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TRANSVISUALIDAD Y LENGUAJES MIGRANTES EN LAS POÉTICAS ARTÍSTICAS DE LA GLOBALIZACIÓN

Romà de la Calle

Universitat de València

Quod discis, tibi discis.

Feci quod potui. Faciant meliora potentes.

PATRIMONIOS MIGRANTES Y GLOBALIZACIÓN

Una cierta manera –quizá «otra»– de aproximarnos al complejo y apasionante tema de los patrimonios migrantes, por caminos algo más diferenciados, posiblemente pueda consistir en el hecho de propiciar la reflexión operativa acerca de las mil formas en que cabe acercarnos y participar eficazmente en las fundamentales relaciones, solapamientos, diálogos, intercambios, juegos de combinación o estrategias funcionalmente comparativas, que se propician comúnmente entre las artes y sus crecientes hibridaciones.

También, desde este dilatado contexto, conviene tener en cuenta la perspectiva, los efectos, condicionamientos e incidencias de la globalización. Efectivamente, la decisiva cuestión de la correspondencia entre las artes supone, de hecho, tener definitivamente en cuenta su enfoque holístico, de conjunto y en imbricada totalidad de las artes. Se trata, sin duda, de dar la vuelta a la moneda y auspiciar la otra cara de la especificidad artística.

Aún recordamos perfectamente cómo a caballo entre los años sesenta y setenta, del pasado siglo, ciertas teorías estéticas y determinados programas artísticos partían efectivamente de la pregunta básica acerca de la especificidad de las respectivas artes. Así nos interesábamos, por ejemplo, bastante a menudo por lo específico pictórico o por cuáles eran las claves de lo específico fílmico o deseábamos saber a qué nos referíamos exactamente si hablábamos de la especificidad de la poesía. En realidad, el estructuralismo y la semiótica barrían con fuerza hacia ese lado y tales tendencias nos ocuparon ampliamente a los investigadores del momento.

Las tornas cambiaron paulatinamente y, en algún caso, hasta de repente –primero en la extensión y replanteamientos de las distintas prácticas artísticas y luego en la diversificación de los enfoques metodológicos y en las teorizaciones subsiguientes– cuando las cuestiones de la salvaguarda de los límites y el decidido respaldo a las diferencias y especificidades fueron dando paso a la creciente diversificación de registros empleados, a la pluralidad de los materiales auspiciados y a la heterogeneidad de los medios y canales de comunicación recurrentemente arbitrados en torno al hecho artístico coetáneo.

Los dominios de las especificaciones respectivas, que habían venido dando paso y cobertura a las clasificaciones diferenciales, a los ordenamientos semióticos dispares y al surgimiento de ámbitos propios, con reglas, elementos, objetivos y funciones distintos, vieron cambiar seguidamente las tornas a favor de la interdisciplinariedad y de los planteamientos globalizadores. Totalidades e interrelaciones llevaban claramente las de ganar sobre acotaciones, purismos y aislamientos especificantes. Y así nos dimos cuenta de que se iba imponiendo el tiempo de las contaminaciones y de los diálogos, que entrábamos en la etapa de los intercambios, de los mestizajes y de las relaciones, en la clara apetencia por los desplazamientos e hibridaciones. Insistimos, primero fue en el ámbito de las propias prácticas artísticas, que se atrevieron a interrelacionarlo todo, que no dudaron en considerar, como terreno abonado y a su alcance a toda la historia entera de las obras de arte precedentes, en las que podían basarse, bucear y extraer así modelos, materiales, procedimientos y objetivos, de acuerdo con criterios abiertos y fáciles de justificar. Igualmente podía decirse que también la realidad toda, en sus diversas capas y modalidades, se hallaba a su plena disposición.

De manera que las identidades vigentes –en lo que bien podría calificarse como etapa de la pre-globalización–, decantadas entonces, como hemos indicado, hacia las especificidades –como modelos reiterados– difícilmente podían ya dar respuesta ni aportar recursos a la exigencia de las nuevas identidades atisbadas: había ya que postular resolutivamente y apostar a favor de otras identidades, propias de la globalización.

Pero vayamos por partes, puesto que el salto que se trataba de propiciar era bien considerable. Una cosa era el perfil de una identidad homogénea y analítica, vinculada abiertamente al periodo de las especificaciones (característico de la pre-globalización) y otra diferente iba a ser la identidad conformada interdisciplinarmente y elaborada de manera articulada, entre rasgos plurales y heterogéneos y de carácter sintético (fruto de la globalización e incluso de una post-globalización que no llegábamos –ni llegamos– ciertamente a atisbar).

Desde ambas perspectivas históricas cabe, en efecto, hablar de realidades y conformaciones patrimoniales. Pero, en un caso, tales recursos patrimoniales implicaban procesos de selección homogéneos y analíticos, que depuraban identitariamente al máximo sus perfiles axiológicos. Es decir, se buscaban las diferencias y con ello las especificidades, se primaba lo propio y se imponían modelos internos de homologación, que regulaban la selección de materiales, estrategias, procedimientos y objetivos. El eslogan imperante podría ser: «Lo nuestro es diferente y, en cuanto tal, valioso».

Sin embargo, en el otro contexto que ya se iba perfilando, los recursos patrimoniales suponen procesos de selección y de combinación heterogéneos, con preponderancia metodológica de la síntesis y del mestizaje, los cuales con su acción contaminan cualquier atisbo de puridad diferenciada, a la hora de definir identitariamente la situación resultante. Con ello, es evidente que el perfil axiológico preponderante ha variado de forma clara. Es decir, se potencian más bien las desemejanzas y las heterogeneidades resultantes, desde modelos externalizados, en los que prepondera la pluralidad y la hibridación, la mezcla y hasta lo simplemente azaroso. «Lo nuestro» –entendido como algo compartido y no ya como algo estrictamente propio– supone, sin discusión, la suma de las partes y comporta una axiología altamente diversificante.

Quizás el precedente chovinismo de la especificidad dio relevo legitimador a la apertura sistemática hacia lo interdisciplinar. Aquella añorada individuación, singularizada al máximo, sería devorada por el juego de la globalidad sistemática. Y en el intermedio de ambas fronteras cronológicas y temáticas, las oportunidades de respaldar el afloramiento histórico de lo patrimonial, como sustrato y memoria compartida en su caracterización, como manera de caminar y desarrollarse culturalmente en la existencia, han constituido y siguen integrando un verdadero horizonte de posibilidades abiertas.

Pero ¿y dónde quedaba, de hecho, «lo migrante»? ¿A qué exigencias responde, efectivamente, este nuevo requisito en el horizonte del tsunami socio-cultural que se impone entre las últimas décadas del XX y las primeras del XXI?

Ya ni el arte, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la religión marcan, por convención, sus respectivos límites, ni mantienen sus aislamientos. Opera aperta. Ahora sí, de pleno. Todo está ya en situación de apertura máxima, de recepción sistemática, de expansión ilimitada. Tampoco los géneros artísticos rastrean ya sus especificidades ciegamente. Las fronteras se hacen crecientemente porosas, por doquier, aunque haya que recurrir a la fuerza de los nuevos proyectos para imponer sus exigencias de disparidad. También el sujeto es la suma interactuante de elementos dispares. Del yo se ha pasado, pues, al nosotros, como quien no quiere la cosa... También lo sensible y lo racional, lo imaginario y lo emotivo, más que ámbitos dispares, son ya partes directamente interconectadas de un todo flexible y fluctuante, en cuyo núcleo la histórica categoría de sustancia ha sido definitivamente relevada, de cuajo, por las potentes y reactualizadas categorías de relación y/o de proceso.

Precisamente para elaborar nuestros actuales patrimonios culturales necesitamos convertirnos, cada vez más, en seres propiamente migrantes, viajeros impenitentes de una geografía plural, teóricamente sin límites –mapa en ristre–, cruzando ámbitos complejos de interdisciplinaridad difusa. No podemos ya guardar celosamente y preservar nuestra especificidad pre-global, ni siquiera manteniéndonos en nuestro espacio atávico de existencia añorada en los recuerdos.

El principio de los cantos rodados, aplicado al fenómeno de la migración generalizada, atestigua abiertamente los efectos del diferente grado de frottage resultante entre las culturas, entre las costumbres y entre las existencias desplazadas y los correspondientes contextos de recepción. De ahí que –porque tenemos la necesidad de transmitir, explorar y comunicar, de sentirnos agarrados al mundo y a la historia– Patrimonios Migrantes, quizás, en determinados momentos, comenzaron siéndolo unos, pero en la actualidad ya lo son potencialmente todos. Claro que algunos contextos patrimoniales se muestran más fácilmente flexibles a los fenómenos de ósmosis culturales externas, mientras que otros se presentan, en su resistencia, plenamente integristas y a la defensiva en favor de sus perfiles originarios y de sus atávicas raíces y básicas convenciones. De ahí ciertos fenómenos convulsos que afectan de manera directa a medio mundo y preocupan consiguientemente al otro medio.

En este juego de estrategias cruzadas, se mueven también, con sus radicalidades y acomodaciones, el grueso del hecho artístico contemporáneo y la propia educación artística, en sus diálogos con el pasado y en sus conexiones constantes y operativas –in fieri– con el futuro, en toda su efervescencia y disparidad. Trahit sua quemque voluptas. Virgilio (Buc. 2, 65). Sin duda alguna, a cada cual le arrastra su pasión.

TRANSVISUALIDAD Y LENGUAJES MIGRANTES

Uno de los principios que regula el funcionamiento de la iconosfera, entendida ésta como universo global e interactivo de las imágenes, es precisamente el de la Tranvisualidad. Según su funcionamiento, implica que la interpretación de cualquier imagen es siempre holística, es decir que se ejercita por totalidades. Entender una imagen supone siempre relacionarla, vincularla a otras, conectarla, compararla, distinguirla o contextualizarla con otros racimos o series de imágenes.

En tal sentido, el aislacionismo icónico (es decir la interpretación aislada y simplista de una imagen) nunca será ya explicativamente aceptable. De hecho, no es viable... igual que tampoco podemos presumir de miradas inocentes en cualesquiera contextos culturales. Siempre se darán contextos «imaginarios» / de imágenes en el que se enmarcará el juego semántico, la estructura sintáctica, la noción de campo, la exigencia pragmática y la tendencia holística de la imagen, siempre además en relación constante con otras. Pero asimismo tampoco hay que relegar el peso, la influencia y la acción de las convenciones, de los iconotipos, es decir de las imágenes implantadas como definitorias y como claves características y como pautas determinantes de un marco cultural, con sus determinaciones e influencias fundamentales en la constitución de la memoria y de la cultura visual contemporánea, enraizada en la dimensión patrimonial de nuestra existencia. Así pues, desde tal marco interrelacional, deberemos abordar y rastrear todo el plural radio de acción de nuestros patrimonios migrantes. Y nos atreveríamos a puntualizar, en tal sentido, la existencia fundada de dos conceptos imprescindiblemente correlacionados, a pesar de sus diferencias.

Por una parte tendríamos la noción de sustrato, en ese bagaje migrante, conformado precisamente por las costumbres, experiencias, iconotipos adquiridos / heredados, habilidades adquiridas, tradiciones y procedimientos ejercitados. Sólo dentro de tal con­texto activo –sustrato cultural donde se enraízan los arquetipos– podemos sentir / expe­rimentar / construir «algo» y además reconocernos plenamente en ello. Y es ese algo lo que estamos también más predispuestos a comunicar, dado que es ése nuestro aire de respiración, en el que justamente encontramos nuestras raíces y donde anida supuestamente nuestra identidad. Es nuestro mapa confortable, fruto de la paideia / la formación que nos facilitó valores, anhelos y capacidades de lucha y de respuesta.

Pero asimismo en ese juego constante de desplazamientos y migraciones persistentes, el sustrato, en su profundidad, resistencia y ocupación activa, se topa inevitablemente con múltiples paisajes que nos son desconocidos, con rostros ajenos y pupilas de otro color. Pero que igualmente –todos ellos– nos observan o ignoran, mantienen la distancia o ayudan, al ritmo y oportunidades marcadas por el principio de los cantos rodados, ya anteriormente citado. Y es en tales contextos de implicaciones mutuas donde se irá consolidando asimismo, ni más ni menos, la noción de horizonte de acogimiento, que acabamos por compartir con el radio de acción que delimita y señala nuestras intervenciones. Ese horizonte de acogimiento es el directo escenario, el marco que posibilita la dimensión performativa –de acción y de actuación– donde se irá gestando el fruto progresivo de la nueva educación. En este caso estamos refiriéndonos primordialmente a la aventura apasionante de la educación artística y estética, con sus persistentes y plurimorfas conexiones patrimoniales. La que se aporta / se desarrolla desde los orígenes y la que se reestructura / revisa y transforma en los nuevos encuentros de llegada y acogida, característicos de la intensa dialéctica los Patrimonios migrantes.

Si el sustrato respectivo que aporta el viajero tiene su historia a flor de piel, atávica y/o personal, como una mochila vital o un museo imaginario, también aquel horizonte con el que nos encontramos y que ayudamos a construir vitalmente –en la medida en que reaccionamos junto con lo otro, con aquello que nos es circundante y, por tanto, condicionador–, va a ir exigiendo también sus paulatinas y complejas modulaciones socio-históricas.

Nos afincamos así culturalmente en el espacio del «entre» –en intervalos, con intersticios (palabras de alta significación en estas coyunturas)– que nos permite y ofrece, a su vez, el denominado horizonte de acogimiento, tras la llegada sostenida, abierta e interminable. Pues siempre estamos, en este viaje existencial, logrando algo y despidiéndonos de alguien o abandonando algún lugar. Y, con ello, el comportamiento del sustrato tendrá relevantes consecuencias, según endurezca su viabilidad o flexibilice sus aprendizajes. Y ambos extremos –la flexibilización dialogante o la reacción inflexible– van a abrir diferentes opciones culturales a esta apasionante historia de Patrimonios migrantes y expandidos.

Todos, efectivamente, hemos ido conformando, paso a paso, esa riqueza patrimonial que nos define personal o colectivamente. Cada encuentro entre individualidades, grupos, colectivos o globalidades –por dar cabida a la máxima diversificación escalar posible– puede ser reinterpretado, más que metafóricamente, como encuentros entre patrimonios migrantes.

Seguramente nos interesan tanto los procesos como los resultados, la dimensión memorialística como la performativa de todo patrimonio. Ya que «patrimonializar» –no lo olvidemos– es llanamente «hacer nuestro», incrementar nuestros bienes colectivamente, pero también incorporar experiencias, habilidades y capacidad de memoria, abierta a posibles proyectos. Por eso sentimos la persistente necesidad de ampliar nuestro patrimonio cultural, bien sea personal o colectivamente. Y es aquí donde conviene matizar / reintroducir, nuevamente, una justa distinción, dado que debemos discriminar entre el enriquecimiento de la personalidad educativamente hablando –la paideia como formación y enriquecimiento personal y así tendríamos claramente que contar con las experiencias estéticas del sujeto– y el enriquecimiento patrimonial sociocolectivo, siendo, pues, inevitable apuntar, estrictamente hablando, las efectivas aportaciones catalogadas del patrimonio histórico-cultural.

Los individuos se enriquecen con sus respetivos perfeccionamientos educativos, arracimados en procesos, sustanciados en hábitos y capacidades de relación. Ése es nues­tro patrimonio migrante personal, siempre in fieri. Por eso tal dimensión antropológica es clave para la estética (como experiencia y como disciplina, por supuesto). J. Ch. Friedrich Schiller (1759-1805) ya supo verlo perfecta y agudamente, como es sabido, dejándonos reflexiones fundamentales en tal sentido en sus Cartas para la Educación Estética del Hombre (1794), en las que lamentamos no poder recrearnos ahora, en su manera de relacionar hábilmente la estética con los respectivos dominios de la técnica (hoy hablaríamos de tecnología, claro está) y de la política. Toda una potente trilogía de interrelaciones básicas.

Pero también las sociedades, como entramado de personas, se enriquecen con los resultados diferenciados de los aportes patrimoniales. Y aquí «patrimonio» tiene ya un nuevo sentido, un carácter diferente, de constante construcción socio-histórica. Pues el patrimonio cultural aparece hoy en día como un fenómeno multidimensional con implicaciones tanto locales como globales.

Pero no olvidemos que nos podemos encontrar con dos matices, cada uno con sus bagajes históricos: Cabe hablar, por una parte, del patrimonio histórico-artístico y monumental, y así lo heredamos real y nocionalmente del XIX. Sin embargo, también a mediados del XX, acompañando nuestra propia historia existencial, a caballo entre los años cincuenta y sesenta, se hablará ya inequívocamente del patrimonio como conjunto de bienes culturales y naturales, materiales e inmateriales de nuestro entorno, hasta que eclosiona tal desarrollo conceptual, a partir de la década de los ochenta, al hilo de la profunda crisis de transformación que la propia modernidad sufre, a marchas aceleradas, convirtiéndose en una sociedad crecientemente globalizada. Tal es nuestra situación actual.

Ya nada es tan simple como antes, aunque sigamos hablando categóricamente de sujetos y de colectivos, de bienes y de tradiciones, de capacidades y memoria. De hecho, por un lado, en este contexto de plena globalización, el patrimonio se nos ha transformado a ojos vista, entre las manos, en un fenómeno claramente político, donde directamente interviene el Estado y también otra serie de numerosos agentes locales, nacionales y transnacionales. Es en tal conjunto donde se asume, ni más ni menos, la necesidad de salvaguardar, de proteger, de estudiar, de mostrar e incrementar los denominados bienes culturales y artísticos; pero asimismo hay que resaltar su dimensión social, es decir la creciente necesidad de sensibilización de la ciudadanía hacia esa misma conservación patrimonial, su conocimiento y divulgación, surgiendo un marcado asociacionismo, de nuevo cuño, volcado hacia la defensa, la concienciación y el incremento patrimoniales.

Todo un racimo de cuestiones surge, pues, en su entorno: ¿cómo olvidar la dimen­sión jurídica, con nuevas normas y leyes, que se solicitan y reclaman por doquier y a todos los niveles, locales, comarcales, autonómicas, nacionales e internacionales? ¿Cómo relegar la perspectiva del patrimonio como potencial recurso de explotación sociocultural, de carácter académico, turístico, creativo, objeto de consumición y factor también de desarrollo socioeconómico y cultural, en momentos de profunda y extremosa crisis, tan intensa como inesperada, por la desmedida intervención de los mercados, la falta de previsión y la alta dosis de irresponsabilidad política que hemos sufrido y seguimos padeciendo?

No obstante, digamos claramente que es la vertiente de su dimensión identitaria, de formación personal y colectiva, de expresión vital como conciencia de salvaguarda de unos orígenes y de unos ciclos de vida, la que nos estalla entre las manos en estas reflexiones sobre Patrimonios migrantes y expandidos.

Aunque aquí nos estamos centrando, ciertamente, en ese campo de las experiencias artísticas y estéticas (en esa correlación fenomenológica entre objetos artísticos y objetos estéticos como dominios patrimoniales específicos), no podemos dejar de acercarnos a la noción de patrimonio cultural entendido como bien público, es decir como un conjunto específico de bienes (culturales) que constituyen la riqueza cultural de una sociedad, al margen incluso de sus concretas titularidades. Ha sido éste uno de los logros del derecho moderno. Sin olvidar tampoco que detrás de esta expresión global de patrimonio cultural se cobijan además otras nociones, tales como las de patrimonio artístico, histórico, simbólico, paisajístico, etnológico, natural, ecológico o inmaterial.

He ahí la herencia valiosa recibida y que debemos mantener e incrementar de cara al futuro. Formando parte, también las personas, sus valores y experiencias, con carácter metafórico y traslaticio, de tal dilatado y común acervo patrimonial.

Nos encontramos, pues, con una determinada «construcción social», que apunta a la constitución de repertorios patrimoniales, con la fuerza de ser referentes simbólicos activos y transformadores, seleccionados, definidos, estudiados en torno a y en función de ideas, de intereses y de valores diversos, vigentes en el contexto social del periodo, a través de una gestión racional y experta, en la que la educación tanto tiene que decir y hacer.

¿Queda claro, pues, el complejo entramado político, profesional, especializado, empresarial, asociacionista, ciudadano, académico o pedagógico que se activa decididamente en su entorno?

En cuanto hablamos de «patrimonializar» –verbo cargado de honda responsabilidad, en su uso– estamos traspasando un bien a una nueva dimensión, de prestigio, de historia, de selección, de racionalización e incluso de (re)sacralización secularizadora del pasado y/o del presente.

Hablamos también, como venimos sugiriendo, incluso no sin cierto entusiasmo personal, metafóricamente, de Patrimonios migrantes, ampliando así su radio de acción, su alcance y sus sentidos. Porque para construir e interpretar nuestras imágenes debemos contar con un doble repertorio circundante: el de la historia global de las imágenes y el de la realidad misma, en toda su extensión e intensidad, como entorno vital y cotidiano. Todo está, pues, totalmente a nuestra plena disposición, al menos en principio, como un derecho sociocultural. Por eso somos perpetuos migrantes patrimoniales, siempre en situación de pesquisa y de búsqueda, de experimentación y de logro. Ahora bien, ¿de qué tipo son nuestras migraciones culturales? Deberemos hilar ya más fino, ahora.

Nos encontramos, cada vez más en el marco de sociedades postradicionales, que han cruzado, en su historia, modernidades radicalizadas, que se han caracterizado por un extrañamiento intenso del pasado y luego se han distanciado incluso de tales opciones, al socaire, sobre todo, de las versiones recientes de la postmodernidad, ya también relegada, en ese desmadejar el ovillo de la historia con rapidez y perpetuamente.

Las miradas patrimoniales se han ido activando, de mil maneras, en este cruce actual de caminos que nos ocupa, primero desde una lógica científica, para fundamentar su estudio e investigación, como corresponde a sociedades desarrolladas, pero también se ha recurrido a una lógica que podríamos llamar políticoideológica, buscando con ello, ante todo, la legitimación del poder. Lo hemos vivido claramente en estas últimas décadas de manera tan intensa como evidente e incluso lo hemos padecido en nuestras propias carnes sus efectos.

No obstante, en esta segunda ola de modernidad que nos atosiga con sus globalizaciones, hoy vivimos más cerca –en este concreto contexto patrimonial del que hablamos– de una mirada reflexiva que nos permite, a los sujetos involucrados, conocer el pasado para mejor entender el presente y planificar el enigmático futuro que sigue ocultándonos sistemáticamente sus bazas y sus secretos. Es precisamente esta lógica políticoidentitaria la que también ha ocupado al poder en estos años anteriores, la que ahora ya cede quizás sus presiones en beneficio indisimulado de una lógica turístico-comercial, que transforma, con una nueva vuelta de tuerca, el patrimonio cultural, en su conjunto, en directo objeto de consumo y de mercancía.

Vivimos, más que nunca, en una versión claramente light del patrimonio cultural, la versión que no duda en calificar, si es necesario, de «patrimonio incómodo» a cuanto interfiere en sus proyectos expansivos de carácter económico y mercantilista. Tal es la realidad que tantas veces hemos vivido dolorosamente, frente a la pérdida o la amenaza de patrimonios emblemáticos pero «incómodos» y, por ello, etiquetados y considerados operativamente como prescindibles. Conservación vs destrucción. Tal es la dialéctica que nos rodea efectivamente en el escenario socio-político-económico actual. Los ejemplos a citar –no nos engañemos– podrían ser sorprendentemente numerosos y reiterados, procedentes, sin duda, de cualesquiera rincones de nuestra geografía local, nacional o internacional. (Tan sólo me referiré, a modo de desahogo y de doble cita testimonial, circunscribiéndome al área valenciana, a la reciente desaparición total, traumática e irrecuperable, del Barri d’Obradors de Cerámica de Manises, con más de siete siglos de historia, memoria viva de la ciudad, y a las extremosas polémicas y proyectos en marcha, que aún siguen actualmente activas y afectan de forma directa a la supervivencia del también histórico Barrio del Cabanyal de Valencia. En ambos casos, la actitud de modernidad y de progreso, asumida como pose determinante, se transforma argumentalmente en la peor palanca para la conservación histórica del patrimonio, previa y oportunamente definido como «incómodo» y marcado con una especie de invisible cruz de tachado en rojo).

Por ello, a partir de dicho marco contextualizador, queremos insistir, como funámbulos conceptuales –aún a riesgo de antropomorfizar un tanto la propia noción de patrimonio–, en considerar también parte activa de tales patrimonios migrantes, a las figuras viajeras de los creadores y receptores del arte y de la cultura contemporáneos, a sus estudiosos y defensores, a quienes los viven día a día con su presencia, en una especie de constante autoeducación patrimonial, a menudo contagiosa. Quod discis, tibi discis.

No en vano, más allá de los bienes culturales, propios del patrimonio material, se hallan asimismo los extensos dominios del patrimonio inmaterial, con todas sus modalidades y tipificaciones. Y entre ellas tienen lógica cabida –con el respaldo de la transvisualidad, de las poéticas activas y contando con la eficacia de los lenguajes artísticos– los complejos diálogos que la creatividad es capaz de mantener siempre con todo el amplio arco de posibilidades que va desde las más lejanas tradiciones heredadas hasta los logros aportados / facilitados por la imparable tecnología, que nos circunda.

Es esa creatividad, fundida plenamente con la educación, la que nos atrae y seduce, como parte fundamental del propio Patrimonio migrante y expandido de la contemporaneidad. ¿Acaso nos atreveríamos a considerar patrimonio, en pleno sentido, algo que nadie realmente usara, algo relegado y sin funciones de ningún tipo? Como mínimo, la función recordatoria y memorialística –por lo menos–, pero también y sobre todo la función actualizadora y de revisión, la función educativa y de expansión vital, la función de repatrimonialización a través de la intervención creativa y migrante.

LA CREATIVIDAD Y LA EDUCACIÓN COMO PARTES DEL PATRIMONIO MIGRANTE

También la creatividad tiene su historia, formando parte directa de ella misma. De ahí que incluso su propia noción haya ido variando, al ritmo de sus especificaciones y desarrollos diacrónicos. De aquellas caracterizaciones asociadas, en un principio, directamente a la innovación, a la fluidez y a la flexibilidad de sus intervenciones y recursos, hasta las interpretaciones actuales, ampliamente asociadas ya a las relecturas, reciclajes, reinterpretaciones, asociaciones y reflexividades transformadoras, ha transcurrido todo un mundo de variaciones y confluencias múltiples en su entorno. Aunque siempre, a nuestro modo de ver, manteniendo estrechamente conectadas las nociones de creatividad y de educación, como fundamentos operativos de la constitución y génesis de los patrimonios expansivamente migrantes.

La creatividad, que tanto culto exige en los tiempos presentes, forma parte activa e imprescindible, como indicamos, de la propia educación. Educatio. Pocas palabras serán más recurrentes, representativas y sintomáticas de las preocupaciones, reivindicaciones y protestas colectivas frente a los recortes desproporcionados y persistentes en la presente crisis. Educatio procedente de la palabra latina educo. Pero recordemos que esta forma corresponde, en simultaneidad, a dos verbos. Así tenemos etimológicamente «educo» de educare y «educo» de educere. Por ello educare nos remite al «cultivo de un despliegue de potencialidades, de capacidades internas, con vistas a la formación, a la construcción del sujeto», mientras que educere significa exactamente «conducir a fuera, poner en contacto con el exterior» y así también nos decanta hacia el campo semántico de adecuar, preparar, capacitar al sujeto para este encuentro fundamental con la realidad, base de toda experiencia.

Curiosamente, en ese doble filo educativo («sacar de dentro» y «poner en contacto con») se mueven también clara y versátilmente los perfiles de la creatividad y de ello se deriva asimismo –educación y creatividad– la patrimonialización de la cultura alcanzada y vivida, es decir de la acción artística posibilitada.

Preguntas clave, pues, las que se arraciman en este contexto de patrimonializaciones progresivas y encadenadas, en el que nos venimos moviendo: ¿cómo se produce? ¿cómo se comunica? ¿cómo se interpreta, disfruta y valora? ¿cómo se consolidan sus efectos?

Tales son los fundamentos de ese decantamiento personal que mostramos a favor de correlacionar de manera sistemática la noción de viaje / migración vital (sacar fuerzas / motivaciones de dentro y proyectarnos decididamente hacia el exterior) con la concepción de patrimonio, más allá de su sentido como conjunto de bienes culturales, para abrirla hacia el concepto de paideia, de formación, de construcción personal y colectiva, disponible y versátil para la eficacia creativa y transformadora de la sociedad, del estado de bienestar, de sus capacidades formativas, del desarrollo sostenible y compartido a todos los niveles de la realidad.

¿Qué otra cosa procuran esos peregrinajes hermenéuticos, como vías abiertas hacia la creación artística, que tan insistentemente, década tras década, pero ya en la actualidad con especial ejercicio sistemático, numerosos artistas llevan a cabo en sus estrategias y procesos de producción artística?

Patrimonios migrantes de los que se parte, a los que se recurre para asumir influencias, reciclar materiales, deconstruir formas, aprovechar ideas, variar procedimientos, reinterpretar imágenes o transgredir géneros; patrimonios migrantes a los que se regresa y en los que se incide ampliamente con la consecución creativa de nuevos aportes y variaciones. Tal es el zigzagueo que define buena parte de nuestra actividad repatrimonializante, potenciando al máximo, a veces, el comentado principio de la transvisualidad, dando pábulo a las omnímodas categorías de relación y de procesualidad, multiplicando el poder, la riqueza y la versatilidad de los lenguajes artísticos mestizos y contaminados, reforzando las estrategias reciclantes de sus poéticas, es decir de sus principios y sus normas, fácilmente redefinibles y abiertas por lo común a las diferentes situaciones de interacción y de existencia.

Finalmente, en ese constante encuentro entre los actuales patrimonios migrantes / expandidos y la educación artística que nos preocupa, debemos de ser conscientes de que las posibilidades siguen plenamente abiertas y por ello cabe hablar, incluso, de patrimonios performativos, saltando decididamente de lo interdisciplinar (nivel de disciplinas barajadas) a lo intercultural (nivel de las cartas culturales repartidas para el juego). Se trata prioritariamente de ayudar, de forma básica, a los sujetos en su acción, implicados en esas escenografías de participación y compromiso operativo, propias del entramado del arte en su relación con la cotidianidad; es decir de ayudarles educativamente a optimizar toda una cadena de posibles aprendizajes, que al menos queremos referenciar brevemente, como en una especie de guión: aprender a ver, que siempre comienza en un efectivo y didáctico saber mirar, como triunfo operativo y transformador de la percepción; aprender a hacer en cuanto refugio manual, hábil y regulado por la razón práctica, tan estrechamente asociado a las capacidades creativas y estrategias, propias de toda intervención; aprender a hablar acerca de (el arte y la cultura, en este acaso), dado que es bien sabido que el arte necesita de la palabra, que el arte necesita ser hablado y da que hablar asimismo irremediablemente, en el seno del entramado sociocultural; aprender a interpretar, como suma de estrategias axiológicas y hermenéuticas ineludibles, que se convierten a su vez en extensiones de la realización artística y también de la experiencia estética; aprender a utilizar, en esa vertiente pragmática fundamental para toda evolución y todo progreso social y personal. De hecho, toda patrimonialización implica / exige y conlleva, en su campo semántico, la noción de acción y de uso. Y como resumen, que puede coronar de manera resolutiva todos estos niveles directamente interrelacionados, mencionaremos la fórmula fundamental de aprender a ser, en cuanto imperativo ético y antropológico común e imprescindible. Tal sería, a nuestro modo de entender, el guión operativo y el mapa estratégico de nuestro viaje expandido, a través de los patrimonios migrantes coexistentes, plurales y diversificados...

Ahora bien, considero asimismo fundamental sugerir además –como último guiño, en esta difícil y perpleja circunstancia crítica que vivimos y compartimos actualmente– un consejo, una especie quizás de vacuna determinante para nuestros rastreos y construcciones. Se me va a permitir como expresión sentida de un compromiso personal y de una experiencia dilatada. En estos viajes críticos y «de crisis», que nos esperan a todos, desde las perspectivas de la educación, por las rutas patrimoniales, cruzaremos, sin duda, riachuelos estéticos reconfortantes, atravesaremos intensas tormentas políticas y hasta aspiraremos posiblemente a descubrir oteros de saludables posibilidades económicas, de cara a un mejor futuro. Pero me gustaría y deseo que, prendido a nuestros afanes patrimoniales de educación, creatividad y cultura –como un imperativo ético–, no olvidáramos nunca –nunca– y que fuéramos capaces de poner en práctica generalizada aquel dictum, pocas veces recordado o escrito e incluso, quizás, en menos ocasiones aún cumplido y que vale la pena considerar como determinante de todo futuro: Nulla aesthetica et nulla política et nulla aeconomia sine ethica.

Patrimonios migrantes

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