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La muerte ha sido vencida

Cuando las fuerzas y la esperanza se acaban, hay un Dios que puede hacer posible lo imposible

Por Mateo Kurrle

He tenido la grata oportunidad de nacer en un hogar donde abundaban los valores y principios morales que toda familia debería tener. En mi niñez, nunca me faltó nada: tuve amor, respeto, cariño mutuo, atención, mucha unidad y sobrada diversión. Tuve comida, techo, y ropa. Mis padres siempre se han amado mucho, y mis hermanas son un tesoro para mí. Considero que soy un chico responsable, en mis tiempos de escuela era muy diligente en mis tareas y aplicado en cada materia.

Algo importante que debo mencionar es que, desde niño, fui instruido en la fe cristiana, enseñado en los principios y valores bíblicos. Aprendí a orar y a leer la Biblia, e iba fielmente a la hora feliz de la iglesia. Puedo decir que me sabía casi todas las historias de los personajes testamentarios, y siempre ganaba las competencias de preguntas bíblicas. Todo parecía ir bien. Dios era alguien importante para mí y para mi familia.

Épocas de cambios

El tiempo fue pasando, crecí, y de esa manera comenzaron nuevas experiencias. A mis doce años, por ejemplo, empecé a descubrir cambios en mi cuerpo, y se despertaron nuevos intereses que antes no tenía. Comencé a tener más amigos, y mentiría si dijera que eran buenos ejemplos, incluso amigos que supuestamente eran cristianos. En el proceso de experimentar cambios, mis intereses comenzaron a alterarse, y lo que antes me parecía atractivo, como leer la Biblia y orar, se volvió obsoleto. El entusiasmo había desaparecido, y según mi criterio, tenía mejores cosas que hacer que dedicarle tiempo a Dios.

A mis catorce, ya vivía una vida al margen de una relación personal con Dios, pero esa actitud no era tan obvia para mí, ni para mi familia. La realidad es que creía estar bien con Dios, porque simplemente cumplía con la norma de ser un buen chico, pero no tenía idea de que estaba distanciándome silenciosamente de Él. Para resumir en una frase, podría decir que tenía una vida “muy ocupada en mí mismo”. Pero todo eso iba a cambiar…

Una noche de invierno del 2017, luego de volver de mi entrenamiento de básquetbol, comencé a sentir fuertes dolores de cabeza. Con mi familia creímos que solo se trataba de estrés, ya que tenía una agenda de compromisos muy cargada. Lo alarmante fue que la semana siguiente volví a tener los mismos dolores, y esta vez vinieron acompañados de un incómodo adormecimiento en la parte derecha de mi cara. Dejamos pasar una semana más, y sucedió exactamente lo mismo, pero en esta ocasión el dolor ya se había intensificado. Esto fue suficiente para que fuéramos a consultar al médico.

Me hice una tomografía de la cabeza, y el doctor indicó que podía observar ciertas anormalidades en mi cráneo, tales como una mancha en su parte izquierda, y rastros de lesiones en mis huesos. El consejo fue que busquemos la opinión de más especialistas. Al final, después de un mes de consultas, todos los doctores nos recomendaban hacer una biopsia, así que agendaron la cirugía para el 25 de julio de 2017. Yo ni siquiera sabía lo que era una biopsia en ese entonces.

La operación duró casi tres horas, y salió exitosa. Fueron 33 puntos de sutura en mi cabeza. El corte era bastante pronunciado, comenzando desde el frente de mi cabeza, y haciendo una curva hasta llegar a la sien. Decidieron extraerme 6 cm de diámetro de hueso de mi cráneo, un pedazo apenas más pequeño que una medalla olímpica, y en reemplazo, me implantaron una prótesis. Fue algo muy extraño y particular saber que una parte de mí ya no se encontraba ahí, sino que ahora era objeto de estudio en un laboratorio.

Mi recuperación fue ideal, y dos días más tarde ya me habían dado el alta. Así volvimos a casa. Recuerdo que mi papá predicó en el servicio de nuestra iglesia ese fin de semana, transmitiendo la esperanza de que el resultado de la biopsia iba a salir negativo a cualquier enfermedad. Recuerdo que todos aplaudieron cuando mi papá dijo eso frente al púlpito. “No hay nada que temer”, decía.

Pasaron quince días, y volvimos al hospital para conocer el resultado del diagnóstico. Me pidieron que espere afuera, para hablar con mis padres. El tiempo pasaba, y yo seguía esperando frente a la puerta del consultorio, ansioso por saber qué noticias había de la biopsia. Diez, quince, treinta minutos pasaron, y ya se volvía insoportable. De repente, llegó el momento en que la puerta se abrió y vi a mis padres salir. Tan solo con ver sus rostros pude darme cuenta de que algo no andaba bien. En ellos se observaba un semblante bastante desalentador.

Novedades preocupantes e inesperadas

Si tan solo pudiera describir lo que sentí en ese momento, sería extraordinario. Pero lastimosamente, así como un niño no puede experimentar lo que significa ser padre, a veces hay momentos que no se pueden expresar simplemente con palabras, sino solo cuando se viven en carne propia. Mis padres me llevaron afuera, y sin muchos preámbulos, me contaron el diagnóstico. Tenía un linfoma linfoblástico en mi cabeza. Era un cáncer muy agresivo que ya había causado varias lesiones en mis huesos, comprometiendo todo mi sistema nervioso, y se encontraba en la fase tres de cuatro.

Solo puedo recordar que al escuchar eso, un sentimiento de impotencia invadió todo mi ser y con mi familia, lloramos un mar ese día. Por primera vez en mi vida, me sentí vulnerable. Nadie espera una noticia como esa, y menos cuando uno es tan joven. No podía rechazar la realidad, no podía decirle al cáncer que se vaya de mi vida. Aunque lo intentara, sería contraproducente, ya que no cambiaría nada. Simplemente, esta enfermedad se había metido de forma silenciosa en mi cuerpo. Los doctores no nos daban mucha información al respecto, solo nos recomendaban comenzar el tratamiento quimioterápico urgentemente.

Ante la incertidumbre del momento, mis padres comenzaron a buscar una respuesta sobre qué decisión tomar. Creo que aun con toda la trayectoria y ministerio de mis padres, sus tiempos dedicados a la oración se intensificaron al 200%. Recuerdo una frase del famoso predicador Charles Spurgeon, que decía que, si un problema nos lleva a buscar la ayuda de Dios en oración, ese problema es una bendición para nuestra vida.

En cuanto a mí, comencé a preguntarle a Dios: ¿Por qué? Razonaba pensando que esto parecía injusto, mi lógica no encajaba. Tal vez suponía que, porque mis padres le habían servido tantos años, teníamos Su protección ante cualquier enfermedad, como si fuese un contrato. Es común pensar eso, ya que estamos acostumbrados a interpretar versículos fuera de contexto, y cuando llegan las tribulaciones y aflicciones, nuestra teología se cae a pedazos. Una pregunta que muchos se hicieron en tiempos de pandemia era: ¿dónde está Dios?, y fue lo mismo que me pregunté en aquel momento, sin llegar a una respuesta. Es interesante que la primera tendencia del ser humano en estos casos sea buscar culpables. Y así me encontraba yo, con la tentación de responsabilizar a Dios de mi sufrimiento.

En sus intensos tiempos de oración, mis padres recibieron palabras de parte de Dios de que yo sanaría. Una mujer nos contó que mientras estaba orando, tuvo una visión muy clara donde observaba cómo mi cabeza se encontraba reluciente y brillante, sin ninguna mancha, haciendo referencia a que se trataba de una sanidad que ocurriría. Otra palabra que recibió mi mamá se encuentra en el libro de Oseas 2:14-15. Con esto en mente, creímos que Dios ya había hecho el milagro de sanidad en mi vida, así que decidimos no empezar el tratamiento de quimioterapia, una decisión muy radical. De esa manera, regresé a mi vida normal.

Pensábamos que no había nada de qué preocuparse. Un mes después, seguros de que yo ya estaba sano, mis padres decidieron volver a hacer una tomografía para confirmar médicamente esta sanidad. Pero para nuestra sorpresa, el resultado no había cambiado, el cáncer seguía ahí. Las alarmas se volvieron a encender, y ya no podíamos quedarnos quietos. Días después, volvieron los mismos dolores de cabeza, mucho más intensos. Eso causó un gran temor en nosotros. Fue ahí donde no solo la desesperación, sino también la confusión, se apoderaron de nuestras vidas. ¿Acaso Dios no había hecho un milagro?

A pesar de todo esto, no podía quedarme neutral. Tenía que tomar una decisión. Solo había dos caminos: me enojaba con Dios, me amargaba y abandonaba mi fe; o decidía soltar el control, confiar en Él, y dejar que se haga Su voluntad. Salmos 39:7 dice: “Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti”.

Este es el gran dilema del ser humano. Todo está bien en la vida, hasta que uno pierde el control sobre algo que valora. Mientras más alto es el valor de algo que perdemos, más nos damos cuenta de que somos seres finitos y limitados, y creo que el clímax de esta escala sucede cuando uno está a punto de perder lo que más valor tiene: el control de su propia vida.

Creo que estas experiencias cercanas a la muerte son uno de los recordatorios más grandes de que somos muy frágiles. Apenas un pestañeo es suficiente, y la vida puede cambiar drásticamente, pasando de tener un gran futuro por delante, a tener que lidiar con una enfermedad tan desesperanzadora. Me di cuenta por primera vez, que la muerte era una posibilidad.

En ese ínterin, fuimos a Buenos Aires para buscar ayuda médica. Los estudios demostraron que el cáncer ya se había infiltrado a la sangre, es decir que no solo tenía un linfoma en la cabeza, sino que también tenía leucemia. El panorama se hacía más complicado, pero todo estaba por cambiar…

Una gran decisión: poner toda la confianza en el Señor

Comencé el tratamiento el 2 de octubre de 2017. Tomé la primera sesión de quimioterapia sin dificultades. Luego de quince días me hicieron un análisis, y sorprendentemente, la leucemia había retrocedido de forma completa. Fue una noticia casi increíble. Apenas habíamos iniciado el tratamiento, y una semana después ya se veían buenas reacciones. Tres semanas después, me hicieron una tomografía en la cabeza, y el linfoma también había desaparecido, sin siquiera dejar secuelas.

Recuerdo fielmente la mirada de confusión de mi mamá, al preguntar incrédula al neurocirujano por qué ya no había ningún rastro de la enfermedad. “No hay nada señora, no hay nada”, repetía incansablemente el médico que nos atendió. Fue una noticia que levantó nuestros ánimos. Dios había obrado el milagro, pero a su tiempo y a su manera. Sin embargo, la batalla aún no había terminado. Me esperaba un frío y duro tratamiento de nueve meses de duración. Los doctores nos explicaron que en el momento en que un paciente comienza el tratamiento, sin importar si se sana enseguida, está obligado a finalizarlo, ya que aún sigue en peligro de sufrir una recaída. Pero esa parte de mi historia quedará para otro capítulo.

Lo que yo quiero dejar como mensaje sobre este milagro que Dios hizo en mi vida, es que Él es Soberano por sobre toda situación. Más adelante, entendí que usó esa situación con el propósito de enseñarme a depender de Él. No solo me sanó físicamente, sino que también me sanó espiritualmente. Yo era una oveja que se había apartado, pero Dios me había acercado de vuelta. “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven”. (Job 42:5).

Dios, siendo Todopoderoso, en realidad también estuvo en una posición de vulnerabilidad. Vino a este mundo haciéndose hombre, y sufriendo terriblemente en una cruz por causa de mis pecados. Él conoce en carne propia la angustia de tener que enfrentar a la muerte. Pero cuando murió, la muerte no le pudo retener por mucho tiempo, ya que Él era más poderoso.

Al poner mi confianza en Él, me di cuenta de que ya no tenía que tener miedo. Tú también puedes confiar, y si crees que Cristo venció a la muerte y pagó por tus pecados en la cruz, cualquier enfermedad, aflicción, tribulación, persecución o angustia que padezcas, palidece ante el hecho de que hemos sido reconciliados con Dios. Lo dice el Señor en un fragmento de Juan 11:25 (versión TLA): “Yo soy el que da la vida y el que hace que los muertos vuelvan a vivir. Quien pone su confianza en mí, aunque muera, vivirá”.



Alan Mateo Kurrle Benkendorf, quien reside en Obligado, Itapúa, Paraguay, es un joven de 18 años, miembro de una familia conformada por sus padres Marcos y Cristiane Kurrle, y sus hermanas Alheli (12) y Tabita (2). Hizo varios cursos de evangelismo y también se entrenó como misionero en JUCUM (Juventud con una Misión). Su pasión es enseñar y evangelizar. Está apuntando a estudiar teología y su sueño es lograr que muchas personas puedan conocer más a Dios a través de su vida y de su testimonio.

Whatsapp: +595(983)961394

Email: alanmateok@gmail.com

Instagram: @MateoKurrle

Antología 10: Planes divinos

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