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II

LA FUENTE DIVINA DE LA INSPIRACIÓN

Si el hombre no ha sabido antes elevarse mediante el pensamiento para contemplar otras imágenes y otras existencias superiores a él que puedan servirle de guía o de modelo, no podrá mejorar nada sobre la Tierra.

Jesús dijo: “Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo...” Expresaba este deseo porque El había contemplado el Cielo, en el que todo es perfecto y espléndido, y por tanto deseaba que la Tierra se convirtiera en algo semejante. Pero esto presupone necesariamente que el hombre se evada de las realidades terrestres – mediocres, opacas y confusas – y contemple las regiones celestiales para que después, a su regreso, pueda reajustar las cosas y organizarlas según los modelos que ha contemplado. Este es, precisamente, el trabajo de los Iniciados: en sus meditaciones, en sus contemplaciones llegan a comprender, a captar esta perfección que está en lo alto, esforzándose luego en reproducirla aquí, en la Tierra. Pero los humanos – excepto los que pertenecen a las Escuelas Iniciáticas – desconocen este método, no están habituados a dejar la Tierra para contemplar un mundo superior y, por esta razón, han acabado por hacer de la Tierra algo horrible.

La meditación y la contemplación tienen por finalidad el permitir que el hombre alcance un nivel de conciencia superior, que luego influirá en sus gustos, juicios y actitudes. Pero es preciso saber cómo meditar, cómo contemplar y sobre qué tema hacerlo. Mucha gente medita, pero lo hace sobre temas muy prosaicos: cómo mejorar sus negocios, cómo ganar dinero, cómo abrazar a aquella mujer... – “¿Qué haces?” – “Medito...” Pero, ¡sólo Dios sabe cuál es el tema de su meditación! El gato también medita: medita cuál es la mejor forma de atrapar al ratón. Existen muchas clases de meditación... A pesar de todas sus meditaciones, los humanos chapotean en las mismas debilidades, en los mismos vicios, en las mismas groserías porque no conocen todavía el secreto de la verdadera meditación.

La verdadera meditación consiste en elevarse primeramente hasta un mundo que nos sobrepasa, en sentirse maravillado ante él y en reflejar luego este sentimiento. Si después de una meditación os quedáis fríos, apagados, sin inspiración, algo falla. Una meditación debe cambiar, cuanto menos, vuestra mirada, vuestra sonrisa, vuestros gestos, vuestro modo de andar y debe añadir algo nuevo, más sutil: cuanto menos, una partícula que vibre en armonía con el mundo divino. Estos son los criterios para saber si se ha meditado bien o no.

La meditación es, en primer lugar, la elección de un tema elevado por el intelecto sobre el que os concentráis. Después de unos minutos, podéis abandonar esta concentración para contemplar la belleza que habéis conseguido alcanzar, para dejaros impregnar por ella. Y, por último, si podéis, os identificáis con esta belleza. La primera etapa es, pues, la concentración y la meditación; después viene la contemplación: os detenéis ante una imagen perfecta, bebéis en la fuente de esta imagen, os reunís con ella, sois felices. Por último os identificáis con ella, y alcanzáis la plenitud. Estos métodos son útiles, magníficos; cuando los conozcáis, podréis obtener grandes resultados. De lo contrario toda vuestra vida será inútil: os imaginaréis que habéis realizado algo importante cuando, en realidad, no habréis hecho absolutamente nada.

Los grandes genios del pasado – pintores, escultores, músicos, poetas – trabajaban de acuerdo con estos métodos y, gracias a ellos, han podido legar obras maestras a la humanidad.

Antes de empezar su trabajo se recogían, meditaban y pedían la bendición del Cielo, ya que la imaginación sólo puede ser iluminada por la luz que envía el Cielo. Recibían así la revelación de la verdadera belleza y la posibilidad de expresarla y transmitirla. Sí, el hombre puede crear obras maestras cuando está inspirado porque todo en él trabaja merced a esta luz espiritual que ha recibido. Nada inmortal puede producirse fuera del espíritu.

No tenéis más que mirar cuántos poemas empezaban con una invocación a los dioses o a las musas en los tiempos antiguos. Era una forma de mostrar que el artista, antes de crear, debe dirigirse a seres superiores para pedirles que participen en su trabajo. El alma y el espíritu del hombre tienen antenas, están preparados para comunicarse con la Divinidad. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, y le ha dado la facultad de crear maravillas; sólo hace falta que el hombre desarrolle esta facultad, que no la descuide como hace la mayoría hoy en día.

¿Creéis que es fácil encontrar artistas que recen y mediten? Ahora todos son genios, ¿comprendéis? No necesitan la ayuda del Cielo, no necesitan que nadie les inspire. De ahí que sus obras no contengan ese elemento de eternidad que hace tan valiosas las obras del pasado, y reflejen, en cambio, las regiones infernales del subconsciente. Los artistas responsables de tales obras arrastran a la humanidad a su perdición. Pensadores y escritores que no han meditado nunca ni han alcanzado el éxtasis, que nunca se han elevado hasta las regiones celestes para contemplar la estructura del universo, escriben libros que disgregan completamente a sus lectores y les inspiran la duda, la rebelión, el gusto por el desorden y la anarquía. Actualmente muchas obras son el fruto de escritores que nunca han hecho el esfuerzo de elevarse hasta las regiones superiores del espíritu. Diréis: “Pero, ¿cómo lo sabe?” Por los estados de ánimo que nos provoca: cuando un escritor no logra despertar la naturaleza superior que llevamos dentro, es evidente que nunca ha visitado el Cielo.

Al contemplar las obras maestras de un artista verdaderamente inspirado por el Cielo, os unís a existencias que os sobrepasan y empezáis a sentir y a vivir lo que su creador ha vivido; y os veis obligados, aún sin querer, a recorrer el camino que él ya ha recorrido. Os introduce en las regiones que él ha descubierto y contemplado. Esta es la utilidad del arte, su lado educativo. Cuando el hombre se eleva hacia las regiones superiores, recibe de ellas partículas que siguen trabajando, vibrando a través de él. Y vibran de tal forma que producen transformaciones en el mundo entero. Este es el ideal del verdadero artista, el ideal de un Iniciado.

En definitiva los Iniciados, los místicos y los artistas tienen una misma finalidad: actuar favorablemente sobre la humanidad. Los artistas, a través de sus obras maestras; los místicos, por medio de sus emociones espirituales, de sus virtudes; los Iniciados, los grandes Maestros – a quienes yo sitúo siempre en lo más alto porque casi tocan el Cielo – por su poder de propagar la luz. Los artistas trabajan buscando formas que sean lo más parecidas posible a la belleza ideal; los místicos, los religiosos trabajan para mejorar el terreno psíquico, moral, es decir, el contenido; los Iniciados, los grandes Maestros trabajan en el terreno de la razón, es decir, de las ideas y de los principios.

Estas tres categorías de criaturas se unen en su deseo de mejorar y de perfeccionar sin cesar a la humanidad, aunque utilizan caminos distintos, según sus facultades y dones: los primeros utilizan la forma; los segundos, el contenido; los terceros, la razón. Artistas, místicos e Iniciados: cada categoría dotada de facultades y medios diferentes. Se trata de una misma realidad, de la misma quintaesencia, pero la forma de expresarla es diferente. Estas tres categorías corresponden a los tres principios esenciales del hombre: espíritu, alma y cuerpo; intelecto, corazón y voluntad; pensamiento, sentimiento y acción. En realidad, los tres son necesarios pero tiene primacía la inteligencia, la comprensión; después le sigue la moral, el sentido místico, un corazón inmenso y sensible; por último la acción, el trabajo para mejorar el mundo entero. El hombre completo es aquél que es capaz de ensamblar estos tres mundos: la filosofía, la religión – que comprende a su vez la moral – y el arte.

El primer deseo de un verdadero Iniciado es el de hacer realidad la plegaria de Jesús: “Hágase tu Voluntad así en la Tierra como en el Cielo...” Esta plegaria contiene toda la filosofía iniciática, todo el programa del discípulo, del verdadero cristiano. No se trata de contentarse con pronunciar la fórmula y pedir al Señor que envíe a alguien para que la haga realidad. No, nos toca a nosotros llevarla a cabo. Somos nosotros los que debemos ponernos a trabajar para hacer que la Tierra sea como el Cielo.

Es preciso que lo sepáis: si no consagráis el tiempo, el esfuerzo y el amor suficientes como para ir a las alturas a contemplar y aprehender las realidades celestiales, nunca conseguiréis instaurar el Cielo en nada de lo que hagáis. Porque las cosas no se hacen de cualquier manera. Expresar la belleza sin aprender a entrar en contacto con ella, resulta imposible. Y, sin embargo, muchos artistas creen que viviendo una vida estúpida y desordenada crearán obras sublimes. No, mientras no se esfuercen por poner orden en su vida y se purifiquen, crearán esperpentos que reflejarán el grado de evolución en el que están.

Por lo demás, el hombre es lo que es y no puede expresar la belleza divina, la belleza eterna en toda su pureza: al hacerla pasar a través de él, a través de su corazón y de su intelecto, deja sobre ella su huella, le comunica elementos de su propia naturaleza, de su propio temperamento. Así pues, el grado de belleza que el artista puede lograr y expresar – por medio de su obra – depende mucho de lo que él es. La belleza es como un rayo de luz que sólo aparece con todo su esplendor cuando atraviesa un medio perfectamente transparente. En un medio opaco, el rayo se desvía y se deforma. Por esta razón es absolutamente imprescindible que el artista haga un buen trabajo sobre sí mismo antes de crear, transformándose en una materia tan transparente y vibrante que pueda ser atravesada por la belleza divina.

Hay un proverbio francés que dice así: “La muchacha más hermosa del mundo no puede dar más de lo que tiene...” Para dar, es preciso poseer. Con mayor razón, para crear, hay que llevar en sí mismo los elementos de esta creación. Si alguien os muestra una obra monstruosa, se debe a que lleva monstruos en su interior, no hay que darle más vueltas. Para producir algo divino, primeramente el cielo debe habitar en nosotros y para dar más de lo que somos debemos salir de nosotros mismos y superarnos, penetrar en las regiones superiores y captar los elementos que más tarde podremos distribuir. Este es el secreto del arte divino: superarse para poder aportar algo mejor a los hombres.

Las personas esperan siempre algo mejor, algo nuevo, algo más hermoso y lo buscan en el teatro, en el cine, en los conciertos, en las bibliotecas, exposiciones, museos... instintivamente buscan lo mejor, pero no saben, los pobres, que en lugar de ir a buscar lo “mejor” en el concierto, en el teatro, en el music-hall, en las salas de fiestas, deberían elevarse hacia las alturas del alma y del espíritu para recibir la inspiración. ¿

¿Qué es la inspiración? Es una entidad que entra en un ser para poseerlo y manifestarse a través de él. Para ayudaros a comprenderlo mejor, veamos el caso de un pianista o un violinista que da conciertos. Algunas noches su actuación resulta inexpresiva y no emociona al público porque no irradia, no emana, ninguna fuerza sale de él que emocione, conmueva, proyecte hacia las alturas a los que le escuchan. Otras noches, de pronto, algo penetra en su interior – algo que él conoce muy bien – y, sin que sepa por qué su interpretación, sus gestos, incluso su actitud frente al instrumento, todo resulta diferente, y asistimos a un fenómeno inexplicable. Entonces exclamamos: “¡Es maravilloso, es divino, está inspirado!”

En la Ciencia esotérica, la inspiración no es más que un contacto, una comunicación con una fuerza, una inteligencia, una entidad que proviene de las regiones superiores y que nos utiliza para ejecutar aquello que no seríamos capaces de hacer por nosotros mismos. Supongamos que un poeta quiere escribir, pero su página sigue en blanco: se siente estéril, no está inspirado. Pero, de pronto, algo le penetra, una luz, una corriente, y se abandona a ella: ya no tiene que buscar más las palabras porque todo sucede como si alguien invisible le dictara, y él mismo se queda atónito al leer lo que ha escrito. ¿De dónde procede esa inspiración? ¿Quién sabe dónde hay que buscar los materiales, armonizar los elementos y combinarlos para crear formas tan expresivas?

Por sí mismo, el ser humano no puede producir creaciones geniales, sobrehumanas, divinas; pero pueden visitarle entidades muy evolucionadas que le inspiren. Por eso, debe aprender a atraer a estos seres. Ellos esperan y cuando ven a un ser que ha sabido introducir en su interior la luz, el orden y la paz, ¡con qué alegría corren a instalarse en él para ayudarle y ayudar a los demás a través suyo!

La Inteligencia cósmica ha depositado en nosotros un instinto que nos impele constantemente a ir más lejos, para que haya una evolución y un progreso en la especie humana. Mirad las plantas y los animales: después de muchos milenios siguen igual, evolucionan muy despacio, mientras que los hombres tienen la posibilidad de ir más rápido. Pero si éstos no tienen Iniciados ni Maestros que les guíen y les instruyan, la atracción que ejerce el lado exterior, objetivo, superficial de la existencia, hace que se conviertan en sus esclavos, en sus víctimas. Buscan las alegrías más grandes y las mayores satisfacciones en la periferia, en su entorno, en las creaciones humanas. Y se equivocan; para encontrar lo que buscan, deben buscar en las alturas o en las profundidades: lo cual en realidad es lo mismo, pero expresado de diferente manera. Todo lo que los seres humanos han logrado crear no es más que un reflejo lejano del mundo divino.

Incluso los más grandes artistas se ven limitados en sus medios de expresión, y les resulta imposible transcribir exactamente lo que ven, entienden o sienten en sus momentos de inspiración. Beethoven, Mozart, Leonardo de Vinci, Miguel-Angel o Rembrand no lograron reproducir tampoco todo lo que veían o escuchaban. No hay que creer, pues, que el ir a exposiciones y a museos es el mejor método para evolucionar. Evidentemente es algo que está bien, que es útil. También yo he visitado museos, exposiciones, templos, iglesias por todo el mundo; he ido a conciertos, al teatro... Pero es de poca importancia en comparación con las visitas que he realizado a otras regiones, porque en ellas he aprendido, he captado, he contemplado esplendores que superan todas las obras maestras del mundo. Por esto, delante de ciertas “creaciones”, no puedo expresar respeto ni admiración. No es culpa mía, porque ¡me han mostrado realidades demasiado bellas, demasiado perfectas!

Puesto que hasta ahora habéis podido constatar que todos los consejos y los métodos que os he dado son sensatos, verídicos y benéficos, os pido que toméis en consideración este consejo que hoy os doy: que salgáis de vosotros mismos, que os superéis para poder llegar a ser, algún día, verdaderos creadores.

Creación artística y creación espiritual

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