo o te ataré las manos con una de las riendas y te arrastraré –dijo Wolfe con expresión dominante.

–Me gustaría verte intentarlo –lo retó ella.

–No me digas –le costaba creer que esa mujercita estuviera cuestionando su farol.

Ella cerró las manos y se las puso en las caderas. Eso hizo que él fijara la vista en sus esbeltas curvas, algo poco inteligente, dado su estado de ira y excitación sexual. Por supuesto, no la arrastraría, pero podía dominarla y tirarla sobre la silla del caballo.

–Solo los hombres con apéndices pequeños se hacen los duros –dijo ella, cauta.

–Y solo las mujeres que son increíblemente estúpidas retan a un hombre al que no conocen respecto a su virilidad. Por suerte para ti, no me siento obligado a demostrar mi valía a determinado tipo de mujeres.

–¿Qué puedo decir? –movió la cadera con insolencia–. Sacas lo mejor de mí.

–Estoy seguro de que esto queda lejos de lo mejor, princesa –farfulló él, molesto por su actitud provocativa.

Ella alzó las cejas y Wolfe se dio cuenta de que, sin pretenderlo, había revelado lo atractiva que la encontraba. Sin duda, estaba acostumbrada a eso y se aprovecharía al máximo si le daba la menor oportunidad.

Algo que no pensaba hacer.

Iba a poner fin a su actitud rebelde subiéndola al caballo a la fuerza, cuando sonó su móvil.

–Hemos encontrado el coche, jefe. Es legal. Su cartera estaba debajo del asiento delantero.

Wolfe gruñó una respuesta y dijo a sus hombres que se reunieran con él en la casita. Cuando alzó la vista y vio la mirada de superioridad de ella, supo que había entendido la conversación.

–Parece que eres quien dices ser. La próxima vez, utiliza la verja –llevó a Achilles a su lado y agarró el estribo–. Dame la pierna.

–¿Ni siquiera vas a pedirme disculpas?

Su tono de superioridad hizo que cualquier posible disculpa de Wolfe muriera en sus labios.

–¿La pierna? –repitió, con ojos fríos y velados.

Ella se echó la cola de caballo hacia atrás, dio un paso adelante y tropezó, cayendo en brazos de él. Ya muy sensibilizado al contacto y, preguntándose si lo había hecho a propósito para desequilibrarlo, Wolfe la apartó de inmediato.

–No intentes utilizar ese cuerpo tan sexy para conseguir mi favor, princesa –dijo.

–Créeme, tocarte es lo último que deseo hacer.

Agarró las riendas y apoyó el pie en la mano de él. Wolfe no supo si sentirse divertido o airado. Si no hubiera tenido que supervisar una instalación informática tras la boda de Gilles, se habría quedado a enfrentarse al reto que ella suponía. Pero tenía trabajo y no era tan estúpido como para involucrarse con otra mujer difícil.

–Échate hacia atrás –le dijo. No iba a permitir que cabalgara delante de él, entre sus muslos.

–Por favor, deja de mascullar. Eres, sin duda, el individuo más irritante que he conocido.

Wolfe estaba a punto de decirle que el sentimiento era mutuo, cuando ella le quitó las riendas de las manos y clavó los talones en los flancos de Achilles. El caballo respondió como el pura sangre que era: se lanzó al galope.

¡Wolfe no podía creerlo!

Esa bola de fuego no solo lo había excitado solo con respirar, además le había ganado la partida. Eso nunca le había ocurrido antes.

–¡Maldición!

Jurando entre dientes, Wolfe soltó un silbido. Si Gilles entrenaba a sus animales bien, el caballo pararía en seco.

El guardaespaldas de la princesa

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