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INTRANSITIVIDAD DE LA ÉTICA

Gérard Bensussan*

Université Marc Bloch, Strasbourg

Se me preguntará si soy príncipe o legislador para escribir sobre Política.

Respondo que no, y por eso mismo escribo sobre Política.

J.-J. ROUSSEAU (Contrato social, I)

Levinas plantea la cuestión de la justicia a partir de la investigación ética de la estructura de la subjetividad. Para comprender la difícil «relación» entre estos dos campos o para al menos decir algo sobre su vínculo apenas visible, señala el peso, la importancia decisiva y la extrema urgencia con un singular «es necesario [il faut]». «Es necesaria la justicia, es decir, la comparación, la coexistencia, la contemporaneidad, la reunión, el orden, la tematización, la visibilidad de los rostros, la intencionalidad y el intelecto, la inteligibilidad del sistema; por consiguiente, también una co-presencia en pie de igualdad como ante una corte de justicia. La esencia como sincronía: conjunto-en-un-lugar».1 Lo común, la comunidad, la política, la Justicia –suponiendo que estos términos sean equivalentes, pues no lo son en sentido estricto– son entonces requeridos como «estar-juntos-en-un-lugar». Son «necesarios». Pero ello a partir del «nolugar de la subjetividad», de ese fuera-de-lugar que es la responsabilidad.2 Todo el problema está ahí. Sólo puede haber «problema», ciertamente, en tanto tiene lugar lo que Levinas llama «la entrada del tercero», que trastorna la responsabilidad; y el problema es ese «trastorno».3 Añadamos que el tercero entra en un espacio que, de todos modos, jamás había abandonado, puesto que su entrada en la intimidad del cara-a-cara es «permanente»,4 lo que apenas facilita –hay que admitirlo– una clara comprensión del «problema». La proximidad no me ordena jamás solamente al otro, en cuyo caso «no habría problema». Incluso hasta en su Decir de proximidad se insinúa una «contradicción» que impide el «sentido único» de la significación. Tal proximidad de doble sentido –de uno al otro y del otro al uno, si esto fuese posible– se diría y se dirá entonces en un dicho de Justicia, es decir, en un todo-en-conjunto y un todos-juntos reunidos en el lugar dicho de la Justicia.

Es ése, pues, el dispositivo –descrito quizá a grandes rasgos– del que querría partir; de ese tenor son las enormes dificultades que provienen del «problema»: ¿qué vínculo hay entre el «lugar» y el «no-lugar», entre el conjunto y el rostro? Para esta pregunta Levinas dispone, sin responder con la organización de mediaciones, de algunos elementos y referencias. Indica su «lugar de nacimiento» y su medida, eso que él llama el «límite de la responsabilidad». Esta indicación –muy valiosa, como vamos a ver– parece, sin embargo, y ya de entrada, complicar las cosas. Pues la introducción de una limitación en la responsabilidad infi nita no es evidente si se tiene en cuenta el pensamiento levinasiano en sus nervaduras más profundas. Filosofía de la responsabilidad ética como infi nición, Levinas nos introduce de manera paradójica, con la Justicia y la aparición del tercero, en la vía de su «límite». ¿Pero por qué camino y con qué beneficio teórico? Constantemente nos encontramos, en consecuencia, ante innumerables interrogaciones cuyo comentario parece propiamente interminable: ¿cómo articular efectivamente la inmediatez, la rectitud del cara-a-cara ético, el requerimiento del sujeto que escucha la llamada hasta la substitución y lo que yo llamaría la espectralidad de los terceros?

Dediquemos algunas palabras a explicar esta expresión, «la espectralidad de los terceros»; son necesarias, dado que no se encuentra tal cual en Levinas. Un primer punto: prefiero, por mi parte, hablar de terceros, en plural, en la medida en que aquello que viene a «trastornar» la inmediatez de la responsabilidad por el otro es el enfrentamiento con otros otros, de «otros que el otro», es decir, de la multiplicidad, incluso de la multitud. Es justamente eso –si seguimos bien las páginas de De otro modo que ser a las que me refiero– lo que conforma el problema, esta multiplicidad que rodea al dúo ético. En consecuencia, a esta multitud de otros distintos del otro la designo como espectral porque hay efectivamente ahí algo así como una extrañeza inquietante, quizá una amenaza que proviene de que, en la ausencia misma de todo rostro, los terceros exigen una comparación. Reclaman la entrada en la comparabilidad. Hay que comprender bien lo que quiere decir esta «entrada». No se trata tanto de que los terceros hagan su aparición en un espacio ético en el que nunca antes habrían puesto los pies, como de que requieran de manera acuciante que el rostro que me encara y yo mismo entremos en un orden en el que toda relación anárquica se habrá fatalmente «traicionado» en una comparación general, cuando ocurre que la ética es siempre y necesariamente una ética de lo incomparable, es decir –avanzando ya el punto que vamos a desarrollar–, una ética intraducible. Hay entonces en la relación ética del cara-a-cara una obsesión por los terceros y esta obsesión «clama justicia». Grito desatado e insostenible que me es difícil no escuchar, al igual que la llamada del otro. Volviéndose inesperados e indeseables, los terceros tocan a la puerta de la ética y me conminan a salir. Cuestión de escucha, de oído. Cuestión de óptica y también de captación visual, como dice Levinas –así lo ha tematizado con intensidad Kant, que en su Doctrina de la virtud distingue el respeto del amor recíproco por la complementariedad de su diferencia en su distanciamiento y la acomodación que llevan a cabo en el cara-a-cara con el otro–.5 Ética y Justicia trastornan, una a la otra, pero de otro modo, mi visión del otro. El rostro es invisible en razón de su hiperrealidad. No lo veo porque la proximidad que me ordena me lo impide: demasiado cerca y a la vez nunca lo bastante. A los terceros los veo, pero en un flujo espectral que conserva su múltiple desfiguración.

Su multiplicidad viene entonces a perturbar la significación ética y, su «grito», la asimetría de mi relación/no-relación con el rostro. La inquietante imprecisión de los terceros que corona el cara-a-cara con el otro significa que insistentemente se trastorna y se impide a los dos mantenerse como dos, una reclamación a la que no se renuncia, una obsesión en la obsesión. Precisamente porque el dúo ético se encuentra inquietado y obsesionado por la espectralidad de los terceros, puede comprenderse por qué se produce posiblemente una estabilización a través de la medida y la comparación, es decir, por mi entrada en el espacio de la Justicia en el que «soy abordado en el otro como los otros, es decir, “por mí”» –en donde estoy de algún modo desintimado, fuera de la intimidad del cara-a-cara y de la inyunción que me es íntima y significativa según su debida forma.

Se ha dicho que Levinas está poco preocupado en proponer un pensamiento, articulado según una serie reglada de mediaciones, de la relación continua entre estos dos grandes registros, la proximidad y la justicia, la entrada y la salida –en el modo, por ejemplo, de la búsqueda de una máxima universalizable de la sociabilidad ética o de una axiología del mejor régimen–. Se le ha podido criticar y señalar, en la figura de la «inversión del sujeto incomparable en miembro de la sociedad», una conceptualidad insuficientemente determinada, incluso parcialmente deficiente. Esta crítica puede entenderse perfectamente, sí, pero a condición de referirla al punto de vista a partir del cual tiene su consistencia y sus motivos.6 Ese punto de vista es el de la filosofía política. Estructurada axialmente alrededor de la autonomía del campo político, de la racionalidad de los sujetos políticos y de sus decisiones, de la soberanía de los modos como ellos organizan sus relaciones, la filosofía política constituye un régimen de pensamiento particular de lo político que, ciertamente, es universalmente dominante en nuestra tradición filosófica. La autonomía de lo político es el cimiento de este punto de vista y conlleva un pensamiento de la política a partir de su supuesto origen (el contrato, por ejemplo) o de su fin eventual (según una teleología determinada, bajo un sentido de la historia, por ejemplo). Ese mismo postulado de autonomía permite producir una descripción normativa del mejor régimen o proponer una axiología que trataría de deducir, desde la puesta en común de lo no-idéntico, el poner en conjunto, en un lugar, singularidades fuera de lugar.

Desde el punto de vista de la filosofía política –entendida en el sentido estricto que acabo de decir– se podrá considerar legítimamente que algunos de los elementos descriptivos que propone Levinas a propósito de la «inversión» estén insuficientemente fundados y que ciertamente no autoricen a que pueda hablarse de filosofía política levinasiana. Y, efectivamente, no hay filosofía política Levinasiana. Todo consiste en saber si hay a pesar de lo que no hay –a saber, una filosofía política– un pensamiento de lo político y de la política. Mi propósito se circunscribiría aquí a esbozar en qué sentido esta debilidad de un cierto punto de vista es una fuerza o al menos –si es mucho decir– una ruptura heurística nada despreciable. Pues desde un punto de vista distinto al de la filosofía política y no sólo desde el levinasiano, la política no tiene –tampoco las éticas del sujeto trascendental– una auténtica autonomía. Lo cual implica que la política, y no la moral en el sentido de los valores a los que «el hecho ético no debe nada»,7 no puede juzgar a partir de sí misma el grado de universalidad de su propia institución.

Lo que simplemente nos propone Levinas es algo más frágil que una filoso-fía o una ontología política, más incierto también, y, al mismo tiempo, bastante más radical. A partir de esta extraordinaria radicalidad de lo frágil se deja tal vez determinar una apertura levinasiana a un pensamiento de la política. En efecto, las cuestiones, difíciles, inarticulables quizá, que se anudan alrededor de la relación proximidad/justicia, aparecen sobre el fondo de un «principio» general cuya fecundidad y originalidad habría, para empezar, que comprobar. Este «principio» es el de una intransitividad, una intraducibilidad, radical, de lo filosófico a la política –lo que es propiamente insostenible desde el punto de vista de la filosofía política–. En filosofía sólo hay práctica correcta y sólo se piensa verdaderamente si partimos de lo extraordinario. La idea platónica, el ego cogito cartesiano, la Sustancia como Sujeto para Hegel, la Jemeinigkeit del ser según Heidegger –para tomar unos pocos ejemplos entre muchos otros– representan percepciones extravagantes, posiciones inauditas, extremismos casi inaceptables, novedades disruptivas que acaban por aclimatarse a un cierto contexto histórico para dotarse progresivamente de esa familiaridad epistemológica que los comentadores y especialistas han moderado hasta volverlas difusas, atenuándolas y traduciéndolas al idioma de la tribu de los filósofos. Bajo este aspecto, la ética levinasiana entra evidentemente en la serie de los extraordinarios filosóficos. Lugar utópico en el que la subjetividad del sujeto se descentra y se destituye; lugar que se muestra por el énfasis expresivo, el vínculo superlativo de ideas y conceptos hasta su desaparición, hasta su disgregación; lugar que rompe con las filosofías morales tanto como con las filosofías de la subjetividad. Nada tiene de asombroso entonces que haya, por su capacidad de interrupción, un punto de vista exterior a lo ordinario de la filosofía política.

Con Levinas se nos ha presentado la imposibilidad absoluta de deducir una política a partir de la perspectiva de la ética.

1. Es preciso medir bien la originalidad de este pensamiento en relación con la tradición tal y como la analiza en este punto el propio Levinas –análisis que me parece justo e interesante, y del que hay que recordar sus motivos principales–. En la tradición se habría dado una «alianza del racionalismo lógico con la política».8 Alianza nada coyuntural ni empírica, sino sustancial y constante, pues está profundamente determinada por el carácter ontopolítico de la filosofía. «El pensamiento racional es también una política», escribe Levinas en «Paz y proximidad».9 En efecto, obedece a una misma necesidad fundamental que podríamos llamar, evocando a Marx, necesidad de un equivalente general, universal y abstracto. La lógica, la teleo-lógica de esta necesidad de formación de conceptos, subordina las determinaciones particulares a la plena realización dirigida por el movimiento propio de la razón, de un absoluto de la razón, de una historia.

Podríamos remitir aquí a los desarrollos de De otro modo que ser sobre el escepticismo, que sería, en la historia de la filosofía, el recuerdo del «carácter político (...) de todo racionalismo lógico, la alianza de la lógica con la política»10 Allí explica Levinas que la política es el alfa y el omega de la razón y del saber, del logos y del sentido, y que en Occidente es la medida justa de toda desmedida. A este respecto, siempre habría una política de la filosofía11 en la filosofía, es decir, una economía de la producción del sentido que organiza y sobredetermina el trabajo del concepto. En esos pasajes, el análisis Levinasiano va a hacer frente con gran precisión a la cuestión de la represión política ejercida por el discurso del sentido tal y como se refleja en sí mismo y tal y como se liga ontológicamente al Estado, a sus instituciones, las cuales tendrían a su cargo la protección del régimen metafísico del sentido. De tal modo que la represión política es también una represión médica: «quien no se somete a la lógica es amenazado de prisión y de asilo».12 (No puedo desarrollar más este aspecto. Foucault no está quizá demasiado lejos, tampoco la psiquiatrización de la disidencia en la Unión Soviética, pero estas aproximaciones –enteramente coyunturales– son ciertamente muy limitadas). Se ve bien en todo caso –y esto es lo que importa– que el principio de intraducibilidad que acabo de enunciar contrarresta y es contrarrestado por la «alianza» ontopolítica de la razón y del Estado.

2. El principio inverso, de traducibilidad o de transitividad, requiere en cambio la invención de la filosofía política –si podemos decirlo así– puesto que se trata de pensar axiológica o normativamente el paso de una a otra, de dialectizar las transiciones y, en todo caso, de poner en relación la razón y la política, el sujeto y la comunidad, de traducir y traicionar a uno y a otro, al uno con el otro.13 Moralizar la política o politizar la moral, he ahí, en toda su profundidad, las modulaciones retóricas y morales a las que da lugar este traspaso, particularmente en el humanismo. Una observación de pasada: se trata todavía ahí de la relación entre la filosofía y la política –y Levinas también puede enseñarnos algo al respecto–. Quizá convendría conocer la justa medida de lo que podríamos llamar la finta de los filósofos en su relación con los príncipes, la finta de la filosofía en su relación con la política. Pienso más en Pascal que en Leo Strauss:

No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de pedantes. Eran personas honradas que, como las demás, reían con sus amigos. Y cuando se divirtieron en hacer sus Leyes y sus Políticas lo hicieron bromeando. Era éste el aspecto menos filosófico y menos serio de sus vidas; el más filosófico consistía en vivir simple y sencillamente. Si escribieron de política, fue con la intención de poner orden en un manicomio [subrayado mío, G. B.]. Y si han dado la impresión de hablar de algo importante, es porque sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban que eran reyes y emperadores. Admitían sus principios para modelar su locura de la mejor manera posible.14

Platón, Aristóteles y los demás, hasta Heidegger, ¿han dado «la impresión» de hablar y escribir de política como para «poner en orden un manicomio, asumiendo los principios» de locura de los reyes y de los príncipes para «rebajarlos al menor mal posible»? Medir esta finta implica tener en cuenta una locura muy distinta, la locura de la que habla Levinas, la locura de aquellos que «no se someten» a la lógica, a la «locura» lógica de los dominantes. Medir el posible disimulo de los filósofos exige entonces preguntarse minuciosamente sobre lo que significa «la entrada en el principio» según Pascal y Levinas, según la astuta finta o la exigencia de justicia de los terceros, atendiendo a la «traición» de aquello que, en la finta o en la llamada, se «traduce» en la política de los filósofos. Es «la entrada» la que constituye el problema, tanto en el sentido estricto de Levinas como en las palabras de Pascal, que también marca la imposibilidad de una mera y simple transitividad; imposibilidad que requiere, no obstante, una posible práctica de sí misma. No se trata entonces –y esto es lo que podemos retener de Levinas– de hacer entrar la ética en una relación de derivación, de deducción, en una relación dialéctica con la Justicia. Se trata más bien de pensar hasta el final (¿pero cómo?) la intraducibilidad de lo extraordinario filosófico (la ética) al orden político.

La política, según la proposición Levinasiana, es la instancia de una interrupción necesaria y beneficiosa de la ética, la instancia de una medida común bajo la «entrada» (del tercero) que, para Levinas, es siempre «permanente». Querer o tratar de hacer una traducción de la ética a «valores» que conformarían una «acción» sería reabsorber la ética en un conjunto lógico, lógico-político, de relaciones. Sería reintegrarla en la «alianza» sacrosanta y olvidar, a fin de cuentas, que toda política, incluso la más universal y democrática, abandonada a sí misma, conlleva, según una importante formulación de Totalidad e Infinito,15 la tiranía. En otros términos: todo pensamiento de una relación de tipo transitivo entre la ética y la política, entre la filosofía, las ontologías del ser social o político y la historia, corre el riesgo del desastre o se expone, como mínimo, al peligro de una posible catástrofe. Basta evocar aquí, como caso extremo, el embrutecimiento heideggeriano de la analítica existencial puesta al servicio de una política, así como el compromiso político que le siguió.

Esta intraducibilidad política de la ética creo que constituye un punto importante, el elemento clave de (o para) un pensamiento de lo político que podemos encontrar en Levinas o extraer de su ética. Este principio que hemos llamado de intransitividad no es ciertamente la ausencia de un pensamiento de la política. Un pensamiento de lo político y de la política es, al contrario, muy necesario dada la idea de la «entrada» de los terceros, es decir, de la entrada en la política. Tan cierto es que en Levinas no hay filosofía política como que su filosofía no es un apoliticismo. La radicalidad «antipolítica»16 del pensamiento lévinasiano de lo político procede de un desengaño de la política, de la constatación de un desencantamiento de sus poderes, que no se acompaña, sin embargo, de la resignación o de una despolitización del pensamiento y de la ética. La fórmula citada de Levinas así lo indica. «No abandonar la política a sí misma» proviene de un rechazo de toda autonomización ontopolítica, pero implica, al mismo tiempo, un actuar, un actuar negativo o quizá vacío; en todo caso, el decidido rechazo de todo abandono de la política «a sí misma», pues entonces el Estado se volvería siempre y constantemente, según palabras de Brecht, causa del Estado, causa sui tiránica.

Nuestra cuestión se concreta: ¿cómo no abandonar la política a sí misma sin hacerla pasar por la traducción o la transición dialectizada ni tener que moralizar su ejercicio o sus contenidos?

Con Levinas, estamos obligados a pensar esta relación (la ética, la política) como una no-relación o, más exactamente, como una serie desigual, discontinua, desajustada, de relaciones inestables, de relaciones que «sobrepasan» las relaciones, como –con Pascal y Levinas– el hombre «sobrepasa» infinitamente al hombre o la justicia a la justicia. La ética, en el sentido extraordinario de Levinas, designa una estructura pre-original de la subjetividad que compromete a ésta más allá de sí misma, en una respuesta pre-original y an-árquica, en una inmemorial antecedencia a sí misma. Esta estructura asimétrica está regida por un entrelazamiento complejo entre pasividad absoluta, «más pasiva que toda pasividad», y la urgencia instantánea de tener que responder a la llamada que viene antes de mí. ¿Cómo comprender esta «pasividad» si se le conmina a una acción, podríamos decir, ético-práctica? Para empezar, subrayaría que la respuesta ética no es ni del orden de la voluntad ni del orden de la obediencia. No proviene de una actividad cuyo antónimo sería la pasividad, de un querer que manifestaría la centralidad viril de un sujeto dueño de sus acciones. Por otro lado, esta «pasividad» de la escucha no viene a obedecer pasivamente una orden. En efecto, se obedece una ley, una institución, a un superior jerárquico, una función y jamás a una persona, pues ésta no queda incluida en la acepción de obediencia en la medida en que depende del consentimiento previo a un código de conducta sustancial. La responsabilidad ética describe, antes bien, un tipo de situación en la que los límites de la norma y el marco de la prescripción deben ser desbordados por el sujeto que responde, incluso aunque éste no lo quiera. Le es necesario inventar en el mismo instante de actuar la regla de sus actos o, más exactamente, le es necesario actuar, como dice Levinas, «atrapado», adelantándose a toda norma. Es lo que podríamos llamar el instante o la instantaneidad éticos. El instante ético, el instante de la respuesta, significa ser concernido por un tiempo diacrónico, por una inmediatez, por un tiempo que pasa y se pasa antes de toda toma de conciencia, antes de toda presencia del espíritu: el instante en el que, sin preparación previa, sin saber, sin poder, sin querer, un hombre se deja trastornar por la trascendencia de otro, por su irrupción inesperada, que exige imperativa e imperiosamente una respuesta de responsabilidad, una exposición del sujeto a un acontecimiento que lo atraviesa, obliga y arrastra –o que, al contrario, lo inhibe–. Esta figura, la del instante ético, es evocada por Rousseau en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, cuando describe la situación en que asesinan a un hombre bajo las ventanas de un filósofo que prefiere taparse las orejas y «argumentar un poco» mientras el «populacho», antes de dar cualquier razón, viene en su auxilio.17

El hecho ético-práctico instantáneo interrumpe la institución y el formalismo de las leyes y de los Estados a los que precede. Así, enfrentado al asesinato, el filósofo de Rousseau llamará a la policía, lo cual no es de ningún modo reprochable, pero suspende la responsabilidad ética y la convierte, arruinándola, en responsabilidad civil. Este actuar, a su vez, deberá ser diacrónicamente interrumpido por la justicia y el orden de la simetrización. Pues también tiene «derecho» a ser considerado desde el lugar común compartido de la política, para todos y por todo. Obsérvese que no se trata de hacer una relación o una serie de relaciones, sino una imbricación desigual y sin término de interrupciones. Con Levinas, podemos llamar inspiración a ese movimiento de infinitización. La inspiración sugiere algo muy distinto de la deducción, de la traducción, de la dialectización. Se sigue de la distancia irreductible entre proximidad y justicia, se hace incesantemente cargo de la positividad de esta separación,18 significa una trascendencia insuprimible, una separación absoluta, pero en movimiento, inestable. En este sentido, podemos determinarla como el modo en que la política es investida por aquello que no es ella, por la ética, por aquello que, antes que ella, la deja advenir como cuestión y que, después de ella, todavía relanza su significación en la justicia que excede la justicia. A partir de la intransitividad, de la intraducibilidad, se produce entonces una reiteración infinita del cuestionamiento a propósito de aquello que está entre el «después» de la política y su «antes» ético, entre «el estar-juntos-en-un-lugar», la comunidad al uso, y «aquello que no podría tener ningún lugar», lo humano, como dice Levinas.19 Este aspecto, como puede verse sin dificultad, es eminentemente político, y sitúa al mismo tiempo el punto débil de «toda política». De lo que se trata es de pensar juntas la alteridad y la medida, de encarar un conjunto sin medida común, un conjunto disyunto en el que las discontinuidades formaran el espacio incierto de la inspiración. Juntos y no juntos: una comunidad, una «entrada» en una comunidad que no sería y no será jamás otra cosa que la instancia de una palabra de la ausencia de comunidad –y sin que nada pueda hacer comunidad, ni siquiera la comunidad de aquellos que no tienen comunidad.20

Los movimientos infinitos de inspiración y de instantaneidad del acto se condicionan mutuamente, se hacen infinitos e instantáneos sin poder mantenerse jamás en los distintos «momentos» que podrían igualarse dialécticamente. Mientras más justo me creo y más satisfecho me siento con esta creencia, menos lo soy. Este resurgimiento de la responsabilidad sin fin no deja de exponerme a la llamada de un sufrimiento y a la obligación intransferible de tener que pasar la prueba. Hay quizá en esta ética de la respuesta infinita una lección o al menos los frágiles lineamientos de una posición de insumisión a las posibilidades sólo racionalmente predeterminadas. Lo que aquí o allá puede aparecer como una subordinación demasiado rápida a la hybris siempre amenazante de una cualificación nada aleatoria de estas posibilidades, de su ensanchamiento hacia una realización sin separación, sin diferencia, se encontrará entonces sometido a una fuerte y estimulante reinterrogación.

La asimetría levinasiana se esfuerza en decir, en el plano mismo de la ética, la imposibilidad de la relación entre ética y política. Pero esta imposibilidad significa según una doble articulación. Es imposible en el sentido en que dicha relación no se deja pensar ni describir según el modo de una extensión universal. Al mismo tiempo, y en la medida en que excede el pensamiento desbordándolo por la inmediatez de un actuar, esta imposibilidad requiere un ejercicio, una puesta a prueba de sí mismo. A fin de cuentas, la ética Levinasiana no sólo no implica la despolitización del pensamiento, sino que tiene como fondo una mesianización del actuar en el instante: el Mesías soy yo en el instante de la llamada. Mesianización desencantada quizá, pero jamás plegada o resignada o simplemente asignada al orden existente. El orden es necesario, y es preciso que sea, de alguna manera, asintóticamente justo; pero esta necesidad no agota jamás las exigencias de la alteridad, la alteridad del otro y, desde esta alteridad, la alteridad de otro tiempo, de otro mundo y de otra vida.

* «Intransitivité de l’éthique». Traducción de Daniel Barreto González y Andrés Alonso Martos. Añadimos corchetes a las notas del autor para consignar las referencias castellanas de las obras de Levinas aquí citadas.

1 E. Levinas: Autrement qu´être ou au-delà de l´essence (AE), París, Le Livre de Poche, 1991, p. 245 [De otro modo que ser o más allá de la esencia (DS), trad. cast. de A. Pintor Ramos, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 236. Traducción ligeramente modificada].

2 AE, p. 24 [DS, p. 54].

3 AE, p. 245. Los comentarios que siguen se refieren, salvo mención expresa, a la p. 245 y a las dos siguientes [DS, pp. 236 y ss.].

4 Ibíd., p. 249 [p. 239].

5 I. Kant: Doctrine de la vertu, trad. A. Philonenko, París, Vrin, 1968, §24, p. 126 [«Principios metafísicos de la doctrina de la virtud», §24 en La Metafísica de las costumbres, trad. cast. de A. Cortina y J. Conill, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 317-318]: «La conexión entre los seres racionales (...) se produce por atracción y repulsión. En virtud del principio del amor recíproco, necesitan acercarse continuamente entre sí; por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí; y si una de estas dos grandes fuerzas morales desapareciera, “la nada (de la inmoralidad), con las fauces abiertas, se tragaría el reino entero de los seres (morales), como una gota de agua”».

6 Efectivamente, todo aquí tiene que ver con el punto de vista, como lo muestra Deleuze, comentando a Leibniz y a Nietzsche, cuando explica que «la curvatura de las cosas» requiere la toma de perspectiva (Curso del 16-12-86 sobre Leibniz). Adviértase que es exactamente esta «filosofía del punto de vista» la que Rosenzweig, refiriéndose también a Nietzsche, expone al comienzo de La Estrella de la redención [trad. cast. de M. García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997].

7 «El hecho ético no debe nada a los valores; son los valores los que se lo deben todo a él» (E. Levinas: De Dieu qui vient à l´idée, París, Vrin, 1982, p. 225) [De Dios que viene a la idea, trad. cast. de G. González-Arnaiz y J.-M.ª Ayuso Díez, Madrid, Caparrós, 1995, p. 237].

8 AE, p. 265 [DS, p. 252, traducción ligeramente modificada].

9 E. Levinas: «Paix et proximité», en J. Rolland (ed.): Les cahiers de La nuit surveillée, n.º 3, París, Verdier, 1984, p. 341 [«Paz y proximidad», trad. cast. de Andrés Alonso Martos y Francisco Amoraga Montesinos, Laguna, 18 (marzo 2006), Universidad de La Laguna, Tenerife, pp. 143-151].

10 AE, p. 265 [DS, p. 252].

11 No simplemente, por supuesto, en el sentido althusseriano de la «lucha de clases en la teoría», sino, más originariamente, como la condición de posibilidad de esta afinidad, de esta «alianza» de la política y de la filosofía, que me parece muy bien iluminada por Levinas.

12 AE, pp. 263-264 [DS, pp. 250-251].

13 La pregunta por la justicia se efectúa, en el segundo libro de la República, en un marco en el que sólo una verdad se da a considerar directamente a los individuos; y, según una exageración mayor, en la exigencia racional de una sociedad ordenada.

14 Pascal: Pensées, París, Gallimard, p. 1163 [Pensamientos, trad. cast. de M. Parajón, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 236-237; trad. ligeramente modificada].

15 E. Levinas: Totalité et Infini, La Haya, Martinus Nijhoff, 1961, p. 276 [Totalidad e Infinito, trad. cast. de Daniel Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 304].

16 Por retomar una expresión de la que Vaclav Havel pudo colegir en su tiempo algunas consecuencias bastante prácticas, pero que podemos leer ya tal cual en Franz Rosenzweig.

17 J.-J. Rousseau: Œuvres complètes, París, Seuil, vol. II, p. 224 [Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, trad. cast. de A. Pintor Ramos, Madrid, Tecnos, 1998, pp. 151-152].

18 Basta evocar, en exacto contrapunto, la afirmación de Hitler: «El Estado total no tolera ninguna diferencia entre la moral y el derecho».

19 AE,in fine.

20 Estamos aquí cerca de las cuestiones de Bataille, Blanchot, Nancy y, a la vez, muy lejos de sus consideraciones.

El deler per les paraules

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