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La profecía hegeliana del «fin del arte»

El contexto del romanticismo estético que acabamos de ver, en el que Hegel escribe y al que se enfrentará frontalmente, es fundamental para comprender de manera adecuada el lugar del arte en el sistema de Hegel. Pero también es necesario saber que la función que otorgó al arte varió, según fue profundizando en él a lo largo del tiempo, desde sus primeras a sus últimas obras. Exponer la transformación que se da en el arte ayuda a comprender el papel del arte y el lugar privilegiado que este ostentará en sus últimas obras. Esta revisión del concepto servirá para situar de manera adecuada el problema del «fin del arte» en Hegel.

En las siguientes páginas trataré, en primer lugar, de exponer la transformación del sentido del arte en la trayectoria intelectual de Hegel: de ser un mero apéndice en la Fenomenología del espíritu (1807), pasa a ocupar un lugar privilegiado en el espíritu absoluto, como puede verse en las Lecciones de estética (1831). En este primer apartado, comenzaré analizando el papel que juega el arte en la Fenomenología. Después estudiaré el carácter sistemático desarrollado en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, así como uno de los temas más controvertidos actualmente sobre si la estética de Hegel debe leerse desde un prisma fenomenológico o sistemático. Por último, examinaré el pensamiento estético de Hegel expuesto en las Lecciones de estética.

El tema en torno al cual vertebraré este desarrollo es la comprensión del carácter pretérito del arte. Por eso, en el segundo apartado desarrollaré cuál es la discusión abierta hoy en día sobre la interpretación del pensamiento hegeliano en lo que se refiere al «fin del arte». Para ello mostraré las diferentes interpretaciones que pueden hacerse del arte y su «fin», clasificándolas en cinco grupos interpretativos. Todo ello ayudará a examinar con mayor rigor, en los siguientes capítulos, las similitudes y diferencias del planteamiento hegeliano respecto al «fin del arte» proclamado por Arthur Danto.

EL LUGAR DEL ARTE EN LA FILOSOFÍA HEGELIANA

Como se ha visto, el romanticismo exaltó el arte y le confió la formación espiritual de los individuos hasta convertirlo prácticamente en una religión. Sin embargo, y a pesar del lugar preeminente que le otorga en su obra, Hegel va a delimitar sus posibilidades. De hecho, precisamente una de las interpretaciones que puede hacerse del fin del arte tiene que ver con el establecimiento del punto y final de la religión del arte, algo que no se comprendería bien si no se pusiera en relación lo dicho en las Lecciones de estética con la tradición en la que Hegel se inscribe. También la estrecha correspondencia entre arte y religión configura gran parte de la cohesión de las distintas obras en las que Hegel trata el arte1 y aporta luz sobre el lugar de este en el espíritu absoluto y su estatuto a la vez histórico y transhistórico.

A continuación examinaré los diferentes cambios que sufre el arte a lo largo de la producción intelectual del filósofo alemán. La exposición genealógica ayudará a comprender mejor las diferencias entre las interpretaciones sistemáticas o fenomenológicas de su pensamiento. A partir de ellas trataré de mostrar cómo se puede comprender mejor su afirmación de que el arte es «para nosotros un pasado».

La religión del arte en la Fenomenología del espíritu

El acercamiento del joven Hegel al arte está intrínsecamente relacionado con los intereses que este cultivó en sus años de residente en el seminario de Tubinga. En esos momentos da una gran primacía a lo teológico y el arte aparece todavía subordinado a la religión, como se ve en sus escritos anteriores al Primer programa de un sistema del idealismo alemán. En ellos el arte está vinculado a la religión dentro de la noción de «mitología de la razón», un concepto con el que Hegel quiere definir una mitología al servicio de las ideas, una especie de nueva religión que salve la tradición pero se asiente en la razón. En estos momentos, lo estético en sí está solo relativamente subordinado a la religión, pues en ocasiones se confunde con ella. Esto se debe a que, como he dicho en el capítulo anterior, en esta etapa de juventud Hegel considera que tanto el arte como la religión comparten el componente sensible y la función estetizante. De hecho, Hegel tardará mucho tiempo en distinguir ambas esferas y solucionar los problemas que lleva consigo su identificación.

En la primera etapa de su vida, la obra más importante de Hegel es la Fenomenología del espíritu (Phänomenologie des Geistes, 1807). Publicada en la época de Jena, en ella el arte se encuentra dentro de la religión, en un apartado titulado «la religión del arte» (Kuntsreligion).2 A pesar de esta ubicación secundaria, ya desde aquí puede apreciarse el papel fundamental que el arte va a tener dentro del sistema hegeliano.

Para comprender este papel del arte, antes es necesario recordar algunos aspectos del sistema hegeliano, tal y como se desarrolla en la Fenomenología del espíritu, donde lo expone por primera vez con amplitud. El sistema dialéctico, a través de negaciones y afirmaciones, va llegando a síntesis superiores del conocimiento. Van produciéndose así distintas etapas que son entendidas como momentos necesarios del despliegue del espíritu, que debe salir de sí para tomar conciencia de sí en el retorno. De tal manera que, al recorrer ese proceso, lo que se obtiene es la determinación de cada uno de sus momentos: el espíritu subjetivo, objetivo y absoluto. En el perderse y recuperarse, en el superarse, es donde el espíritu se desarrolla, y a través de esas fases se alcanzan las cotas más altas tanto de racionalidad como, por ende, de realidad.

El espíritu (Geist) lo contiene todo dentro de sí desde el principio, aunque solo al final se completa su reflexión y deviene sujeto. ¿Quiere decir esto que el espíritu es resultado? Sobre esto Hegel afirma que «lo verdadero es el todo» y que «de lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado» (2004b: 16). De tal manera que para Hegel la verdad es la verdad que se encuentra en el desarrollo dialéctico completo del sistema. De ahí que, al ser cada momento finito, solo pueda manifestar de manera parcial o limitada la verdad. Aunque desde otro punto de vista cabe afirmar, asimismo, que todo momento, en tanto que momento, también es verdadero. Pero lo finito debe ser entendido como un momento del despliegue de la vida del infinito, como parte de un movimiento que supera su propio límite.3

No obstante, esto no quiere decir que la verdad esté dada solo al final, entendiendo el final como término de un proceso lineal, pues para Hegel el proceso es circular. Todo está ya dado desde el comienzo de alguna manera; sin embargo, la procesión reflexiva requiere recorrer todos los momentos. Como ocurre con el círculo, da igual por dónde se empiece, puesto que el final ya está contenido en el principio y viceversa.4 Se empieza presuponiendo el objeto de estudio, el ser, y se llega a justificarlo desde la reflexión, de modo que lo que era supuesto aparezca al final como resultado. Ahora bien, lo que se conoce después estaba ahí desde el inicio,5 solo se trata de hacer explícito lo implícito.

Cada momento, como momento, es real y contiene verdad. Todas las determinaciones finitas no son sino «momentos» de lo infinito. El infinito es, pues, el todo o la totalidad de lo real. El espíritu se despliega, sale fuera de sí, para alcanzar la autoconciencia y libertad a la que aspira. No obstante, no alcanza nada fuera de sí que no contuviese ya. Hegel trata de mostrar el dinamismo del espíritu evitando una separación radical entre finito e infinito. En cierto sentido, ser libre no es más que el estar-consigo-mismo del espíritu autoconsciente. La reconciliación completa del espíritu consigo mismo solo es posible en el espíritu absoluto, tal y como se muestra en la Fenomenología del espíritu.

En concreto, en esta obra se muestra sobre todo el desarrollo de un aspecto del sistema, en su aspecto fenomenológico, aquel que procede desde la conciencia alienada en la naturaleza hasta la toma de conciencia del espíritu absoluto. Se desarrolla de la siguiente manera: la certeza subjetiva, interior, que se tiene del objeto se exterioriza, sale de sí, para alcanzar la forma de verdad objetiva, de tal modo que se supere la certeza del sujeto y se alcance la verdad. La reconciliación perfecta entre la conciencia, de la que se parte en este estadio, y la autoconciencia, a la que se llega, da paso al saber absoluto, a una autoconciencia libre y autónoma. En el desarrollo vemos cómo la conciencia va adecuándose a sí misma.

Hegel afirma que este libro trata de la «ciencia de la experiencia de la conciencia» (2004b: 60). Esta expresión, que aparece como subtítulo en algunos ejemplares de la primera edición (Duque, 1998: 504), muestra la pretensión de toda la obra: examinar los diversos momentos que atraviesa la conciencia del espíritu hasta que llega a tenerse a sí mismo, hasta llegar a la máxima autoconciencia. Las formas en las que la conciencia va percatándose de sí se suceden unas a otras conformando los diferentes estadios desplegados históricamente.

Una cuestión muy interesante de este análisis fenomenológico es que Hegel comience su proceso desde el estadio más básico y enajenado; desde el acceso más básico al mundo, que es el conocimiento sensible. La conciencia aún no sabe que el espíritu ha salido de sí. Pero lo ha hecho, y tras ello, el espíritu es capaz de reconocerse en la realidad sensible o en el objeto creado por sus manos. En este sentido, el arte, en tanto que realización, se presenta ya en este estadio como fundamental en la toma de conciencia del espíritu, pues resulta un ámbito apropiado en el que el espíritu reflexiona sobre algo que lleva a cabo fuera de sí. Por esto mismo, afirma Hegel: «La autoconciencia es la reflexión, que desde el ser del mundo sensible y percibido, es esencialmente el retorno desde el “ser del otro”» (Hegel, 2004b: 108).

Más adelante Hegel muestra que, a través de la contraposición entre la conciencia y el objeto, o la certeza y la verdad, se va adquiriendo la autoconciencia: «La autoconciencia se presenta aquí como el movimiento en que esta contraposición se ha superado y en que deviene la igualdad consigo misma» (Hegel, 2004b: 112). A su vez, según va avanzando el proceso, la autoconciencia deviene razón. Por tanto, sabe que conocer significa conocerse y, al mismo tiempo, sabe que necesita de la intersubjetividad para realizarse plenamente como razón. En este sentido nos dice Hegel: «La razón invoca la autoconciencia de cada conciencia: yo soy yo, mi objeto y esencia es yo, y ninguna de aquellas consciencias negará esta verdad ante aquella» (Hegel, 2004b: 144-145). En la razón se ha superado –pero no perdido– la individualidad de la conciencia: ya no hay oposición con el mundo, sino unión con el universal. Por ello mismo, la razón encuentra su lugar en el reconocimiento intersubjetivo de un pueblo libre (Dri, 1999).

Se hace necesario en este punto mencionar la imbricación que existe entre espíritu e historia, ya que para Hegel no hay espíritu sino en la historia: «Solamente el espíritu en su totalidad es en el tiempo, y las figuras que son figuras del espíritu como tal se presentan en una sucesión» (Hegel, 2004b: 397). Se trata, por consiguiente, de ver cómo se despliega, se pierde y se recupera el espíritu en la historia y cómo en ese proceso de «en sí», «para sí» y «en sí y para sí» el espíritu absoluto se tiene a sí mismo como autoconsciente. El espíritu no es algo meramente abstracto, sino que su reconciliación acontece en el momento histórico concreto.6 Los procesos históricos le sirven a Hegel para conocer y entender cuál es el proyecto que gobierna y ordena la historia del mundo, ya que no todo lo que sucede en el tiempo pertenece a la historia del espíritu. Solo lo que es conforme al concepto es historia; lo demás es «corrupta existencia». Por ello es necesario afirmar que la realidad efectiva no es la realidad empírica, sino que lo efectivamente real es lo que es acorde con el concepto.7 Pero, además, solo el espíritu objetivo tiene historia. El espíritu absoluto se manifiesta en la historia, pero no es histórico. El arte, la religión o la filosofía, puesto que forman parte del espíritu absoluto, se dan en la historia, esta les afecta, pero no se identifican con los avatares históricos.8

Dentro de este proceso es importante tener en cuenta que Hegel considera que el espíritu se ha expresado de manera adecuada a través de las obras de arte. Las obras de arte, durante mucho tiempo, han servido para representar a las divinidades, por lo que Hegel considera que el arte ha permitido a los seres humanos mantener una relación directa e intuitiva con lo divino. Relacionarse con lo divino consistía en relacionarse con la representación que se hubiera forjado, ya estuviera más unida al mundo natural, animal, humano o sobrenatural. La expresión de este desarrollo histórico se recorre en la Fenomenología a través de las diferentes etapas de la religión del arte.

La religión del arte está precedida en esta obra por la religión natural y desemboca en la religión revelada. Mediante la religión del arte, figura central del apartado de la religión, el espíritu se objetiva y se pone frente a sí, es capaz de distinguirse y, a la vez, de reconocerse en su obra. Mediante este salir de sí, el espíritu reflexiona sobre sí mismo, se sabe para sí a través de la figura del arte históricamente instalada en el tiempo. A continuación expongo estos tres momentos en los que aludiré, aunque de forma breve, a sus respectivas tríadas, como es usual en Hegel.

a) La religión natural

Al inicio del primer momento, la religión natural (natürliche Religion), Hegel hace una aclaración que habrá que tener en cuenta a lo largo del capítulo, puesto que aunque hable de distintas religiones no está más que aludiendo a «los distintos lados de una sola» (2004b: 401).9 La diferencia estriba en las distintas formas en las que se manifiesta. Con ello puntualiza que no se trata de un análisis interreligioso, sino de ver las diferentes formas en las que el espíritu va tomando conciencia de sí, en las que adquiere la forma que le es propia como objeto de conciencia. Para el filósofo alemán, la religión natural se articula en tres momentos que coinciden con la religión de Persia, la de la India y la de Egipto.

La primera forma dentro de la religión natural es la persa, la religión de la luz, que se identifica con el oriente en el sentido más etimológico del término latino oriens, un amanecer sin ocaso. En un segundo momento de la religión natural, en la de la India, el espíritu se desarrolla a través de la religión de la percepción espiritual «en la que el espíritu se escinde y desintegra en la innumerable pluralidad de espíritus» (Hegel, 2004b: 404). Se puede decir que los objetos están divinizados por el espíritu; tanto se considera presente el espíritu en la naturaleza que no se duda en hablar de panteísmo. Las vidas animales, el espíritu de los pueblos son conscientes de sí, pero sin universalidad.10

Sin embargo, la inconsciencia de la naturaleza empieza a ser superada por una leve conciencia que se va adquiriendo a través de la producción de la obra. En esta producción de la obra se advierte la primacía del trabajador, todavía no separado del modo de producir de la naturaleza, que da paso progresivamente a una nueva figura, la del artesano (Werkmeister). En el tercer momento de la religión natural, el artesano lleva a cabo un trabajo más bien instintivo, no libre, puesto que la obra no es para él. Aquí el espíritu va descubriéndose y encontrándose a sí mismo.11 En concreto, la realización de las obras de este momento se suele asociar con el arte egipcio, y en concreto con su arquitectura, puesto que alude a las pirámides y a los obeliscos como formas geométricas todavía sin gran definición.

No obstante, pese a la evolución del artesano, Hegel hace hincapié en que en este momento todavía hay ausencia de lenguaje, lo que manifiesta una falta de interioridad. Es el artesano el que tiene como fin unir las dos partes del espíritu: el elemento universal, lo inorgánico, con la singularidad, la síntesis de lo interno y lo externo que antes estaban disociados: «El artesano unifica ambas cosas en la mezcla de la figura natural y de la figura autoconsciente y estas esencias ambiguas y enigmáticas [...] irrumpen en el lenguaje de una sabiduría profunda» (Hegel, 2004b: 407). Es así como el espíritu penetra en la interioridad y esta se vuelve autoconsciente. Es el paso del artesano inconsciente, anónimo, a la particularidad autoconsciente del artista. Esta autoconsciencia permitirá la aparición del arte como tal, como fin en sí mismo, alejado de la utilidad de la artesanía. Este último aspecto es importante, ya que supone el paso a la religión del arte (Kuntsreligion). En este momento se ve con claridad la separación entre el ser-en-sí y el ser-para-sí. El primero consiste en que el espíritu natural e inconsciente que trabaja se convierte en materia, en una obra, a través de la cual el espíritu, en un segundo momento, tiene noticia de sí, se vuelve autoconsciente.

b) La religión del arte

Es en la dimensión religiosa del arte donde se produce el encuentro del espíritu con su forma de conciencia correspondiente. Sin embargo, mientras halla la forma que le corresponde, la conciencia (que en este caso es la conciencia del creyente) vive a través del culto la experiencia del doble desasimiento: «Mientras que el sí mismo singular se aliena para elevarse hasta la esencia divina, esta, a su vez, deja su carácter abstracto para identificarse con el sí mismo singular» (Díaz, 2008: 231).12

En la exposición del culto de la religión que Hegel desarrolla en la Fenomenología del espíritu el autor es consciente de la ruptura de la armonía que se presentaba en el espíritu ético, la desarmonía de la verdad de un ser con su certeza, la traición de la sustancia que al tomar demasiada conciencia se transforma en sujeto. De hecho, el espíritu que retorna aquí, en el culto, es el espíritu objetivo (eticidad, cultura y moralidad), aunque se aluda a él mediante su primera forma, el espíritu ético (Bubner, 2007: 296-309). Retorna a sí de forma autoconsciente y activa para que, mediante la actividad del artesano, surja como objeto y con ello resurja el espíritu moral. Así lo afirma Hegel:

El espíritu ha elevado su figura, en la que el espíritu es para su conciencia, a la forma de la conciencia misma y hace surgir ante sí esta forma. El artesano ha abandonado el trabajo sintético, la mezcla de las formas extrañas del pensamiento y de lo natural; habiendo ganado la figura la forma de la actividad autoconsciente, el artesano se ha convertido en el trabajador espiritual (2004b: 408).

El paso del artesano inconsciente a la autoconsciencia del artista permite la aparición de la obra de arte. Y la obra de arte absoluta comparece cuando la sustancia se distancia de sí misma hasta tenerse delante y poder dejarse atrás: «La belleza del arte antiguo aparece cuando el espíritu se ha elevado por encima de su realidad, cuando ha retornado de su verdad objetiva al puro saber de sí mismo» (Hyppolite, 1974: 496). En este sentido, la toma de conciencia supone estar por encima del ser y, por tanto, tener conciencia de la finitud y de su inquietud infinita (Hegel, 2004b: 408). En esta línea, un poco más adelante explica: «La religión del espíritu ético es su elevación por sobre la realidad, el retorno desde su verdad al puro saber de sí mismo» (Hegel, 2004b: 408). Esta toma de conciencia se expresa en las obras de arte, se conoce a través de las obras que produce, ya que el espíritu solo conoce de sí mismo lo que se manifiesta.13

Por tanto, la religión del arte es un momento esencial en la toma de conciencia del espíritu. Puede que el hecho de denominar a este momento «religión del arte» se deba a la fuerza que dicha expresión había tomado en el romanticismo, como he explicado anteriormente. Sin embargo, el filósofo alemán marca desde esta obra de juventud una importante distancia con la concepción romántica, pues la religión del arte está destinada en su obra a ser superada por la verdadera religión. En la Fenomenología del espíritu se puede ver cómo el espíritu se eleva por encima de sus objetividades (espíritu objetivo): «El espíritu ha elevado su figura, en la que el espíritu es para su conciencia, a la forma de la conciencia misma y hace surgir ante sí esta forma» (Hegel, 2004b: 408). Mediante la religión del arte el espíritu se objetiva y se pone frente a sí, es capaz de distinguirse y, a la vez, reconocerse en su obra. De esta manera se abre un espacio a la interioridad distinto de la exterioridad. Por ello, también en la Fenomenología del espíritu la religión del arte da paso a la religión revelada. Con ello, se puede ver un progresivo crecimiento del arte, desde un aspecto residual en el Primer programa de un sistema del idealismo alemán a una independencia completa en la Enciclopedia. En definitiva, no será hasta que aparezca la religión revelada, hasta la llegada del cristianismo, cuando se abra totalmente la subjetividad y el espíritu pueda contemplarse verdaderamente a sí mismo.

Dentro de la religión del arte Hegel distingue tres momentos en los que se vuelven a reproducir, de algún modo, los tres estadios de la religión, pero esta vez visibles en un objeto, en la obra de arte. Este devenir está formado en primer lugar por un arte abstracto, objetivo; en segundo lugar, por un arte viviente donde se unen lo humano y lo divino; y, por último, por un arte espiritual donde se hace presente la conciencia desgraciada y se da paso a la religión revelada.

La primera figura de la religión del arte es la obra de arte abstracta y es en ella donde el espíritu ético aparece en la forma de puras figuras divinas. Es abstracta en la medida en que es pura objetividad y en la medida en que el espíritu creador se olvida a sí mismo, se enajena, en la obra. La obra es engendrada en la conciencia y producida por manos humanas, razón por la cual va tomando conciencia de sí a la vez que supera la diferencia con su espíritu.

La conciencia deberá moverse desde la obra a su autoconciencia. A su vez, esta autoconsciencia se endereza en el culto para suprimir la distinción respecto de su espíritu y con ello producir lo que será la obra de arte viviente. Por esta razón hay una disociación entre la conciencia que engendra y la producción que llevan a cabo las manos humanas. La manera en la que nos damos cuenta de que todavía no se ha eliminado tal distinción es que su forma queda como una cosa, esto es, como un objeto representado por la estatua.14 Con ello quiere poner de manifiesto la diferencia entre la particularidad de la forma y la universalidad de la esencia. Diferencia que se va acortando en la medida en la que el concepto va abstrayendo las formas orgánicas particulares. Con este sentido evolutivo de las formas artísticas, Hegel se refiere al espíritu y su toma de conciencia, pero inevitablemente se transmite también la idea de un cierto «progreso» artístico. Los ejemplos de esta primera forma de arte no dejan duda de que se refiere al espíritu, representado en este caso por el dios:

La figura del dios se despoja así en ella misma de la penuria de las condiciones naturales del ser allí animal e indica las disposiciones interiores de la vida orgánica en su superficie y como perteneciente solamente a ésta. Pero la esencia del dios es una unidad del ser allí universal de la naturaleza y del espíritu autoconsciente que en su realidad se manifiesta como contrapuesta a aquel (Hegel, 2004b: 411).

La contraposición entre la universalidad de la esencia y la autoconciencia de su finitud es paralela a la del obrar (el ser creada en la conciencia) y la del ser cosa (ser elaborada por manos humanas). De tal modo que «el artista experimenta en su obra el no haber creado una esencia igual a él» (Hegel, 2004b: 412). A esta falta de unidad e interioridad, de alma, se contrapone el dios que tiene el lenguaje, esto es, el himno, como elemento de su figura.

En el himno el elemento central es el lenguaje, que es visto como alma, como si estuviera animado desde dentro: por ello tiene «su pura interioridad como el ser para otros y el ser para sí de los singulares» (Hegel, 2004b: 413). El himno no es el lenguaje primario del oráculo en el que la conciencia todavía se sentía extraña, sino que lo propio de este lenguaje es que se sabe lo que dice, en él se abre progresivamente una interioridad donde puede darse la conciencia.

La unión de aquello que aparecía como cosa (artes plásticas) y aquel saber sobre el decir es el culto, en el que se da una unión de esencia y de forma. En el culto, que se encuentra en el canto de los himnos, «se da el sí mismo la conciencia del descender de la esencia divina de su más allá a él y ésta que anteriormente era lo irreal y solamente objetivo, adquiere de este modo la realidad propiamente dicha de la autoconciencia» (Hegel, 2004b: 415). El culto supone una depuración consciente del espíritu a través de la enajenación de la cultura, pero todavía no es la completa interioridad.

Pero esta última parte no es solo lenguaje, sino que va acompañada del obrar. La acción del culto es el sacrificio. Este sacrificio tiene como fin, por un lado, suprimir y superar la abstracción de la esencia, convirtiéndola en objeto real y, por otro, suprimir y superar lo real para elevarlo a lo universal (Hegel, 2004b: 416). La esencia misma se sacrifica cuando se entrega un animal o se entregan los frutos de Baco y Ceres, representación de lo que luego será el verdadero sacrificio del cristianismo: el cordero de Dios, el cuerpo y sangre de Cristo.

Por su parte, la obra de arte viviente –segunda figura de la religión del arte– es donde el hombre pasa a ser la figura elaborada de lo divino. Con la obra de arte viviente Hegel se refiere a las fiestas y juegos olímpicos, en los que hay una inmediata unidad entre lo humano y lo divino, de tal modo que es el propio hombre quien se presenta a sí mismo sabiéndose uno con la esencia divina. El hombre real se representa a sí mismo en las danzas báquicas y en la belleza apolínea de los atletas. Se trata de una obra de arte viva porque es el hombre quien se pone a sí mismo, quien pasa a ser la figura elaborada en las fiestas y los juegos que se tributan en su honor, esto es, en los juegos olímpicos. Sin embargo, tal y como afirma Hyppolite, es un momento de la exterioridad sin interioridad: «Lo místico inconsciente y la corporalidad bella se juntan, pero a lo místico le falta la posesión de sí y a la corporalidad la profundidad de la esencia» (Hyppolite, 1974: 499-500).

Por tanto, desaparece el equilibrio que se daba anteriormente, y a lo místico le sigue faltando autoconciencia, la interioridad del lenguaje. Sin embargo, lo que le falta solo se le puede dar por revelación: «Solamente el sí mismo es revelado ante sí, o lo que se revela se revela solamente en la certeza inmediata de sí» (Hegel, 2004b: 419). A su vez, se ha roto el equilibrio al poner demasiado peso en lo externo, en los bellos cuerpos, de tal modo que el espíritu se ha perdido: «En esta enajenación que va hasta la total corporeidad, el espíritu se ha despojado de las particulares impresiones y resonancias de la naturaleza» (Hegel, 2004b: 421). El pueblo, como tal, es consciente de haberse despojado de su universalidad.

En este proceso se ha pasado del arte cósico y falto de espíritu, como eran las pirámides, a un arte plástico, como es el escultórico, en el que se separaban las formas naturales del espíritu. Posteriormente, con las fiestas y los juegos olímpicos el espíritu toma conciencia de sí, pero sin equilibrar bien la forma y la esencia, lo exterior y lo interior, lo particular y lo universal.15 Es necesario, por tanto, que el obrar real del culto sea elevado a representación y se vuelva a dar una unión entre lo universal y lo singular. Por eso, es en el último de los momentos, síntesis de los demás, donde lo divino retorna a lo humano y donde el espíritu se hace lenguaje, esto es: la obra de arte espiritual.

La obra de arte espiritual, la última de las figuras de la religión del arte, es la unión de todos los momentos anteriores. El sí mismo se encuentra como la esencia absoluta, pero este sí mismo debe descubrir su inconsistencia, pues cuando pretende alcanzarse se encuentra con su finitud, se descubre demasiado humano. La conciencia que se genera en esta etapa es conciencia dichosa, pero debe todavía interiorizarse a nivel más profundo y llegar a la conciencia desgraciada, en la que se toma conciencia de que Dios ha muerto, y se da paso al cristianismo. Como afirma Hyppolite: «La religión del arte conducirá a la absoluta certeza de sí mismo y el hombre será la verdad del destino trágico» (1974: 319).

En la obra de arte espiritual eclosiona el lenguaje de las artes poéticas representadas por la epopeya, la tragedia y la comedia. El aedo es la figura que encarna la representación que es el lenguaje de la epopeya. De este cantor se sirve la memoria para entregar su canto universal al pueblo. El contenido de su canto, en el que el propio aedo desaparece, «encierra el contenido universal, por lo menos como totalidad del mundo, aunque no, ciertamente, como universalidad del pensamiento» (Hegel, 2004b: 422). Esto quiere decir que en la representación de la epopeya todavía no se encuentra la necesidad del concepto. La universalidad de los dioses contrasta con la particularidad de los hombres, dos extremos que no encuentran un punto medio en el que juntarse.

Por otra parte, en la tragedia el desdoblamiento del espíritu se ve intensificado, puesto que ya no se trata de una separación entre lo externo y lo interno, sino de una división interior. Ahora no se cantan las gestas heroicas de la Ilíada, sino que el cantor se convierte en actor, de tal modo que es el mismo héroe quien habla: «Son hombres reales, que revisten la personalidad de los héroes y los presentan en un lenguaje real, que no es el lenguaje narrativo, sino el suyo propio» (Hegel, 2004b: 425). Con esta asunción de la primera persona se ha ganado en conciencia y, por ello, es mayor el desgarramiento al advertir que la realidad es distinta de la conciencia.

Por un lado está el actor y, por otro, la conciencia espectadora, el pueblo representado en el coro. El héroe, el actor, se enfrenta al objeto sobre el que actúa, la realidad presente, sin plena conciencia. A través de la acción es como sale a la luz esta contraposición entre el saber y no-saber. Para llevar a cabo la acción escucha a los dioses, pero al hacerlo se da cuenta de la parcialidad de este conocimiento y de que se ha entregado a un saber ambiguo.16

El sí mismo se encuentra como la esencia absoluta, pero este sí mismo debe descubrir su inconsistencia. Con todo ello se pone de manifiesto la disociación, la carencia de esencia en el obrar de estas representaciones y así se pasa a la comedia. En esta última esfera el sí mismo encuentra la unidad de actor y espectador, donde la autoconciencia real se presenta como el destino de los dioses. El actor se despoja de su máscara, se presenta tal y como es: muestra sin tapujos su finitud e ironiza sobre la sustancia ética, sobre la vida del pueblo. Por otra parte, esta elevación a la autoconciencia supone ponerse por encima también del espectador, del coro y de los dioses:

El pensamiento racional sustrae la esencia divina a su figura contingente y, en contraposición a la sabiduría carente de concepto del coro, que enuncia diversas máximas éticas y hace valer una multitud de leyes y determinados conceptos de deberes y derechos, los eleva a simples ideas de lo bello y lo bueno (Hegel, 2004b: 432).

La conciencia se ha alcanzado a sí misma, lo universal ha vuelto hacia sí, la sustancia se ha vuelto sujeto, pero al alcanzarse es como si se encontrara alienada, como si fuera demasiado humana. Por eso el espíritu, a pesar de tenerse delante, no puede quedarse en esta unión. La comedia es a la vez culmen y ruina del arte absoluto (Jiménez Redondo en Hegel, 2006b: 1049). Como se indicaba al comienzo de este apartado, el culto, asimilado aquí a la religión del arte, tiene como fin poner de manifiesto que el camino que tiene que recorrer el espíritu no es el de huir ni el de encerrarse, sino el de aceptar en su seno la conciencia desgraciada.

Por tanto, la religión del arte ha acometido su propósito, el espíritu se ha despojado de una figura que le resultaba extraña –la de la estatua, la bella corporalidad o las representaciones poéticas–, produciendo así su propia figura para llegar a tener conciencia de sí. Todo ese pasado queda atrás, pero es lo que permite al espíritu llegar a ser consciente de sí mismo como espíritu. Esta transformación supone el paso al último apartado de la religión: la religión revelada, el cristianismo.

c) La religión revelada

La religión revelada (offenbare Religion) es el último momento y figura culmen del espíritu. Son muchos los estudios dedicados a ella (Chapelle, 1964; Rüdiger, 1976; Dickey, 1993; Maza, 1999; Díaz, 2008; Vitiello, 2010), pero en este apartado solo quiero mostrar cuál es la diferencia con la religión del arte.

La religión del arte mostraba una unión perfecta entre el espíritu y su expresión, por lo que la conciencia podía reconocer la divinidad en la forma artística. La conciencia estaba dichosa en esa contemplación, pero su unión era superficial. La religión revelada supone la revelación de un Dios que se ha encarnado y ha entrado en la historia. Su cuerpo no es una representación de la divinidad, sino la propia divinidad.17 Ahora ya no hay ninguna expresión artística capaz de expresar esta realidad, pero ya no la necesitamos. Según palabras de Hegel:

Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivificadora se ha esfumado, así como los himnos son palabras de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus juegos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conciencia gozosa unidad de ellas con la esencia. A las obras de la musa les falta la fuerza del espíritu que veía brotar del aplastamiento de los dioses y los hombres la certeza de sí mismo. Ahora, ya sólo son lo que son para nosotros –bellos frutos arrancados del árbol [...]–; ya no hay ni la vida real de su existencia, ni el árbol que los sostuvo, ni la tierra y los elementos que constituían su sustancia, ni el clima que constituía su determinabilidad o el cambio de las estaciones del año que dominaban el proceso de su devenir. El destino no nos entrega con las obras de este arte su mundo, la primavera y el verano de la vida ética en las que florecen y maduran, sino solamente el recuerdo velado de esta realidad (Hegel, 2004b: 436).

Como puede verse en el texto, frente a las obras vivas que creaban los griegos, el hombre moderno autoconsciente ya no es capaz de contemplar vida en las obras de arte. De hecho, este cambio de sensibilidad tiene consecuencias en diferentes órdenes. Por ejemplo, puesto que las obras de arte pueden hacernos recordar épocas pasadas, y ya no creemos que haya manifestación de la divinidad en ellas,18 los problemas morales con los que se enfrentaban los griegos cuando adoraban a los dioses se relegan ahora a la propia conciencia (Jamme, 2010: 202-203). Por otro lado, el hecho de que las obras ya no sean algo vivo es uno de los motivos que genera su reclusión y clasificación taxonómica en los museos. Podría hacerse una correlación entre el espíritu ilustrado francés, científico y democratizante, fruto del Nuevo Régimen, y la apertura de los primeros museos públicos, como el del Louvre. Que se expusieran por primera vez en sus salas las obras que simbolizaban el Antiguo Régimen era de algún modo una forma de manifestar que este ya formaba parte del pasado.

Si el arte ha sido superado en la religión revelada a través de la encarnación de la divinidad, la conciencia también debe asumir la muerte y el dolor como parte de la reconciliación del espíritu consigo mismo; debe aceptar ser conciencia desdichada: «Conciencia de la pérdida de toda esencialidad en esta certeza de sí y de la pérdida precisamente de este saber de sí, de la sustancia como del sí mismo, es el dolor que se expresa en las duras palabras de que Dios ha muerto» (Hegel, 2004b: 435).

Aunque esta afirmación tiene grandes implicaciones en el terreno religioso y teológico, así como dentro del sistema hegeliano, no es posible atenderla ahora. Lo importante ahora es ver cómo, a pesar de ser este un momento de máxima expresión de lo divino, la conciencia religiosa no es todavía el pensamiento que concibe o el absoluto saber de sí, sino que traduce, con la forma aún extraña de la representación, el espíritu que ella misma es:

Habiéndose producido en sí esta unidad de la esencia y del sí mismo, la conciencia tiene también aún esta representación de su reconciliación, pero como representación [...]. Su propia reconciliación entra en su conciencia como algo lejano, como la lejanía del futuro, del mismo modo que la reconciliación que llevaba a cabo el otro sí mismo se manifiesta como algo lejano en el pasado (Hegel, 2004b: 456).

La conciencia religiosa dará paso al saber de la comunidad en el que se agrupan tanto el momento de la conciencia desgraciada como el de la objetividad de la fe del mundo. Por todo lo visto hasta aquí, puede decirse que ya en la Fenomenología del espíritu Hegel se distancia de los románticos, pues en ella el arte se ve superado por la religión revelada, que aparece como una esfera más profunda, más adecuada al espíritu. Tal y como afirma Teyssedre:

El arte ya no es religión; si puede y debe permanecer religioso, es porque la religión lo ilumina, porque lo sensible da testimonio aun de lo espiritual, no como complaciéndose en sí sino salvaguardando a través de él su independencia, su meta ante una tarea que trasciende toda materia (1974: 118).

En definitiva, en este repaso de la Fenomenología se ha mostrado el peso que tiene la religión en los primeros momentos del pensamiento hegeliano. Paso ahora a analizar su sistema tal y como lo desarrolla en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, uno de los escritos centrales para entender los debates actuales acerca del fin del arte. Como se verá, la discusión tiene que ver con el enfoque bajo el que debe estudiarse la Estética: puede ser fenomenológico o sistemático, histórico o gnoseológico.

La sistematicidad del arte en la Enciclopedia

La Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften) es la recopilación de los pensamientos que Hegel fue madurando a lo largo de su vida y el culmen de su obra. La primera edición de esta obra ve la luz en 1817, pero aquí trabajaré fundamentalmente con las reediciones (corregidas y ampliadas) de 1827 y 1830 por la cercanía que tienen con las Lecciones de estética dictadas en 182619 y 1829.

Merece la pena resaltar que es en esta obra donde tiene lugar la transformación del arte en un momento constitutivo e independiente del espíritu absoluto. Aunque en la primera edición de 1817 todavía no encontramos una completa separación entre religión y arte,20 en las ediciones posteriores este ya constituye un momento propio del espíritu absoluto. De este modo, en 1827 la obra se divide por primera vez en «el arte», «la religión» y «la filosofía».

Asimismo, es importante poner de relieve que el propósito de Hegel al escribir la Enciclopedia no es compendiar todo el saber humano, al estilo de la enciclopedia francesa, sino mostrar que la filosofía es una ciencia. Como él mismo escribe, «un filosofar sin sistema no puede ser nada científico» (Hegel, 1997: 117). Por esta razón, la estructuración de esta obra depende de la capacidad de racionalidad a la que consigue llegar cada ciencia. Así, se estructura en tres partes: la ciencia de la lógica, la filosofía de la naturaleza y la filosofía del espíritu. A lo largo de ellas se desarrollan dos aspectos del arte: su carácter científico y su condición de forma infinita y libre del espíritu.

a) El carácter científico del arte en la Enciclopedia

La primera parte de la Enciclopedia está dedicada a la lógica, clave del sistema hegeliano. La lógica «es la ciencia de la idea pura, esto es, de la idea en el elemento abstracto del pensar» (Hegel, 1997: 125; Hegel, 1982: 508-584). No es prescriptiva, más bien intenta captar el movimiento del logos.21

Tras el desarrollo de la lógica, encontramos la filosofía de la naturaleza, que «tiene por objeto el mismo universal, pero para sí, y lo contempla en su propia e inmanente necesidad con arreglo a la autodeterminación del concepto» (Hegel, 1997: 304-305). La naturaleza en sí es pura exterioridad (Äußerlichkeit), razón por la cual «no muestra en su existencia libertad alguna, sino necesidad y contingencia» (Hegel, 1997: 306). Esta necesidad conduce a que la naturaleza debe «ser contemplada como un sistema escalonado, cada uno de cuyos peldaños procede necesariamente de los otros y el siguiente es la verdad de aquellos de los que resulta, no como generación natural sino en el sentido de que es la idea interior la que constituye su fundamento» (Hegel, 1997: 304-308). Se comprende, por tanto, que cuando Hegel hable de la belleza no se refiera a la belleza natural, sino a la artística. La belleza de la naturaleza solo puede ser comprendida como la relación armónica de las partes, pero no puede ser elevada a ciencia. Por el contrario, el arte tiene en sí su propio fundamento, puesto que en él el espíritu está presente a través del ideal. Esto quiere decir que intenta transmitir una verdad o que la inteligencia puede captar la verdad en el objeto. Por esta misma razón, su tratamiento puede ser científico.

La última parte de la Enciclopedia la constituye la filosofía del espíritu, que es la ciencia de la Idea que, a partir de su ser en otro, regresa a sí. La esencia del espíritu es «formalmente la libertad, la negatividad absoluta del concepto como identidad consigo mismo» (Hegel, 1997: 436). Por esta razón, la ciencia de la Idea tiene por objeto el conocimiento «más concreto y, por tanto, el más elevado y difícil» (Hegel, 1997: 433): el del propio espíritu. La filosofía del espíritu se divide a su vez en tres secciones dedicadas al espíritu subjetivo (cuando está en la forma de la referencia a sí mismo), el espíritu objetivo (cuando está siendo solo en sí) y el espíritu absoluto (cuando está en la unidad de su objetividad y su idealidad o concepto).22 Este último vuelve a dividirse a su vez en otros tres momentos: arte, religión revelada y filosofía.

La ciencia del espíritu subjetivo arranca con la antropología como la ciencia que estudia el alma, pues es en ella donde comienza el desarrollo de la conciencia: «Este ser-para-sí de la universalidad libre es el superior despertar del alma al yo, a la universalidad abstracta, [...] y se refiere a sí de tal modo que en ese mundo está inmediatamente reflejado hacia sí: la conciencia» (Hegel, 1997: 469). Al final del apartado se apunta que el espíritu subjetivo se reconoce como deber y lleva a la existencia como derecho en los demás, lo que da lugar al derecho y la moralidad (Amengual, 2001).

Así se abre camino al espíritu objetivo, que es la sustancia ética que se manifiesta en la familia, la sociedad civil y el Estado. Este apartado comienza con la ciencia jurídica y acaba con la eticidad como la verdad del espíritu subjetivo y objetivo mismo, dando lugar a una libertad autoconsciente.23 En este sentido, cabría decir que el hombre formado por el Estado, el hombre ético, es el hombre libre. Una vez se han superado las unilateralidades de la libertad, el espíritu se vuelve una unidad inmediata: el espíritu absoluto.

El espíritu absoluto, por tanto, es «identidad que tanto está-siendo eternamente en sí misma, como está regresando y ha regresado a sí» (Hegel, 1997: 580). Por ello, en el espíritu absoluto es donde se da una mayor coincidencia entre la racionalidad del pensamiento y su expresión (Wirklichkeit). Dentro de él se encuentran el arte, la religión y la filosofía. Aunque el hecho de que hablemos de superaciones en las formas del espíritu, de progresos y fines, pudiera hacer pensar que unas formas son mejores que otras, en realidad todas ellas son igualmente necesarias. De la misma manera que el espíritu absoluto no anula los dos momentos anteriores, sino que los asume dentro del espíritu absoluto, la filosofía tampoco anula la esfera del arte o de la religión. El hecho de no comprender los principios de la dialéctica ha llevado, como se verá en el siguiente apartado, a grandes malentendidos en el caso del arte. De hecho, Carter considera que este es el motivo por el que algunos autores afirman que Hegel proclamó la «muerte del arte», cuando el hecho es que no alude en ningún momento a este asunto (1980).

Es al llegar al culmen de su sistema cuando Hegel alcanza uno de los fines principales de la Enciclopedia, mostrar que la filosofía es una ciencia. Aquello que hace de la filosofía la ciencia superior es su capacidad explicativa de los órdenes anteriores a ella. La filosofía se convierte en ciencia en tanto que conoce lo infinito, lo absoluto, y debe entenderse como sistema porque consigue abarcar toda la realidad. En efecto, la ciencia, tal y como la considera Hegel, no es una ciencia científico-matemática. Solo es ciencia lo que habla y describe los procesos, una vez han pasado, y explica cómo todo aporta al desarrollo de la figura.24

Desde esta perspectiva hay que entender cómo los tres momentos del espíritu absoluto, arte, religión y filosofía, son formas infinitas y libres del espíritu, aunque expresen el contenido del espíritu de forma diferente. La diferencia radica en la forma con que cada uno de ellos lo hace presente:

El arte bello ha llevado a cabo por su parte lo mismo que la filosofía por la suya: la depuración del espíritu respecto de la falta de libertad. Aquella religión en la que se engendra la necesidad del arte, y por eso precisamente lo engendra, posee en su principio un más allá carente de pensamiento y sensible (Hegel, 1997: 586).25

Por tanto, como puede verse, el arte no es un momento inferior del espíritu absoluto, sino el primer momento necesario en el que el espíritu se manifiesta sensiblemente: la verdad que se da bajo forma de representación. Lo propio del arte es su expresión exterior, por lo que se caracteriza por ser un saber sensible, intuitivo. Por su parte, la religión en Hegel es pura interioridad y su conocimiento corresponde a la representación. La filosofía, en último lugar, sería la expresión más racional, el pensamiento libre del espíritu y, por ello, culminación del sistema. Es culminación porque solo ella puede dar cuenta de las demás, que solo comprenden de manera unilateral y abstracta.26

Tal y como Hegel lo trata en la Enciclopedia, el arte aparece como el ámbito menos científico del espíritu absoluto; sin embargo, eso no quiere decir que no pueda tratarse científicamente. Precisamente dedicará las Lecciones de estética a demostrarlo.

b) El arte como forma infinita y libre del espíritu

Una vez revisado el carácter científico del arte dentro de la dialéctica hegeliana, se puede analizar el lugar que ocupa en este sistema como primera expresión del espíritu absoluto, es decir, del espíritu infinito y libre. Como se ha visto, la idea se manifiesta de diferentes formas: en el arte, la religión y la filosofía. Entre ellas, el arte tiene como fin exteriorizar la idea sensiblemente. Esta manifestación sensible de la idea a través del arte es la forma del absoluto más alejada de la reflexión, pero también permite un conocimiento más intuitivo o inmediato. El arte, por tanto, no presenta la idea en el elemento reflexivo del concepto, puesto que eso es labor de la filosofía; presenta el absoluto de manera sensible. Así pues, el arte bello manifiesta de modo sensible la idea.

En este sentido, en el arte son inseparables el aspecto de infinitud que proviene del ideal y el aspecto finito en tanto que objeto concreto. Ramírez, en su estudio sobre la estética hegeliana, afirma que el arte no es posible «si alguno de estos aspectos se elimina o privilegia» y que, precisamente por ello, «la representación del infinito en forma finita se presenta como fruto de la más alta libertad, como síntesis en la quese nos revela el proceso absoluto del universo» (Ramírez, 1988: 47).

Sin embargo, se ha discutido si la relevancia del contenido ideal convierte a Hegel en contenidista o platónico. Es decir, si lo realmente importante en el arte para él sería la idea y su expresión tiene un carácter secundario. Labrada, por ejemplo, comenta este carácter contenidista en el sentido que acabo de apuntar, afirmando además que el problema del contenidismo vuelve a surgir cuando el arte, una vez superado, pasa de ser inmediación a mediación conceptual, negando así lo propio del arte. En este sentido, «la representación artística en cuanto tal pierde su valor de inmediación y necesita ser interpretado» (2017: 148). En su opinión, esto sucede porque solo cuando se pierde el poder manifestativo de la belleza se puede determinar el significado filosófico de las obras de arte.27

La discusión sobre el contenidismo tiene sentido cuando se contempla desde la perspectiva artística; sin embargo, no puede tener lugar desde la perspectiva sistemática o desde la perspectiva del espíritu que se expresa: ni por lo que se refiere al espíritu divino, que ahora busca otras formas, ni al humano, porque a este ya no le basta con el arte. No obstante, esto no significa que no vaya a continuar existiendo la manifestación de la verdad en el arte ni que el contenido vaya a ser lo único importante, por muy reflexivo que se vuelva el arte en el futuro. Volveré sobre este punto más adelante al tratar el carácter pretérito del arte.

Hegel en ningún momento afirma que la forma externa sea una mera envoltura para que la idea se manifieste, sino que explica que su manifestación concreta y sensible es tan intrínseca a la obra de arte como la idea que pretende expresar.28 Ciertamente, a la hora de interpretar la posición hegeliana cabe el peligro de reducir el arte al espíritu objetivo, al mundo de la cultura. Y es importante no perder de vista que el arte no pertenece totalmente al espíritu objetivo, sino al absoluto.

En el espíritu objetivo se encuentra la cultura, pero en ella el espíritu está alienado, pues es un momento en el que el espíritu sale de sí, se objetiviza, se enajena (Hegel, 2004b: 286-350).29 Frente al mundo de la cultura, formado por y para el hombre, la consciencia se extraña, razón por la cual en la Enciclopedia la cultura no tiene lugar, puesto que no puede ser una ciencia. Podría decirse que es la acumulación de conocimientos y necesidades de la sociedad civil, pero no es en sí un saber reflexivo.30 Arthur Danto lo resume de la siguiente manera:

El espíritu objetivo consiste en todas esas cosas y prácticas en las que encontramos la mente de una cultura hecha objetivo: su lengua, su arquitectura, sus libros y prendas de vestir, su gastronomía, sus ritos y leyes, todo lo que componen les sciences humaines o lo que los seguidores de Hegel dieron en llamar Geisteswissenschaften (2013a: 146).

El arte, por el contrario, es la primera forma del espíritu absoluto, en la que gracias a su expresión sensible el espíritu toma conciencia de sí. Si lo bello del arte revela la verdad de la misma particularidad sensible o material, el espíritu se conoce a sí mismo en esas obras de arte concretas que él mismo produce. La toma de conciencia supone estar por encima del ser y, por tanto, para el espíritu, también supone tener conciencia de la finitud y de su inquietud infinita. Esta autoconciencia va unida, como se vio al hablar de las Lecciones de filosofía de la historia, a un aumento de la conciencia de su libertad. Precisamente por su materialidad el arte tiene manifestaciones culturales e históricas, pero su esencia está por encima de ellas, puesto que se trata del modo de aparecer de la idea misma en lo bello. A este respecto, de nuevo Danto, hablando de unas obras de arte, afirma que aunque el contenido de las obras trate sobre cuestiones del espíritu objetivo, «pertenecen al absoluto, pues hacen que el espíritu objetivo tome conciencia de sí mismo» (Danto, 2013a: 147). El arte se eleva por encima del espíritu objetivo, aportando una reflexión y un conocimiento del mundo, razón por la cual puede tratarse de forma científica dicho conocimiento.

Precisamente porque el arte se encuentra en el espíritu absoluto, en la forma libre, puede hablarse de belleza.31 En este punto cabe resaltar que el arte bello supera a la pura materialidad de la belleza natural. En el arte el espíritu sobrepasa la naturaleza, puesto que en la obra la presencia del espíritu es consciente, mientras que la naturaleza era simple exterioridad sensible. Aunque en la conciencia ingenua o natural se tiende a considerar como más real la naturaleza empírica que el arte, que suele entenderse como ficción, lo que Hegel trata de manifestar es que el arte expresa verdades más profundas que las que la naturaleza en cuanto tal podría expresar.32 Lo sensible es presentado de tal manera en el arte que ya no es pura materialidad, sino que ha sido espiritualizado por el ser humano. A través de esta mediación también se toma conciencia del carácter parcial o limitado de lo sensible:

El espíritu absoluto no puede ser explicitado bajo una tal singularidad de la figuración; el espíritu del arte bello es, por esta razón, un espíritu limitado de un pueblo [...]. Con la limitación esencial de su contenido, la belleza se queda generalmente en una penetración por lo espiritual de la intuición o de la imagen; se queda en algo formal, con lo que tanto el contenido del pensamiento o la representación como la materia que ese contenido utiliza para configurarse, vienen a ser del tipo más diverso e incluso inesencial (Hegel, 1997: 583).

El arte, en este sentido, no oculta su parcialidad, no pretende engañar diciendo que es la realidad, sino que por medio de esa parcialidad sensible pretende llevarnos más allá de sí mismo. Es decir, la función reveladora de la belleza en el arte consiste en destacar lo finito o limitado como tal en una totalidad ya alcanzada, pues solo tras la superación uno puede hacerse cargo de la parcialidad de los momentos. Por consiguiente y debido a estas características, ni todos los contenidos se expresarán de manera adecuada, ni tampoco la captación del contenido podrá contentarse con ser siempre sensible.33

Puede verse, por tanto, que el arte expresa la idea, pero de manera todavía limitada. La idea solo puede captarse en el arte intuitivamente, y esta limitación tiene que ser superada. Eso es lo que sucede en los sucesivos momentos del espíritu.

En primer lugar se ve superada por la religión verdadera, o lo que es lo mismo en Hegel, por la religión revelada por Dios, el cristianismo: «El arte bello (así como la religión que le es propia) tiene su futuro en la religión verdadera» (Hegel, 1997: 586).34 En este momento el espíritu no manifiesta momentos abstractos, sino que se manifiesta a sí mismo. Pero tampoco la religión deja de ser un momento particular que no alcanza a dar cuenta supremamente de sí misma. En segundo lugar, la limitación del arte se ve superada por la filosofía. En este sentido, es la filosofía la que recoge ambos momentos en una totalidad. La filosofía como ciencia es, en palabras de Hegel,

la unidad del arte y la religión por cuanto el modo intuitivo, exterior según la forma, del primero [...] no sólo se ha conservado íntegramente en la totalidad de la segunda [...] haciéndolo un todo, sino que ha sido unido en la simple intuición espiritual, y en ésta entonces ha sido elevado a pensar autoconsciente. Este saber es así el concepto pensante, [ahora] conocido, del arte y la religión, en el cual lo diversificado en el contenido ha sido conocido como necesario, y en esto necesario [ha sido conocido] como libre (1997: 592).

Si bien el arte en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas ocupa un estadio todavía inicial en el despliegue del espíritu, a lo largo de este recorrido se advierte el cambio de posición que experimenta dentro del sistema hegeliano: de ser una figura dentro de la religión en la Fenomenología del espíritu ha pasado a constituir el primer estadio dentro del espíritu absoluto. Es importante resaltar este lugar que ocupa en el interior del espíritu absoluto, así como las implicaciones que esto tiene, pues es desde esta posición desde donde Hegel hablará en las Lecciones de estética.

La emancipación del arte en las Lecciones de estética

Como he comentado antes, es imprescindible tener en cuenta la cercanía temporal de la reescritura de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas y el dictado de las Lecciones de estética (Philosophie der Kunst), ya que implica una complementariedad entre ambas obras. Lo que Hegel explica en la Enciclopedia, el desarrollo del funcionamiento del sistema y las conexiones que hay entre unas partes y otras, es el presupuesto del que parten las Lecciones. Si se lee esta segunda obra de manera independiente, sin tener en cuenta el orden del sistema, podrían echarse en falta explicaciones sustanciales que quizá llevarían a malinterpretar sus teorías o a considerar sus planteamientos poco fundamentados.

En las Lecciones, Hegel no se detiene a explicar toda la estructura arquitectónica en la que la estética encuentra su lugar dentro del sistema, sino que más bien la da por sabida. Ni siquiera declara por qué se va a dedicar a realizar un estudio científico del arte. De hecho, comienza las Lecciones de estética con un intento de desmontar los tópicos más usuales de este tipo de tratamiento. Espera que sus oyentes confíen en que al final de las lecciones el objeto de estudio se mostrará con toda su necesidad, pero para ello el objeto se debe tomar como presupuesto para luego ser demostrado.35

a) La problemática edición de las Lecciones de estética

Además de lo expuesto hasta aquí, hay que tener en cuenta cuando se aborda el estudio de las Lecciones de estética que no se trata de una obra elaborada y redactada por Hegel, sino de unas lecciones preparadas para impartir en clase que fueron publicadas posteriormente. El filósofo alemán dictó cinco cursos de estética entre 1818 y 182936 y la primera publicación de las Lecciones de estética vio la luz en 1835, gracias a la edición que lleva a cabo Hans Gustav Hotho. Se trata, por tanto, de una publicación póstuma que Hegel nunca pudo llegar a revisar. Además, en el prólogo de esta obra Hotho da cuenta de la dificultad de la edición, que recoge, por un lado, la recopilación de los cuadernos de estética de Hegel, que en algunos casos no eran más que esquemas para las clases y, por otro, apuntes de clase (Nachschriften) de diferentes alumnos que habían asistido a sus cursos en diferentes años.37

Estas son las razones por las que Hotho se vio en la obligación de ordenar y completar algunos textos con el fin de hacerlos acordes con el sistema hegeliano y ofrecerlos como una obra acabada con sentido total. El propio Hotho comenta en la introducción que realizó cambios con frecuencia «en la separación, unión y estructura interna de las frases, giros y periodos de los cuadernos encontrados», pero que sin embargo se esforzó en ser fiel, «en plasmar íntegramente en toda su coloración las expresiones de los pensamientos e intuiciones de Hegel» (Espiña, 1996: 15). Esta recopilación fue reeditada con pequeños cambios en 1842 por el propio Hotho y se convirtió durante años en la versión más autorizada y difundida de las Lecciones de estética. Como expone Espiña con gran precisión en la introducción a su trabajo sobre Hegel, se mantendrá así hasta 1931, cuando Georg Lasson realiza una edición crítica de las lecciones en la que trata de distinguir los textos de Hegel y de Hotho.38

Aunque durante mucho tiempo los apuntes utilizados por Hotho se consideraron desaparecidos, en las últimas décadas se ha podido recuperar gran parte de este material y se han encontrado otros apuntes hasta entonces desconocidos. Espiña da cuenta en su estudio de los nuevos apuntes encontrados de los diferentes cursos: 1820-21: Ascheberg; 1826: Kehler, Garzcynski, Löwe, van der Pfordte, y un anónimo denominado «Aachen»; 1829: Libelt y Rolin. Tras la publicación de nuevos cuadernos de las lecciones en 2004, recogidos en este caso por Kehler,39 empezó a tomar cuerpo la opinión de que es necesario recuperar el carácter fenomenológico de la estética hegeliana. Así lo ha defendido, en concreto, Gethmann-Siefert, quien ha manifestado de forma reiterada que considera que las diferencias que pueden verse en el nuevo manuscrito son esenciales, ya que muestran un carácter más fenomenológico que sistemático.

Gethmann-Siefert considera que en los apuntes de Kehler se muestra el pensamiento hegeliano no como una obra acabada, sino como un trabajo inconcluso; no muestran el armazón sistemático que Hotho imprimió a las lecciones.40 En este sentido, apunta que Hotho habría otorgado tal carácter platónico a la hora de redactar las lecciones que da la impresión de que lo importante es el contenido, la idea, mientras que lo externo no es más que un armazón. Veamos un ejemplo de un párrafo de las Lecciones para ejemplificar lo que esta autora quiere decir:

En esta libertad es el arte bello verdaderamente, y sólo resuelve su tarea suprema [...] convirtiéndose en una forma de hacer consciente y expresar lo divino, los intereses más profundos del hombre, las verdades más universales del espíritu. Los pueblos han depositado en las obras de arte los contenidos más ricos de sus intuiciones y representaciones internas (Hegel, 1989b: 14).

El carácter platónico podría verse, como también ha resaltado González Valerio, en la utilización de términos como «hacer consciente» (zum Bewusstsein zu bringen), «expresar» (aussprechen), «depositar» (niederlegen), «representar» (darstellen). Además del carácter secundario que imprimen al arte, hacen que este «qued[e] en desventaja ontológica y epistémicamente frente a la religión y la filosofía» (González Valerio, 2012: 148). Frente a esta sutil vertiente platónica, González Valerio, siguiendo a Gethmann-Siefert, hace hincapié en que para Hegel lo más esencial del arte es su manifestación sensible y, con ello, su constitución histórica y su función cultural: «No se trata de la “autonomía” del arte, sino de su determinación cultural, de su significado para los seres humanos y para las configuraciones de la sociedad humana» (citado en González Valerio, 2012: 152).

Respecto a esta determinación histórica del arte, Gethmann-Siefert considera que fue la interpretación de Hotho y el intento de casarlo con el sistema lo que hizo que apareciera el carácter de pasado en el arte. Por eso, frente a las interpretaciones que se han hecho de la estética hegeliana desde la metafísica, poniendo el énfasis en la «manifestación sensible de la Idea», la autora alemana reivindica la interpretación histórica, es decir, la realización de la idea en la historia.41 A este respecto:

El arte, en cuanto lo bello «nacido del espíritu», no es –tal como lo definía la versión impresa de la Estética– la «apariencia sensible», sino «Dasein», «existencia» o «vitalidad» de la idea: el ideal. El ideal comprende para Hegel la unidad de lo sensible y lo espiritual, la unidad de un contenido espiritual o racional y su forma sensiblemente perceptible (Gethmann-Siefert y Beer, 2006: 29).

De esta manera, como apunta González Valerio, la autora alemana trata de rescatar a Hegel historizando la estética. En este sentido, Gethmann-Siefert estaría abogando por comprender el arte más como fenómeno que como sistema, pues «el sistema en última instancia no aparece por ningún lado en las Lecciones de estética. Insiste de este modo en que “el Ideal es la realidad estética y mitológica de la Idea”» (citado en González Valerio, 2012: 152).

Por consiguiente, en lo que respecta al fin del arte, Gethmann-Siefert considera que Hegel afirmaría que el arte no es capaz de instaurar ya ningún modelo de orientación inmediata, pero también que, por esa misma razón, se le abren otras posibilidades infinitas en cada presente, en el suyo y en el nuestro. Posibilidades en las que se vinculan la intuición y la reflexión, haciendo necesaria la filosofía del arte para preguntarse por el significado del arte en épocas pasadas (Gethmann-Siefert, 1992: 165-230). El arte puede y debe abrirse a lo humano, «buscar otras formas de mediación para lograr una orientación histórica, o sea una formación del individuo a través del arte» (Gethmann-Siefert y Beer, 2006: 23). Dicho con otras palabras, una vez que el arte ha cumplido su función principal de llevar a la conciencia al espíritu, tiene en la época moderna la función histórica de forjar humanidad. A este respecto, es aclaratoria la puntualización de Domínguez cuando explica que el arte en la época moderna ya no tiene la función de la substantielle Bildung, sino de la formelle Bildung (Domínguez Hernández, 2008: 209).

Estas interpretaciones que otorgan más peso al componente histórico de lo que podrían haberlo hecho otras lecturas de orden más metafísico resultan interesantes, ya que ponen de manifiesto que la realización histórica es esencial en el arte. Para ella, el significado histórico del arte «como mediación de la verdad se altera no estructuralmente, sino en relación con el problema de si el arte puede mediar por sí solo esas orientaciones duraderas, el “espíritu absoluto”, o si ha de hacerlo en compañía de otras formas de conciencia histórica» (Gethmann-Siefert y Beer, 2006: 26).42 Incluso Gethmann-Siefert considera que esta perspectiva solucionaría el problema del «fin del arte», ya que lo importante en ella sería preguntar por la función que sigue teniendo el arte en el momento histórico actual.

Sin embargo, este planteamiento presenta dos cuestiones. En primer lugar, que desde esta perspectiva histórica la tesis del «fin del arte» no pierde fuerza, pues solo dentro de la concepción histórica es donde el arte puede tener un «final». No obstante, hay que ser cuidadosos al hablar de fin, pues ¿qué es exactamente lo que acaba? Se zanja el momento del arte como manifestación sensible de la Idea pero, según cómo se exponga esta claudicación, podría entenderse que el arte se instala en el espíritu objetivo como una figura más y para siempre. Esto conduce al segundo problema, pues el peso concedido a lo «histórico» también lleva a conceder demasiado papel al aspecto cultural del arte. De hecho, cuando Gethmann-Siefert alude a las tesis del «fin del arte» en el contexto del mundo moderno, aclara que «sin duda el arte ya no es relevante sólo en el contexto cultural, en el marco del servicio divino, sino que es al mismo tiempo elemento de la cultura mundial» (Gethmann-Siefert y Beer, 2006: 28). Aunque esta autora no reduzca el arte al espíritu objetivo, cayendo en el peligro de reducir el arte a un elemento «cultural» junto a otros, hoy en día también pueden encontrarse otras interpretaciones en las que estas distinciones no están tan claras. Por tanto, el problema no está en entender.

En esta línea puede aludirse a la interpretación que se ha generalizado en el ámbito norteamericano, donde se ha estandarizado la división entre la interpretación tradicional metafísica y la no metafísica (o poskantiana), tal y como lo recoge la Stanford Encyclopedia of Philosophy:

Aquellos que adoptan esa aproximación a Hegel tienden a tener en mente la (relativa) juventud del autor de la Fenomenología del espíritu y han tendido a despreciar como «metafísicas» obras tardías y más sistemáticas como La ciencia de la lógica. En contraste, el movimiento hegeliano británico de finales del siglo diecinueve, por ejemplo, tendió a ignorar la Fenomenología y las dimensiones más historicistas de su pensamiento, además de encontrar en Hegel a un metafísico sistemático cuya Lógica aportó una ontología sistemática y definitiva. Esta posterior visión metafísica de Hegel dominó la recepción de Hegel durante la mayor parte del siglo XX, pero desde la década de 1980 fue desafiada por académicos que ofrecieron una visión de Hegel alternativa: no-metafísica y poskantiana. Sucesivamente, la lectura poskantiana ha sido desafiada por una visión metafísica revisada, en la cual se hace mención a los conceptos realistas aristotélicos que están presentes en el pensamiento de Hegel (Redding).43

Esta línea interpretativa considera que la visión metafísica establece una asimilación entre Dios y el espíritu absoluto, razón por la cual se tiende a considerar esta visión como un ejemplo del estilo dogmático, contra el que Kant habría arremetido ya en la Crítica de la razón pura. La visión no metafísica buscaría una línea menos polémica que trataría de abordar especialmente la ética y la política, pero también incluso la estética, como independientes del sistema metafísico. Así como los análisis en los primeros campos están siendo muy fructíferos, el campo estético es más difícil de determinar. Más adelante, cuando examine las distintas interpretaciones sobre la tesis hegeliana del fin del arte, volveré sobre ello. Baste de momento mencionar a los autores que han desarrollado esta línea no-metafísica, especialmente en Estados Unidos: Robert B. Pippin (1997, 2008), Henry Pinkard (2001) o Robert Brandom (2002, 2009). Ahora corresponde analizar el texto que ha llegado a nuestras manos como las Lecciones de estética.

b) La superioridad del arte bello como manifestación de la idea

Hegel comienza las Lecciones de estética señalando que en su época el sentido primordial de la palabra estética es «ciencia de la sensación», del conocimiento sensitivo perfecto. Frente a este planteamiento, él ambiciona elevar la estética a un ámbito superior a la sensación. Por eso aleja el objeto de estudio de la sensibilidad y lo ciñe al arte, y en concreto al arte bello. Como él mismo afirma, «la expresión genuina para nuestra ciencia es la “filosofía del arte”y, más exactamente, “filosofía del arte bello”» (Hegel, 1989b: 9).

En estas pocas palabras presenta sucintamente el modo filosófico con el que desea abordar estas lecciones y el objeto de estudio. Por lo que respecta al modo, hay que tener en cuenta la equiparación que Hegel hace del término filosofía (Philosophie) con el de ciencia (Wissenschaft). Como ha quedado de manifiesto en la Enciclopedia, la filosofía se convierte en ciencia en tanto que conoce lo infinito, lo absoluto, y, por eso mismo, debe entenderse como sistema para poder abarcar toda la realidad.

La filosofía del arte bello es, por tanto, ciencia del arte bello, lo que significa que es conocimiento necesario de una manifestación del espíritu. En concreto, se sitúa en el ámbito del espíritu absoluto, el ámbito de la libertad y la verdad del espíritu que se conoce a sí mismo y que busca la forma más racional a través de la cual expresarse: «El espíritu es por primera vez lo verdadero, que lo abarca todo en sí, de modo que cualquier cosa bella sólo es auténticamente bella como partícipe de esto superior y engendrada por ello» (Hegel, 1989b: 10).

Por esta misma razón, el objeto de estudio no es la belleza natural, sino la artística, puesto que se trata de «belleza nacida y renacida del espíritu» (Hegel, 1989b: 10). Este hecho lleva consigo la consideración del arte como expresión del espíritu y su entrada en la esfera del conocimiento teórico. De ahí que la naturaleza quede excluida en el análisis de la belleza. No porque en ella no se dé, pues no se trata de una cuestión cuantitativa, de dónde hay más belleza, sino cualitativa: la cuestión es ver dónde se expresa mejor el espíritu.44 Por tanto, no hay yuxtaposición, sino superioridad de la belleza del arte sobre la de la naturaleza, del espíritu sobre la materia.45

Como el propósito de Hegel es tratar el arte desde el punto de vista filosófico, desde el comienzo de las Lecciones se enfrenta con dos prejuicios con los que el sentir común se acerca al arte y que objetan precisamente la posibilidad de que se pueda hacer de él un tratamiento científico, filosófico. El primero de estos prejuicios es considerar el arte como algo ocioso, superfluo y blando, un lujo que no resulta útil, que fomenta el ocio y la frivolidad y, además, se vale del engaño y la apariencia. El segundo es concebir el arte como objeto de la sensación, de la intuición o de la imaginación, pero no de la razón, suponiendo así que en él rige la necesidad de la naturaleza, y no la libertad de la creación. Esta consideración lo excluiría de ser objeto del pensamiento y tener un tratamiento científico. Esto se debe a la idea común, que Hegel quiere atacar con su argumentación, de que el pensamiento, el tratamiento científico, a través de sus abstracciones se separa de lo concreto, acaba con la vida y no constituye un método adecuado para acercarse al arte. Frente a este tipo de concepciones, Hegel es meridiano: «La necesidad general del arte es, pues, lo racional, o sea, el hecho de que el hombre ha de elevar a la conciencia espiritual el mundo interior y exterior, como un objeto en el que él reconoce su propia mismidad» (Hegel, 1989b: 34).

Para Hegel este punto es importante, ya que separar el arte del ámbito de la razón lleva a tergiversar su verdadero fin. En efecto, el arte puede cumplir la función de distraer, decorar, divertir e incluso de proporcionar enseñanzas morales. Pero, como se vio a propósito de la reacción de Hegel a la mistificación del arte, el hecho es que cuando se le otorga una función didáctica se está reduciendo el arte a un medio, siendo así imposible que se dé en él la fuerza de la contradicción entre lo espiritual y lo sensible. El arte comprendido de esa manera no es más que un instrumento a favor de otros fines, sin que ninguno de esos fines resulte ser específico del arte, lo cual lo acaba sometiendo a una dependencia o servidumbre completa.

El fin del arte

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