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Capítulo Uno

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Arianne Sorenson se alisó el largo vestido negro que había adquirido en las rebajas del año pasado. Gracias a un cupón promocional, había conseguido un descuento del diez por ciento sobre el precio ya rebajado, por lo que la cantidad final desembolsada sólo la había mareado un poco, sin llegar a enfermarla.

Se subió al taxi en el que ya estaban Isabel y Natalie, y se abrochó el cinturón.

–No me puedo creer que las tres sigamos solteras –dijo, después de repartir besos y saludos–. ¿Por qué volvemos a esa fiesta?

–En mi caso, porque todos los años tengo suerte –respondió Isabel–. Me gusta empezar el nuevo año con una aventura.

–Yo voy por los zapatos –dijo Natalie–. ¿Sabes cuánto cuestan en cualquier zapatería?

Arianne se estremeció.

–No me lo recuerdes. Una vez calculé el gasto en zapatos de esta fiesta y os aseguro que con ese dinero podríais compraros una casa en los Hamptons.

Natalie estiró las piernas y movió los dedos de los pies.

–Prefiero los zapatos. Y puede que este año Rafe me permita entrevistarlo. ¿Y tú, Arianne? ¿Por qué vuelves a la fiesta?

–Por Rafe –respondió ella sin dudarlo, y sus dos amigas la miraron sorprendidas–. Soy su contable –se apresuró a añadir–. Sería muy descortés por mi parte no aceptar su invitación.

Las dos siguieron mirándola fijamente.

–¿Qué? No pensaréis que Rafe quiere algo conmigo… ¿No habéis visto a las mujeres con las…? –intentó encontrar un verbo apropiado para definir lo que Rafe hacía con el interminable desfile de mujeres que colgaban de su brazo. Sabía que a todas las llevaba a los mejores restaurantes, los mejores clubes y los mejores espectáculos–. ¿Sale? –dijo finalmente, aunque esa palabra no la convencía en absoluto. Una cosa que sabía con total seguridad era que una aventura con Rafe acababa siempre con un regalo de despedida de Tiffany’s.

–Pues claro que podría querer algo contigo. Eres preciosa –dijo Nat–. ¿Verdad, Iz?

–Por supuesto. Tienes ese aire de princesa de hielo escandinava. Seguro que Rafe quiere derretirte con su ardiente sangre italiana.

Por un segundo, Arianne se permitió pensar en Rafe y en ella, los dos desnudos y abrazados en una cama. La imagen le provocó una ola de calor que se concentró en su estómago. La piel de Rafe era muy morena, y su pelo, negro como el carbón. Por el contrario, los cabellos de Arianne eran rubios y su piel era tan blanca que tenía que protegerse todo el año con crema solar. Y aún parecía más blanca pegada al bronceado de Rafe.

Contrastes. Demasiados contrastes.

La familia de Rafe procedía del cálido y soleado sur de Italia, mientras que la suya venía de las frías tierras de Escandinavia. El carácter de Rafe era generoso e impulsivo, el suyo, cauto y reprimido.

Él amaba a las mujeres de un modo despreocupado y superficial, pasando de una en una como una abeja de flor en flor. Ella, en cambio, no amaba tan fácilmente. Y cuando lo hacía, lo hacía de verdad.

–Debería irme a casa. No me siento de humor para ir a ninguna fiesta –anunció cuando estaban llegando a su destino.

–Tienes que asistir. Hicimos un pacto –le recordó Isabel.

–Algo te ocurre –dijo Natalie, poniéndole una mano en el brazo–. ¿De qué se trata?

Arianne no quería decírselo, pero eran sus mejores amigas, así que suspiró y abrió su bolso de noche.

No era una de esas mujeres que llevaran poco más que un pañuelo, una barra de labios y las llaves de casa. Ella siempre llevaba un bolso grande para poder guardar dentro su cartera. Le gustaba saber dónde tenía su carné de conducir y sus tarjetas de crédito.

Sacó la cartera y rebuscó en ella hasta encontrar una foto. Era de un bebé de piel rosada y boca diminuta que estaba dormido.

–Un niño precioso –dijo Natalie, y le tendió la foto a Isabel–. ¿Quién es?

–El hijo de Charlie. Su tarjeta navideña llegó tarde. La he recibido hoy.

–¿Charlie? ¿El Charlie con el que estabas comprometida?

–Sí –respondió Arianne, y se volvió para mirar por la ventanilla las calles iluminadas de Manhattan–. Si me hubiera casado con él, éste sería mi bebé.

–¿Desde cuándo quieres casarte con un hombre que vive en un pueblo perdido del Medio Oeste?

–Lo habían trasladado allí. No pudo hacer nada por evitarlo. Aún seguimos siendo buenos amigos, aunque a veces me pregunto…

–Cariño, Charlie estaba hecho para vivir en un pueblo perdido del Medio Oeste. Tú no.

–El amor no tiene nada que ver con la geografía.

–Oh, no sé. Siempre que veo la mansión de los Monticello, me enamoro de Rafe –bromeó Natalie.

Arianne se echó a reír, devolvió la foto a su cartera y decidió sobreponerse. Isabel tenía razón. Era una noche para divertirse. ¿Y qué si su apartamento cabía en el garaje de Charlie? ¿Y qué si no podía ser más que una madrina o una tía y no una madre?

¿Y qué si no dejaba nunca de ser una mujer soltera?

–Las máscaras –les recordó a las otras cuando el taxi se detuvo junto a los escalones de la entrada. Sacó su antifaz de seda negro del bolsillo y se lo puso sobre los ojos.

La máscara de Isabel era una pieza artesanal tan extravagante como ella. Una reluciente combinación de oro, plumas y satén.

La de Natalie era de satén dorado adornada con lentejuelas y un penacho de plumas también doradas. Combinaba a la perfección con su vestido dorado, letalmente corto.

–¿Llevas ropa interior dorada? –le preguntó Arianne.

Natalie esbozó una sonrisa maliciosa y se subió el vestido para revelar un tanga con abalorios dorados.

–Tienes que animar esa cara, Arianne –le dijo Isabel poniéndole una mano en el brazo–. Esto es una fiesta. Bebe un poco de champán, diviértete, haz alguna locura…

Natalie asintió, batiendo sus plumas doradas como las alas de un pájaro enorme.

–Tiene razón. La vida no siempre hay que tomarla tan en serio. Ésta es una noche para soltarse el pelo. Oculta tras una máscara, puedes ser lo que quieras.

–O tener a quien quieras –añadió Isabel.

Arianne prefirió no responder.

Las tres subieron trotando los escalones. Tres mujeres solteras de Nueva York; una rubia, una morena y una pelirroja. La clase de trío que a Rafe le encantaba recibir.

La fiesta estaba en su apogeo cuando entraron. Una vez que mostraron sus invitaciones y entregaron sus abrigos, las tres permanecieron juntas.

A Arianne siempre le hacían falta unos minutos para adaptarse. Aquel lugar parecía sacado de un cuento de hadas. Viejo y enorme, había sido construido por un millonario que quería hacer ostentación de su fortuna. La opulencia se veía por todas partes, en los candeleros dorados y los espejos venecianos. El suelo era de mármol rosa de Carrera, sacado de un castillo italiano y llevado a América especialmente para el salón de baile. El altísimo techo abovedado estaba pintado con frescos renacentistas. Arianne nunca se cansaba de mirar los querubines de mejillas rosadas y los ángeles con túnicas blancas que flotaban entre las nubes de un cielo azul.

Sus amigas tenían muy claros los motivos por los que iban a la fiesta anual de Rafe. Isabel, por los hombres. Natalie, por los zapatos. Pero ella no tenía ni idea de por qué estaba allí.

Se dijo a sí misma que era políticamente correcto intimar un poco con el hombre que la había ayudado a ascender en la empresa. Pero sabía muy bien que Rafe no quería intimar en su propia fiesta. Y además, ya tenía a muchas mujeres alrededor para eso y sólo Dios sabía para qué más.

No. No había venido por eso.

Tampoco tenía la misma pasión que Natalie por los zapatos, aunque era muy agradable recibir un par de elegantes zapatos negros y carísimos, cada año.

Pero los zapatos no bastaban para atraerla.

Tampoco quería tener sexo con un desconocido, como Isabel. Sin embargo, empezaba a preguntarse si el dolor en su estómago tenía más que ver con el sexo que con los zapatos.

Por alguna razón, entrar en aquel salón de baile era como entrar en un cuento. Aquel escenario inspiraba grandes expectativas, como que el príncipe fuera a bailar con ella y que los zapatos fueran de cristal.

¡Qué patético!

En aquel momento, levantó la mirada y vio a Rafe, observándola. Estaba imponente con su esmoquin, y era la única persona en la fiesta que no llevaba máscara. Según él, sería inapropiado que el anfitrión de un baile veneciano se disfrazara.

Arianne no sabía si sería ésa la razón, pero su rostro le pareció alarmantemente desnudo en un mar de máscaras. Él le mantuvo la mirada, y ella fue más que consciente de los sensuales rasgos de su rostro.

Su pelo era más negro que una gruta a medianoche. Sus ojos, sólo un poco más claros. Oscuros como el chocolate amargo. Su piel estaba tan bronceada como si fuera oriundo de la Toscana, aunque Arianne sabía que había nacido en Nueva York.

Era alto y musculoso, y se mantenía en forma practicando deportes extremos.

Suspiró. No era raro que las mujeres se sintieran atraídas hacia él, como las polillas a la luz. Era rico, con éxito, joven y guapo. Las dos rubias que lo flanqueaban en aquel momento parecían acopladas a él como un juego de esposas doradas.

–Has trabajado para él durante dos años –le dijo Isabel, al ver que lo estaba mirando–. ¿Cómo es que nunca has hecho horas extras y te lo has llevado a la cama?

Seductora

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