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A ejemplo de Abrahán

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Abrahán es el padre de nuestra fe: «¡Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia!» (Rom 4,3; cf Gén 15,6). Gracias a esta fe inamovible se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18; cf Gén 15,5) y en «padre de muchedumbre de pueblos» (Gén 17,5).

Todos somos hijos espirituales de la fe de Abrahán, que se convirtió, al mismo tiempo, en esperanza y amor. De su propia fe surgió la fe bíblica, que alcanzó su plenitud en la revelación del Nuevo Testamento. A través de la fe podré tocar a Dios y relacionarme con Él tal como se vincularon con Él en la tierra palestina. ¿No es esto asombroso? Pero cuando no tengo fe, tampoco tengo esperanza ni amor.

Además, se debe mencionar que la fe siempre está enlazada con algún DESARRAIGO. Al abandonar la tierra de Jarán, Abrahán abandonó su mundo, el que hasta ese momento era todo para él, y partió hacia lo desconocido siguiendo a un Dios sobre el que nunca había sabido. «Por la fe vivió como “forastero” y “peregrino” en la Tierra Prometida (cf Gén 23,4)»1.

No sabe uno qué es más admirable: si la gran apertura de Abrahán a la gracia expresada en las palabras de Dios o la potencia misma de la gracia, que no permitió ningún titubeo o miedo, que era simplemente un poder y un amor tan inmensos que los siguió hasta el final. Al estar desarraigado no sufrió heridas de Dios. Este milagro del primer acto de fe en la historia del mundo le quitó a Abrahán todo y, al mismo tiempo, le dio todo.

En el caso de Abrahán, por primera vez en la historia de la humanidad surgió Dios, con quien el hombre puede entablar un diálogo a pesar de no entenderlo, y le cree. Sin embargo, como la fe no existe sola, en ella nacen la esperanza y el amor. Así crece la amistad con el Creador. El hecho de que el hombre pueda encontrase con Él es un descubrimiento asombroso. El hombre puede amarlo y ese es un hallazgo insólito en la historia de la humanidad que trajo la historia bíblica.

Desde Abrahán comienza una religión nueva porque él dejó a un lado la religión del mito para madurar hacia la religión de la historia, una religión que, al ser revelada, se convirtió en la historia de la salvación. En él realizó Dios una transformación extraordinaria. Nadie en el mundo, excepto Abrahán, podía darse cuenta de que al decirle Dios: «Vete de tu patria» (cf Gén 12,1), comenzaba una ETAPA COMPLETAMENTE NUEVA EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD, algo que el hombre de aquellos tiempos ni siquiera podía imaginar. De esta forma, Abrahán fue aprendiendo una nueva relación con Dios, quien habla con él y a quien todavía no conoce pero que le promete tanto de manera tan abrupta.

Entonces, para comprender qué es la fe, tenemos que entender a Abrahán, quien dejó todo atrás y se convirtió en peregrino. La fe es oscuridad. «Él es padre de todos nosotros» (Rom 4,16). «Salió sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Marchó en la oscuridad, dejó su propia patria, su tierra, su morada, su cultura, su historia, su mentalidad, su lengua. Fuera de Dios es un hombre que ya nada tiene, la fe se convirtió para él en pobreza. Podemos discernir en su fe algo de la experiencia del desierto, en el sentido de que en el desierto ya no hay «morada» y no puede uno enraizarse.

Por eso es más fácil para nosotros comprender que la fe bíblica no es solamente un: creo en Ti, Dios mío, sino un: Te creo a Ti. Te creo a Ti en las oscuridades, como Abrahán. A veces en lo absurdo de una situación en la que me puedes introducir. Porque confío en Ti. Y si creo de esa manera, entonces mi fe se forma a ejemplo de la fe bíblica.

Es precisamente esa fe la que Cristo exigió de quienes lo escuchaban al hablar en Cafarnaún sobre la Eucaristía. Humanamente parecía que anunciaba cosas ilógicas, como alimentarse de su propio cuerpo. Pero Jesús exigió de sus discípulos y de las multitudes que le prestaban atención, que le creyeran incluso si lo que decía les parecía absurdo. Les pidió que confiaran igual que Abrahán cuando experimentó a Dios, el mismo que se le reveló y se le ocultó; como el padre de los creyentes, quien gradualmente maduró hacia lo que Dios esperó de él. Aquel que prometió a Abrahán tanto, pero algo que él no pudo ver en vida.

El padre de los creyentes no entendió a su Dios. El hecho de que la promesa de Dios no se realizara en su vida, en sentido literal, podría haberle parecido extraño. Sin embargo, permaneció fiel (las palabras «fe» y «fidelidad» tienen un núcleo común). Abrahán continúa en fidelidad a Dios, a quien cree. No se rebela porque la Tierra Prometida a la que llegó no está abierta para él en lo más mínimo, está habitada, en ella tiene solamente un desecho que compró para la tumba de su esposa Sara y para él, solo un desecho. Y esa fue toda su Tierra Prometida.

En su interior, Abrahán iba transformándose a través de la influencia del mandato de Dios de guiar a su pueblo. El Señor se le reveló y se le ocultó al exigirle la ofrenda de su hijo, la cual, desde un punto de vista simplemente externo, no era, en el mundo de las religiones de aquel entonces, algo aislado, sino que era comprensible. A la luz de la mitología, el hijo primogénito era considerado propiedad de la divinidad de la fertilidad, que agotaba su energía en el esfuerzo de mantener la vida en el mundo y proporcionarle abundancia, la ofrenda de sangre joven le devolvía esa energía. Para ese mundo, ese tipo de ofrenda era un rito que repetía un gesto ejemplar y, a la luz del mito, era totalmente inteligible.

No obstante, en el caso de Abrahán la situación era diferente, Dios le exigió que le ofreciera en sacrificio al «hijo de la promesa», para él esto constituía una injerencia irrepetible de Dios en la historia, una injerencia que no comprendía y que le parecía absurda; sin embargo, la acepta, responde con obediencia y fidelidad a pesar de la oscuridad. «Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por nosotros (cf Gén 8,32)»2. Precisamente en ese tipo de respuesta a la revelación de Dios en la historia, nace la fe desde el punto de vista cristiano.

La fe aparece ante todo como: Te creo a Ti, y después: precisamente porque te creo a Ti, creo en todo lo que me dices, en lo que me has revelado. Acojo las verdades de la fe porque te creo a Ti, porque creo que te me revelaste y te me revelas. Porque te me revelaste en tu santa Iglesia. Acudo a la Eucaristía pero no te veo. Sin embargo, quiero creerte a Ti, a ejemplo de Abrahán, quiero creer que tus palabras, las que pronuncia el sacerdote que celebra la Eucaristía: «Este es mi Cuerpo», «Esta es mi Sangre», efectivamente me hablan de tu presencia real. Como te creo a Ti, te creo a Ti en la santa Iglesia que me habla de Ti y que me da a Ti en la Eucaristía. Por lo tanto, creer en tu presencia, Dios mío, en la Eucaristía significa que primero tengo que creer que precisamente es la Iglesia la que me transmite tus palabras, tu revelación.

En resumen, algún día debería alcanzar la convicción de que en la Iglesia recibo todo, precisamente esa fe, que a veces es tan difícil y oscura para mí, pero al mismo tiempo también es un apoyo que el mundo no puede dar. Es la Iglesia la que me da el sentido de la vida y me protege de la desesperación. La Iglesia me obsequia con un tesoro inimaginable: la fe en que Dios puede venir a mí, incluso a diario en la Santísima Eucaristía, y que en Él puedo encontrar todo lo que necesita mi corazón, a veces tan atormentado. Gracias a la Iglesia puedo creer que Dios se quedó con nosotros hasta el fin del mundo, que este Dios que viene a mí en la Eucaristía me hace una entrega de Él mismo. Y al dárseme Él mismo, me lo da todo: toda la temporalidad que Él creó. Pero únicamente para obsequiarme por siempre la luz de su gloria.

El poder de la fe

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