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CONSTRUCCIÓN Y DECADENCIA DEL ESTADO AUTONÓMICO

Manuel Alcaraz Ramos Universitat d’Alacant

La uniformidad nacional fue uno de los factores constitutivos del complejo ideológico en que se asentó el franquismo. Ese nacionalismo intensivo desempeñó

un papel fundamental dentro del conjunto de discursos y recursos legitimadores de la dictadura, tales como la legitimidad de origen por la victoria en la Guerra Civil, la legitimidad de ejercicio asociada a una presunta gestión eficaz, la legitimidad carismática del Caudillo o la legitimidad social pseudodemocrática asociada a concentraciones de masas y consultas electorales y plebiscitarias. En dicho marco, el nacionalismo español puede entenderse como parte de los discursos encaminados a legitimar el régimen por la vía de los fundamentos político-culturales, junto a otros elementos como el autoritarismo, el catolicismo conservador, el anticomunismo, el ruralismo o el machismo.1

Desde este punto de vista, el franquismo disolvió las posibles Españas en la España única del régimen. Incluso menoscabando elementos simbólicos en torno a los que se había construido el nacionalismo español tradicional, así, el 18 de julio desplazó al 2 de mayo o al 12 de octubre.2

Todo ello era percibido por las capas de la sociedad que propugnaban un cambio en la etapa final de la dictadura y una crítica activa de esa realidad había permeado muchas actitudes y perspectivas intelectuales que no solo provenían de las nacionalidades periféricas. Un ejemplo significativo, por el impacto de la obra en determinados ámbitos: Castellet, en el prólogo de la edición de 2006 de Nueve novísimos poetas españoles,3 publicada en 1970, afirmaría que los poetas de la antología traslucían un «horror por todo lo español, precisamente porque en los pocos casos en que se introducen temas españoles éstos son tratados como elementos exóticos». Podríamos interpretar esa tendencia como reveladora de una fatiga de España, quizá porque apreciaban una España toda, total, sin distinciones nacional-culturales4 o, al menos, que pudieran constituir materia poética, algo que nunca antes había sucedido.

Los restos mortales de las épicas fundacionales e imperiales habían desembocado en el reclamo «España es diferente», mero recurso publicitario en épocas de desarrollismo turístico. Podemos considerarlo un reflejo de la crisis profunda de algunos de los mecanismos especiales de reproducción del nacionalismo español: el Concilio Vaticano II dejó a la Iglesia sin fundamentos para proseguir en la línea del nacional-catolicismo, antiguos ideólogos del franquismo giraron a un liberalismo que descreía de los caracteres nacionales y se inclinaba al europeísmo, mientras que otros, en su afán por desmontar las ideologías en aras de la eficacia capitalista, se llevaban por delante el nacionalismo.5 Toda la maquinaria residual de españolización se debilitaría aún más en la medida en que crecieran los patriotismos periféricos, y la eficacia de otros elementos configuradores de la legitimación franquista disminuía con el final de las esperanzas de perpetuación del sistema. Por eso se ha dicho que «el franquismo pudo tener efectos tan nacionalizadores sobre amplios segmentos de la población como desnacionalizadores sobre otros».6

Quizá, la mayor contradicción procedía del hecho de que la hipernacionalización españolista del franquismo estaba impostada sobre un país con una tradición relativamente débil en el uso de los instrumentos clásicos de nacionalización. Por eso, quizá, la nacionalización franquista estaba construida a retazos, no siempre cohesionados. A ello contribuyó que surgiera y germinara contra otra España, que también había procurado erigir un discurso nacional, pero sobre la base de integrar el regeneracionismo finisecular y laico e intentar un diálogo con la periferia. En todo caso, por encima –o por debajo, según se mire– de la miseria cultural tardofranquista, que lanzaba su sombra sobre España, florecía una cultura vital que, emergiendo sobre los restos mortales del falangismo o del integrismo, proyectaría su luz en la Transición, precisamente porque era una cultura que había cambiado, en buena medida, a España como centro de reflexión por la idea de libertad –y, probablemente, de europeidad.

No es este el lugar para entrar en matices, pero sí hay que señalar que la complejidad no está ausente de un escenario que aún tiene muchas bambalinas por examinar, pero en el que parece obvio que estos vaivenes, que se expresaron a través de signos culturales, ofrecen las claves de debates soterrados eminentemente políticos, a la espera de espacios más libres en los que poder expresarse. Así, por ejemplo, se ha destacado7 que la Transición puso en primer plano a una abstracción pictórica que venía fraguando desde los años sesenta –y aún antes podríamos buscar antecedentes– y que emblematizan Tàpies, Millares o Saura, que, muy próximos en sus obras a las corrientes imperantes en Estados Unidos, sin embargo se esforzarían en apelar en sus textos a una herencia directa de Goya y otros elementos españolísimos, quizá brindándose como puente entre lo nacional y lo cosmopolita. En cierto sentido, el regreso del Guernica nos remite a la misma idea, inscrita en esas disonancias de difícil integración entre el desprecio por España como sinónimo de charanga y pandereta y la apertura a lugares renovadamente democráticos que, a la vez, prescindían de lo español y buscaban reintegrarlo.

Sin duda España existía y los niveles de identificación política y adhesión emocional con ella, como abstracción, eran altamente mayoritarios. Pero no eran una existencia y una adhesión privadas de malestar. En ese camino, la afirmación de la pluralidad regional/nacional será esencial y explica por sí misma la alta apreciación de la vitalidad cultural en algunas zonas del Estado –en particular en las que poseían una lengua distinta del castellano–. Esa consideración serviría, llegado el momento, para estimular corrientes de simpatía y solidaridad con algunos territorios en sus demandas nacional-democráticas, sin las que sería imposible explicar el desarrollo de una cultura democrática común, aunque permanentemente inmersa en debates sobre las «señas de identidad».8 En encuestas realizadas en 1976 solo en las luego denominadas «nacionalidades históricas», País Valenciano y Canarias, triunfaban las posiciones autonomistas, mientras que en Aragón, Andalucía, las Castillas o Extremadura eran mayoritarias las posiciones centralistas, aunque, en algunos casos, por un estrechísimo margen. Esas cifras se mantuvieron estables en 1977 y crecieron mucho a favor del autonomismo en 1978.9 Para alguno eso demostraría que el fervor autonomista posterior tuvo mucho de componente artificial. Pero lo que requiere una auténtica explicación es cómo, tras cuarenta años de centralismo, las mentalidades habían viajado tan rápidamente, sacudiéndose la ideología franquista: solo ligando ese viraje a la acelerada democratización de las expectativas generales se puede explicar. Por otra parte, la tradición republicana de nacionalismo español fue postergada en la medida en que las fuerzas de izquierda aceptaron –o fueron obligadas a asumir, o ambas cosas a la vez– la restauración monárquica con un olvido manifiesto por las tradiciones republicanas en su conjunto.10

TRANSICIÓN Y CONSENSO: HACIA EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

Lejos de ser un producto coherente y ajustado a una estrategia previamente definida, hay que concebir la Transición como un sistema de tensiones que se resolvieron en pactos yuxtapuestos e incluso contradictorios,11 que, a veces, se condensaban en artículos constitucionales o en otras normas y, a veces, en prácticas políticas que fueron conformando la cultura política de la democracia española. Insistiendo en la idea de que ninguno de estos pactos fue perfecto, se deben destacar los siguientes compromisos parciales:

A. Pacto por la Monarquía: la restauración funcionó como el a priori de todo el sistema y como paradoja máxima de este. Necesaria para la democratización porque actuaba como freno de los involucionistas, fue también el límite moral de la Transición, pues significaba aceptar un hecho no democrático, estabilizar y sacramentar la herencia del franquismo en el máximo nivel simbólico del Estado. La Corona mostraría que no sabía ni de éticas de la convicción ni de éticas de la responsabilidad: su anclaje con la realidad era una ética de la supervivencia.

B. Pacto de «gestión de la historia», que, al menos, implicó:

–La ley de amnistía –y otras normas que permitieron indultos parciales– inserta en el relato general de la reconciliación nacional.

–El uso selectivo de la memoria del franquismo y del antifranquismo, según las circunstancias y los intereses de los actores políticos e intelectuales, pero sin políticas públicas coherentes.

–Apartar la religión del conflicto político inmediato, aunque sin evitar que se introdujera por diversas rendijas del texto constitucional y de decisiones jurídicopolíticas posteriores.

C. Pacto democrático, que incluyó:

–Valor normativo de la Constitución española (CE), con afirmación de su supremacía y atribución del papel de definidor de valores y de las reglas de producción jurídica, todo ello con equidistancia –relativa– de los perfiles ideológicos más nítidos de las principales fuerzas en presencia, lo que fraguó en la definición de Estado social y democrático de derecho.

–La afirmación positiva de valores constitucionales compartidos y, al menos, libertad, igualdad, justicia, pluralismo y dignidad humana.

–Enunciado de una amplia carta de derechos garantizados constitucional y legalmente.

–Separación de poderes de factura clásica, con centralidad teórica de las Cortes Generales y práctica de un Gobierno al que se facilita la estabilidad.

–Tribunal Constitucional (TC) con funciones de control de la constitucionalidad de las normas, amparo ante la vulneración de derechos fundamentales o resolución de conflictos competenciales.

–Generación de precondiciones para la plena participación de las mujeres, aunque en un camino lleno de obstáculos.

–Apertura implícita a la plena integración en las instituciones europeas.

Con todo, en este diseño hubo límites, indefiniciones e insuficiencias, en muchos casos debido a una latente tendencia al moderantismo –compatible con un lenguaje predominantemente progresista– que, para algunos, era sinónimo de estabilidad y, para otros, intento de que la izquierda no avanzara. Por ejemplo: ciertos aspectos del sistema electoral, ambigüedad del Senado, pervivencia de las provincias, etc.

D. Pacto social, entendido como el resultado de una sucesión de luchas y acuerdos, que corregía –aunque sin alterar totalmente– un escenario histórico de privilegios y discriminaciones y permitía avanzar en la igualdad de oportunidades:

–Los Pactos de la Moncloa tuvieron, al menos, el valor de representar un diálogo en política socioeconómica, por primera vez en la historia de España. Si cargó sobre los trabajadores el peso mayor de la salida de la crisis, también preparó el camino para actuaciones más equitativas y la universalización de ciertas prestaciones.

–La CE recogió el principio igualdad de una manera activa, sin limitarlo al reconocimiento formal; para ello dispuso la intervención de los poderes públicos para luchar contras las fuentes de discriminación, reconoció a los actores del conflicto social, fijó algunos derechos fundamentales relacionados con estas cuestiones, así como unos principios rectores de la vida económica, social y cultural y generó una Constitución económica que posibilitaba un sistema fiscal progresivo.

E. Pacto «nacional», que merece aquí un análisis más pormenorizado.

La CE eliminó cualquier duda: es «de los españoles» ya que atribuye la soberanía a la «nación española» y el sujeto de la soberanía, a la vez, se define como poder constituyente exclusivo. La soberanía se diferencia del poder de autonomía, distinto, inferior, derivado, que podrá ser atribuido a comunidades autónomas (CC. AA.), según recordó la sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 4/1981, de 2 de febrero. La CE, pues, reconoció márgenes para una cierta diversidad a cambio del «acatamiento de la osamenta unitaria que protegía la nación y al Estado españoles», de lo que el nacionalismo español deducirá que las posibles disputas quedan anuladas por un texto legal.12 Ello se fijó a través de:

–Las primeras palabras del preámbulo: «La Nación Española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…». Se ha suscitado una duda teórica: ¿supone la mención a la Nación en las primeras palabras de la Constitución una referencia de continuidad respecto al Estado franquista, ya que este, en sus Leyes Fundamentales también usó el término? Ciertamente no: quizá, si se quiere, es una alusión a la historia constitucional con origen en 1812 –aunque algunas constituciones no usaran el término–. Es más, como se ha indicado, de la manera –pese a las ambigüedades a las que me referiré– en que la Nación aparece como depositaria de la soberanía, se deduce que la interpretación que planeaba en el redactado es la consideración de que el franquismo usurpó a la Nación su potencial carácter fundamentador de lo democrático. Desde esta perspectiva la Nación en la CE sería «el soporte histórico de la soberanía», con una concepción plural, abierta a una evolución que adquiere su máximo significado en el multiformismo cultural que posibilita el propio texto constitucional13 y que queda abierto en el mismo preámbulo. Esta interpretación, de Pérez Calvo, me parece sugerente, aunque, muy posiblemente, vaya mucho más allá de lo que pretendió el redactor constituyente.

–El artículo 1.2: «La Soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» y la muy enrevesada definición del artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

No fue fácil llegar a la redacción final de esos dos artículos: 61 páginas del Diario de Sesiones de la Comisión Constitucional del Congreso están dedicadas a este debate, mientras que los 8 artículos restantes del título preliminar –algunos de ellos esenciales– solo ocupan 73 páginas.14 Una sucinta alusión15 a esos debates es ilustrativa. El anteproyecto constitucional, inspirándose en la Constitución de la II República, afirmaba que «los poderes de todos los órganos del Estado emanan del pueblo español, en el que reside la soberanía», pero, en la misma ponencia, AP y UCD llegaron al acuerdo de introducir el concepto de «soberanía nacional», lo que dio lugar a un texto básicamente igual al aprobado definitivamente. Por otra parte, el primer redactado del artículo 2 decía: «La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran», un redactado más ligero, menos cargado ideológicamente que el definitivo. A estos textos Letamendía (EE) y Arzálluz (PNV) presentaron enmiendas que coincidían en ubicar la soberanía «en los pueblos» que componen el Estado, lo que hubiera dado lugar a una suerte de confederación como eje de la legitimación, así como a una visión de poderes originarios ubicados en esos pueblos, algo en lo que especialmente insistiría Arzálluz. La enmienda más significativa fue la de Letamendía al artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la plurinacionalidad del Estado español, la solidaridad entre sus pueblos, el derecho a la autonomía de las regiones y naciones que lo integran, y el derecho a la autodeterminación de estas últimas». Lo finalmente aprobado –juego del 1.2 y del 2– lleva implícita la exclusión de cualquier forma de derecho a la autodeterminación, algo de lo que eran conscientes los nacionalistas periféricos, si bien los catalanes no plantearon mayores objeciones: como recordó Jordi Pujol en el Pleno del Congreso que debatía el dictamen de la CE, fue la Minoría Catalana quien propició la inclusión del término nacionalidades en el texto, haciendo de él, dijo, «un punto esencial, absolutamente básico en su política en materia constitucional y, en general, en su política consensual».

Solozábal ha justificado la idoneidad de la fórmula adoptada desde el momento en que es el pueblo español el que se identificaba con el poder constituyente y como «soberano» posee la más importante de las capacidades: decidir sobre su Constitución. Frente a otras acepciones del término soberanía –como la ligada a la actuación de los órganos del Estado constituido– es la soberanía «de los grandes días», no un poder del Estado, sino «sobre el Estado», un poder irresistible e ilimitado. Por lo tanto es el pueblo español «homogéneo», según el autor que gloso, el soberano, y no lo son «los pueblos de España» o del Estado: el sujeto no es múltiple ni complejo. En apoyo de sus ideas cita la STC 76/1988, de 26 de abril, cuando indicó que la CE «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven sus derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general». De esta manera, prosigue,

podemos hablar de una legitimación nacionalista de la Constitución, pues la Constitución se justifica por su carácter nacional, en cuanto soporte de autogobierno propio. Así, la Constitución se acepta no solo por su utilidad o necesidad, en cuanto soporte de una determinada idea –democrática, liberal– del orden político, asumida de acuerdo con patrones universales de racionalidad o eficiencia técnica, sino porque es la nuestra, la que nos hemos dado según nuestras necesidades, conforme a nuestra experiencia y cultura histórica.16

Este análisis probablemente es mayoritario en la doctrina constitucional y creo que se ajusta a lo que realmente pensaba el constituyente. Otra cosa es que se comparta un cierto idealismo teleológico que aparece en algunos aspectos de la construcción teórica: como si la nación española estuviera llamada a constituirse políticamente precisamente como lo hizo, como si no hubiera otras alternativas.

Conviene contrastar estas opiniones con las de otro constitucionalista, González-Casanova, que ha criticado el redactado por considerar que la soberanía popular, proclamada en el artículo 1, «no podía permitir que la Constitución se fundamentara en la unidad española preexistente, pues esta era fruto de un unitarismo centralista de la Administración y no de un pacto patriótico entre españoles partidarios de crear una nueva unidad a partir de la diversidad reconocida», siendo, justamente, la propia CE «la que fundamentaba la futura unidad libre, porque ella era la base jurídica del Estado». La ambigüedad del artículo 2, al mismo tiempo, «permitía cualquier autonomía que el poder central considerara conveniente y oportuna […] pero también podía ser esgrimido como futura esperanza para los independentistas gradualistas de las nacionalidades». El precio pagado fue que la «retórica vacua» sobre el unitarismo español enmascaraba todas estas cuestiones y era posible que despertara más recelos entre las nacionalidades autónomas que los que evitaba en los más recalcitrantes españolistas uniformistas. Por todo ello,

al no hacer la Constitución afirmación alguna que implique un modelo preciso de Estado en función de su organización territorial, no se puede sostener explícitamente que el nuevo Estado español sea más unitario de lo que todo Estado deba serlo, ni que sea «federal», «regional» o «integral». Pero, tal vez, la razón más profunda por la que es imposible definir el Estado español en virtud de su organización territorial sea la de que la autonomía no se postula de una vez y en acto para todo el conjunto de nacionalidades y regiones. Hay tan solo la posibilidad de ejercitar el derecho común a todas ellas como expresión democrática del autogobierno de una parcela de la Nación-Estado.17

En todo caso, pese a las apreciaciones que niegan la existencia de un pacto por imposible, dada la unicidad del soberano, es evidente que la materia fue objeto de debate y acuerdo político concreto en las Cortes constituyentes. Desde este punto de vista podemos concluir con la opinión de Saz: la inclusión encadenada de los términos patria y nacionalidades

descansaba en el supuesto implícito de que el término patria […] «pertenecía» a la derecha y el de nacionalidades a la izquierda y los nacionalistas periféricos. España recobraba la democracia, pero con ella no se reproducía la vieja identificación liberal y republicana de patria y libertad. Aparecían los dos términos en el texto constitucional, pero ni el primero se fundamentaba en el segundo ni reaparecían explícitamente formulados los valores del viejo patriotismo liberal y republicano.18

Aparte de lo indicado cabe advertir la contradicción entre la alusión a la soberanía «popular» y su atribución a la «nación»: en la teoría clásica ambos conceptos son excluyentes, por los diversos significados a los que fueron anudándose históricamente. De hecho es muy difícil concebir una nación compuesta de naciones –aunque se intentara a través de la famosa expresión «nación de naciones», a la que se han atribuido varios orígenes con significados no siempre concordantes–, mientras que el pueblo sí puede ser plural y mostrar diferencias en sus lealtades prioritarias en torno a sentimientos distintos de pertenencia. La doble referencia a la unidad de la nación y patria españolas anula esta posible lectura. Este hecho hay que relacionarlo con los miedos a una involución, tan propios de la época.

Juliá19 ha criticado que se piense que los términos del artículo 2 fueron dictados por el poder militar. Pero la opinión parece extemporánea, pues con independencia del significado preciso, en este contexto, del verbo dictar, toda la Transición está atravesada por la «preocupación» mostrada por los militares por la posible ruptura de la unidad de España. Preocupación que actuaba como un prejuicio, pues incluso antes del debate constituyente se explicitaba como algo intrínsecamente asociado a la desaparición de la dictadura. Valga un ejemplo entre muchos: cuando se produce la legalización del PCE, en abril de 1977, el Consejo Superior del Ejército emitió una nota que tenía tanto de acatamiento forzado a la disciplina como de aviso de navegantes y de amenaza latente que pesaría en el futuro; en él puede leerse que el Consejo muestra su «profunda preocupación» por «la Unidad de la Patria, el honor y respeto a su Bandera, la solidez y permanencia de la Corona y el prestigio y dignidad de las Fuerzas Armadas» y, tras «exigir» al Gobierno que adopte las medidas oportunas para garantizar esos principios, proclama que «el ejército se compromete» a cumplir sus deberes «con la Patria y la Corona».20 El mismo Gutiérrez Mellado21 situó la cuestión en estos términos:

Dije […] que «España era una y no permitiríamos que nos la rompieran». ¿Por qué fui tan tajante en aquella ocasión? Por responder de una vez por todas […]. La preocupación por el separatismo se ha desmesurado y se ha utilizado como pretexto político. Pero a mí no me ha quitado ni una hora de sueño. […] Ha preocupado en el estamento militar y ha habido gente que ha hecho lo posible para que esa preocupación aumentara.

Con más precisión, Álvarez Junco ha aludido a que, tras filtrarse el primer borrador del texto constitucional, el estamento castrense envió una nota a La Moncloa exigiendo que se garantizase la unidad nacional con términos claros y rotundos.22 En cualquier caso, todo parece indicar que el clima de tensión en torno a la cuestión territorial condicionó la alambicada redacción. En su invitación a que el ciudadano se convierta en un hermeneuta especializado en desciframiento de códigos ocultos, encontramos ahora, décadas después, un ejemplo del envejecimiento del sentido de los equilibrios de la Transición y, con ello, de parte de la CE.23

Pero ese pacto nacional que implica la aceptación de la supremacía ideológica y jurídica de la nación española llevaba implícito el aludido «pacto de diferencias», que se evidencia en:

–El preámbulo, cuando la Nación Española proclama su voluntad de «Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones».

–El artículo 2, al reconocer el derecho a la autonomía de regiones y nacionalidades,24 y más si se tiene en cuenta que el «reconocimiento» de un derecho implica una realidad previa, aunque no se sabe sobre qué base –salvo en el de las «nacionalidades históricas» y a la foral Navarra–. Mucho se ha debatido sobre el significado del término nacionalidades en la CE y, creo, nadie ha llegado a desentrañarlo ni los mismos ponentes han sido capaces de explicarlo.25 Quizá la mejor aproximación sintética sea la que ha hecho Solozábal: «una nación sin soberanía, pero ciertamente con trascendencia política».26 Probablemente nos encontramos con una salida de emergencia ante un posible bloqueo: dice menos de lo que parece decir, en su contexto, pero abre la puerta a que se piense que dice más de lo que en realidad se pretendió. Por ello, el concepto, solo o asociado al de «hecho diferencial», ha servido de muy poco para fundamentar una exégesis doctrinal y/o jurisprudencial. Su virtualidad máxima es que, junto con expresiones derivadas o asimilables, ha acabado valiendo para enfatizar los procesos de reforma estatutaria, introduciéndose en las dinámicas de agravio/emulación.27 Sobre todo ello deberé volver después.

–La inclusión en el artículo 3 de la posible cooficialidad de lenguas distintas del castellano.28

Por lo tanto el sistema quedaba abierto, o, mejor dicho, relativamente indeterminado, y más cuando el mecanismo de la generación de «preautonomías» fue vacilante y desigual y, al desarrollarse parcialmente en paralelo al proceso constituyente, marcó una impronta que, sin embargo, con el paso del tiempo, hemos tendido a valorar poco.29 Las excepciones serán Cataluña, País Vasco, Galicia y, en parte, Navarra, en esta ceremonia de reconocimiento de variantes nacionalitarias integrables en el pacto nacional. Aunque Galicia, en muchos aspectos, sería el artista invitado, el amortiguador de la imagen de las dos comunidades conflictivas: Cataluña y País Vasco, y, de hecho, se intentó por el Gobierno de UCD que su nivel competencial fuera más reducido. La anterior afirmación se comprueba por los siguientes aspectos:

–Cataluña estructuró su régimen preautonómico a partir de la recuperación de una institución heredada de la República, en un ejemplo poco común de uso político de la memoria histórica. Con el País Vasco se intentó repetir la maniobra. Diversas circunstancias lo impidieron, pero la misma tentativa nos indica la predisposición del Gobierno para desbloquear la situación usando esa peculiar vía.

–La disposición transitoria 4.ª alude a Navarra –que ya era una realidad foral– y a la posibilidad de «incorporación» al Consejo General Vasco – preautonómico, vigente en ese momento– o a la futura autonomía vasca.

–Las cuatro son las únicas nombradas en el texto constitucional, dando por hecho que serían comunidades autónomas (CC. AA.), aunque, curiosamente, también hay una alusión parecida a Ceuta y Melilla, pero condicional: «podrán constituirse en CC. AA.».

–La disposición transitoria 2.ª alude a los territorios que en el pasado hubieren plebiscitado afirmativamente proyectos de estatuto de autonomía y contaran con regímenes preautonómicos. Esos territorios podían acelerar su proceso estatutario. Obviamente es una referencia a País Vasco, Cataluña y Galicia, a quienes se aseguraba una autonomía de primera y que pasarán a ser conocidas como «nacionalidades históricas».

–La disposición adicional 1.ª, finalmente, «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales», que deberían actualizarse en el marco constitucional y en los estatutos de autonomía.

EL (INEXISTENTE) PACTO AUTONÓMICO Y EL ORIGEN REAL DEL ESTADO AUTONÓMICO

El «pacto nacional» permitía enfrentarse a presiones enormes sobre el nuevo sistema político y desmontar la extrema uniformidad propia del franquismo, pero no fue el pacto autonómico. Es más: en realidad no existió tal pacto: no existe en la CE ningún aspecto que nos permita concluir que hubo una voluntad constituyente destinada a dotar de autogobierno jurídicopolítico, en sentido fuerte, a todas las partes de todo el territorio del Estado, aunque sí parece que se pensó en un modelo con fuerte descentralización para zonas que no fueran autónomas en sentido político estricto. Así lo interpretaría Aranguren30 con su habitual claridad: «El expediente del Estado de las autonomías fue inventado durante la transición […] simplemente para disimular la necesidad política de conceder un Estatuto de autonomía a las dos nacionalidades que lo exigían, por lo cual la extensión a todas las regiones de tal autonomía fue más bien una “carta otorgada” que una auténtica Constitución emanada de la voluntad popular», pero apostilla: «sin embargo, pese a su originaria artificialidad, fue un acierto». Este fue el terreno de juego. Conviene, al analizar la cuestión, recordar:

a)La CE nunca habla de «Estado autonómico» o «de las autonomías». Puede deducirse que el constituyente, que sintió la necesidad de calificar al Estado desde otros puntos de vista, no consideró preciso hacerlo desde este: posiblemente porque pensaba más en un Estado con autonomías que en un Estado de las autonomías. Este extremo fue advertido tempranamente. En la que, probablemente, fue la primera monografía significativa sobre la nueva realidad autonómica, se decía: «La Constitución evita dar una definición explícita de la forma que asume el Estado español: no dice que sea un Estado “regional” o “integral”», a la vez que constataba que los partidos de izquierda de tradición formal federalista renunciaron «desde el comienzo de la discusión constitucional» a «toda proclamación formal de federalismo»; el autor explica todas estas circunstancias por las exigencias del consenso que condujo al pragmatismo, pues, al evitar las definiciones, se podía acordar mejor el diseño territorial.31

b)La CE no definió un mapa autonómico; es más, aunque la cuestión se debatió, se rechazó, contra lo que hacen otras constituciones. Se opusieron de manera directa AP y PCE, pero, al parecer, lo decisivo fueron diversas consideraciones políticas relativas a la legitimación del proceso constituyente en su conjunto y el temor a la emergencia prematura de la disparidad de sentimientos identitarios o de polémicas en los entes preautonómicos. El entonces ministro Clavero ha hablado de mensajes informales enviados desde la Corona en el sentido de que los malestares que aparecían en algunas regiones pudieran influir negativamente en el referéndum constitucional si se cerraba el mapa.32 No sabremos nunca cuál pudo haber sido ese mapa, pero quizá no hubiera sido el finalmente resultante tras la entrada en vigor de la CE. En todo caso la concesión de los regímenes preautonómicos provisionales fue desarrollándose en paralelo al debate constitucional. Solo tres comunidades faltaban por obtener su correspondiente decreto al concluir la legislatura; si bien en algunos casos, como Castilla y León, había significativos problemas de definición territorial.33 También faltaba por decidir el futuro de Madrid. Cabe recordar que entre las propuestas de reforma constitucional de Rodríguez Zapatero, que finalmente no intentó llevar a la práctica, estaba la de incluir el mapa actual.

c)La opción federal, que hubiera sido la lógica si se deseaba llegar a la plena autonomización territorial y que estaba disponible a través del ejemplo de la Ley Fundamental de Bonn –tan imitada en otras cosas–, no fue defendida casi por nadie y nunca fue una opción real, pese a que en diversos documentos de la izquierda y de formaciones nacionalistas periféricas se había aludido, poco tiempo antes, a la preferencia por tal modelo de Estado.

d)Una confusión suplementaria se plantea por el mantenimiento de la autonomía municipal y provincial: al no precisarse su contenido, el artículo 137 parece que la equipara con la de las CC. AA. Las provincias, a través de las diputaciones y organismos insulares, que preexistían, articulaban jurídica y mentalmente todo el mapa del Estado y se mantenían como obligatorias para todas las CC. AA., sustrayendo del ámbito dispositivo de estas su mantenimiento; sin embargo, tras el Informe de la Comisión de Expertos, al que me referiré después, se acordó suprimir las diputaciones en las CC. AA. uniprovinciales.

Puede concluirse, pues, que el mal llamado pacto autonómico fue un pacto sobrevenido, y lo que hoy conocemos como Estado autonómico fue el resultado de varias derivadas de los pactos democrático, social y nacional:

Del pacto democrático

La instauración misma de la democracia obligaba a derrotar las fuentes de legitimación del régimen franquista, y, entre ellas, como indiqué anteriormente, el nacionalismo español uniformizador. De ello fueron conscientes todas las fuerzas de la oposición democrática. No es cierta, por lo tanto, la simplificación que defiende que la izquierda se convirtió a los postulados de los nacionalismos y/o regionalismos periféricos: la izquierda, para desarrollar sus aspiraciones democratizadoras, debió aliarse necesariamente con quienes eran los más firmes críticos de esta fuente de legitimación del franquismo.34 Ello se evidenció y generalizó –una vez que existían los instrumentos– en una lógica de confrontación: o se rompía con ese discurso y las prácticas que legitimaba o se limitaba la democratización, lo que aún se vio agravado por el retraso de las elecciones locales hasta 1979. Esta realidad, por lo demás, se incrustaba en las movilizaciones y, en general, en las demandas principales en algunos lugares estratégicos. Por ejemplo, en Cataluña «el autonomismo y la movilización obrera marchaban por el mismo carril»35 y ello no tanto por la existencia de una creciente hegemonía de sectores nacionalistas, sino por una auténtica convergencia de intereses objetivos apreciada por los dirigentes de los distintos movimientos en la lucha por reconducir el posfranquismo en una línea no continuista.

Por otro lado, una de las vertientes del nacionalismo español, como luego se comentará, ha defendido que tal nacionalismo existió hasta la entrada en vigor de la CE36 y que esta, con los consensos pertinentes, disolvió toda pervivencia franquista, como si la norma pudiera, de un plumazo, alterar la persistencia de muchas de las principales construcciones identitarias. Notoriamente no fue así y en la construcción del Estado autonómico hubo muchas resistencias provenientes de herencias históricas, aunque el entrecruzamiento de ideas y posiciones es muy complejo y está por estudiar la necesidad de mantener el bloque ideológico antifranquista –bloque por aproximación, dadas sus incongruencias y reticencias internas– en el desarrollo de la nueva arquitectura institucional, también en lo autonómico; lo que, a su vez, impregnó ideas y facilitó su circulación entre los diversos territorios, según la pauta de agravio/emulación.

Desde otro punto de vista, la emergencia de CC. AA. con fuertes dosis de autogobierno fue también necesaria para consolidar el nuevo sistema atendiendo a demandas particulares de tipo político/identitario que a veces tenían raíces lingüísticas, históricas o geográficas y otras se debieron esencialmente a la presión de determinadas élites provinciales –no siempre, ni mucho menos, de izquierdas–, que buscaban satisfacer sus necesidades de incremento de estatus en el nuevo sistema, una vez perdidos los mecanismos típicos del franquismo para el ascenso social. Esas élites podían ser rémoras importantes en la consolidación democrática si no se las integraba por esta vía. Algunos datos: 89 de las 151 (el 59%) organizaciones políticas registradas entre el 1 de octubre de 1976 y el 14 de junio de 1977 en el Ministerio de Gobernación eran regionales; igualmente constituyeron diversas federaciones autodenominadas centristas de carácter regional; para completar el cuadro, 5 de los 12 partidos fundacionales de UCD eran regionales y alcanzaron el 18% de los escaños del Congreso en 1977.37 Valga una anécdota que refleja este clima con un tinte grotesco: Ló-pez Rodó, potentísimo ministro franquista, reaccionario y centralista, creará en marzo de 1976, invocando tradiciones del catalanismo conservador, un Grupo Regionalista en las Cortes franquistas; unos meses después lo inscribirá como partido con la denominación de «Acción Regional», que se integrará en AP; cuando surjan conflictos en la confección de la lista de Barcelona de Coalición Democrática, a la que se había incorporado AP, para las elecciones de 1979, e iba a ser desplazado, López Rodó abandonó la formación con una carta muy dolida en la que argumentaba que no podía continuar militando en un partido en el que imperaba el centralismo y en el que se marginaba a los legítimos representantes regionales.38

La conclusión parece evidente: la generalización del Estado autonómico no fue un añadido al Estado democrático, sino una condición intrínseca de su construcción y consolidación.

Del pacto social

Aunque la CE se ocupe de las condiciones y perfiles para la edificación de un nuevo Estado social, no precisa demasiado la implicación de este en los aparatos generales del Estado. Finalmente, quienes acabaron ocupándose con mayor intensidad de ello fueron las CC. AA., en un proceso complejo pero que, a la postre, unificaría las CC. AA. del pacto nacional con las del inesperado pacto autonómico. Una España en la que una buena parte del territorio no se hubiera «autonomizado» hubiera sido una España más desigualitaria, menos democrática en el desarrollo del Estado social, al haber mantenido alejados a los ciudadanos de la gestión de sus principales expresiones e instrumentos si estos hubieran dependido del Estado central. En este sentido, es interesante destacar la creciente conciencia de la importancia de las CC. AA. en el escenario del Estado social que supuso, en algunas de las últimas reformas estatutarias, la incorporación a los estatutos de derechos de tipo prestacional,39 aunque quizá fuera más apropiado denominarlos compromisos institucionales, y que vino a romper la estrecha lectura del artículo 139.1 CE, que indica que los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en todo el territorio del Estado, mientras que con la nueva realidad se acepta que las normas institucionales básicas de las CC. AA. que lo deseen puedan modular enunciados de principios rectores o asimilados, sin que ello menoscabe la igualdad básica.

Desde una perspectiva distinta, De Cabo ha defendido que hay que prestar más atención al principio de solidaridad interautonómica en el esquema general del Estado social, ya que se trata de «un principio dinámico y progresivo» a través del que se realizan las tareas prestacionales propias de este tipo de Estado. El mismo autor destaca que este enfoque está ausente en la doctrina y en la jurisprudencia, en las que predominan los análisis formales sobre los materiales.40 Comparto la opinión y debería servir de punto de partida para mejores análisis y alternativas en épocas de crisis, al ubicar la cuestión en un terreno más sólido e intelectualmente significativo que los habituales discursos que banalizan la solidaridad al ligarla al mero agravio comparativo, que, a veces, ni siquiera está bien fundamentado.

En todo caso, las dinámicas propias del Estado autonómico explican buena parte de las claves de la modernización del Estado. Ahora bien, eso no se hizo sin contradicciones, que, en buena medida, se derivan de la forma española de crisis del Estado social; así, por ejemplo, la ausencia de una política fiscal suficientemente progresiva y de medidas decisivas de igualación de rentas serán un límite poderoso a las actuaciones prestacionales del Estado autonómico. Hay que decir en su descargo que la capacidad decisoria básica –incluyendo la que afecta a la financiación–corresponde esencialmente al Estado central. En cualquier caso, se ha señalado el papel suplementario de legitimación de las CC. AA. y de vinculación emocional con estas de la ciudadanía, que ha tenido su capacidad prestacional, aunque no siempre esta cuestión se ha mostrado de manera armónica sino, muchas veces, en forma de «tensión», en el marco del intento de compatibilización de lealtades que ha venido caracterizando la evolución del Estado autonómico.41 Y esas lealtades se relacionarán, necesariamente, con los aparatos del Estado a los que se formulan las demandas y la percepción colectiva sobre cuáles de ellos están en disposición para satisfacerlas.

Del pacto nacional

La generalización autonómica se convirtió en el principal límite a las mentalidades y demandas de los nacionalismos periféricos, aportando, de manera también imprevista, estabilidad al conjunto del sistema, al menos durante un largo lapso. Aunque siga en discusión el alcance y el momento de la opción del café para todos, no cabe duda de que la CE, al establecer un doble nivel entre lo cierto y lo posible, establecía también el marco para que ese café para todos fuera real y que, en todo caso, se acelerara tras el 23-F, generando nuevas situaciones conflictivas. Como ha descrito Juliana: «El “café para todos”no se serviría de golpe, pero los camareros irían pasando cada cierto tiempo a fin de que todos los clientes que lo deseasen pudiesen llenar la taza. La Constitución no era del todo uniformista, pero salió de fábrica con el software necesario para serlo a medio plazo».42 Y, pese a las amplias «concesiones» hechas a las demandas identitarias periféricas, al giro de la izquierda e, incluso, a la mala conciencia de la derecha, la mayoría de los aparatos con capacidad de reproducir el poder ideológico daban por sentado que perviviría, como vertebrador explícito de la convivencia, una «cultura estatal-nacional».43 Llegado el caso, ese convencimiento serviría de aglutinador frente a potenciales incertidumbres.

La CE incluyó numerosas cautelas al funcionamiento autonómico: sus redactores cobijaban una desconfianza ante el nuevo fenómeno que, quizá, podría explicarse respecto a CC. AA. políticamente muy desarrolladas, pero que se aplicó a todas. Igualmente, contra lo que se ha dicho, la CE no prohíbe ningún tipo de «bilateralidad» en las relaciones entre CC. AA. y Estado central; podemos presumir que ello se hubiera normalizado en el Estado con autonomías, pero se hizo prácticamente imposible con 17 CC. AA. Y el Estado se encontró sin mecanismos para imprimir una fuerza centrípeta a las fuerzas centrífugas de un sistema que, contra pronóstico, se hizo muy complejo en un tiempo breve.

EL ESTADO AUTONÓMICO REALMENTE EXISTENTE

El resultado de todo lo apuntado para algunos autores fue una «desconstitucionalización» del Estado autonómico:44 la Constitución lo posibilitó, pero, por así decir, lo abandonó en seguida a su suerte. De manera harto expresiva, el ponente constitucional Cisneros,45 por lo común muy complaciente con la Carta Magna, afirmaría en su XX Aniversario, al referirse al título VIII, que «es como es y tiene la prosa y la sintaxis atormentadas que tiene, cuajado de los “sin perjuicio”, compromisos apócrifos, equilibrios inverosímiles y una profusión casi lujuriosa de anacolutos. Lo que no es tan fácil es deducir de él un modelo redondo y cerrado de Estado». Y otro ponente, alguien tan poco sospechoso como Fraga,46 apostilla:

Más allá de lo que expresa el título VIII, no fue posible coincidir, porque no se puede llegar a un punto de encuentro entre varios caminantes, cuando uno de ellos pospone sistemáticamente hasta otro punto ulterior del horizonte la meta que desea alcanzar. La Constitución, por tanto, no contiene propiamente una distribución del poder autonómico territorial de España. Sólo ofrece una serie de reglas sobre cómo se puede ir negociando la distribución de competencias al alza o a la baja. De hecho, «el desarrollo del proceso autonómico ha desenvuelto insospechadamente el principio de subsidiariedad, con altísimos niveles de autogobierno». Pero de acuerdo con el principio de subsidiaridad, la negociación territorial sigue estando abierta y depende a su vez de la relación de fuerza que existe entre la que tiene el gobierno central y la que tiene cada uno de los gobiernos periféricos.

Aunque la tesis de la desconstitucionalización sea controvertida,47 lo cierto es que el modelo final resultante del Estado autonómico –que, además, acabó por absorber a las CC. AA. del «pacto nacional»– tiene como característica esencial su carácter abierto. Y es curioso que aquellos que con más fuerza han negado el tránsito a un Estado federal sean los que se quejan de esa dinámica consustancial al proceso que se puso en marcha con la CE y que no ha podido evitar poner de relieve diferencias sustanciales en la base histórica y en las voluntades políticas operantes.48

Esa apertura que se pone de manifiesto en:

–El principio dispositivo o de voluntariedad en la reclamación estatutaria y en la redacción del estatuto, norma a la que el TC ha reconocido un carácter cuasiconstitucional, con sus contenidos competenciales e institucionales. Muñoz Machado49 ha ligado esta misma cuestión a la generación del Estado autonómico: «La pregunta acerca de quién ha decidido el mapa autonómico existente y el régimen jurídico y organización de las Comunidades Autónomas tiene una respuesta peregrina: fue un hijo menor y heredero del derecho de autodeterminación que, en el ámbito constitucional de 1978, bautizamos con el nombre de “principio dispositivo”. El principio dispositivo, en efecto, es la respuesta, manejado a su arbitrio por los políticos nacionalistas o los miembros territoriales (barones y su entorno) de los partidos estatales». Creo que esta opinión merece de bastantes matices –por ejemplo acerca de otros factores en el proceso constituyente y en la Transición– pero, en general, es certera.

–Los resultados desiguales del Informe de la Comisión de Expertos y de la Comisión Ejecutiva de UCD, que trataron de «racionalizar» el proceso autonómico en 1979,50 lo que implicaba, a la vez, extender el número de CC. AA. y limitar sus niveles de autogobierno.

–La acumulación de reformas estatutarias.

–El incierto sistema de financiación, sometido a continuas alteraciones que han tenido la singular virtud de llegar siempre tarde y dejar insatisfechos a la mayoría.

–Una tensión permanente y vacilante entre los deseos de homogeneización y los de diferenciación.51

Que tal nivel de apertura y ambigüedad fuera posible se debe a que las CC. AA. se convirtieron en un factor paradójico de estabilidad tras el 23-F. Aunque no sin conflictos: los derivados de la reconducción de los procesos autonómicos iniciados, lo que afectó especialmente a Galicia, Andalucía, Navarra, Canarias y Comunidad Valenciana, a través de soluciones diversas,52 a veces algo forzadas desde el punto de vista jurídico. Sin duda la victoria de los partidarios de ir por la vía del artículo 151 para alcanzar las mayores competencias en el referéndum andaluz, obtenida contra el gobierno de UCD, marcó una divisoria en todo el proceso: por un lado clausuraba la vía del 151 para otros lugares pero, por otro, rompía con los límites de la máxima autonomía exclusivamente para las tres «nacionalidades»; en el futuro, todos los territorios encontraron fórmulas para incorporarse a esa dinámica, con leyes orgánicas de transferencias y/o a través de sucesivas reformas estatutarias.

La vía para desarrollar la trama, cada vez más densa, de instituciones y competencias, fueron los sucesivos pactos entre los principales partidos, destacando los muy importantes de 1992. Sin embargo, el esquema se encontró pronto con obstáculos al no disponer de un instrumento legal único que atemperara lo que era apreciado como desorden por las principales fuerzas del Estado y parte de la opinión pública. Esto fue lo que sucedió con la declaración parcial de inconstitucionalidad de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA)53 –declaración que, por cierto, benefició sobre todo a las CC. AA. «inesperadas», tras ser algunos nacionalistas periféricos los que se opusieron–.54 Sea como sea, esos acuerdos entre partidos para el desarrollo autonómico se presentaban y eran socialmente contemplados como una deseable extensión del consenso constitucional, es decir, se inscribían en el relato principal de la fundación de la nueva democracia y llegaron a conformar lo que algún autor55 ha denominado «la tercera España territorial». A ello contribuyó una actuación del TC inicialmente clarificadora, en especial al desarrollar el concepto de «Bloque de Constitucionalidad», que permitía integrar en los análisis el texto constitucional con los de los respectivos estatutos y otras normas del Estado que atribuyen y delimitan competencias.56

Sin embargo, se fueron fraguando otras realidades que incrementan la complejidad y alumbraron nuevas contradicciones. La facilidad del desarrollo del Estado autonómico fue, en parte, ficticia. Como recuerda Aja,57 si la formación de este «se inició con prontitud porque en apenas cuatro años se adoptaron todos los EE. AA. y se organizaron las instituciones de las 17 CC. AA.», después se avanzó mucho más despacio porque la reforma de las grandes leyes del Estado, precisas para el funcionamiento del sistema, consumió todos los años ochenta; igualmente, los grandes traspasos, que se iniciaron para Cataluña y País Vasco en 1980, precisaron dos décadas para completarse y solo culminaron en 1999 para la educación no universitaria y en 2001 para la sanidad. Por otra parte, hubo un elevado nivel de conflictividad que propició el intervencionismo del TC, que contribuyó a configurar muchos aspectos del sistema por vía jurisprudencial. Cascajo ha aludido a este periodo –1983-1989– como época de «rodaje»: solo en 1986 hubo 96 conflictos de competencias.58

LA CUESTIÓN DE LAS IDENTIDADES EN EL ESTADO AUTONÓMICO Y LOS DÉFICITS DEL SISTEMA

El éxito de las CC. AA. hizo inviable que pudieran reeditarse indefinidamente los pactos entre partidos. Los nuevos actores, potentes e indispensables, serían las propias CC. AA., cuyos líderes reciben su fuerza del mismo electorado, pudiendo, hasta cierto punto, imponerse a sus dirigentes partidarios estatales, lo que se pondría de manifiesto en sucesivas reformas desde, aproximadamente, 1996 y, sobre todo, en la década de 2000-2010, con nuevos estatutos, que han sido considerados,59 aunque de manera discutible, como una auténtica mutación constitucional y, en todo caso, como mecanismos de equiparación CC. AA./Estado en lo normativo, institucional, competencial y en lo relativo a derechos.60 El triunfo se derivaba de la capacidad para satisfacer o redirigir las demandas mayoritarias de las poblaciones de sus territorios, con lo que, en el marco interno partidario y en el de la negociación política con el Estado, el mecanismo de retroalimentación discriminación/emulación adquiría renovado valor.

Pero ese mecanismo tenía un límite intrínseco que no siempre eran capaces de apreciar los partidos: el de la construcción conflictiva de la identidad. En efecto: se puede negociar una competencia, por importante que sea, pero no se pueden negociar experiencias o sentimientos o razonamientos derivados de la historia o de la autopercepción de una comunidad en el marco estatal. Una muestra de ello son ciertas y equívocas declaraciones incluidas en textos autonómicos glosando la historicidad «nacionalitaria» de algunas CC. AA., ejemplos a los que recientemente se ha referido Muñoz Molina con acidez, aunque no siempre de manera justa.61 La paradoja estaba servida: la reivindicación de la igualdad devino en una nueva forma de uniformidad.62 Podríamos decir que la vocación de algunas CC. AA. y de sus dirigentes ha sido la de ser uniformemente diferentes.

En la base del problema está la negativa constitucional a la declaración de la plurinacionalidad del Estado y que ha dado lugar a numerosas controversias. Así, se ha defendido que una sencilla articulación entre las «nacionalidades» aludidas en el artículo 2, en relación directa con lo dispuesto en la disposición transitoria 2.ª, podría haber servido para la aceptación, en la práctica, de la plurinacionalidad del Estado, de la que podrían haberse deducido efectos jurídicos. Por supuesto esa posibilidad desapareció conforme otras CC. AA. fueron autodefiniéndose como «nacionalidades» en sus respectivos estatutos.63 Al fin y al cabo, como ha recordado Corcuera,

la mención realizada por el art. 2 CE a la existencia de nacionalidades y regiones […] no implica una definición constitucional de diferencias entre unas y otras, ni tiene consecuencias a la hora de definir el tipo de autonomías que unas y otras pueden disfrutar. Han sido, de hecho, los Estatutos de Autonomía quienes han definido a las respectivas comunidades con uno u otro término, pero la designación no ha servido para establecer diferencias competenciales entre las Comunidades que se definen como nacionalidades y las demás. Nada impide que, en el futuro, pueda establecerse una situación asimétrica entre ellas en base a la condición de nacionalidad propia de algunas, pero no parece fácil que puedan establecerse diferencias competenciales entre todas las Comunidades que afirman en sus Estatutos la condición de nacionalidad y las restantes.64

La conclusión es que los acuerdos, que solo podían abordar ya las CC. AA., se hacían extraordinariamente difíciles por incluir permanentemente cuestiones de principio. Por eso Romero65 ha escrito que buena parte de los conflictos en torno al Estado autonómico no responden tanto a reparto de poderes como a cuestiones de identidad ante un insuficiente reconocimiento de las diferencias de las «naciones internas».

Por otra parte, el desarrollo del Estado autonómico fue poniendo de relieve insuficiencias del conjunto del sistema constitucional en la materia. La ausencia de mecanismos de integración vertical se ha convertido en un grave problema: el Senado nunca fue la Cámara de «representación territorial» que enunció el artículo 69 de la CE y pasó de ser un señuelo para el voto de antiguos procuradores franquistas a los que, al parecer, conquistó Suárez con promesas, a convertirse en el geriátrico político de los principales partidos, al que se envía a dirigentes amortizados o a cuadros internos a los que hay que garantizar un sueldo. No cumple, pues, su función constitucional pero ha mutado para cumplir otras funciones útiles a los poderes partidarios.66 Por eso nunca se ha reformado, pese a la unanimidad teórica sobre tal necesidad que incluso anunció Aznar en su discurso de investidura en 1996. De igual manera nunca ha habido voluntad de acometer reformas constitucionales ni legales que institucionalizaran una Conferencia de Presidentes67 ni siquiera, salvo alguna excepción, de consejeros de una materia. También las tendencias centrífugas se imponen a las centrípetas por la dificultad de conformar mecanismos flexibles de cooperación entre las mismas CC. AA., algo sobre lo que la CE estableció muchas cautelas, algo incomprensible visto desde hoy.

Igualmente, el desarrollo de la capacidad normativa de la UE y determinadas líneas jurisprudenciales establecidas por el TC han provocado un vaciamiento competencial, bien porque las competencias reales pasaban a los órganos comunitarios que solo se entienden con los actores estatales, bien porque las Cortes Generales usan y abusan de la fórmula de la «legislación básica», con su fuerza jurídica expansiva, para reducir la capacidad real de las CC. AA. para legislar sobre materias en las que formalmente tienen competencias. Como era previsible, ello no solo ha generado malestar, sino que ha provocado confusiones y litigios abundantes que han enrarecido el ambiente de diálogo e incrementado el de desconfianza. Con todo, también sería absurdo olvidar que la UE permitió el acceso a cantidades ingentes de fondos gestionados por las CC. AA., que permitieron, en muchos casos, que políticas inimaginables en 1980 fueran una realidad apenas unos lustros después, lo que, en definitiva, sirvió de manera principal para consolidar el Estado autonómico.

Todo ello puede resumirse diciendo que la ambigüedad constitucional y ciertas formas concretas de acción política permitirán lecturas recentralizadoras, especialmente peligrosas cuando el pacto autonómico que, como vimos, es una suerte de puzle hecho con piezas de variada procedencia, haya engullido, en las percepciones mayoritarias y en los discursos dominantes, al pacto nacional. El resultado: una España «inacabada», en feliz expresión de Romero.68 En ella, la contradicción más evidente es la que produce la confrontación entre la apertura y flexibilidad consustancial del sistema y la rigidez que se quiere imponer con la negación de la bilateralidad o, en definitiva, la incapacidad del Estado para alcanzar grandes acuerdos con las CC. AA. cuando estas desplazan a los partidos como interlocutores privilegiados.

CRISIS SOCIOECONÓMICA Y CRISIS DEL ESTADO AUTONÓMICO: LA TENTACIÓN RECENTRALIZADORA

He tratado de dibujar, muy sintéticamente, el horizonte que enmarca al Estado autonómico cuando llega la crisis y golpea con virulencia los aparatos del Estado, comenzando por una impugnación activa de los mecanismos sobre los que se construyeron las certidumbres autosatisfechas de la democracia española. El golpe, como no podía ser de otra manera, ha llegado a un Estado autonómico aquejado de fatiga de materiales y minado por múltiples contradicciones más o menos visibles a las que hay que añadir el enfermizo narcisismo de algunos de sus dirigentes, que ha incidido en fenómenos de corrupción y decadencia de una ética pública mínimamente reconocible. No creo que sin CC. AA. se evitara la corrupción: se hubiera desplazado a otros niveles y, en cierto sentido, podría haber alcanzado perfiles más peligrosos. Pero lo cierto es que han sido las élites locales/autonómicas las protagonistas de algunos de los mayores escándalos que, llegada la hora de la crisis, han servido para desacreditar el modelo autonómico. Sobre ello inciden ciertas patologías de los sistemas políticos desarrollados en la mayoría de las CC. AA., como la facilidad para mantener electorados cautivos, la manipulación informativa y las dificultades para asegurar la alternancia de manera no dramática. No me detendré en estas cuestiones, sobre las que, me parece, carecemos de reflexiones generales auténticamente solventes.

Me interesa más resaltar cómo España se ha ido convirtiendo en un país de tertulianos y hasta de profesores dedicados a resaltar las maldades del Estado autonómico: esa rotundidad en las críticas es, en buena medida, una forma particular de nacionalismo español. Que nadie se apresure a reprochar esta idea descalificándola como prejuicio. Me refiero explícitamente a las críticas cerradas que parten de imputar a las CC. AA., casi en su totalidad, el vicio de nacionalismo, dejando de lado otras muchas variables dignas de ser tenidas en cuenta. Formulada así la crítica, la única conclusión es que se impone una devolución de competencias básicas al Estado central, una españolización de todo espacio público y una normalización nacionalitaria supuestamente trastocada por aciagos años de fervor autonomista.

Los impugnadores del estado de cosas existente llegan a criticar sus orígenes –esto es, el proceso constituyente de 1978– y los argumentos en que se sustentó en sentido fuerte, es decir, el pluralismo de la base del Estado. Valga un ejemplo:

parece bien evidente que la invocación a las naciones –y, de forma reduplicativa, a la […] idea de «nación de naciones»– se hace en un momento en que la Historia las ha acogido en su seno para guardarlas, ya inmóviles, en las salas de su museo como lo que ya son: testimonios de un pasado definitivamente muerto. Insistimos en esta afirmación polémica: nosotros no constituimos una «nación de naciones» pero es que, si así fuera, sería prudente no airearlo, sería mejor «disimular», porque tales laberintos políticos no han dado precisamente frutos apetecibles.69

Responder con un eppur si muove podría bastar, si no fuera porque estas opiniones sirven para alimentar tanto al único nacionalismo presumiblemente responsable, el español, incitándolo a incidir en la baja calidad del sistema democrático, como a alentar las tendencias centrífugas que aceptarán de buen grado el argumento: si no se es parte copropietaria de, al menos, una nación de naciones, mejor conformar una nación propia; si la alternativa es asimilación o independencia, algunos elegirán independencia.70

La posición comentada, cada vez expresada con más desparpajo, entronca con antiguas visiones del nacionalismo de Estado y del Estadonación, a menudo dado por muerto pero tan proclive a las más reiteradas resurrecciones. Como se ha recordado,71 a la unidad nacional de España le sigue la negación ontológica de un nacionalismo español, «toda vez que el nacionalismo es por definición un hecho negativo y uno no suele tener una imagen de sí mismo. Los nacionalistas son siempre, en otras palabras, los otros, y su condición aparece contrapuesta a la de quienes dicen o creen defender valores saludables». Por eso hemos visto, tantas veces, autocalificarse a los que se oponen a la plurinacionalidad del Estado como «demócratas» y «constitucionalistas», y si a veces esto ha sido cierto –pienso en algunas posiciones firmes frente a ETA–, en otros casos era un abuso semántico manifiesto y una paradójica muestra de nacionalismo excluyente.

Béjar a puesto de relieve esta cuestión al distinguir: «En primer lugar, el discurso del nacionalismo español, que llamé españolismo tradicional, que tiene a “España” como referente principal explícito y sostiene un nacionalismo de raíces conservadoras y un concepto cultural de nación. Dicho discurso acepta el término patriotismo y un sentido de pertenencia prioritariamente español, así como la crítica al Estado de las autonomías, sobre todo a su profundización. En segundo lugar, el discurso que llamo neoespañolismo, que entiende a España más como un Estado que como una nación y se engarza con un nacionalismo español de raigambre liberal» y que acepta el estado autonómico.72 En cualquier caso, la suma de ambos modelos cubre un amplio espectro de la ciudadanía y de la opinión pública articulada; posiblemente la crisis y las demandas independentistas catalanas estén alterando la composición interna de esta tendencia, ampliando la base integrista y consiguiendo lo que no obtuvo el terrorismo nacionalista etarra, al que siempre se respondió, desde muchos frentes, que en ausencia de violencia todo era posible, argumento que definía las corrientes más abiertas del españolismo.

En todo caso esas alteraciones semánticas no pueden considerarse mero fruto aleatorio de coyunturas políticas cambiantes, sino necesarias para el rescate de un nacionalismo español creíble por parte de las derechas políticas, intelectuales y mediáticas:73 es una reconducción hecha de fragmentos, no pocas veces contradictorios, que transita desde la superación de la vergüenza por la herencia franquista –y que explica la ausencia de mensajes renovados en los primeros años de democracia, por temor a ser confundidos con la ultraderecha– hasta los intentos de inserción de los mensajes conservadores en una nación dada por descontada, auténtica en la trivialidad de sus expresiones cotidianas; pasando, queda dicho, por los intentos de apropiación en exclusiva del patriotismo constitucional.

En todos los casos se aprecia como mecanismo principal, tácito, la existencia de los nacionalismos periféricos pero la negación de un nacionalismo español, central. Y en no pocas ocasiones en estas posiciones se constata una relativa concomitancia con la negativa de la derecha española a asumir políticas públicas de la memoria que situaran en una mejor perspectiva los procesos de nacionalismo franquista y el papel del antifranquismo, también en estos asuntos. Igualmente es digno de resaltar el papel de los discursos sobre las víctimas de ETA, que ha desbordado a los propios aparatos políticos de la derecha y que incluye, seguramente a pesar de muchas de esas víctimas supervivientes, trazas de pensamiento que van más allá de las reivindicaciones concretas para ponerse al servicio de un pensamiento que tiende a imaginar las cuestiones nacionales abiertas en blanco y negro, con buenos y malos, sin matices. En todo ese proceso, los episodios de hegemonía conservadora han tenido también como resultado la asunción de estos discursos por parte de la izquierda, y la asunción por muchos progresistas de un ambiguo jacobinismo, que no deja de denotar, en ocasiones, una profunda ignorancia de la historia, así como una falta de comprensión de movimientos estratégicos de la Transición,74 que, sin embargo, se sigue reivindicando acríticamente en otros aspectos.

También en esto la crisis socioeconómica explica muchas cosas: la centralización de las mentalidades y su correlato jurídico-político es una reacción ante las incertidumbres capilarmente difundidas.75 Igualmente contribuye a explicar el énfasis independentista76 en Cataluña. Obsérvese que aludo a incertidumbre y no a rechazo, como el que generaba, con toda razón, el terrorismo de raíz nacionalista de ETA. Porque ahora las fuentes de la incertidumbre son otras, externas en gran medida a la propia dialéctica nacionalitaria, aunque con repercusiones innegables en ella: al fin y al cabo, en mitad de todas las tempestades, para los nacionalistas de cualquier estirpe, lo único fijo, lo único a lo que amarrarse, porque es lo único que sobrevivirá, es la nación,77 su nación.

En esa búsqueda de certidumbre el nacionalismo dominante, esto es, el que mejor puede banalizarse hasta la invisibilidad, es el español, pues es el que mejor dispone de fórmulas supuestamente sencillas para poner orden donde hay desorden, para traer claridad donde todo parece confuso. Y es que, como apunta Juliana: «La sociedad de bajo coste (y de bajos salarios) desdibuja los viejos sentimientos de pertenencia, sin eliminarlos, sin liquidarlos, ni anularlos. Les resta agudeza política. Los exagera en forma de melodrama. Los convierte en un relato más de los muchos que cohabitan en el nuevo entramado social. Los caricaturiza, incluso».78 Es decir: los pone en disposición de ser más triviales. Y en esa deriva el nacionalismo español está especialmente preparado. Sin embargo la aparente simplificación del problema, en realidad, inaugura un nuevo nivel de complejidad, de resultados y horizontes muy inciertos. Ese componente ideológico será esencial para aventurar el futuro del Estado autonómico.79

Y es que la crisis agota el big bang que supuso la Transición e interpela al conjunto del sistema,80 en especial porque pone en almoneda el pacto social, que, como planteé, tiene un reflejo directo en el espejo de las CC. AA. Ello es también una medida de su éxito: los ciudadanos, cuando más lo necesitan, se dirigen al prestatario habitual, a las instituciones responsables de la salud, la educación o los servicios sociales… para encontrar ahora sus arcas vacías, sus estructuras arruinadas y su imaginación política convertida en escombros, profundamente heridos por unos recortes impuestos por un Estado central contaminado de neoliberalismo y apremiado por el mismo virus instalado en las corrientes de aire de la UE. La preguntas son obvias: ¿cuánto tiempo podrán mantenerse las superestructuras estatutarias si la realidad las vacía de contenido?, ¿podrán resistir al papel de pararrayos que el Estado central les ha impuesto?, ¿cómo afectará esto al precario sistema de lealtades identitarias compartidas que había funcionado relativamente bien en muchos lugares?, ¿cómo será metabolizado por las ideologías conservadores o progresistas en presencia?

LAS POSIBILIDADES DEL CAMBIO

La reforma de la Constitución se presenta como la última esperanza de poder reordenar democráticamente este embrollo. Sobre todo si partimos de una consideración fuerte del constitucionalismo, y no de la mera debilidad del oportunismo constitucional. Ruipérez81 ha recordado, siguiendo en parte a Pedro de Vega, que se está operando un fenómeno más que preocupante: los gobernantes apelan al Derecho Constitucional como «criterio legitimador» de la vida pública, pero es una Constitución alejada de los presupuestos históricos y de las bases sociales en las que debería encontrar su fundamento; ello se debe al debilitamiento del principio democrático, que permite eludir el buscar en la democracia el fundamento de las constituciones, para ir a buscarlo en sí mismas y en su condición de grandes programas políticos. De esta manera se sustituye la ideología del constitucionalismo por la ideología de la Constitución: en vez de defender los principios que inspiraron una época histórica marcada por valores de igualdad, libertad y racionalidad, se cambian por la defensa numantina de un texto. Este neodoctrinarismo constitucional se estaría verificando con preocupante exactitud en España y, en concreto, en la materia que nos ocupa.

Pero esto también requiere matices. Creo que solo será factible una reforma que sea el fruto del consenso más amplio posible. Y no por repetir una mitificación del consenso constituyente de la Transición sino porque solo así se conseguirá que la CE sea un factor de cohesión social –su principal función cultural–y arraigue popularmente –sea cual sea la definición de pueblo/s que elijamos–. Por lo tanto descreo de abrir un proceso constituyente formal y total, o sea, de hacer una nueva Constitución, porque me parece que tal reivindicación pertenece más al ámbito de lo ideológico que de lo político. La conclusión es que prefiero acuerdos sobre puntos –paquetes temáticos– concretos que usar el cambio de la CE como un señuelo imposible de agitación que acabe por provocar mayor desesperanza.

En ese esquema la única respuesta técnica que se me ocurre es avanzar a un sistema federal que aporte transparencia, equilibrio, suficiencia financiera y participación de los Estados federados en la conformación de la voluntad del Estado federal. Sistema federal que incluya elementos confederales acotados desde el mismo texto constitucional y que exprese la plurinacionalidad intrínseca de España.82 El pacto constituyente, desde este punto de vista, tendría dos momentos: uno del demos, del pueblo español en su conjunto, y otro del demoi, de los pueblos preconstituidos nacionalmente. Para avanzar en esta línea, por cierto, habría que desterrar, de una vez por todas, el mito, tan infundado, que defiende que España es como si fuera ya un Estado federal, cuando las diferencias, en el orden competencial y en la contribución de las partes a la conformación del Estado general compuesto, son más que notables.83

En definitiva, se trataría de recomponer el juego de pactos de la Transición aunque desde distintas posiciones:

–Un pacto democrático que profundizara la democracia también en los ámbitos autonómicos –y locales–, con mayores dosis de deliberación, respeto institucional a derechos, transparencia y cautela contra la corrupción y fórmulas de democracia directa y semidirecta.

–Un pacto social con nueva fiscalidad, sistemas impositivos más progresivos y mecanismos de refuerzo de servicios públicos básicos a cargo de las CC. AA.

–Un pacto nacional y autonómico plural en el sentido apuntado.

Si se me pregunta si soy optimista no podré decir que sí. Muñoz Machado84 ha indicado que hubiera sido sencillo reconocer en la Constitución «hechos diferenciales» de los que se hubieran derivado consecuencias jurídicas, pero la negativa a hacerlo trajo como consecuencia que «durante más de treinta años todas las Comunidades Autónomas han tenido los mismos poderes, sin perjuicio de la posibilidad de ejercerlos de modo diferente de acuerdo con las propias opciones políticas, las tradiciones o la cultura de cada territorio», y concluye: «romper ahora esta igualdad es una opción posible, pero muy difícilmente realizable». En efecto, la dificultad es mucha,85 el enconamiento de algunas posturas y las desconfianzas mutuas, manifiestos. Y emerge otro factor clave: los sectores socioeconómicos hegemónicos están dispuestos a alcanzar los últimos objetivos en el desprestigio y desguace del Estado del bienestar: en las disputas cruzadas entre identidades esta cuestión, que se suele obviar, es la principal. Ya se encargan de ello los poderosos, los que no necesitan las pequeñas identidades para dotar de sentido a sus vivencias pues se pueden permitir ser cosmopolitas del euro. Es la visión que tantos imitadores encuentra en las declinantes clases medias, a la vez debilitadas en lo económico y a la busca de ascenso de estatus en lo simbólico; y en esa tesitura que desprecian las identidades colectivas sólidas, para cambiarlas por un relativismo líquido que, paradójicamente, se siente infinitamente más cómodo con las renacidas virtudes del Estadonación, en el que se pueden conjugar esas veleidades con la seguridad de las fronteras impenetrables. Esto es clave en la difusión de la ideología neouniformista.

No es rechazable el augurio de Álvarez Junco86 al prever «el mantenimiento de la confusa situación actual durante algún tiempo, con una evolución progresiva hacia una nación progresivamente plural, multiétnica, con diversos niveles de poder y soberanía difusa, cada vez más integrada en una Europa política, quizá con especiales lazos con Iberoamérica», en definitiva: «se inventaría una fórmula nueva, experimental, distinta a los modelos consagrados». En otro lugar –y en otro momento– defendí87 la idea de una España plural, interesante aportación semántica originada en las necesidades tácticas del PSOE, que nunca pasó de las musas al teatro. Y mantuve que la eficiencia de esa pluralidad pasaba por que aprendiera a desprenderse de un doble rasero de medir la realidad, según el que hay:

fuentes de normalidad –la prensa nacional, la fiesta nacional, las selecciones deportivas nacionales, los partidos nacionales, etc., entendiendo en todo caso lo nacional como español–; y

fuentes de perplejidad –todo lo periférico que entra en contradicción con lo nacionalespañol o que se exaspera contra la folclorización de sus expresiones políticas o/y culturales.

Desde ese punto de vista planteaba tres hipótesis:

1.Modelo de nacionalismo dominante: España más autonomías, con una tendencia a lo jerárquico uniformista en un marco imaginado como único.

2.Modelo de nacionalismos coexistentes, cercano a la conllevancia orteguiana: una España plural débil, condenada al conflicto y a la negociación intensa permanente que obliga, de facto, a la mayoría de la población a ir definiéndose en torno a parámetros nacionalistas.

3.Modelo postnacionalista: una España con voluntad de integración, en el sentido de aspirar a ser el fruto de repensarse globalmente y de reconstruirse institucionalmente, en busca de una visión fuerte de la España plural, con una tendencia a lo reticular en los imaginarios colectivos.88

Me parece que, como estructura de análisis, esta sinopsis sigue siendo válida. Pero hay una variante demasiado potente como para no ser apreciada y que atraviesa, en sentido estricto, toda idea reformista: la propia crisis, destructora de mundos de certezas, aunque fueran certidumbres radicadas en los terrenos sísmicos de la política. La crisis golpea el mundo constitucional conocido y favorece la centralización, pero pocos estarán en condiciones de establecer vínculos entre ambos hechos. Sin embargo, en el horizonte también hay signos de esperanza, siquiera sean débiles y contradictorios: los movimientos de resistencia, las lecciones aprendidas –si no se olvidan–, las aportaciones técnicas serias y formuladas honestamente, aunque sea desde la urgencia, pueden abrir expectativas. Pretender que el Derecho, per se, dé las respuestas significativas será inútil: es en el terreno de la política pura donde se va a jugar la partida. Donde ya se está jugando.

1C. Fuertes Muñoz: «La nación vivida. Balance y propuestas para una historia social de la identidad nacional española bajo el franquismo», en I. Saz, F. Archilés (eds.): La nación de los españoles. Discursos y prácticas del nacionalismo español en la época contemporánea, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2012, p. 282.

2I. Saz: «Políticas de nación y naciones de la política», en F. Archilés, M. García Carrión, I. Saz (eds.): Nación y nacionalización. Una perspectiva europea comparada, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2013, p. 273, p. 82.

3J. M. Castellet: Nueve novísimos poetas españoles, Barcelona, Península, 2.ª ed., 2006, p. 43.

4Saz ha mostrado cómo dentro del franquismo coexistieron dos visiones del nacionalismo español, básicamente nucleadas en torno al falangismo y al tradicionalismo católico. Considero que tales distinciones eran menos operativas en la etapa final del Régimen y, a la vez, no desdicen, aunque matizan, el argumento concreto que indico. I. Saz: España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003, pássim.

5Z. Box: «El nacionalismo durante el franquismo (1939-1975)», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, Madrid, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores/Fundación Ortega y Gasset, 2013, pp. 916 y ss.

6I. Saz: «Visiones de patria entre la dictadura y la democracia», en I. Saz, F. Archilés (eds.): La nación de los españoles. Discursos y prácticas del nacionalismo español en la época contemporánea, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2012.

7E. de Diego: «Al fin cosmopolitas. (La aparente internacionalización del arte español en las últimas décadas)», Revista de Occidente, 122-123, Madrid, 1991, p. 202.

8J.-C. Mainer, S. Julià: El aprendizaje de la libertad. 1973-1986, Madrid, Alianza, 2000, pp. 164 y ss. (El texto aludido es de J.-C. Mainer).

9A. de Blas Guerrero: «Cuestión nacional, transición política y Estado de las Autonomías», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, Madrid, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores/Fundación Ortega y Gasset, 2013, p. 939.

10A. de Blas Guerrero: Tradición republicana y nacionalismo español, Madrid, Tecnos, 1991. J. Cuesta Bustillo: La odisea de la memoria. Historia de la memoria en España, siglo XX, Madrid, Alianza, 2009, pp. 289 y ss. A. Duarte: «La República, o España liberada de sí misma», en J. Moreno Luzón, X. M. Núñez Seixas: Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX, Barcelona, RBA, 2013, pp. 115 y ss. X. M. Núñez Seixas: «La patria de los soldados de la República (1936-1939): una aproximación», en J. Moreno Luzón (ed.): Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007. M. P. Salomón Chéliz: «Republicanizar la patria o españolizar la República: cómo construir la nación española desde la izquierda republicana (1931-1936)», en F. Archilés, M. García Carrión, I. Saz (eds.): op. cit.

11M. Alcaraz Ramos: «La Transición democrática en España: una interpretación general», en V. Cremades Arlandís, J. E. Alonso i López (coords.): La Transició democrática: mirades i testimonis, La Safor, Ed. Riu Blanc, 2013, pp. 21 y ss.

12C. Taibo: «Nacionalismo español, silencioso pero ubicuo», Pasajes de pensamiento contemporáneo, 26, Universitat de València, 2008, p. 29. Se ha señalado que el constituyente deseaba dejar claro, con el redactado de los artículos que aquí citaremos, tres cosas: a) continuidad histórica del sujeto político español; b) situar en ese sujeto la soberanía, con exclusión de cualquier otra posibilidad; c) dejar claro que el resto de las entidades –nacionalidades, regiones, CC. AA.– citadas en la Carta Magna no son naciones. E. Vírgala Foruria: «Nación y nacionalidades en la Constitución», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid, Colex-INAP, 2005, vol. 2, p. 156.

13A. Pérez Calvo: Nación, nacionalidades y pueblo en el Derecho español. (Al hilo de la Propuesta de Reforma de Estatuto de Autonomía de Cataluña), Madrid, Biblioteca Nueva, 2005, pp. 21, 54 y ss. Para los aspectos relacionados con el pluralismo cultural en la CE, J. Prieto de Pedro: Cultura, culturas y Constitución, Madrid, Congreso de los Diputados-Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 101 y ss.

14J. García Álvarez: Provincias, regiones y Comunidades Autónomas. La formación del mapa político de España, Madrid, Senado, 2002, p. 470.

15J. Corcuera Atienza: «El Título Preliminar de la Constitución de 1978», Corts. Anuario de Derecho Parlamentario, 15 (extraordinario), Corts Valencianes, Valencia, 2004, pp. 51 y 52.

16J. J. Solozábal: «Las naciones de España», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, Madrid, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores/Fundación Ortega y Gasset, 2013, pp. 922 y ss. Las cursivas son del autor citado.

17Este texto, muy temprano, ya incidía en la idea de desconstitucionalización del Estado autonómico a la que luego me referiré. J. A. González Casanova: «Cataluña en la gestación constituyente del Estado de las Comunidades Autónomas», Revista de Política Comparada, 4, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Madrid, 1981, pp. 47 y ss.

18En una interesante puntualización, que comento, Saz continúa recordando la debilidad de la traslación a España del concepto de «patriotismo constitucional», acuñado por el politólogo Dolf Sternberger al finalizar la Segunda Guerra Mundial y teorizado con más detalle por Habermas en el marco de la «querella de los historiadores». En ambos casos el marco de referencia hace inevitable las referencias a la reconstrucción de un patriotismo que «no entrase en contradicción con el imperativo ético de la memoria de los crímenes cometidos en nombre de Alemania», algo imposible en España por la debilidad de las políticas públicas de la memoria y, en definitiva, por la anulación de la memoria como base de nuestro sistema democrático-constitucional. Por eso, en España, las ideas de Sternberger y Habermas, basadas en proclamar un orgullo patriótico basado en los valores cívicos, humanísticos, integradores de la Constitución, en cuanto que superación, devinieron en triviales por el uso que se ha hecho habitualmente –por Aznar, por ejemplo, o en las definiciones del XIV Congreso del PP–, al usarlo casi exclusivamente como arma arrojadiza contra nacionalismos periféricos y, en última instancia, contra los que discreparan de su interpretación de la CE y de su visión de España: ese carácter excluyente será la fuente de muchos problemas ideológicos ulteriores. I. Saz: «Visiones de patria entre la dictadura y la democracia», pp. 275 y ss. Véase D. Sternberger: Patriotismo constitucional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2001. M. G. Specter: Habermas: Una biografía constitucional, Avarigani ed., 2013, pp. 221 y ss. Desde otro punto de vista, más matizado, Solozábal ha llegado a hablar de «deber de patriotismo», entendido como la debida vinculación de los ciudadanos al orden democrático y miembros de la «patria común e indivisible»; aunque reconoce que el TC (SSTC 10/1983, de 21 de febrero, y 55/1996, de 28 de marzo) ha rehuido reconocer una democracia militante en la que sea obligatorio adherirse ideológicamente al sistema político-constitucional manifestando una obediencia generalizada a este, bastando con que el comportamiento contrario a la Constitución no sea violento y se ajuste al mismo procedimiento constitucional de reforma, afirma: «sin embargo, desde un punto de vista político e institucional, la Constitución es más que la regla de procedimiento, si bien en los supuestos concretos a una actuación pública le baste para salvar su licitud el no ser constitucionalmente incompatible, aunque pueda haber otras conductas más congruentes o conformes con la Constitución. Pero el orden constitucional efectivo perecerá si la actitud predominante en la sociedad es la de mero acatamiento y no verdadero respeto constitucional». J. J. Solozábal: op. cit., pp. 924 y 925. La cursiva es del autor citado. Para un análisis de las repercusiones sociológicas de la cuestión, J. Muñoz Mendoza: La construcción política de la identidad española: ¿del nacionalcatolicismo al patriotismo democrático?, Madrid, CIS, 2012.

19S. Juliá: «Nación, nacionalidades y regiones en la transición política a la democracia», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, Madrid, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores/Fundación Ortega y Gasset, 2013, pp. 901 y 902.

20El texto ha sido publicado en numerosas obras sobre la Transición. Las cursivas son del autor. Circunstancialmente obsérvese la relación que se establece entre unidad de la patria y defensa de la Monarquía, que será una clave importante para entender algunos comportamientos de los partidos de izquierda.

21M. Gutiérrez Mellado: Un soldado de España. Conversaciones con Jesús Picatoste, Barcelona, Argos Vergara, 2.ª ed., 1983, p. 72.

22J. Álvarez Junco: «La idea de España en el sistema autonómico», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, Madrid, Galaxia Gútenberg-Círculo de Lectores/Fundación Ortega y Gasset, 2013, pp. 822 y 823. La fuente que sigue es X. Bastida: La nación española y el nacionalismo constitucional, Barcelona, Ariel, 1998. Ver nota en p. 1355.

23M. Alcaraz Ramos: «25 años de política, ideología y derecho en el Estado Autonómico», en M. Balado Ruiz-Gallegos (dir.): La España de las Autonomías. Reflexiones 25 años después, Barcelona, Institut International des Sciences Politiques IICP-IISP/Bosch, 2005, p. 752.

24Sobre esta duplicidad de conceptos ha aludido Rubio Llorente: «Es un esquema inevitablemente lleno de ambigüedades: en el artículo segundo se habla de nacionalidades y regiones, pero después, en el título octavo, las nacionalidades y las regiones han desaparecido y las únicas diferencias que se establecen están limitadas en el tiempo y además no están determinadas por la distinción “ontológica” entre nacionalidad y región, sino por referencia a un hecho histórico». J. M. de Areilza Carvajal: «Francisco Rubio Llorente: la Constitución vivida e interpretada», Revista de Occidente, 211, Madrid, 1998, p. 72.

25Muy interesante la recopilación de análisis y comentarios sobre la cuestión en J. Prieto de Pedro: op. cit., pp. 156 y ss.

26J. J. Solozábal: op. cit., p. 926.

27E. Vírgala Foruria: op. cit., pp. 155 y ss., y 163 y ss.

28La bibliografía sobre la materia es amplia; me limito a indicar, como obras generales: M. Siguán: España plurilingüe, Madrid, Alianza, 1992. J. Prieto de Pedro: Lenguas, lenguaje y derecho, Madrid, UNED-Cívitas, 1993. M. Alcaraz Ramos: El pluralismo lingüístico en la Constitución Española, Madrid, Congreso de los Diputados, 1999. J. C. Moreno Cabrera: La dignidad e igualdad de las lenguas. Crítica de la discriminación lingüística, Madrid, Alianza, 2000. J. Vernet (coord.), A. Pou, J. R. Solé, A. M. Pla: Dret lingüístic, Valls, Cossetània eds., 2003. J. Vernet, R. Punset: Lenguas y Constitución, Madrid, Iustel, 2007.

29Sobre las preautonomías, L. Vandelli: El ordenamiento español de las Comunidades Autónomas, Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local, 1982, pp. 91 y ss. R. Martín Mateo: Manual de Derecho Autonómico, Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local, 1984, pp. 45 y ss.

30J. L. Aranguren: «Naciones, Estados, nacionalismos, internacionalidad», Revista de Occidente, 122-123, Madrid, 1991, p. 22.

31L. Vandelli: op. cit., pp. 170 y 171.

32J. García Álvarez: op. cit., pp. 474 y ss.

33E. Aja: El estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, Madrid, Alianza, 2.ª ed, 2003, pp. 60 y ss.

34Todo ello no se hizo sin contradicciones más o menos evidentes, a menudo relacionadas con otros aspectos ideológicos o coyunturales. Véase J. L. Martín Ramos: «La izquierda obrera y la cuestión nacional durante la dictadura» y V. Rodríguez-Flores Parra: «PSOE, PCE e identidad nacional en la construcción democrática», ambos en I. Saz, F. Archilés (eds.): La nación de los españoles. Discursos y prácticas del nacionalismo español en la época contemporánea, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2012. J. A. Andrade Blanco: El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica durante el proceso de cacmbio político, Madrid, Siglo XXI, 2012, pp. 55 y ss. F. Archilés: «El “olvido” de España. Izquierda y nacionalismo español en la Transición democrática: el caso del PCE», Historia del presente, 14, II época, 2009.

35E. Juliana: Modesta España. Paisaje después de la austeridad, Barcelona, RBA, 2012, p. 129.

36C. Taibo Arias: «Sobre el nacionalismo español», en C. Taibo (dir.): Nacionalismo español. Esencias, memoria e instituciones, Madrid, Libros de la Catarata, 2007, pp. 27 y 28.

37J. García Álvarez: op. cit., pp. 414 y ss. y 428.

38A. Cañellas Mas: Laureano López Rodó. Biografía política de un Ministro de Franco (1920-2000), Madrid, Biblioteca Nueva, 2011, pp. 323, 325 y 345.

39A. Lasa López: «Derechos sociales y Estado autonómico: el Estatuto de Autonomía como instrumento normativo de garantía de los Derechos sociales», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid, Colex-INAP, 2005, vol. 2, pássim.

40C. de Cabo Martín: «La solidaridad como principio constitucional en el actual horizonte reformista», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid, Colex-INAP, 2005, vol. I, pp. 385 y 386.

41J. J. Solozábal Echevarría: «El Estado social como estado autonómico», Teoría y Realidad Constitucional, 3, Madrid, UNED-Centro de Estudios Ramón Areces, 1999, p. 67.

42E. Juliana: La España de los pingüinos, Barcelona, Destino, 2006, p. 88.

43J. M. Colomer: «Nacions pluriculturals», Cultura, 3, Generalitat Catalana, 5.ª época, 2009, pp. 32 y ss.

44P. Cruz Villalón: «La estructura del Estado o la curiosidad del jurista persa», Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, 4, 1982. Javier Pérez Royo ha indicado que esto no es una novedad: «La singularidad más llamativa de nuestra historia constitucional reside en que el problema más importante para la definición del Estado, la articulación territorial del mismo, ha brillado por su ausencia en los diferentes procesos constituyentes a través de los cuales se ha ido imponiendo trabajosamente el Estado Constitucional en España» (p. 13). Y recuerda que escuchando los discursos de los Portavoces parlamentarios en 1978 –como en 1931– «parece que ese problema de la articulación territorial del Estado es el problema constitucional decisivo y que en torno de él, en consecuencia, va a girar el debate constituyente», sin embargo, en ninguno de los dos momentos constituyentes será así: «políticamente» nadie discute la importancia pero «jurídicamente», «ni en 1931 ni en 1978 va a ser capaz de afrontar la sociedad española el debate en términos generales. En la sociedad española no ha llegado a madurar hasta la fecha una respuesta política al problema de la estructura del Estado que pudiera ser formalizada jurídicamente», por lo que «hemos remitido siempre el problema constitucional al proceso político que tendría que desarrollarse a partir de la entrada en vigor de la Constitución», y ahí radica esa «desconstitucionalización» que tendrá su correlato en el desinterés por fundar un Senado con funciones relacionadas con el Estado autonómico. J. Pérez Royo: «Hablando en prosa sin saberlo. Reflexiones sobre la articulación territorial del Estado en la Constitución española de 1978», Revista de Derecho Político, 54, Madrid, 2002, pp. 13, 15, 16, 19 y ss.

45G. Cisneros Laborda: «La Constitución: clave del arco de la libertad», en G. Cisneros Laborda y otros: 20 años después. La Constitución cara al siglo XXI, Madrid, Taurus-Congreso de los Diputados, 1998.

46M. Fraga Iribarne: «Constitución de un Estado Constitucional», Revista Valenciana d’Estudis Autonòmics, 39/40, Monográfico: XXV Aniversario de la Constitución Española, Valencia, Corts Valencianes, 2003, p. 64.

47Así, Balaguer ha señalado que no está la cuestión exenta de crítica por la ambigüedad del concepto mismo de desconstitucionalización, pero admite su fuerza descriptiva del modelo real, y apunta que ese modelo resultante se debe a las dificultades para el consenso en esta materia. En todo caso «la desconstitucionalización no ha afectado a la garantía constitucional de la autonomía, ya que la rigidez estatutaria ha operado como técnica de garantía equiparable, en gran medida, a la rigidez constitucional». Por el contrario, ha permanecido abierto el mecanismo de incremento competencial, y la propia desconstitucionalización ha configurado el Estatuto de Autonomía como un mínimo a partir del obtener nuevas atribuciones, algo inconcebible en un sistema federal. Por ello, prosigue, «cabe hoy preguntarse, a la luz de esos problemas, hasta qué punto se puede mantener la disociación entre un modelo constitucional abierto y un Estado autonómico consolidado en la práctica pero que arrastra un déficit constitucional permanente. En definitiva, cabe plantearse hasta qué punto no es ya una exigencia ineludible la constitucionalización del Estado autonómico». F. Balaguer Callejón: «La constitucionalización del Estado autonómico», Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, 9, Murcia, Asamblea Regional de Murcia-Universidad de Murcia, 1997, pp. 129 y 130. Merece la pena destacar que el mismo autor se ha referido, en alguna ocasión, al tema desde la perspectiva de la indeterminación en materia de financiación, por lo que propugna una «constitucionalización» de esta que «debería basarse en un equilibrio entre las exigencias constitucionales derivadas del principio de solidaridad y la legítima pretensión de las Comunidades Autónomas que más han contribuido a la cohesión territorial de disponer de mayores fondos para el ejercicio de sus competencias y la realización de sus políticas», aunque, a la vez, «debería evitarse […] la promoción de una competitividad fiscal» que generara mayor desigualdad contraria a los principios constitucionales. F. Balaguer Callejón: «La financiación de las Comunidades Autónomas y la constitucionalización del Estado autonómico», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid, Colex-INAP, 2005, vol. I, p. 618.

48R. Pineda Martínez: «La diversidad en el Estado autonómico: un análisis teórico de los hechos diferenciales», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid Colex-INAP, 2005, vol. 2, pp. 682 y ss.

49S. Muñoz Machado: Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, Barcelona, Crítica, 2012, pp. 38 y 39.

50A. de Blas Guerrero: «Cuestión nacional, transición política y Estado de las Autonomías», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, pp. 944 y ss.

51Lo que no es una novedad, como a veces se nos presenta o es vivido con cierta amargura: «todos los estados regionales o federales presentan a su vez cierta homogeneidad y elementos de diferenciación. Para este tipo de Estados que aspiran a alcanzar la unidad y la cohesión, así como a evitar fenómenos de separación y de disgregación, el lograr el equilibrio entre esos dos principios supone un reto. Es más, uno de los principales objetivos de cada modelo de Estado compuesto consiste en poder reforzar la unidad valorando las diversidades». G. D’Ignazio, P. Carballo Armas: «Asimetrías y diferenciaciones regionales tras la reforma del Título V de la Constitución italiana», Teoría y Realidad Constitucional, 12-13, Madrid, UNED-Centro de Estudios Ramón Areces, 2004, pp. 385 y 386.

52E. Aja Fernández: «La consolidación del Estado autonómico», Corts. Anuario de Derecho Parlamentario, 15 (extraordinario), Valencia, Corts Valencianes, 2004, pp. 394 y ss.

53La LOAPA fue declarada sustancialmente inconstitucional por considerarse que, aunque la Constitución se refiera a Leyes de Armonización, si esta se produce a priori debe ser considerada inconstitucional, ya que vacía de contenido el principio dispositivo en la elección de competencias disponibles por parte de las CC. AA. STC 76/1987, de 27 de enero.

54Una prueba de que la LOAPA no fue vivida como una «cuestión técnica» sino como una barrera a la profundización del autogobierno fue el concierto organizado en Barcelona bajo el lema «Som una nació», en el que actuaron La Trinca, Lluís Llach, Marina Rosell… y Manuel Gerena, como reconocimiento de la realidad andaluza; fue convocado por 923 partidos y entidades cívicas: necesariamente plural, la trama fue decantándose paulatinamente hacia el pujolismo. M. Vázquez Montalbán: Crónica sentimental de la transición, Barcelona, Planeta, 1985, pp. 203 y 204.

55J. Tudela Aranda: «El Estado autonómico treinta años después: ensayo de una valoración», Teoría y Realidad Constitucional, 24, Madrid, UNED-Centro de Estudios Ramón Areces, 2009, p. 213.

56J. Pérez Royo: «Tribunal Constitucional y Estado autonómico», en VV. AA.: I Simposium Internacional Autonómico, València, Generalitat Valenciana, 1988. Hay que tener en cuenta que solo en los primeros 25 años de vigencia de la CE el TC se pronunció unas 500 veces sobre materias relacionadas con el desarrollo del Estado autonómico, a veces en circunstancias difíciles achacables al habitual reparto partidario en el nombramiento de magistrados. A. Ruiz Robledo: «Veinticinco años de Estado autonómico», Revista de Derecho Político. Número monográfico. Balance de la Constitución en su XXV Aniversario, 58-59, Madrid, UNED, 2003-2004, p. 723.

57E. Aja Fernández: op. cit., p. 396.

58J. L. Cascajo Castro: «Breves apuntes sobre la nueva planta del Estado de las Autonomías», en M. Balado Ruiz-Gallegos (dir.): La España de las Autonomías. Reflexiones 25 años después, Barcelona, Institut International des Sciencies Politiques IICP-IISP/Bosch, 2005, p. 864.

59J. Tudela Aranda: op. cit., pp. 216 y ss.

60J. J. Fernández Allés: «La progresiva equiparación al Estado como modelo autonómico», Teoría y Realidad Constitucional, 24, Madrid, UNED-Centro de Estudios Ramón Areces, 2009, pássim.

61A. Muñoz Molina: Todo lo que era sólido, Barcelona, Seix Barral, 2013, pp. 89 y ss.

62Refiriéndose al caso italiano se ha constatado que también se produjo una tendencia a la uniformidad, lo que generó «una debilidad generalizada de las instituciones regionales, en tanto en cuanto la política de uniformidad ha “aplastado” a las regiones» y favoreciendo la ineficacia. Sin embargo, esa política de uniformidad no impidió que, tendencialmente, con el transcurso del tiempo, emergieran «sus profundas diferencias sociales y económicas». Todo ello llevó a diversas reformas que culminaron con la constitucional de 2001, que pretendía «revitalizar el sistema regional, permitiendo a su vez conciliar racionalmente los diversos particularismos históricos, orgánicos o de identidad sociocultural». G. D’Ignazio, P. Carballo Armas: op. cit., pp. 388 y 390.

63G. Jáuregui: «Estatuto de Autonomía del País Vasco y autogobierno», en M. Balado Ruiz-Gallegos (dir.): La España de las Autonomías. Reflexiones 25 años después, Barcelona, Institut International des Sciencies Politiques IICP-IISP/Bosch, 2005, pp. 1015 y 1016.

64Conviene recordar aquí: J. Corcuera Atienza: op. cit., p. 60.

65J. Romero: «Autonomía política y nacionalismos. Sobre la acomodación de la diversidad de España», Pasajes de pensamiento contemporáneo, 26, Valencia, Universitat de València, 2008, p. 13.

66Se ha señalado que la futilidad del Senado no solo perjudica, per se, al sistema político constitucional, sino que su existencia ingrávida ha impedido, quizá, desarrollar otros mecanismos de encuentro y articulación interterritorial. M. Martínez Sospedra: «Los defectos de la composición del Parlamento en la Constitución de 1978», Corts. Anuario de Derecho Parlamentario, 15 (extraordinario), Valencia, Corts Valencianes, 2004, pp. 271 y ss.

67G. Cámara Villar: «La Conferencia de Presidentes como instrumento de integración para el Estado autonómico: problemas y perspectivas», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid, Colex-INAP, 2005, vol. I, pp. 117 y ss.

68J. Romero: Espanya inacabada, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2006, pássim.

69F. Sosa Wagner, I. Sosa Mayor: El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España, Madrid, Trotta/Fundación Alfonso Martín Escudero, 4.ª ed., 2007, p. 140.

70G. Bel: Anatomía de un desencuentro. La Cataluña que es y la España que no pudo ser, Barcelona, Destino, 2013, p. 95.

71C. Taibo: op. cit., p. 12.

72H. Béjar: La dejación de España. Nacionalismo, desencanto y pertenencia, Buenos Aires-Madrid, Katz, 2008, p. 14.

73S. Balfour: «Continuidades y discontinuidades en los discursos nacionalistas conservadores desde la Transición», en J. Moreno Luzón (ed.): Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.

74Se ha hecho notar que hubo un tiempo en que se alcanzó un nuevo sentido de pertenencia, basado en un «orgullo de ser español» no excluyente y abocado hacia el exterior: fue un periodo durante el Gobierno de Felipe González en que confluyeron el ingreso en las comunidades europeas y los distintos eventos de 1992. H. Béjar: op. cit., p. 97. Véase también J. Álvarez Junco: «La idea de España en el sistema autonómico», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, pp. 826 y 827. La posibilidad de mantener activa esta dinámica era difícil, una vez agotadas las novedades de la situación. Fue más fácil volver a los caminos trillados, a las experiencias conocidas, aunque contradictorias.

75E. Juliana: Modesta España. Paisaje después de la austeridad, Barcelona, RBA, 2012, pp. 157 y ss.

76El presente artículo no está dedicado a analizar las estrategias o demandas de nacionalismos sin Estado en pos de la independencia política, pero conviene dejar constancia, al menos, de un par de referencias críticas: «Lo más preocupante de los movimientos independentistas actuales es que no dejan ver las demás crisis reales: ni la económica, sobre la que distraen, ni la institucional, que está demandando reformas, mucho más ponderadas pero urgentes, para que podamos volver a tener una organización de los poderes públicos fiable y prestigiosa con capacidad para atender los intereses generales». S. Muñoz Machado: op. cit., p. 242. «… entre quienes mantienen posiciones independentistas, ven factible convertirse en un Estado dentro de una Unión Europea que haría posible y viable la supervivencia de Estados pequeños, pero más cohesionados y eficientes, al quedar liberados de obligaciones básicas que ahora quedan resueltas en el ámbito supraestatal. En sus discursos suelen encontrarse lecturas muy sencillas de procesos muy complejos. También suelen tomar la parte por el todo, ignorando la creciente pluralidad de la propia sociedad a la que convocan. Y además, en ocasiones, tienen dificultades para discernir la diferencia que muchos ciudadanos hacen entre mayor grado de autonomía política, hoy mayoritario en estas naciones internas, con la aspiración, no tan mayoritaria, de convertirse en un nuevo Estado. Ese paso definitivo, dejando a un lado consideraciones geopolíticas que no son precisamente menores, no es tan seguro que cuente con mayorías cualificadas y puede acarrear serias fracturas sociales». J. Martín Cubas, J. A. Pérez, J. Romero, M. Soler, J. M. Vidal: El federalismo plurinacional. ¿Fin de viaje para el Estado autonómico? Díaz&Pons, 2013, p. 107. Probablemente a muchos independentistas estas cuestiones solo les interesan secundariamente. Pero en la visión de conjunto del problema parece que los antiindependentistas radicales tampoco introducen estas cuestiones en sus argumentos centrales: estas ideas, que encajan en un «patriotismo constitucional» que sea algo más que un reclamo partidario, no se cohonestan con un patriotismo-nacionalismo español refugiado tácticamente entre los pliegues de la Constitución para no tener que buscar más razones para su inmovilismo.

77Béjar ha recordado que, en debate con Gellner, Taylor ha definido las identidades nacionalitarias como un «horizonte de sentido» que acentúa el sentimiento de pertenencia comunitario a través de tradiciones culturales compartidas. Igualmente afirma Béjar: «el nacionalismo forma parte del sentido común contemporáneo, de nuestro imaginario social entendido como esquemas colectivos de interpretación de experiencias y expectativas». H. Béjar: op. cit., pp. 156 y ss. y 14. Desde estas premisas es lógico que un suceso de tanta envergadura y ramificaciones como la actual crisis reactive las preguntas sobre los lazos comunitarios y, con ellas, lleguen respuestas fáciles, simplificadoras, cálidamente protectoras.

78E. Juliana: La deriva de España. Geografía de un país vigoroso y desorientado, Barcelona, RBA, 2009, p. 52.

79Acerca de la evolución de las preferencias sobre organización territorial en España, G. Bel: op. cit., p. 25.

80Una explicación teórica general de estas dinámicas de arrastre de lo económico a lo político e ideológico puede encontrarse en J. Habermas: Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu, 1991. Una apreciación especialmente significativa y, creo, de validez para la situación analizada es la que expone así: «La ruptura del proceso de acumulación cobra la forma de la destrucción de capital; esta es la forma de manifestación económica del proceso social real, que expropia a ciertos capitalistas (quiebra) y arrebata a las masas obreras sus medios de subsistencia (desocupación). La crisis económica se transforma directamente en una crisis social» y «tan pronto como queda al descubierto la oposición entre las clases sociales, cumple una crítica ideológica práctica a la ilusión según la cual el intercambio social configura un ámbito en el que no interviene el poder. La crisis económica deriva de imperativos contradictorios y amenaza la integración sistémica; al mismo tiempo es una crisis social en que chocan los intereses de los grupos actuantes y es cuestionada la integración en la sociedad», p. 47.

81J. Ruipérez: «Constitución y democracia. Reflexiones rousseaunianas en defensa del Estado Constitucional democrático y social», Teoría y Realidad Constitucional, 12-13, Madrid, UNED-Centro de Estudios Ramón Areces, 2003-2004, p. 128.

82Me parecen relevantes, en este sentido, las propuestas incluidas en: J. Martín Cubas, J. A. Pérez, J. Romero, M. Soler, J. M. Vidal: op. cit., pp. 55 y ss. y 71 y ss.

83Me refiero, lógicamente, a un Estado federal asimilable a los de nuestro entorno, y no a otras formas «aproximadas», mixtas, etc. En todo caso no es ocioso recordar la gran pluralidad de fórmulas de federalismo existentes. R. L. Watts: Sistemas federales comparados, Madrid, Marcial Pons, 2006.

84S. Muñoz Machado: op. cit., p. 242.

85Para una reflexión plural, véase F. Requejo: Federalisme plurinacional i estat de les autonomies. Aspectes teòrics i aplicats, Barcelona, Proa, 2003. A. la Pergola: Los nuevos senderos del federalismo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994. R. Arnold: «Problemas actuales del federalismo y de la descentralización política», en J. M. Vidal Beltrán, M. A. García Herrera (coords.): El Estado autonómico: integración, solidaridad, diversidad, Madrid, Colex-INAP, 2005, vol. 1, pássim. A.-G. Gagnon: Temps d’incertituds. Assajos sobre el federalisme i la diversitat nacional, Valencia, Publicacions de la Universitat de València-Afers, 2012. A.-G. Gagnon; G. Laforest: «Els fonaments morals del federalisme asimètric: consideracions normatives», pássim, y F. Requejo: «L’absència de pluralisme nacional en la teoria federal i en les federacions», pássim, ambos en M. Caminal, F. Requejo (eds.): Federalisme i plurinacionalitat. Teoria i anàlisi de casos, Barcelona, Institut d’Estudis Autonòmics-Generalitat de Catalunya, 2009.

86J. Álvarez Junco: «La idea de España en el sistema autonómico», en A. Morales Moya, J. P. Fusi Aizpurúa, A. de Blas Guerrero (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, p. 839.

87M. Alcaraz Ramos: «La España plural: del lema al programa», Pasajes de pensamiento contemporáneo, 26, Valencia, Universitat de València, 2008, pp. 42 y 43.

88Coincidiría bastante con lo propuesto en J. Martín Cubas, J. A. Pérez, J. Romero, M. Soler, J. M. Vidal: op. cit., pp. 113 y ss.

Naciones y estado

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