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Capítulo 2

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TRUDY Butterworth estaba sentada en el sofá de flores. A través del enorme ventanal veía perfectamente la casa de Edgar DeWitt. El cuidador de la casa había salido a buscar el periódico de la tarde.

—Es bastante guapo —dijo Trudy —. No hay duda de por qué tenía Darcie ese brillo en la mirada hoy —se volvió hacia Madge, la mujer corpulenta, que estaba sentada justo enfrente.

—Pero, si no los has visto juntos nunca, ¿no?

—Bueno, no, pero algo debe estar ocurriendo ahí, con esa mirada que tiene él y la que pone ella. Ya sabes, las feromonas. Se huelen el uno al otro. Pondría la mano en el fuego, pero aun así necesito una prueba. Si mi hijo Bart se enterara de que Darcie está liada con otro, puede que se decidiera a volver a casa.

—Si es la prueba que necesitas, puedo ayudarte —Madge también aspiraba a convertirse en la líder de la comunidad.

—Sabía que podía contar contigo, Madge —Trudy sonrió y después se levantó y se estiró el traje—. Eres el tipo de persona capaz de vigilar cómo van las cosas. Esa es la razón por la que se baraja tu nombre como posible Presidenta de la Comisión de Festejos Navideños de Tannenbaum.

—¿De verdad? —Madge también se levantó y sus ojos brillaban.

—Eso es lo que he oído. Te mantendré informada de todo lo que suceda. Mientras tanto, te agradecería muchísimo que me pongas al día en todo lo que suceda al otro lado de la calle.

—Considéralo hecho.

Darcie había decidido dejar que Gus intentara comer solo. Por eso, había hervido unas zanahorias para que estuvieran blandas y se las había puesto en su tazón de plástico.

—Allá vamos, Gus —puso el tazón en la bandeja de la trona—. Inténtalo.

Gus metió la mano en el tazón, con calma, y sacó una rodaja de zanahoria.

—¡Buen chico! ¡Sabía que eras un niño muy adelantado, repollito! —Darcie miró expectante mientras Gus se llevaba la zanahoria a la boca… y la lanzaba seguidamente contra el suelo—. ¡Oh, Gus! No podemos desperdiciar la comida —y se agachó para tomar el trozo de zanahoria, momento que aprovechó Gus para volcar el tazón entero sobre su cabeza.

«¡Un punto para el repollito!»

—Oh, Gus —su puntería había sido tan buena que llevaba el tazón como si fuera un casco, con zanahorias troceadas y zumo de naranja escurriéndose por su pelo y su camisa.

Gus, por su parte, se puso a golpear con el tenedor sobre la bandeja de la trona. Darcie lo miraba, y de repente sonó el teléfono.

—Será mejor que no sea nadie pidiendo un donativo, porque estaría tentada de donarte a ti —y secándose una mano en los pantalones, descolgó el auricular—. ¿Dígame?

—Me gustaría hablar con Darcie, por favor.

Era una voz masculina muy agradable, de televendedor pero, teniendo en cuenta que no tenía dinero, había desarrollado un sistema para tratar con ese tipo de llamadas.

—¿De parte de quién, por favor?

—Joe. Joe Northwood.

A Darcie casi se le cayó el teléfono.

—Un-un momento, por favor —bajó un poco el auricular hasta apoyarlo contra su pecho, y luego se lo puso directamente sobre el estómago, temiendo que Joe pudiera oír los latidos de su corazón.

Darcie pensó rápidamente en la imagen que había tratado de dar en todas esas semanas. Sexy. Y francesa. Él nunca podría esperar encontrarse con una chica irlandesa, madre de un bebé, abandonada y con un tazón de zanahorias aplastadas pegado a su cabeza.

Tomó aire y se puso el auricular en el oído.

—¿Allô?

—¿Darcie? Hola, soy Joe. Joe Northwood. Supongo que era tu compañera de piso la que ha respondido al teléfono.

¡Aquel tipo tenía una voz realmente sexy! Sintió que el calor subía por su espalda y su corazón latía con fuerza.

—Mi compañera de piso. Oui.

—Espero no molestarte.

Darcie hizo su mejor imitación del acento francés, la cual no era muy buena.

—En absoluto. Estaba, ¿cómo se dice? Haciéndome una limpieza facial —y mientras decía esto, el zumo de las zanahorias escurría por ambos lados de su cara, goteando sobre el suelo.

—¡Ga-ba-ba! —gritó Gus.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Joe.

—Oh, es solo la tele. La tengo encendida para mejorar mi inglés.

—Tu inglés está bien, Darcie. Escucha, me dijiste que podía pedirte un tipo de flores en particular si quería, y he pensado en ello.

A Darcie le parecía estar escuchando la cadencia de las olas del mar en su voz, tan profunda y varonil. Estaba segura de que tenía un cargo importante en aquellos almacenes y unas extraordinarias perspectivas también.

—Lo que usted diga, Monsieur Northwood.

—¡Ga! —dijo Gus, comenzando a golpear la bandeja de su trona.

—Escucho que en el programa de televisión que estás viendo sale un bebé —observó Joe.

—Oui —Darcie se esforzaba por recordar algo del francés que había aprendido en la escuela—, un bambino —y al decir esto tuvo la preocupante sensación de que lo que acababa de decir era italiano, y no francés—, como dicen en mi país vecino —añadió—. ¿Y qué flor le gustaría, monsieur?

—Había pensado que tal vez tulipanes.

—¿Tulipanes? Bueno, será difícil encontrarlos en esta época del año, pero si el señor quiere tulipanes, se los encontraré.

—Tulipanes rojos, Darcie. Rojo carmesí. Encuentro muy sexys los tulipanes rojos… tienen unos pétalos tan tersos, y la forma en que se abre la flor… tan insinuante —su voz se hizo más profunda.

Darcie se quedó sin respiración, de hecho se le olvidó respirar.

—¿Te gustan los tulipanes, Darcie?

—Oh, sí, quiero decir, oui —suspiró ella—. Cuando se abren, los pistilos, están tan… erectos.

—Entiendo lo que quieres decir. Siempre me ha interesado mucho la dinámica de… la polinización —su voz pareció quedar estrangulada al decir esto.

Por su parte, Darcie dejó de sujetarse el tazón y este cayó al suelo con gran estrépito.

—¿Darcie? ¿Estás bien?

—¡Sí! ¡Quiero decir, oui! —«corazón, cálmate. Estoy limpiando su casa para ganar dinero»—. Solo se me ha caído al suelo el bidet.

—¿El qué?

Maldita fuera. Había dicho la primera palabra en francés que se le había ocurrido. ¿Qué querría un hombre como él de una mujer que se ganaba un escaso sueldo limpiando casas… hasta el punto de estar teniendo con ella un encuentro sexual por teléfono?

—Pardonnez-moi. Quise decir el bouquet. Estaba arreglando unas flores cuando sonó el teléfono.

—Pensé que me habías dicho que te estabas haciendo una limpieza facial.

—Oui. Preparo una mascarilla aplastando flores, que luego extiendo sobre el rostro húmedo. Resulta verdaderamente estimulante —las zanahorias, ya sin tazón que las cubriera, comenzaban a resbalar por su frente. Darcie echó la cabeza hacia atrás.

—¿Te gustaron los pétalos de rosa? —Joe tomó aire profundamente y su voz recobró el tono profundo.

—Oui, monsieur —contestó ella con un suave ronroneo.

—Bien. Tal vez, cuando los tulipanes comiencen a marchitarse podríamos… pensar en algo para hacer con ellos.

El corazón le golpeaba el pecho a Darcie con solo pensar en la imagen que Joe había llevado a su mente. Si tan solo… pero eso no podía ser. Para él no era más que una fantasía, no algo real.

—Eso me gustaría mucho, monsieur, si mis ocupaciones me lo permiten.

—Yo podría arreglarlo…

En ese momento, Gus comenzó a gritar de nuevo, aquella vez con más fuerza.

—Ahora debo marcharme —murmuró—. La llamada de la selva.

—¿La llamada de la selva? ¿Qué es eso de la llamada de la selva?

—No es nada, chéri. Ciao —colgó el auricular, y cerró los ojos muy fuerte al recordar que lo de ciao era italiano. Oh, bueno, así pensaría que era multilingüe. O mejor dicho, con múltiple personalidad.

Se sentía dividida, por haberle dado la peor personificación de la tentación a la francesa estando cubierta de pies a cabeza de zanahorias. Se preguntaba si Joe se lo habría creído, y también, si estaría tan excitado como ella.

Madge se quitó los auriculares. El aparato de escucha que había comprado por catálogo no era perfecto, pero serviría. Abrió la puerta del cuarto de costura para ver si Herman estaba en el piso de arriba.

La televisión del salón estaba encendida como siempre, así que andaría por allí todavía. Bien. Herman no aprobaba el uso de gafas, mucho menos el de un aparato de escucha. En el caso de que viera las válvulas de aspiración en la ventana, le diría que eran para poner placas solares.

Cerró la puerta de nuevo, descolgó el teléfono y marcó el número de Trudy Butterworth. La propia Trudy respondió.

—¿Puedes hablar? —Madge bajó la voz por si Herman pasaba por allí. Era demasiado curioso.

—¿Madge? ¿Estás enferma?

—No. Te llamo porque tengo noticias.

—¿Los has visto juntos?

—No, pero tengo una grabación muy interesante de una conversación —tras esto hubo un silencio al otro lado del hilo—. He pinchado el teléfono.

Se escuchó un «click» y, al cabo de un rato, de nuevo la voz de Trudy.

—Vale, ahora estoy en el dormitorio. No podía hablar desde la cocina porque Bart estaba justo a mi lado. Madge, ¿quieres decir que tienes una cinta? ¿Has entrado en la casa sin permiso para pinchar el teléfono?

—¿Quieres que lo haga?

—¡Por todos los santos! ¡No! Pero entonces, ¿cómo has conseguido la cinta?

—Oh, simplemente he puesto uno de esos estupendos aparatos de escucha pegado a la ventana de mi cuarto de costura que me permite escuchar lo que pasa al otro lado de la calle —contestó Madge que no podía ocultar el tono de suficiencia que había en su voz.

—Me estás tomando el pelo.

—No. No he podido escuchar todo aún. Solo tengo la versión más económica y, tal vez, debería haber pedido la versión más sofisticada, pero he podido escuchar lo suficiente para probar que algo hay entre los dos.

—Esto suena… poco ético.

—Entonces… —Madge parecía un tanto decepcionada.

—Deliciosamente poco ético. Vamos, cuéntamelo todo —y con estas palabras levantó a Madge el ánimo, casi tanto como uno de sus famosos soufflés.

—Bueno, aunque no fui capaz de captarlo todo, sí escuché que a él le gustaría que ella hiciera algo todas las semanas. ¡Imagínate lo que puede ser!

—Pero ese «algo» podría ser simplemente limpiar el frigorífico —contestó Trudy un tanto impaciente.

—Bueno, yo no lo creo así. Mencionó algo de unos tulipanes. Y también escuché las palabras «sexy» y «incitante». ¿Te parece a ti que estaban hablando de limpiar el frigorífico?

—No, tienes razón —y su voz sonó llena de nerviosismo—. Para nada. Tenemos algo, Madge.

—Y aún hay más. Dijeron algo de «polinización».

—¡Santo Dios! ¡Qué descaro!

—Mencionó también algo sobre «la llamada de la selva» —Madge estaba exultante lanzando un as tras otro.

—¿La llamada de la selva? Pero Darcie no tiene pinta de ser una chica salvaje —Trudy estaba sin aliento.

—Quizá ella no lo sea pero él sí y ella quiere aprender.

—Oh, Madge, tenemos que hacernos con la versión sofisticada del aparato. Necesitamos saber todas las palabras, todas las sílabas, en una palabra: necesitamos saberlo todo.

—Ya estoy en ello.

—Ah, Madge, mañana recibirás la visita de la Junta de Vecinos de Tannenbaum. Quieren que presidas la comisión de festejos.

—¡Qué buena noticia, Trudy! Realmente buena —Madge se hinchó de orgullo. El trabajo duro tenía, al fin, su recompensa.

Joe no paró de dar vueltas esa noche; temía haberse metido en algo que no podría terminar con el mismo grado de sofisticación con que lo había empezado. La Doncella Francesa era, obviamente, una mujer muy caliente, pero le daba la impresión de que no pertenecían a los mismos mundos.

Había escuchado un ruido como de tambores justo antes de que le colgara el teléfono, pero no parecía venir de la televisión. Sonaban más bien como si estuvieran en la misma habitación que ella, y también había oído gritos y chillidos. Tal vez hubiera invitado a algún tipo primitivo, proveniente de la selva, a pasar con ella una velada de diversión y juegos.

La experiencia de Joe en el terreno sexual no abarcaba los rituales tribales, que era precisamente lo que se imaginaba estaba teniendo lugar en casa de la doncella, con todas esas flores machacadas y los tambores. Por eso, la forma de cortejar y hacer el amor a la vieja usanza que él tenía, le parecería demasiado aburrida a una mujer conocedora de todo tipo de técnicas exóticas, se dijo Joe.

Aun así, se sentía fascinado, y tenía una tremenda curiosidad, por no hablar de su excitación. Todo eso de los pistilos. Había estado mirando el diccionario y, técnicamente, los pistilos eran el aparato sexual femenino de las flores. Joe sabía exactamente a lo que Darcie se había referido, y había tenido la reacción normal. ¡Y vaya reacción! Había tenido que echar mucha agua fría para controlarla.

Quizá fuera demasiado mujer para él, pero la tentación de averiguarlo lo superaba. En cualquier caso, no podía hacer nada hasta que los tulipanes, con sus pistilos erectos, llegaran a la casa el miércoles. Entonces le tocaría mover ficha, y podía decidir si quería seguir adelante o volverse atrás antes de ponerse en evidencia.

Todas las casas en las que limpiaba tendrían geranios esa semana, pensó Darcie mientras sacaba con desgana una suma vergonzosa de dinero para comprar los tulipanes rojos. Pero tenía que conseguir esos tulipanes para lograr ver el siguiente movimiento de Joe. Mientras no tuviera que encontrarse con él, podría continuar con ese inofensivo aunque excitante flirteo. La distraía bastante de sus preocupaciones económicas.

Nada más llegar a casa de Joe, puso a Gus en su alfombra de juegos rodeado de juguetes. Después se dirigió a la planta superior para cambiar las sábanas y las toallas. Su corazón latía con fuerza ante la idea de la nota que la esperaba sobre la almohada.

Efectivamente, allí estaba justo en la zona hundida donde había reposado su cabeza la noche anterior. La tomó pero antes de leerla se acercó a la almohada para captar el aroma de su colonia. Aquella mezcla de especias se estaba convirtiendo en su aroma favorito. Acarició con su mano la sábana bajera imaginando el cuerpo de Joe allí extendido, glorioso, como si se tratara de uno de esos calendarios de chicos esculturales. Así se lo imaginaba. Y, finalmente, se abandonó al placer de la lectura de la nota:

Querida Darcie:

No puedo dejar de pensar en ti. Quiero conocerte. ¿Qué te parece si nos vemos el sábado por la noche? Me encantaría prepararte la cena, aunque siendo francesa, seguro que tu cocinarás mucho mejor. Solo dime los ingredientes que necesitas y te los conseguiré. Todo lo que necesites.

Au revoir,

Joe

Darcie oprimió el papel contra el pecho y trató de controlar su pulso desbocado. Como ya conocía su voz, se lo imaginaba diciéndole de viva voz estas palabras. Diciéndole que conseguiría para ella todo aquello que necesitara. Todo.

Y quería verla el sábado… por la noche. Aunque no era a ella a quien quería ver, sino a la Doncella Francesa. Aun en el caso de que encontrara a alguien para cuidar de Gus, no podría mantener en persona su falsa identidad de doncella francesa. Sería imposible con ese pelo rojo que tenía, y los ojos verdes y todas esas pecas, por no hablar de su tendencia a hablar con acento irlandés y a utilizar dichos típicamente irlandeses, aunque hubieran pasado más de dieciséis años desde que estuvo por última vez en su país.

Pero, ¿en qué estaba pensando? Aunque pudiera pasar por francesa, no podría tener una aventura con nadie a menos que supiera de la existencia de Gus; y ese hombre tendría que querer realmente a su hijo, tanto como lo quería ella. Su flirteo con Joe Northwood tenía que acabar… de alguna manera. Antes de dejar la casa ese día, se le ocurriría un plan para liberarse de una situación tan embarazosa.

Retiró las sábanas y trató de no pensar en el hombre maravilloso, y disponible, que había dormido entre ellas. Mientras retiraba las toallas de sus toalleros, se afanaba en no hacer caso a la imagen del hombre alto, moreno que se habría secado con ellas el magnífico cuerpo. Cargada con toda la ropa sucia, bajó las escaleras y se dirigió hacia el garaje donde estaba la lavadora.

Una hora después, volvió y se quedó sin habla por lo que se encontró. Tan preocupada estaba con el asunto de Joe que no se debió dar cuenta y puso demasiado jabón. El detergente había hecho mucha espuma y esta había salido por la puerta de la lavadora y un reguero de agua espumosa corría por el garaje mojando una caja de cartón que había junto a la lavadora.

Se abalanzó a quitar la caja pero el cartón empapado se le deshizo en las manos. Con un quejido se quedó mirando el contenido totalmente estropeado. Acababa de ahogar a Santa Claus, a sus duendes y a su reno Rudolph. Como si no tuviera suficiente con sus preocupaciones económicas, ahora tendría que reemplazar todos los adornos navideños del señor DeWitt.

El intercomunicador de los almacenes sonó.

—Joe Northwood, línea dos.

Joe dejó la pila de tableros que estaba ordenando y se dirigió hacia el teléfono de la sección.

—Northwood —al otro lado de la línea podía oír un lamento en voz muy queda—. ¿Hola? Oiga, ¿necesita que llamemos al 012? Si quiere, yo podría…

—No necesito hablar con urgencias, pero si tuvieras a mano un milagro, eso sí me serviría.

—¿Cómo dice?

Quien quiera que fuera la que hablara por teléfono, soltó en ese momento un enorme suspiro.

—Joe, soy… Darcie.

—¿Darcie? ¿La Doncella Francesa? Pero no tienes acento francés.

—Estoy demasiado disgustada para hablar francés ahora. Para empezar, Santa Claus ahora está un poquito… oh, Joe, Santa Claus parece… como si… hubiera estado tres días de juerga —se puso a sollozar, como si no fuera capaz de contener el llanto.

Aquello era demasiado para Joe. Esa era la mujer con la que supuestamente iba a tener una cita muy caliente el sábado, pero parecía que hubiera estado inhalando pegamento o bebiéndose el brandy del señor DeWitt. En cualquier caso, tenía un tremendo lío en la cabeza y había mezclado las nacionalidades, de forma que en ese momento sonaba con un tremendo acento irlandés. Y, a menos que estuviera equivocado, había participado en una gran fiesta con algún Santa Claus.

Al menos estaba consciente y lo había llamado para informarlo, aunque parecía que la cosa era más salvaje de lo que él hubiera podido imaginar. Con suerte, el tal Santa Claus no habría causado desperfectos en la casa, y Darcie tenía, simplemente, problemas para deshacerse de él.

Joe no conseguía hacerse a la idea de que era diciembre porque la temperatura durante el día aún alcanzaba los treinta grados en aquella zona, pero el calendario marcaba que ya estaban en época navideña, y había hombres vestidos de rojo por todas partes. Tal vez la Doncella Francesa hubiera decidido invitar a uno de esos Santa Claus a la casa a tomar una copa… o veinte. Tenía que hacer algo. En calidad de cuidador de la casa del señor DeWitt, era su obligación comprobar que todo estaba en orden.

—Bueno, cálmate Darcie —le dijo—. Ya es mi hora de comer, así que estaré ahí en diez minutos y nos desharemos de ese Santa Claus.

—¡No! ¡No es necesario que vengas! Yo misma lo tiraré a la basura si tú quieres.

—Puede que no sea tan fácil —Joe se estaba preocupando con las palabras de Darcie.

—No será problema. Lo tiraré en el contenedor. Así ni siquiera lo verás.

—Darcie, estoy en camino —aquella mujer estaba loca.

—Pero no es necesario. Me las puedo arreglar yo sola —y volvió a sollozar—. Solo quería avisarte de que Santa Claus y sus duendes están en el jardín secándose.

Estupendo. Había más gente borracha por la casa de DeWitt. Aquella mujer debía haber celebrado una gran fiesta. Tal vez empezó en su casa y terminó, ya de mañana, en la de DeWitt.

—Darcie, no hagas…

—Lo pagaré todo —de nuevo los sollozos—. No te preocupes por nada. Pero no quería que vinieras hasta aquí y te encontraras con los duendes preguntándote si les hubiera caído encima una tromba de agua o algo por el estilo.

—¿Una tromba de agua? Me estás asustando, Darcie.

—No era mi intención. Temía que te disgustaras al ver a Santa Claus y a los duendes. Y seguro que también conoces a Rudolph.

—¿Estamos hablando de Rudolph, el reno?

—Bueno, era un reno, pero ahora no podrías decir exactamente lo que es.

—Voy para allá —habían matado un animal como parte de la fiesta.

—¡No! Tiraré a Rudolph al contenedor también. Te prometo que puedo arreglármelas. No es necesario que…

—Definitivamente tengo que ir, Darcie, cariño —y colgó el teléfono, con la única visión de un montón de abogados y demandas judiciales rondándole la cabeza, mientras fichaba en el reloj de salida.

Después se dirigió hacia la puerta de servicio y se metió en la cabina de su camión. Comprobó que no había policía por allí, y salió a toda marcha del aparcamiento.

Sueños de verdad

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