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Capítulo 2
LOS DECRETOS DE DIOS

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El decreto de Dios es Su propósito o Su determinación respecto a las cosas futuras. Aquí hemos usado el singular, como hace la Escritura (Romanos 8:28; Efesios 3:11), porque solamente hubo un acto de Su mente infinita acerca del futuro. Nosotros hablamos como si hubiera habido muchos, porque nuestras mentes sólo pueden pensar en ciclos sucesivos, a medida que surgen los pensamientos y ocasiones; o en referencia a los distintos objetos de Su decreto, los cuales, siendo muchos, nos parece que requieren un propósito diferente para cada uno. Pero el conocimiento infinito no procede gradualmente, o por etapas: “Conocidas son á Dios desde el siglo todas sus obras” (Hechos 15:18 RVA).

Los decretos de Dios

Las Escrituras mencionan los decretos de Dios en muchos pasajes, utilizando diversos términos. La palabra “decreto” se encuentra en el Salmo 2:7. En Efesios 3:11, leemos sobre Su “propósito eterno”. En Hechos 2:23, de su “determinado consejo y anticipado conocimiento”. Efesios 1:9 menciona el “misterio de su voluntad”. Romanos 8:29 establece que Él también “predestinó”. En Efesios 1:9 nos habla de Su “beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo”. Los decretos de Dios son llamados sus “consejos” para determinar que son perfectamente sabios. Son llamados Su “voluntad” para mostrar que Dios no está sujeto a nada, sino que actúa según Su propio deseo. En el proceder Divino, la sabiduría está siempre asociada con la voluntad y, por lo tanto, se dice que los decretos de Dios son “el designio de su voluntad” (Efesios 1:11).

Los decretos de Dios están relacionados con todas las cosas futuras, sin excepción: todo lo que es hecho en el tiempo, fue predeterminado antes del principio del tiempo. El propósito de Dios abarcó todo, grande o pequeño, bueno o malo, aunque debemos afirmar que, si bien Dios es el Controlador del pecado, no es su Autor de la misma manera que es el Autor del bien. El pecado no puede proceder de un Dios Santo por creación directa o positiva, sino solamente por Su permiso, por decreto y Su acción negativa. El decreto de Dios es tan amplio como Su gobierno, y se extiende a todas las criaturas y eventos. Se relaciona con nuestra vida y nuestra muerte; con nuestro estado en el tiempo y en la eternidad. De la misma manera que juzgamos los planos de un arquitecto inspeccionando el edificio levantado bajo su dirección, así también, por Sus obras, aprendemos cual es (era) el propósito de Aquel que hace todas las cosas según el consejo de Su voluntad.

Dios no decretó simplemente crear al hombre, ponerle sobre la tierra, y entonces dejarle bajo su propia guía descontrolada; sino que fijó todas las circunstancias de la muerte de los individuos, y todos los pormenores que la historia de la raza humana comprende, desde su principio hasta su fin. No decretó solamente que debían ser establecidas leyes para el gobierno del mundo, sino que dispuso la aplicación de las mismas en cada caso particular. Nuestros días están contados, así como también los cabellos de nuestra cabeza. (Mateo 10:30). Podemos entender el alcance de los decretos divinos si pensamos en las dispensaciones de la Providencia en las cuales aquellos son cumplidos. Los cuidados de la Providencia alcanzan a la más insignificante de las criaturas y al más minucioso de los acontecimientos, tales como la muerte de un gorrión o la caída de un cabello. (Mateo 10:30).

Las propiedades de los decretos divinos

Consideremos ahora algunas de las características de los decretos divinos. Son, en primer lugar, eternos. Suponer que alguno de ellos fue dictado dentro del tiempo, equivale a decir que se ha dado un caso imprevisto o alguna combinación de circunstancias que ha inducido al Altísimo a tomar una nueva resolución. Esto significaría un conocimiento limitado y un aumento en sabiduría por parte de la Deidad, lo cual sería una blasfemia horrible. Nadie que crea que el entendimiento Divino es infinito, abarcando el pasado, presente y futuro, afirmará la doctrina de los decretos temporales. Dios no ignora los acontecimientos futuros que serán ejecutados por voluntad humana; los ha predicho en innumerables ocasiones, y la profecía no es otra cosa que la manifestación de Su previo conocimiento eterno. La Escritura afirma que los creyentes fueron escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4), más aun, que la gracia les fue “dada” desde entonces (2 Timoteo 1:9).

En segundo lugar, los decretos de Dios son sabios. La sabiduría se muestra en la selección de los mejores fines posibles y de los medios más apropiados para cumplirlos. Que esta característica pertenece a los decretos de Dios, es evidente por lo que sabemos de éstos. Los decretos nos son descubiertos por su ejecución, y cada comprobación de la sabiduría en las obras de Dios es a su vez una prueba de la sabiduría del plan por el cual se llevan a cabo. Como declara el salmista: “¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría; la tierra está llena de tus beneficios.” (Salmo 104:24). Sólo podemos observar una pequeñísima parte de ellas, pero, como en otros casos, conviene que procedamos a juzgar el todo por la muestra; lo desconocido por lo conocido. Aquel que, al examinar parte del funcionamiento de una máquina, percibe el admirable ingenio de su construcción, creerá, naturalmente, que las demás partes son igualmente admirables. De la misma manera, deberíamos estar satisfechos en nuestras mentes respecto a las obras de Dios, cuanto las dudas nos asalten; y deberíamos repeler cualquier objeción que se sugerida por cualquier cosa que no podamos reconciliar según nuestras nociones de lo que es verdadero y sabio. Cuando lleguemos a los límites de lo finito, y solo podamos mirar de lejos el misterio infinito, exclamemos: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).

En tercer lugar, son libres. “¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?” (Isaías 40:13–14). Cuando Dios dictó Sus decretos, estaba solo, y Sus determinaciones no se vieron influidas por causa externa alguna. Él era libre para decretar o dejar de hacerlo, para decretar una cosa y no otra. Es preciso atribuir esta libertad a Aquel que es supremo, independiente y soberano en todas Sus acciones.

En cuarto lugar, los decretos de Dios son absolutos e incondicionales. Su ejecución no está sujeta a condición alguna que se pueda o no cumplir. En todos los casos en que Dios ha decretado un fin, ha decretado también todos los medios para dicho fin. El que decretó la salvación de Sus elegidos, decretó también darles la fe, (2 Tesalonicenses 2:13). “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Isaías 46:10); pero esto no podría ser así si Su consejo dependiese de una condición que pudiera dejar de cumplirse. Dios “hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11).

La responsabilidad del hombre

Junto a la inmutabilidad e inviolabilidad de los decretos de Dios, la Escritura enseña claramente que el hombre es una criatura responsable de sus acciones, de las cuales debe rendir cuentas. Y si nuestras ideas son moldeadas por la Palabra de Dios, el afirmar lo primero, no nos llevará a negar lo último. Reconocemos que existe verdadera dificultad en definir dónde termina lo primero y donde comienza lo último. Esto ocurre cada vez que lo divino y lo humano se mezclan. La verdadera oración incitada por el Espíritu, no obstante, es también el clamor de un corazón humano. Las Escrituras son la Palabra inspirada de Dios, pero fueron escritas por hombres que eran algo más que máquinas en las manos del Espíritu. Cristo es Dios, y también hombre. Es omnisciente, más crecía en sabiduría (Lucas 2:52). Es Todopoderoso y sin embargo, fue “crucificado en debilidad” (2 Corintios 13:4). Es el Autor de la vida, sin embargo murió. Estos son grandes misterios, pero la fe los recibe sin discusión.

En el pasado se ha hecho observar con frecuencia que toda objeción hecha contra los decretos eternos de Dios se aplica con la misma fuerza contra Su eterna presciencia.

“Respecto a que si Dios ha decretado todas las cosas que acontecen, todos los que reconocen la existencia de un Dios, aceptan que Él sabe todas las cosas de antemano. Ahora bien, es evidente que si Él conoce todas las cosas de antemano, las aprueba o no; es decir, o quiere que acontezcan o no quiere que acontezcan. Pero sucede que el querer que acontezcan es decretarlas” (Jonathan Edwards).

Finalmente intente conmigo hacer una suposición y contemplar lo contrario. Negar los decretos de Dios sería aceptar un mundo, y todo lo que con él se relaciona, regulado por un accidente sin designio o por el destino ciego. Entonces, ¿qué paz, qué seguridad, qué consuelo habría para nuestros pobres corazones y mentes? ¿Qué refugio habría al que acogerse en la hora de la necesidad y la prueba? Ni el más mínimo. No nos queda nada más que las negras tinieblas y el repugnante horror del ateísmo. ¡Cuán agradecidos deberíamos estar porque todo está determinado por la bondad y sabiduría infinitas! ¡Cuánta alabanza y gratitud debemos a Dios por Sus decretos! Es por ellos que “sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Bien podemos exclamar como Pablo: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén”. (Romanos 11:36).

Los atributos de Dios

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