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La Primera Bienaventuranza

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“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5:3)

Es, en efecto, bienaventurado resaltar cómo se da inicio a este sermón. Cristo no comenzó pronunciando maldiciones sobre los malvados, sino que comenzó pronunciando bendiciones sobre Su pueblo. Cuán propio de Dios fue esto, para quien el juicio es una obra extraña (Isaías 28:21, 22; cf. Juan 1:17). Pero cuán extraña es la siguiente palabra: “bienaventurados” o “dichosos” son los pobres —“los pobres en espíritu”. ¿Quién, en forma previa, se había referido a ellos como los bienaventurados de la tierra? ¿Y quién, fuera de los creyentes, hace esto hoy en día? Y cuánto definen estas palabras de inicio la tónica de toda la posterior enseñanza de Cristo: lo más importante no es lo que el hombre hace, sino lo que es.

Bienaventurados los pobres en espíritu.” ¿Qué es la pobreza de espíritu? Es el opuesto de aquella altiva, auto-asertiva y autosuficiente disposición que el mundo tanto admira y alaba. Es justamente lo contrario de aquella actitud independiente y desafiante que se rehúsa a postrarse ante Dios, que se determina a desafiar a las cosas y que dice como el Faraón, “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz?” (Ex. 5:2). El ser pobre en espíritu es darse cuenta de que no tengo nada, no soy nada y no puedo hacer nada, y tener necesidad de todas las cosas. La pobreza de espíritu es evidente en una persona cuando es traída a la tierra delante de Dios para comprender su total incapacidad. Es la primera evidencia que se experimenta de una obra de gracia divina en el alma, y corresponde al despertar inicial del hijo pródigo en el país lejano cuando “comenzó a faltarle” (Lucas 15:14).

Las bienaventuranzas y la oración del padrenuestro

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