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Como el hijo pródigo

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«Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados»1. Estoy delante de Dios e intento darme cuenta de lo importante que es que reconozca que soy pecador. Porque, sin esto, no podré tener un corazón purificado. Permanece cierta «impureza», cierta dureza del corazón –obstáculo para la gracia–, que no me permite abrirme al don de la Eucaristía.

Existe una dureza del corazón que elige el camino del hijo mayor de la parábola del hijo pródigo; sin embargo, también existe la dureza del más joven, que se alejó del padre y todavía no ha retornado.

«El hombre –todo hombre– es este hijo pródigo»2. Viajo en el coche, miro a la gente y pienso: yo mismo, pero también aquellos con los que me encuentro, somos hijos pródigos. Porque en cada uno de nosotros existe una actitud, que nace de la herida del pecado original, que nos separa de la gracia –la barrera de la autosuficiencia–, cuando no necesito a Dios, no necesito de la Eucaristía. Muchos de los hijos pródigos a los que veo –con seguridad también yo– van a la iglesia a la santa Misa, a decir verdad, sin necesitar a Dios, sin necesitar esa santa Misa porque, de hecho, de alguna manera se las arreglan en la vida. Sin embargo, no se le puede ayudar al hijo pródigo mientras él se las arregle por sí mismo. Si yo me las arreglo solo, en algún grado soy para mí mismo «Dios». Para qué necesito la Eucaristía... Vengo solo como obligación.

Voy a la iglesia a la santa Misa y no reflexiono acerca de mi fe. Me parece que ya que vengo, es porque tal vez creo... No obstante, existe una fe, una piedad de prácticas que puede ser incluso muy ferviente, como la de los habitantes de Palestina – Nazaret o Cafarnaún–. Pero los primeros quisieron asesinar a Jesús, los segundos no confiaron en su palabra. Si en mi vida no elijo a Cristo, entonces no lo descubriré bajo las formas eucarísticas. La Eucaristía será simplemente una de mis prácticas.

Los habitantes de Nazaret o de Cafarnaún eran practicantes, pero nunca eligieron a Jesús. Tenían una barrera interior que los bloqueaba y que no fue derrumbada. Jesús les dirige a los habitantes de Cafarnaún palabras terribles: «Ay de ti» (cf Mt 11,21).

Para elegir a Jesús he de permitir que la gracia derrumbe en mi corazón las barreras de la fe en mí mismo, de la seguridad en mí mismo. Si estoy seguro de mí mismo, me elijo a mí. En el centro está mi «yo», no Cristo, no la Eucaristía.

En la vida del hijo pródigo de la parábola del evangelio hay tres puntos decisivos. El primer punto es la partida de la casa del padre. El segundo, el derrumbamiento de la vida que había llevado hasta el momento y la crisis, muy profunda, como nunca antes la había experimentado: la situación de ser cuidador de cerdos y además de no ser remunerado por su trabajo. El tercer punto decisivo es el encuentro con el padre, que es todo amor dirigido hacia él.

Entre estos puntos se pueden recorrer dos caminos. El primero desde el momento de la partida de la casa del padre, dictada por el deseo de autosuficiencia, hasta el momento de la mayor caída, incluso física. El segundo es el camino de retorno a la casa del padre, lleno de incertidumbre y de alguna esperanza humana oculta. El camino, que concluye con el tercer punto, es el maravillarse y admirarse, lo cual tuvo que haberlo dejado sin habla, fue una conmoción inesperada, tan positiva que no podía habérsela esperado.

La resistencia a la gracia existe en cada uno de los hijos pródigos, porque, de hecho, a ellos les pertenece. Para creer en la presencia de Jesús bajo las formas eucarísticas, primero tengo que creer que soy un hijo pródigo. En la medida de esta fe, irá creciendo en mí la fe en la Presencia, la fe en la Eucaristía. Porque en realidad, ese hijo pródigo que soy yo, algún día debería dar por terminado el camino de alejamiento y comenzar a retornar al Padre. Sin embargo, para que pueda decidirse al camino de retorno, es necesario la prueba de fe, en la forma de una situación de despojamiento que engendre un menor o mayor desvalimiento. La situación que recordará ese momento crítico cuando el hijo pródigo se convirtió en cuidador de cerdos.

El hombre –todo hombre–, de hecho yo soy hombre, es este hijo pródigo. La vida humana es un continuo alejamiento de Dios y debería ser un continuo retorno. Incluso si la conciencia nada me reprocha, de todas maneras la herida del pecado original se manifiesta continuamente. Por lo tanto, en mi vida existen siempre dos direcciones: «del» padre y «hacia» el padre, y esto significa que la conversión ha de ser una dimensión permanente de mi vida cristiana. «La conversión no se realiza nunca de una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino interior de toda nuestra vida»3.

Creer en el Señor presente sobre el altar significa primero creer que soy un hijo pródigo. Sin embargo, esto no es fácil porque los mecanismos de defensa actúan. Son ellos los que me sugieren que el hijo pródigo es aquel que ya se encuentra en los brazos del padre. Pero de hecho, antes de encontrarse en los brazos del padre, «tuvo» que irse. Porque antes no lo había descubierto.

Vivía cerca, tal vez no los separaba distancia física alguna, con seguridad conversaban el uno con el otro, se tocaban, tal vez incluso se besaban, pero en el fondo del subconsciente, la actitud de hijo pródigo estaba presente todo el tiempo, pero no al descubierto.

El hijo más joven tal vez estaba convencido de que amaba al padre. El ser humano, mientras puede, elije la vida exterior, la vida sobre la superficie. Al no profundizar, se resbala, no queriendo descubrir en modo alguno lo que hay realmente dentro de él, profundamente escondido. Es más cómodo no descubrir en uno mismo las zonas de oscuridad, porque entonces se puede experimentar el confort de la satisfacción de sí mismo. Es tan agradable cuando todo está bien entre mi padre y yo. Esa es la verdad sobre el ser humano, que le gustan las apariencias porque son cómodas.

Si el hijo pródigo vivía de las apariencias, entonces «tenía» que irse. Y el padre se lo permite para recuperarlo –ya no al nivel de las apariencias externas, sino en lo profundo de su ser–. La llaga tiene que salir al exterior. Para sacarla, el médico primero la abre. Si está profundamente oculta, es necesario cortar un tejido vivo. Cuando Dios quiere abrirme al don de la Eucaristía, tiene que someter mi vida de apariencias a las pruebas, que a veces son dolorosas. Porque no creo que soy el hijo pródigo que de hecho continuamente se aleja y continuamente debería retornar. No creo que ya que opongo resistencia a la gracia, me sitúo en los escondites de mi conciencia, la cual no es sensible al amor del Señor que me espera en la Eucaristía.

Obviamente no tengo que caer, no tengo que hundirme. Pero si no quiero creer que soy el hijo pródigo, voy a tener que experimentarlo. O veo mis zonas de oscuridad por medio de la luz de la fe, como santa Teresita de Lisieux, que afirmó que Dios le había perdonado más que a Magdalena4, o también –si no sigo su ejemplo– tendré que volverme Magdalena. Tendré que convertirme en cuidador de cerdos, aunque Dios nunca lo quiere porque el camino del hijo pródigo, que cayó tan bajo, está acompañado por el camino de las lágrimas y del dolor del padre amoroso.

Me doy cuenta de que debería empezar por escuchar atentamente, con una atención llena de amor, los textos de los ritos iniciales. Es precisamente en ellos donde está la exhortación: Reconozcamos nuestros pecados –aceptemos por fe que somos hijos pródigos–, para que podamos efectivamente, realmente, tocar la misericordia que se derrama sobre quienes participan en este sacrificio de la cruz que se hace presente.

En la medida de mi descenso, en la medida en la que vea que por mí mismo no me las arreglo en la vida, que en todo necesito a Dios, su amor inefable, fluirán a mí las gracias desde el altar eucarístico. Necesito a Jesús en la Eucaristía en la medida de mi pobreza, que pone de manifiesto que en mí no tengo bien sobrenatural alguno, del que yo sea el creador. Si mi descenso, expresado en la actitud del hijo pródigo, llega a alcanzar profundidad, entonces en la medida de esa profundidad veré lo mucho que soy amado. Porque igual que el hijo pródigo, necesito a Jesús en la Eucaristía, en la medida del hambre que me devora. Y Dios le da Todo –a sí mismo en toda su plenitud– únicamente a aquellos que nada tienen.

El misterio de la fe

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