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I

EL SABIO VIVE EN LA ESPERANZA

En el transcurso de un día nos encontramos con diferentes personas, y es interesante, incluso a veces divertido, observar cómo opinan sobre los acontecimientos o sobre la vida en general. Mientras algunas no hacen más que abrumarse por lo que va mal y que, según su opinión, continuará yendo mal, o incluso aún peor, otras sólo se fijan y retienen lo que es bueno, alentador, y continúan avanzado, exclamando: “¡Qué hermosa es la vida!” De las primeras se dice que son pesimistas y de las segundas optimistas.

Para el pesimista, en el año sólo hay días nublados y lluviosos, con muy poca luz, y admite reconocerlo, algunos rayos de sol. Para el optimista, por el contrario, sólo hay días soleados entremezclados con algunas lluvias beneficiosas. Si le proponéis un proyecto al pesimista, inmediatamente verá una montaña de obstáculos que se opondrán a su realización. El optimista, por el contrario, acepta cualquier nuevo proyecto con entusiasmo, vence las objeciones que se le presentan y ve de inmediato el proyecto realizado para satisfacción de todos. El pesimista se siente siempre acechado por la enfermedad: ante la menor indisposición, piensa en el hospital e incluso en el cementerio; evidentemente, ya ha escrito su testamento y está dispuesto a reunir a sus amigos para decirles el último adiós. El optimista siempre se siente bien, y si cae enfermo, está seguro de curarse rápidamente.

Y como el mundo va mal, y la gente es malvada y todos los buenos proyectos están más o menos condenados al fracaso, el pesimista llega a la conclusión que no vale la pena actuar ni trabajar para los demás. Se conforma con resolver sus propios asuntos, abandonando a los humanos a su triste suerte. Y ¡qué satisfacción para él comprobar que las preocupaciones, las dificultades o las desgracias que había previsto se producen realmente! El pesimismo engendra por tanto egoísmo, incluso dureza, pero también pereza. En efecto, convencido de que no se puede hacer nada para mejorar la situación, el pesimista se vuelve perezoso, excepto cuando se trata de explicar todos los motivos que tiene de ser pesimista. Entonces sí, ¡su lengua es de una actividad!

E incluso, bastante a menudo, el pesimista escribe. Cuántos libros tienen como autores a personas que sentían la necesidad de recalcar que el mundo está condenado al mal, que la existencia es absurda, que nada vale la pena. Pero, Dios mío, si el bien no debe triunfar nunca, si nada tiene sentido, si nada vale la pena, ¿por qué hacer incluso el esfuerzo de hablar y de escribir? Esto carece de lógica. Lo lógico seria quedarse callado. En efecto, ¿qué necesidad tienen estos autores de oscurecer con nubarrones la cabeza y el corazón de todos los que les leerán?

Evidentemente, la medicina ha constatado la influencia que ejerce el estado de ánimo de los humanos en el estado del organismo: los pesimistas a menudo tienen el hígado o el estómago enfermos. Pero no debemos confundir las causas con las consecuencias. En realidad, estos trastornos del hígado y del estómago son causados por ciertos hábitos mentales completamente nocivos, que las personas han alimentado durante mucho tiempo de su existencia, o incluso provienen de una existencia anterior, y ahora, este mal funcionamiento de su aparato digestivo se refleja en su estado de ánimo. El psiquismo influye constantemente en el físico, y viceversa.1

¿Y cuál es el origen del pesimismo en los humanos? Algunos dirán que es su lucidez. ¡De ninguna manera! Son sus ambiciones, sus deseos desmesurados que no han conseguido realizar. Entonces, decepción tras decepción, acaban teniendo una opinión desengañada sobre el mundo. A menudo vemos manifestarse el pesimismo en las viejas naciones. Fueron construidas basadas en grandes proyectos que creían poder realizar fácilmente. Algunos éxitos les hizo creer que no sólo podrían dominar a los países vecinos, sino también extender su influencia hasta lugares lejanos. ¡He ahí el error! Desean comerse el mundo entero, pero primero deberían preguntarse si serán capaces de digerirlo; e incluso aunque se obtengan al principio algunos éxitos, poco a poco aparecen las dificultades, los callejones sin salida, las derrotas, las pérdidas. Entonces, ¿cómo se puede ver el futuro con una perspectiva favorable?...

Mientras que las naciones jóvenes que todavía no han pasado por estas experiencias, están llenas de esperanza, creen que tendrán éxito allí dónde los otros han fracasado. Evidentemente pueden tener éxito, pero con la condición de comportarse con sabiduría y moderación; de otro modo, terminarán igual que los demás, desilusionados y pesimistas. Porque las naciones son como los individuos, están regidas por las mismas leyes. Aquellos que alimentan ambiciones que les sobrepasan, se precipitan hacia el fracaso, y estos fracasos terminarán coloreando con tonos oscuros toda su visión del mundo. Ya sean naciones o individuos, para muchos la existencia puede definirse como un paso del optimismo al pesimismo.

Para aquél que es joven, parece que todas las esperanzas le son permitidas, numerosas puertas están ahí abiertas, y si una se cierra todavía quedan otras. Pero poco a poco, una tras otra, todas las puertas se cierran, y entonces, rostros que se habían visto sonrientes y confiados en la vida terminan convirtiéndose en máscaras: la mirada se ensombrece, los rasgos se endurecen, y la comisura de la boca se ve surcada de arrugas de amargura. Pues sí, la juventud hace proyectos y la vejez hace el balance. Un balance que no siempre es bueno.

El Maestro Peter Deunov decía: “Si los humanos caen en el pesimismo, es porque no saben qué dirección dar a su movimiento...” ¿De qué clase de dirección se trata? Para simplificar, se puede decir que existen dos direcciones: hacia arriba, el mundo espiritual, y hacia abajo, el mundo material. El mundo material y el mundo espiritual nos ofrecen sus riquezas; en ambos casos, no son fáciles de adquirir, pero las dificultades no se viven de igual manera cuando se buscan unas u otras.

Aquél que se concentra en los logros materiales, posesiones, dinero, poder y no consigue sus fines, sufre amargamente con sus fracasos como si lo hubiera perdido todo. Mientras que aquél que alberga necesidades espirituales, se siente siempre sostenido. Con sus aspiraciones a una vida superior, teje incesantemente lazos con el mundo divino, y estos lazos producen en él vibraciones secretas. Aunque no logre realizar completamente sus aspiraciones, estas vibraciones que siente en su ser profundo le protegen contra el desánimo.

Sólo hay un caso en el que tenéis derecho a ser pesimistas y es cuando planeáis realizar un acto malvado. Ahí, conviene prever el riesgo que corréis si fracasáis, ¡y mejor así! Fracasar es lo mejor que puede entonces sucederos ya que os evita complicaciones.2 Pero cuando se trata de un buen proyecto, de un proyecto generoso, aunque os encontréis con dificultades para realizarlo, debéis ser optimistas y mantener la convicción de que acabaréis triunfando.

Ya lo veis, esta cuestión del optimismo y del pesimismo va mucho más lejos de lo que se piensa a primera vista. Sólo aquél que busca los bienes espirituales puede ser verdaderamente optimista; aquél que busca los bienes materiales, incluso aunque comience siendo optimista, un día u otro deberá abandonar sus ilusiones y caerá en el pesimismo. Por esto, repito, los pesimistas a menudo son grandes ambiciosos decepcionados. Sus ambiciones eran pesos con los que se sobrecargaban porque no conocían el verdadero camino a seguir, el camino hacia lo alto. Y ¿qué hacer ante los fracasos cuando ya se han gastado todas las energías en pura pérdida?

Optimismo y pesimismo no deben por lo tanto ser únicamente considerados como cuestiones de temperamento, ya que implican una verdadera filosofía. El pesimista se concentra en las cosas pequeñas de la tierra, mientras que el optimista abre su alma a las vastas extensiones del cielo. En una Escuela iniciática, nunca deberían haber pesimistas. Así pues, sabed que si sois pesimistas, es porque interiormente todavía no habéis tomado la orientación correcta, vuestros pies todavía no se han encaminado por la senda de la ciencia espiritual, porque ya en el umbral de esta ciencia, hubierais discernido que el verdadero futuro del ser humano es la luz, la belleza, la alegría, la expansión de su alma. En el camino evidentemente encontraréis dificultades, chocaréis contra obstáculos, pero precisamente para superarlos no debéis perder de vista el objetivo, sino alegraros de antemano de esta felicidad que os espera.

Sólo la conciencia de nuestra predestinación divina nos permite conservar la esperanza. De lo contrario, evidentemente, ante el espectáculo del mundo, cada cual tiene buenos motivos para ser pesimista, sentirse desorientado, angustiado, abrumado. Entonces, ¿qué se puede hacer? Unos consultarán a psicólogos, psicoanalistas... Otros irán a preguntar a astrólogos, médiums, clarividentes, como se hace cada vez más en la actualidad con el fin de tranquilizarse. Esto prueba que no han comprendido dónde y cómo deben buscar las verdaderas certezas, las razones verdaderas para confiar en el futuro.

No niego que existan personas capaces de descifrar el futuro, pero son raras.3 Y aunque os informen sobre los acontecimientos que se producirán, seréis vosotros sin embargo quienes deberéis encontrar la forma de actuar para no desperdiciar vuestras oportunidades y afrontar las pruebas. Entonces, en vez de ir a preguntar a unos y a otros sobre vuestro futuro, es más sensato que os ocupéis de construir en vosotros mismos algo sólido que os permita utilizar, para vuestra evolución, todo lo que os suceda, tanto las tristezas como las alegrías, los fracasos como los éxitos.

¡He conocido en mi vida a tantos clarividentes, y sobre todo a tantas clarividentes! La primera de la que me acuerdo, la conocí cuando debía tener nueve años. En aquella época había muchos gitanos en Bulgaria, y las mujeres echaban la buenaventura. Un día, en la calle, pasé cerca de una de ellas y me paró. Me dijo que yo tenía muchos enemigos. ¡Es increíble, a los nueve años! Sorprendido le pregunté: “¿Pero por qué? ¿qué he hecho?” Ella añadió que también tenía muchos amigos. Después miró mi mano y declaró que veía a una niña, bonita pero gorda, corpulenta, que me amaba. Ahí sorprendido le pregunté: “¿Verdaderamente, es tan gorda?” Entonces me contó que, aquella misma mañana, se había caído de su burro y que esto le impedía ver bien. Después tendió su mano para que le diera algunas monedas.

Los Búlgaros, por su parte, tratan de leer el futuro en el poso del café. Todavía me acuerdo de una mujer en Varna a quien todos sus vecinos invitaban a tomar café para que después examinara el fondo de su taza. Haced como ella y ¡jamás moriréis de sed!

Y cuando llegué a París ¡cuántas clarividentes vinieron a verme! Sobre todo durante la guerra, cuando el mundo entero se preguntaba cuándo y cómo iba a terminar esta tragedia. Algunas me hacían preguntas respecto a la exactitud de sus predicciones. Y les respondía: “Si no está segura de lo que dice, ¿cómo puede estar segura de lo que yo le diré?”

Ahora, evidentemente, dejo que cada uno haga lo que crea oportuno. Los videntes y los astrólogos son la mayoría de las veces lo bastante hábiles para predecir principalmente éxitos, el amor, la fortuna, la salud, de lo contrario, nadie iría a consultarles; ni que decir tiene que, en un momento u otro, algo bueno termina sucediendo, incluso aunque no sea duradero. Así pues, aquellos que necesitan recurrir a estas prácticas para sentirse tranquilos sobre su suerte, que lo hagan si esto les va bien, pero estoy obligado a deciros que el único método eficaz para conservar la confianza, consiste en avanzar con la conciencia de este futuro de luz y alegría que Dios ha previsto para sus hijos.

Según una opinión generalmente extendida, el pesimismo sería una forma de sabiduría: cuando se sabe que el mal puede surgir en cualquier momento y no importa donde, nos mantenemos alerta, tomamos precauciones. Pues bien, no, esta visión tan negativa no es en absoluto sabia, y es incluso nociva para la psique: concentrarse en el mal, en todas partes y permanentemente, tiene como consecuencia no verlo cuando se produce realmente, y paraliza las fuerzas vivas que permitirían reaccionar. Entonces, ¿dónde se halla ahí la sabiduría? ¿la lucidez?

La sabiduría, la verdadera sabiduría es otra cosa completamente diferente, y ¿qué dice ella? En el Libro de los Proverbios se presenta así: “Yo, la Sabiduría, cuando el Eterno dispuso los cielos, estaba allí... Cuando puso límites al mar.. Cuando plantó los cimientos de la tierra, yo trabajaba junto a él y todos los días le deleitaba, retozando sin cesar en su presencia...” Así habla la Sabiduría. Ella que ha sondeado los designios de Dios porque participó con Él en la creación del mundo, ve el futuro con confianza, con unos colores magníficos, luminosos. Y no sólo no está triste, sino que incluso está alegre, feliz, ya que retoza junto a Dios.

El sabio sabe que la predestinación del hombre es regresar un día a su patria celestial. En el camino que conduce a esta patria, evidentemente se encontrará con el mal en todas sus formas, sufrirá, dudará de los demás y de sí mismo, se desanimará. Pero incluso en los peores momentos no se entristecerá, porque en su corazón, en su alma permanece grabada esta verdad de que Dios lo creó a su imagen, y que esta imagen de Dios contiene en potencia todas las riquezas, todas las victorias.4

El pesimista no es pues el hijo de la sabiduría, sino de la mayor ignorancia. Ciertamente, no se trata de oponerse al pesimista con la pretensión de que todo va bien, ya que sería ridículo: no todo va bien, e incluso muchas cosas van muy mal. Pero el optimismo es un punto de vista filosófico basado en el conocimiento de Dios, del universo y del ser humano. Así pues, no es el término optimismo el que debería emplearse: teniendo en cuenta el uso que se hace del mismo en la vida diaria, demasiado a menudo se le confunde con ingenuidad y ligereza, que no tienen nada de filosófico. El optimismo del que os hablo, es en realidad la esperanza, es decir la certeza de que el futuro siempre puede ser mejor. Aunque el presente no sea muy bueno, los poderes de la vida y del bien son tan fuertes que siempre pueden triunfar sobre el mal, desde el momento en que el ser humano decide asociarse a ellos.

Alguien dirá: “¿Pero qué esperanza puedo tener? Todo lo que emprendo fracasa, ¡mi futuro está interceptado!” Esto depende evidentemente de la consideración que tengáis de vuestro futuro. Si sólo veis este futuro como éxito material, social, o como una novela amorosa digna de cuentos de hadas, quizás efectivamente que ahí os estará cerrado. Pero vuestro futuro como hijo de Dios, como hija de Dios, está completamente abierto ante vosotros. Los días no se parecen entre sí. ¿No habéis visto hoy el sol? Mañana brillará de nuevo. Nada está definitivamente cerrado para aquellos que saben en qué basar su esperanza.

La verdadera sabiduría no tiene nada que ver con una concepción pesimista de la vida; la verdadera sabiduría está en la esperanza. En su Primera epístola a los Corintios san Pablo escribía: “Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra. Más bien, como está escrito, anunciamos: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman…”

En realidad, sólo os falta una cosa: la decisión. Todavía estáis divididos, aceptáis en vosotros la bifurcación: al mismo tiempo que decís haber elegido la vida espiritual, continuáis viviendo como cualquiera, deseosos de aseguraros la seguridad y los éxitos materiales. Porque nunca se sabe, os decís, lo que reserva el futuro, y vuestros pensamientos y vuestro tiempo son absorbidos por estas preocupaciones. Aquél que conoce su camino y su objetivo, no se carga con estos pesos, porque siempre tiene ante sus ojos la riqueza de su Padre celestial, que le dará todo lo que necesita.

Diréis: “Pero de todos modos, debemos anticiparnos al futuro y hacer reservas, asegurarnos en previsión de malos días…” Dada la forma en que nos preparamos para los malos días, ¡es seguro qué vendrán! En realidad tenemos ya, en un banco, unas arcas de dónde podemos tomar. Este banco, alimentado por el mismo Dios, se halla en nuestro interior: en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestro intelecto, en nuestra alma y en nuestro espíritu. Os lo ruego, decidíos a explotar por lo menos uno de estos tesoros que os han sido confiados.

En la tierra se encuentra un cierto número de verdaderos optimistas: son los jardineros, los agricultores. En efecto, plantan en la tierra semillas, pepitas que, a primera vista, no representan gran cosa. Esperan y esperan... y un día aparecen campos de trigo, de maíz, grandes vergeles de árboles frutales. ¡Cuántas veces he atraído vuestra atención acerca de las correspondencias que existen entre la agricultura y la vida espiritual! Semillas, pepitas, todo lo que se siembra o se planta termina creciendo y dando frutos. Y lo mismo sucede con nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestros deseos...

El Maestro Peter Deunov, en Bulgaria, nos pedía que jamás echáramos los huesos de la fruta que habíamos comido: los huesos de los melocotones, de las ciruelas, de los albaricoques, sino que los plantáramos. Y os aconsejo que hagáis lo mismo. Responderéis que no tenéis un jardín para hacerlo. Plantadlos donde podáis, no importa. Lo esencial es que toméis conciencia de que una semilla es una criatura que necesita dar a luz al germen vivo que lleva en ella; sufre de guardar aprisionada bajo la cáscara esta semilla que perecerá a falta de un terreno favorable, cuando sólo pide seguir viviendo.

Evidentemente, no todas las semillas plantadas en la tierra darán árboles; pero el objetivo principal de este ejercicio es el de volveros cada vez más conscientes de que tenéis también otras semillas que debéis plantar: ideas, pensamientos, sentimientos. Cuando produzcan frutos, no sólo viviréis en la abundancia, sino que podréis alimentar a muchas criaturas. Esforzaos por tanto en cultivar esta conciencia expandida que es el verdadero optimismo, la esperanza.

1 Armonía y salud, Col. Izvor n° 225, cap. VIII: “Cómo llegar a ser infatigable”.

2 El amor más grande que la fe, Col. Izvor n° 239, cap. III: “La duda saludable”.

3 Mirada al más allá, Col. Izvor n° 228, cap. V: “¿Hay que consultar a los clarividentes?”

4 Las fuentes inalterables de la alegría, Col. Izvor n° 242, cap. I: “Dios, origen y final de nuestro viaje”.

La risa del sabio

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