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II

“SI NO OS VOLVÉIS COMO NIÑOS...”

“Y le presentaron unos niños para que los tocase, y los discípulos reñían a los que venían a presentárselos. Advirtiéndolo Jesús, se indignó y les dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de los que se parecen a ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo que quien no recibiese como un niño el Reino de Dios, no entrará en él. Y estrechándolos entre sus brazos, y poniendo sobre ellos sus manos, les bendecía.”

San Marcos 10:13

“En esta misma ocasión, se acercaron los discípulos a Jesús, y le hicieron esta pregunta: ¿Quién será el mayor en el Reino de los cielos? Y Jesús, llamando a un niño, le colocó en medio de ellos y dijo: En verdad os digo que si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos...”

San Mateo, 18:1-3

Al oírme leer estos versículos, sin duda os habéis preguntado por qué he escogido estas líneas: hace dos mil años que la gente oye repetir a los predicadores que tienen que ser como niños, y no ha servido de nada. “Dejad que los niños vengan a mí, porque de los que se parecen a ellos es el Reino de Dios...” “... si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos...” Cuando os haya explicado estas pocas líneas a la luz de la tradición iniciática, veréis que contienen ideas muy profundas.

Cuando pensamos en la infancia, no podemos dejar de evocar la vejez, pues entre ambas existe una relación. Los niños se sienten atraídos por las personas mayores y, a la inversa, los ancianos quieren mucho a los niños. La vida es como un círculo cuyo principio es la infancia y cuyo fin es la vejez: los dos extremos se tocan. Sin embargo es evidente que un niño y un anciano no inspiran en absoluto los mismos sentimientos. Enseguida tenéis ganas de besar a un niño, de acariciarlo, de tomarle en vuestros brazos, de hacerle saltar sobre vuestras rodillas... Pero no sucede lo mismo con un anciano. ¿Por qué? Responderéis que porque el niño es más leve. No, no es sólo por eso...

El niño nace con los puños cerrados, mientras que el anciano muere con las manos abiertas. El niño, con sus puños cerrados, quiere decir: “Tengo una gran confianza en mis fuerzas; quiero manifestarme y vencer al mundo entero...” Mientras que el viejo, que ha desperdiciado su vida buscando una felicidad que no ha encontrado, dice: “Creí que obtendría muchas cosas, y lo he perdido todo; estoy decepcionado...” Como no ha podido retener nada, abre las manos. Muchos están frustrados al final de su vida porque, a pesar de su avanzada edad, no han adquirido nada, no han aprendido nada.

En realidad, es muy difícil llegar a ser un verdadero anciano, tan difícil, que Jesús dijo: “Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos...” En el Cielo, hay ya Veinticuatro Ancianos, así que no hay sitio para más. En el Apocalípsis de san Juan está escrito: “Vi veinticuatro tronos, y sobre estos tronos Veinticuatro Ancianos sentados, revestidos con vestiduras blancas y con coronas de oro sobre sus cabezas...” Los Veinticuatro Ancianos son unos Espíritus extraordinariamente elevados: forman un consejo que dirige el destino de los seres. ¿Cómo osaríamos nosotros presentarnos como candidatos a este consejo? Ved que, como ya no podemos presentarnos en el Paraíso como ancianos, ¡tenemos que entrar como niños! Y entonces sí, entrada libre: ¡todos los niños son aceptados! El Paraíso está poblado de niños, y sólo hay veinticuatro Ancianos. ¿No me creéis? Sí, el hecho de que todos los ancianos sean devueltos para que se reencarnen en la tierra prueba claramente que no quieren conservarlos en el Paraíso. Cuando alguien dice: “Mi padre está en el Paraíso con Dios”, en realidad ya está reencarnado en un bebé, en alguna familia ¿Por qué ha vuelto? Precisamente, para aprender el amor y la sabiduría que están escondidos en estos dos símbolos: el niño y el anciano. El niño y el anciano representan las dos virtudes que tenemos que aprender a desarrollar durante nuestra existencia.

El niño es el amor que trae la abundancia de fuerzas y de energías, que quiere verlo todo, tocarlo todo, que quiere obrar y manifestar todas las posibilidades de la vida. El anciano es la sabiduría que observa, que analiza, que saca conclusiones. Pero ambos deben caminar juntos, porque en el momento actual, en que vemos que se manifiesta por todas partes la tendencia a desarrollar el intelecto en detrimento del corazón, los humanos se vuelven críticos, intolerantes, y se comportan como viejos cascarrabias; y la sabiduría no es eso.

Y ahora, observad a los niños cuando aprenden a caminar: se caen, se levantan, se caen de nuevo, se vuelven a levantar, hasta que consiguen mantenerse en pie. Y, en cambio, observad a un anciano. Si fracasa una vez, dice: “Se acabó, no lo probaré más...” Si se cae, espera que le levanten: la gente le presta socorro, pero para llevarlo al hospital. Eso significa que un ser viejo de carácter, de alma, de pensamientos, si alguna vez se cae, ya no se levanta. Dice: “Que se levanten y actúen los demás; para mí la vida se ha terminado...” Y no es así, debe intentarlo miles de veces, si es necesario, pero tiene que levantarse para andar, de lo contrario jamás aprenderá a andar en el Reino de Dios.

Observad una vez más a los niños. Les dais un bombón, una piedra, un insecto, y se ponen contentos. Mientras que a los ancianos nada les satisface, siempre encuentran alguna razón para gruñir y quejarse. Por eso no entrarán en el Reino de Dios, porque el Reino de Dios es un estado de conciencia hecho de flexibilidad y de alegría. Si no son capaces de entrar en el Reino de Dios durante esta vida, ¡cuánto menos lo serán cuando estén en el otro mundo! Desde ahora se les niega la entrada. No penséis que cuando hablo así de los ancianos sólo considero la edad, porque hay jóvenes que a los dieciséis años, ya son interiormente ancianos: apagados, aburridos, asqueados, nada les interesa, ninguna actividad les atrae, son incapaces de maravillarse, de entusiasmarse. Por el contrario hay ancianos que tienen el corazón joven, rico, inagotable. Son tan resplandecientes, tan alegres, tan deliciosos, que de buena gana les besaríamos. Sí, a pesar de su edad dan ganas de besarles, de tomarles en brazos, porque son verdaderamente niños. Los niños son despreocupados, no se inquietan por el porvenir. Mientras que los ancianos se atormentan continuamente por el futuro, que ven siempre lleno de incertidumbres: enfermedades, miseria, soledad... Y, desgraciadamente, toda la cultura contemporánea nos enseña a ser ancianos. No es muy inteligente, al parecer, ser como un niño. La injuria más grave que se puede hacer a una persona es tratarla como a un niño. Para agradar a la opinión pública hay que tener un aire preocupado, de persona que tiene un montón de “problemas”. Si un adulto es alegre, sencillo, abierto, se considera que no es sabio ni profundo. Con esta filosofía, que mata cada vez más los buenos impulsos de su naturaleza, el hombre se destruye a sí mismo. Así pues, esforzaos para volveros como niños, con un corazón siempre vivo, amante, que se interese por todo, que perdone enseguida, que goce con las cosas más insignificantes, que olvide rápidamente las vejaciones, las tristezas y las caídas, un corazón que esté constantemente dispuesto a amar, a abrazar al mundo entero, un corazón que no se cristalice, que no se enfríe. Mientras que vuestro corazón conserve su calor, no podéis envejecer.

Los niños están llenos de confianza en sí mismos, se creen capaces de luchar contra los mayores, de derribarles, de ser más fuertes que ellos; cuando lo intentan, no lo consiguen, ¡pero continúan creyéndolo! Y también creen todo lo que les cuentan, aunque sean “cuentos chinos”. Por el contrario los ancianos no os creen aunque les digáis la verdad. Tienen sospechas y dicen: “¡Cuántas veces he visto eso, hijo mío! No soy tan estúpido como para creérmelo otra vez, ¡Ya no se me puede engañar!” En realidad, se les puede engañar fácilmente, porque, a menudo, no distinguen claramente las cosas.

Algunos me preguntan: “¿Por qué muchas veces está Vd. alegre como un niño?” Les respondo que porque así me siento mejor; me respetarán menos, desde luego, pero me da igual, ¿Por qué la gente quiere ser estimada y respetada? Se estima a los ancianos, se les respeta, pero no se les ama. Una montaña es una cosa muy grande que admiramos, pero andamos sobre ella; una pequeña perla, en cambio, la queremos llevar puesta. ¿Quién de vosotros respeta a los niños y les hace reverencias? A los niños se les acaricia, a veces se les da un azote, pero se les quiere. En el amor que se les profesa hay calor; mientras que en el respeto, muchas veces hay frialdad. Se respeta a todos los grandes personajes, a los ancianos, a los sabios, pero raramente se les ama. La gente se inclina ante un anciano, le saluda profundamente, pero busca la forma de alejarse de él lo más rápidamente posible.

El que quiere que le respeten, perderá el amor de los demás. Por el contrario, el que quiere seguir siendo siempre un niño, o como un niño, quizá no sea respetado, pero se le amará. Si sólo buscáis respeto de los demás llegará un día en que os sentiréis muy solos. Diréis: “Cuando paso por la calle todos me saludan con mucha deferencia, pero me siento solo y nadie viene a darme calor...” El respeto nunca colma al corazón; únicamente el amor nos hace felices. Por ello, el que quiera ser feliz, debe preferir el amor y volverse, por tanto, semejante a un niño.

Debemos poseer, pues, amor y sabiduría: amor en el corazón y sabiduría en el intelecto. El corazón debe permanecer eternamente joven; el intelecto, en cambio, debe ser viejísimo. De lo contrario, si el corazón envejece y el intelecto es demasiado joven, el resultado es desastroso. El que está siempre descontento, triste, frustrado, inquieto y receloso, tiene el corazón de un anciano. No ama, no se interesa por nada y no avanza. Por otra parte, a menudo, el intelecto de un hombre semejante se ha quedado en la infancia. La infancia y la vejez no son malas en sí, siempre que se sepa qué es lo que debe ser joven y qué es lo que debe ser viejo. A veces se encuentran eminentes sabios o grandes eruditos, que poseen un corazón extraordinariamente joven; y esto es lo ideal, lo perfecto. Desgraciadamente, esta perfección la encontramos realizada en contadas ocasiones.

II

Si la Inteligencia de la naturaleza ha establecido que los niños deben permanecer junto a sus padres durante años, se debe a que, para crecer y para desarrollarse, un niño tiene necesidad de un modelo. Pero los padres... a veces dan ejemplos negativos. No siempre ellos mismos están modelados como es debido. Y como los niños imitan instintivamente a sus padres, al no estar éstos preparados, los niños tampoco lo están. En realidad, también los adultos tienen necesidad de modelos superiores, pero no quieren reconocerlo y no los buscan; se creen ya perfectos y es una lástima, porque al estar satisfechos de sí mismos van directos hacia la catástrofe.

Y yo, ¿creéis que no tengo necesidad de modelos para convertirme en lo que deseo ser? Desde luego que sí, pero como no encuentro modelos suficientemente perfectos aquí en la tierra, los busco en otra parte, en donde están; por eso avanzo continuamente. Despacio, claro está, pero sumando los pequeños progresos de todos los días, al cabo de varios miles de años habré recorrido un camino inmenso, Sí, ¡tengo paciencia suficiente para trabajar aún durante miles de años!...

Los niños, pues, viven junto a los adultos para tener un modelo, pero también para que, recíprocamente, los adultos tengan ante sí el ejemplo de lo que deben llegar a ser, puesto que se dice en los Evangelios que únicamente los niños entrarán en el Reino de Dios. Un adulto es demasiado grueso, demasiado pesado, demasiado serio, pero a un niño pequeño, que salta, brinca, y ríe... ¡inmediatamente se le abre la puerta! ¡Pero si os creéis que, con estas explicaciones, todos, a partir de hoy, van a decidirse a ser niños! No; seguirán como antes, abrumados por las cargas, las preocupaciones y las complicaciones, porque no han comprendido nada.

Mirad a un niño, no tiene de qué preocuparse, ni tiene que trabajar; sus padres se ocupan de él, le dan de comer, le lavan, le visten. Mientras que, por el contrario, pesan sobre los adultos cargas, complicaciones y deberes: hay que ganar dinero para subsistir, abastecer las necesidades de la familia, alimentarla, darle alojamiento, protegerla, y así sucesivamente.

Ciertamente se dan casos de niños maltratados, abandonados por sus padres, y casos de adultos ricos y privilegiados que pasan su vida feliz, tranquilamente. Pero tan sólo se trata de excepciones.

El niño tiene que aceptar la autoridad y los consejos de los adultos, porque tiene necesidad de protección y no posee todavía la energía y las facultades necesarias para bastarse a sí mismo y comportarse en la vida. Más tarde, cuando se siente fuerte, capaz, inteligente, se responsabiliza, quiere trabajar, imponerse, demostrar sus aptitudes; y entonces empiezan para él las preocupaciones: simplemente porque cuenta consigo mismo, con sus facultades, con su fuerza, con su propia percepción de las cosas.

Ser adulto o ser niño es, en realidad, menos una cuestión de edad que de actitud. Entre los adultos, algunos se comportan como tales, y otros actúan como niños. Se puede, desde luego, considerar la cuestión bajo diferentes aspectos, pero dejo eso a los psicólogos y a los moralistas. A mí, lo que me interesa, es saber cómo hay que comportarse en la vida espiritual. Considerad el caso de los discípulos y, sobre todo, el de los Iniciados. En vez de disponer de su vida para sí mismos y de organizarla a su antojo, la abandonan a la voluntad de Dios. Quieren seguir siendo niños, es decir, quieren obedecer a sus padres celestiales y hacer todas las cosas de acuerdo con sus consejos y, precisamente porque adoptan esta actitud, el Cielo se ocupa de ellos, les alimenta, vela por ellos y les protege.

Imaginándose que ya son adultos, muchos se sienten fuertes, libres, dueños de su destino, creen que ya no tienen necesidad del Padre Celestial ni de la Madre Divina y rompen sus relaciones con ellos. Pero, a partir de entonces, les ocurren todo tipo de desgracias: el Cielo ya no se ocupa de ellos, porque ya son adultos, ¡naturalmente! Si continuaran siendo niños, es decir, si en vez de mostrarse independientes respecto al Cielo, experimentasen el deseo de dejarse guiar por él, de seguir sus consejos, de confiar en él y de caminar de la mano de sus padres divinos, éstos seguirían ocupándose de ellos y les protegerían.

Vais a decirme que no se puede seguir siendo niño toda la vida. Desde luego, pero ahí también es preciso dar una explicación: no se trata de conservar una mentalidad infantil sino de seguir teniendo, incluso en la edad adulta, una actitud de niño respecto al Cielo, de mostrarse dócil, sumiso, lleno de amor. Se trata, sencillamente, de una cuestión de actitud con respecto al Cielo. Y el Cielo, que observa a este ser, no le abandona, le envía su ayuda y su luz. El Cielo sólo acudirá en vuestra ayuda si sois niños. Diréis: “¿Aunque sea una anciano de noventa y nueve años?” Esto no importa; las entidades sublimes no miran vuestras arrugas, ni vuestras canas, ni tampoco el calendario oficial: ven que sois un niño adorable, que vuestra actitud es la de un hijo de Dios, la de una hija de Dios, y os hacen entrar en el Paraíso.

Ya veis que las palabras de Jesús no siempre han sido bien comprendidas ni bien explicadas. La gente dirá: “Pero, ¿cómo? ¿Quiere que seamos débiles e ignorantes como los niños?” No, naturalmente que no son los defectos de los niños los que hay que imitar sino sus cualidades: su obediencia, su confianza en escuchar y en seguir a los padres, en aprender y obrar según sus consejos.

Muchas veces me encuentro con chicos y chicas que tienen una confianza tan grande en sus puntos de vista personales que no aceptan consejos de nadie. Aunque se trate de un Maestro, no le escucharán. Y yo, sólo con ver esta mentalidad, ya sé que les esperan grandes problemas y que no están preparados para afrontarlos y para resolverlos correctamente. Pura y simplemente porque tienen mentalidad de adultos: en vez de ser como los niños que, conscientes de su ignorancia y de sus debilidad, confían en sus padres, buscan sus consejos y los siguen atentamente, sólo cuentan para ellos sus opiniones, de una manera absoluta. Pues bien, estos muchachos son demasiado viejos: se encontrarán con grandes problemas y grandes tristezas.

Diréis: “Pero, ¿hasta cuándo tenemos que mantener esta actitud de niños?” Hasta que os hayáis vuelto tan puros y luminosos que el Espíritu Santo pueda venir a instalarse en vosotros. Sí, cuando el Espíritu Santo se instala en un hombre, entonces éste puede considerarse como un verdadero adulto. Dios no ha hecho las cosas de tal forma que el ser humano tenga que seguir siendo niño durante toda la eternidad. Ambos períodos, la infancia y la edad adulta, han sido previstos por la Inteligencia cósmica: hay que ser niños durante un cierto tiempo, hasta llegar a la madurez. Lo que sucede, simplemente, es que esta madurez no está donde la gente la coloca: han fijado la mayoría de edad a los veintiuno o a las dieciocho años; son mayores civilmente, pero no tienen todavía la madurez de la que os hablo. La mayoría de las personas no tienen la madurez espiritual ni siquiera a los noventa y nueve años.

Cuando uno ha recibido el Espíritu Santo es cuando llega a ser verdaderamente adulto, y entonces camina en medio de la luz, tiene un guía, ve las cosas claras. Únicamente este tipo de adulto es reconocido como tal por el Cielo. Los demás no son, todavía, sino niños recalcitrantes. Sí, todos los que no han alcanzado esta madurez espiritual son considerados arriba como bebés. La cosa está clara, por tanto: el hombre no tiene que seguir siendo un niño eternamente, pero mientras no haya recibido la luz, el Espíritu Santo, que trae consigo todas las riquezas, tiene que mantener una actitud de niño, es decir, tiene que seguir siendo obediente, humilde, atento para con el Cielo. Por otra parte, cuando veis personas que se enfrentan con dificultades insuperables, podéis deducir que se trata de individuos que aún se comportan como niños desobedientes, porque los verdaderos adultos ya no sufren: están continuamente en la luz. Sin embargo, aquellos que no han querido conservar esta actitud de niños hasta llegar a su madurez, y que se han vuelto prematuramente adultos, evidentemente, sufren.

Qué hay que hacer, ¿pues? Es muy sencillo: hasta que no hayáis llegado a ser adultos, debéis pedir a vuestros padres celestiales que os instruyan y os guíen. Cuando vean que sois cada vez más fuertes, más resplandecientes, más luminosos y que estáis llenos de amor, decidirán daros vuestra mayoría de edad: el Espíritu de la luz no cesará de iluminaron y de inspiraros. Ya no tendréis las mismas dificultades que tienen estos supuestos adultos que creen poder llevar una vida independiente. Mientras no hayáis sido reconocidos como adultos por el Cielo, tenéis que actuar como niños humildes y obedientes para poder entrar en el Reino de Dios. Ahora, comprendedme bien. Cuando digo que hay que ser humildes y obedientes, quiero decir que hay que serlo con respecto al Señor... no con respecto a los hombres. Porque, con frecuencia, se ha comprendido que había que obedecer y someterse a cualquiera, y así, ¡cuántos obedecen a los tiranos, a los ricos, a los poderosos, y a los verdugos! No: se trata de ser fiel, abnegado, sumiso y obediente únicamente con el Principio divino.

En realidad, en las iglesias, incluso entre los miembros del clero, no se ven muchos adultos; hablan siguiendo su propia inspiración, sus propios puntos de vista, y no es esto lo que hay que hacer. Antes de que un hombre pueda predicar, es necesario que el Espíritu tome posesión de él, porque es el Espíritu quien debe manifestarse a través suyo, a fin de que sus palabras no sean la expresión de sí mismo, sino de la sabiduría y de la luz celestiales, la expresión de la Inteligencia cósmica. El hombre es adulto cuando ya no habla en su propio nombre. Existen Maestros que tienen autoridad y que se imponen formidablemente, pero no son ellos los que se imponen, sino el Espíritu que está en ellos y que tiene el derecho de imponerse. Antes de haber recibido el Espíritu, no tenemos el derecho de imponernos; es muy peligroso. Antes de ser mayores de edad, no tenemos el derecho de ordenar, de mandar, porque sería volvernos adultos antes de tiempo.

La vida espiritual comporta períodos de transformación que marcan el paso de una etapa a otra, de la misma forma que en la vida fisiológica se produce, por ejemplo, la pubertad o la menopausia. Estas transiciones no se manifiestan de manera tan aparente en el plano espiritual, pero son muy significativas, porque producen grandes cambios en la vida interior. Así pues, de la misma forma que en la vida física se produce el paso de la infancia a la adolescencia y después a la edad adulta, en nuestra evolución espiritual también está previsto este paso. Tenemos que seguir siendo niños hasta que no hayamos alcanzado la madurez de adultos. Pero después, una vez que ya seamos adultos, ya no tenemos que seguir comportándonos corno niños.

Ahora, bajo este enfoque, las palabras de Jesús son más fáciles de comprender: “Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios...” Sí, a partir del día en que dejáis de confiar en el Padre Celestial, en la Madre Divina, en que dejáis de amarles, de abandonaros en sus manos, empezáis a sentir las cargas de la vida, la miseria, la fealdad, os cansáis, ya no tenéis la alegría del niño despreocupado, que juega y que canta; os arrugaréis, os apergaminaréis, porque tienes demasiado peso sobre vuestras espaldas. Pero si, aún teniendo responsabilidades de adultos, queréis seguir siendo, a pesar de vuestros deberes y de vuestras cargas, hijos celestiales, confiados, persuadidos de tener arriba unos padres que os aman, entonces os desarrollaréis plenamente, os transformaréis en seres sonrientes, hermosos, luminosos.

¿Está claro ahora? Todos nosotros tenemos que ser, de ahora en adelante, hijos del Cielo; así sentiremos el amor de nuestro Padre y de nuestra Madre, su presencia, su ayuda que nos sostendrá, protegerá, animará e iluminará. Mientras que todos aquellos que se creen superiores, que se permiten romper sus lazos con el Cielo, se sienten desgraciados, abandonados en medio del frio y de la soledad. Este es el estado en que se encuentran actualmente muchos que se creían muy maduros, muy inteligentes y muy poderosos.

Las dificultades y las cargas pesan sobre aquellos que han abandonado a sus padres celestiales. Sed, pues, como niños, agarraos a vuestro Padre y a vuestra Madre celestiales, tened plena confianza en ellos. Para aquél que se siente hijo de Dios, todas las dificultades acaban por resolverse, porque el Cielo nunca deja que un hijo suyo llore en soledad, siempre acude a socorrerle.

Nueva luz sobre los Evangelios

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