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Introducción

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La conmemoración de la caída de México-Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521, día de san Hipólito del calendario cris­tiano, año 3-calli “3-casa”, mes Tla­xo­chimaco y día 1-coatl “1-serpiente” de las tres cuentas indígenas, es sin duda un momento propicio para reflexionar en torno a lo que aconteció hace 500 años y lo que representó el derrumbe del imperio mexica tanto para los pueblos originarios de Mesoamé­rica como para los españoles.

Estas referencias calendáricas que ubican los hechos en el tiempo, tal y como ambas civilizaciones los concebían, pueden ser pretexto para unas primeras consideraciones: la llegada de los europeos, situa­da en una temporalidad lineal, orientada hacia un futuro, era externa y contingente. Sin embargo, fue percibida por los nativos en el marco de un tiempo cíclico interno y necesario en el que el pasado, el futuro y el presente se conjugaban de manera distinta del tiempo europeo, tanto en términos gramaticales como cronológicos. En este contexto eidético, la primera reacción de Moctezuma frente a la irrupción en el horizonte cultural mesoamericano de “gente antes nunca vista”, ahcan neci tlacah, fue buscar febrilmente en el pasado la razón de ser de un presente que determinaría el futuro.

La integración del arribo de los españoles en el marco cronológico-profético indígena no era sólo con el fin de saber lo que acontecía para resignarse, ya que la profecía estaba potencialmente conteni­da en la memoria indígena, sino de “atrapar” los hechos en una red conceptual que permitiera ejercer una acción contraria. Miguel León-Portilla escribió al respecto:

¿Acaso tales “lecturas” e interpretaciones de los destinos del tiempo, correlacionadas con los aconteceres del encuentro, la lucha y la derrota, son, por encima de todo, un atrapar en las redes de la propia visión del mundo la actuación y el ser mismo de los otros que aparecen en consecuencia obrando no ya libremente sino como meros agentes de los destinos inexorables de un tiempo sagrado? Si esto último resultara cierto, entonces en la interpretación de los vencidos, en su prólogo mágico de los portentos y profecías, encontraríamos un intento, angustiado pero coherente, de apropiación mesoamericana del otro. Los caxtiltecas quedaban ya inmersos en las mallas del pensamien­to y la cultura indígenas. Venían a estar sujetos a los destinos que sólo los sabios, ah k’inob de los mayas y tonalpouhqueh nahuas, podían conocer y asimismo tornar propicios con sacrificios a los dioses y otras formas de merecimiento (León-Portilla, p. 229).

Esta conceptualización ineludiblemente determinista del tiempo y las estrategias mágico-religiosas para derrotar al enemigo, no tuvieron el efecto deseado frente a hombres de “piel dura”, inmunes a las hechicerías de los tlaciuhque mexicas, hombres a la vez contemporáneos de los indígenas mesoamericanos y de otro tiempo, que explotaban precisamente los determinismos materiales, y para quienes el fin justificaba los medios.

En este contexto de diferencias epistémicas y axiológicas entre dos civilizaciones, antes de evocar las derrotas de los hispanos es preciso considerar brevemente la actitud de los beligerantes en los combates que se libraron, la cual determinó en cierta medida la victoria final de los conquistadores.

En términos generales, los fines que se buscaban en la guerra eran comunes a ambas civilizaciones, algunos ofensivos, otros defensivos, pero los beligerantes anhelaban una victoria que sometiera al enemigo. La intrepidez y la valentía de los combatientes eran también valores comunes para cada facción, pero la aparición de las armas de fuego en Europa, a finales de la Edad Media, había modificado el comportamiento de los soldados en el campo de batalla así como su relación con el enemigo. Para el mundo europeo un buen enemigo era un enemigo muerto, por muy valiente que fuera. Esta noción difería considerablemente de la idea que los indígenas mesoamericanos se hacían del enemigo y por tanto de la guerra.

Una visión de la guerra que ponía a los mexicas en desventaja frente a los españoles era su filosofía de los antagonismos bélicos. Más allá de las expediciones punitivas que tenían como fin castigar a los pueblos insubordinados, los mexicas no buscaban ma­tar al enemigo sino capturarlo para sacrificarlo en honor a una divinidad, generalmente Huitzilopochtli. Con base en la ideología de la “guerra florida”, xochiyaoyotl, la captura de enemigos (figura 1) para el sacrificio tenía una finalidad religiosa, lo que implicaba un comportamiento marcial sui generis. En efecto, con el tiempo, la hegemonía de los mexicas y su poderío militar habían hecho que las guerras que libraban dejaran de ser burdamente utilitarias, se habían sofisticado, adquiriendo una cierta “gratuidad” y se habían vuelto un verdadero ritual bélico.

Los cautivos en combate y que después eran sacrificados alimentaban el generador anímico que constituía el templo y al dios que ocupaba su espacio-tiempo. Así como iban a buscar leña para el fuego, los guerreros mexicas salían al combate para surtir el templo con enemigos valientes cuyo sacrificio era una transfusión anímica que mantenía la vitalidad del templo. Moctezuma , como tlacatecatl del rey Ahuitzotl, es decir, capitán general de su ejército, se había distinguido en la campaña contra los huastecos por su valentía, pero sobre todo por la cantidad de prisioneros que había traído a México: “Hizo presa de algunos en esta guerra, que era lo más honroso que entre ellos se acostumbraba, porque aunque el matarlos era de mucho esfuerzo, tenían mucha mayor hazaña cautivarlos y traerlos vivos para sacrificarlos” (Torquemada, I, pp. 258-259).


Figura 1. Captura de enemigos para el sacrificio. Códice Mendocino, lámina 65 (detalle).

El sacrificio permitía una recuperación de la fuerza vital del enemigo en aras del dios de los vencedores. Por lo mismo, entre más valiente el enemigo, más valor cobraba la ofrenda. Los españoles constituían por tanto unos delicados manjares para Huitzilopochtli. En este contexto axiológico, matar al antagonista era un desperdicio que había que evitar. Esta práctica resultaría fatal frente a los españoles.

En este contexto florido, se establecía una relación filial entre el captor y su cautivo: el vencedor se volvía el “padre” del vencido, razón por la cual, en la antropofagia ritual “eucarística” que seguía al sacrificio, el captor no podía comer la carne de la víctima que ofrecía ya que, siendo su hijo, equivaldría a comer su propia carne.

Las armas, además de ser materialmente ofensivas o defensivas, eran también simbólicas. El hecho de arrebatar un estandarte, por ejemplo, significaba despojar al enemigo de su eje religioso, una especie de templo móvil en el campo de batalla. En la batalla de Otumba, el ejército español y sus aliados indígenas, cuando estaban a punto de ser derrotados, se salvaron finalmente debido a la captura del estandarte mexica tlahuizmatlaxopilli más que a la muerte del cihuacoatl Matlatzincatzin. Asimismo, en los últimos combates que tuvieron lugar en Tlatelolco, el acto de despojar a un soldado español del estandarte que enarbolaba fue el motor anímico de la victoria de los guerreros de Cuauhtémoc:

Fue mucho el aprieto en que pusieron los indios a los castellanos y entre muchas buenas suertes que tuvieron contra ellos, fue una, llegarse un indio llamado Tlapanecatleca a un alférez castellano y le arrancó de la mano la bandera y estandarte real, que demás de ser grandísimo atrevimiento, por haberlo quitado a un valiente español y ídose con él sin poder recuperarlo, fue caso que causó mucho ánimo a los indios y acometieron a los españoles tan valerosamente que parecía comenzar entonces la pelea y comenzando a dar voces a los otros, que estaban abscondidos, los cuales salieron en grandísimo número y viendo a los españoles que venían peleando sin orden y atropellados, embistieron con ellos y prendieron de esta vez cincuenta y tres y de los indios tlaxcaltecas, tetzcucas, chalcas, y xuchimilcas, fue mucho el gentío que cautivaron; y con esta memorable victoria se fueron apartando de los nuestros, que tristes y desbaratados se fueron a su alojamiento y llevaron a indios y castellanos al rey Quauhtémoc el cual mandó que luego fuesen sacrificados los nuestros en el momoztli y templo de su mayor dios y a los indios, por ser muchos, los repartieron en diversos templos donde fueron sacrificados, con cuatro caballos que también prendieron en la refriega y las cabezas de todos las colgaron en las perchas de su mayor templo, en memoria de la victoria que les alcanzaron sus dioses (Torquemada, ii, p. 285).

Todo un aparato visual y sonoro acompañaba a las ofensivas indígenas haciendo de la guerra un verdadero espectáculo. Frente a españoles que no co-(r)respondían a este tipo de ofensiva, los mexicas adoptaron, aunque muy tarde, tácticas más apropiadas.

En las declaraciones de guerra, unos rituales solemnizaban el inicio de los combates. En tiempos de Itzcóatl, por ejemplo, Tlacaélel fue a Azcapotzalco para declarar el estado de guerra a los tepanecas: dispuso simbólicamente un arco y flechas delante del rey Tezózomoc y lo ungió de la “unción de los muertos”. En este marco de valores, el ataque traicionero ordenado por Pedro de Alvarado, en la Tóxcatl, aunque produjo bajas considerables en los rangos mexicas, galvanizó su reacción bélica.

Prácticas mágicas intentaban asimismo derrotar anímicamente al enemigo para infundirle el miedo que los habría de derrotar. En efecto, en un contexto cultural prehispánico, la emoción o “con-moción” generaba una recepción plena del receptor, de lo que el emisor quería comunicar. Este hecho no se limitaba a la comunicación sino que se aplicaba también en ámbitos de hechicería y de guerra. En ambos contextos había que despojar al oponente de sus armas anímicas para dominarlo. En una batalla se buscaba antes que nada atemorizar al enemigo.

El temor infligido al enemigo lo debilitaba, por lo que el aspecto horripilante de los guerreros y sus gritos tenían el propósito de atemorizarlo. La serpiente de fuego xiuhcoatl ayudaba en esto. En una reflexión previa a una batalla contra los españoles, Cuauhtémoc recordó a sus hombres lo siguiente: “Nuestro gran dios Huitzilopochtli, fundador de la república mexicana […], usaba de dos cosas contra sus enemigos para atemorizarlos y ahuyentarlos: la una se llama Xiuhcohuatl; y la otra Mamalhuaztli. Pues ayudémonos, hermanos míos, de estas dos cosas, ahora que tenemos de ellas necesidad” (Torquemada, ii, p. 304-305).

El arma de Huitzilopochtli, la xiuhcoatl, parecía viva cuando la lanzaban en medio de los enemigos: los atemorizaba y los hacía huir, “lo cual deseaban que ahora se hiciera sobre los españoles y sus enemigos, los indios, sus confederados”.

El mamalhuaztli era el nombre de los bastones de fuego tlecuahuitl y de una constelación cuyas estrellas configuraban el palo-macho y la base-hembra de dichos instrumentos. Los mexicas la tenían tatuada sobre sus manos o muñecas. Manipulaban ritualmente estos objetos para producir simbólicamente el fuego devastador que debía fulminar al enemigo.

Estos contrastes epistémicos y axiológicos que hicieron a veces la diferencia entre la derrota y la victoria, entre la muerte y la vida, más allá de la eficacia de las armas, se manifestaron previamente a la conquista de la ciudad de México, en los primeros contactos de los españoles con los mayas. Aunque queda muy lejos en el tiempo y en el espacio la gesta de los españoles en expediciones anteriores a la de Cortés, éstas condicionaron de alguna manera la aproximación del conquistador a la ciudad de México, por lo que es preciso mencionar algunos de sus aspectos.

Noche triste: La conquista como derrota

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