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Gemma Cànoves
Elena De Uña
Montserrat Villarino
2.1. Conceptos, nexos y conexiones: territorio y destino turístico; innovación y competitividad; sostenibilidad y desarrollo sostenible del turismo; clúster turístico
2.1.1. Territorio y destino turístico
El presente trabajo analiza como en los territorios de interior están emergiendo unos clústeres alrededor de los nuevos productos turísticos, que ayudan con mayor o menor intensidad al desarrollo local. Ante dichas circunstancias, para que este turismo sea sostenible, teniendo en cuenta la propia resiliencia del destino, es necesario disponer de un sistema de indicadores que sean actuales, prácticos, operativos, evolutivos, fáciles de usar e interrelacionados, y que ayuden a obtener una visión global de su evolución y de su sostenibilidad (Gallego et al., 2013).
En palabras de Valls (1998:34) se entiende por destino turístico un «espacio geográfico determinado, con rasgos propios de clima, raíces, infraestructuras y servicios, y con cierta capacidad administrativa para desarrollar instrumentos comunes de planificación, que adquiere centralidad atrayendo a turistas mediante productos perfectamente estructurados y adaptados a las satisfacciones buscadas, gracias a la puesta en valor y ordenación de los atractivos disponibles; dotado de una marca y que se comercializa teniendo en cuenta su carácter integral». Por ello es necesario que los agentes relacionados con el turismo, tanto privados como públicos, puedan abordar la gestión de los flujos turísticos y la organización de los destinos desde una perspectiva coherente, integrada y sostenible (Vázquez, 2005; Gutiérrez, 2013).
Así pues, un destino turístico es un sistema formado por un conjunto de elementos de carácter físico y estático –recursos, atractivos turísticos e infraestructura de apoyo– y de carácter dinámico y relacional –los actores y sus conexiones– (Muñoz, 2012), donde los avances en la comprensión de los factores que determinan su sostenibilidad son fundamentales.
En el ámbito académico se han sucedido distintos modelos teóricos para representar este complejo sistema, con toda su implicada red de interacciones. Entre las aportaciones más significativas realizadas sobre la conceptualización y modelización de los destinos turísticos1, destacan los trabajos de Dredge (2006), que ha recopilado los sistemas turísticos desde el punto de vista de la planificación y el diseño de los destinos, clasificándolos en tres categorías: modelos de viajes turísticos, modelos estructurales y modelos evolutivos. A su vez, Pearce (2012) los ha analizado como clústeres, como redes, como sistemas y como constructos sociales. Otros autores también han incorporado el análisis de redes sociales a sus estudios sobre los sistemas turísticos (por ejemplo, Paulovich, 2002; Prats, 2005; Dredge, 2006; Pforr, 2006; Merinero y Pulido, 2009; Merinero, 2011; Muñoz, 2012; Prat, 2013). En esta línea, Prats (2005) propone un modelo denominado «Sistemas Locales de Innovaciones Turísticas» (SLIT), en el que el territorio es una construcción colectiva, no necesariamente ligada a la proximidad geográfica ni a la aglomeración, en donde se generan interacciones entre los distintos agentes turísticos. Sin embargo, aunque existen múltiples modelos teóricos de sistemas turísticos2, el más generalizado en estos últimos años es el propuesto por Leiper (1979), que ha sido citado y adoptado por diversos autores (entre otros, Hall, 2000; Petrocchi, 2001; Pérez et al., 2003; Cooper et al., 2008).
Se trata de un modelo de enfoque espacial que presenta el sistema del turismo de una forma simple, con elementos e interrelaciones. En dicho modelo3 el sistema está formado por los turistas, los agentes turísticos y los espacios utilizados; todos ellos condicionados por el macro-entorno humano, político, socio-cultural, económico y medio-ambiental. Sea cual sea el modelo de sistema turístico elegido; en los destinos más consolidados se pueden observar unos referentes básicos que se han sucedido de forma común a lo largo de las últimas décadas. Estos son, desarrollo, adaptación, competitividad, calidad y sostenibilidad (Velasco, 2008). Así, los agentes turísticos están cambiando su estrategia teniendo en cuenta las nuevas necesidades de la demanda, los impactos medioambientales, socioculturales y económicos que generan los visitantes y la propia resiliencia del territorio; con el objetivo de singularizar su oferta, revalorizar el papel del espacio y desarrollar redes de cooperación (García Hernández, 2014; Horrach, 2014).
En este nuevo contexto, los sistemas turísticos, entendidos como un conjunto de elementos interrelacionados, según lo planteado por la Teoría General de Sistemas4, y donde convergen elementos naturales y antrópicos, se encuentran influidos por diferentes variables. Entre ellas cabe destacar: las inversiones necesarias; el empuje de los nuevos emprendedores; la mayor o menor facilidad crediticia para las empresas y autónomos; la competencia; el mercado laboral; el nivel de formación de la población; el paisaje; el patrimonio existente en el territorio; la seguridad del destino; el nivel de las infraestructuras de acceso y de los servicios; las políticas y estrategias gubernamentales; el interés de los diferentes agentes (comunidad local, asociaciones, organizaciones empresariales, instituciones públicas, empleados del sector, etc.) y los cambios en la demanda turística (Gunn, 1994; Gallego et al., 2013; Prat, 2013).
En la actualidad los territorios de interior han multiplicado las estrategias orientadas a la explotación turística de sus recursos naturales y culturales. Dicha estrategia favorece la valorización y la protección del paisaje5 (Vázquez, 2005; Díez, 2013) y ayuda a garantizar que el desarrollo de la actividad turística no suponga una amenaza para el paisaje y la biodiversidad (Díez, 2013) permitiendo integrar el uso turístico de estos espacios y la conservación de los recursos (Ivars, 2001).
En cuanto a la valorización de los recursos culturales, hay que tener muy presentes dos aspectos fundamentales: la rehabilitación y puesta en valor del patrimonio cultural y su interpretación. La rehabilitación y puesta en valor de este patrimonio permite mantener en condiciones óptimas unas instalaciones y monumentos que se han ido degradando con el paso del tiempo. Sin embargo, con la actual crisis económica, las partidas presupuestarias destinadas a realizar inversiones en materia de rehabilitación del patrimonio se han reducido drásticamente y la elección debe ser analizada con detalle, debiéndose tener muy en cuenta aspectos como la singularidad y atractivo del recurso, la accesibilidad, la potencial afluencia de público, la seguridad del entorno y el nivel de conservación previo (Díez, 2013).
Por su parte, la interpretación «in situ» del patrimonio se basa en seis principios básicos: presentar unos mensajes interesantes, atractivos y cercanos; imaginar o revivir los acontecimientos ocurridos en una determinada época; dar una información veraz e inteligible; proponer una idea central que envuelva toda la escena y el discurso interpretativo; disponer de personal-guía con la adecuada preparación; preparar demostraciones, talleres, seminarios y exposiciones; señalizar rutas; editar folletos y guías de viaje; y utilizar las herramientas TIC para itinerarios autoguiados (audio guías y guías para telefonía móvil), audiovisuales con medios sensoriales (sonidos, luces y olores), imágenes tridimensionales, paneles interpretativos, etc. (Solsona, 2009; Díez, 2013). La Figura 3, resume de forma sintética el planteamiento que se ha presentado.
FIGURA 3 Esquema de las interrelaciones entre patrimonio y turismo
Fuente: elaboración propia
Llegados es este punto, es importante señalar las diferencias entre atractivo turístico, recurso turístico, producto turístico y destino turístico (Figuras 4 y 5). Así, siguiendo a Navarro (2015), el atractivo turístico puede definirse como el conjunto de bienes materiales e inmateriales que están a disposición del ser humano (patrimonio) y que por su atracción son susceptibles de convertirse en una atracción turística. A su vez, un recurso turístico es el conjunto de bienes y servicios con características relevantes y que por medio de la actividad humana hacen posible la actividad turística con el objetivo de satisfacer las necesidades de la demanda. Así mismo, un producto turístico es el conjunto de bienes y servicios que conforman la experiencia turística del visitante y que satisfacen sus necesidades. Por ello, el producto turístico engloba los recursos turísticos convertidos en atracción turística, los alojamientos turísticos y los restaurantes, dentro de la experiencia vivida, incluyendo la obtención de información previa al viaje, la comparación de destinos y de ofertas, la planificación del viaje, la reserva de transportes y alojamientos, la información obtenida sobre el destino escogido, las guías turísticas, el propio viaje, la interacción con la población local y, finalmente, compartir la experiencia (fotos, vídeos, comentarios en las redes sociales, etc.). Finalmente, el destino turístico es el espacio físico donde se encuentran los productos turísticos, los recursos turísticos y las actividades de soporte. Por ello en esta investigación, consideramos que el valor de los territorios de interior para su desarrollo turístico se basa en la creación y valorización de los mismos como destino turístico.
FIGURA 4 Esquema de las relaciones patrimonio-producto-destino turístico
Fuente: elaboración propia
FIGURA 5 Esquema global de conceptos turísticos
Fuente: elaboración propia
2.1.2. Innovación y Competitividad
En este apartado nos centramos en los conceptos de innovación y competitividad de un destino turístico. Según la OCDE (2010), innovación es la búsqueda, diseño, desarrollo y comercialización de nuevos productos y procesos; incluyendo los procedimientos y las estructuras organizativas. Abernathy y Clark desarrollaron en 2002 un modelo basado en la evolución de la innovación turística6, donde se consideraban cuatro tipos de innovación: la regular, el nicho, la revolucionaria y la estructural. En el primer caso, el objetivo es mejorar los procedimientos y procesos, la calidad y la productividad. En el segundo, el nicho, se orienta a establecer nuevas alianzas comerciales, facilitando la entrada de nuevos emprendedores y creando nuevos productos a partir de la combinación de otros ya existentes. En el tercero, la revolucionaria, se orienta a aplicar nuevas tecnologías y nuevos métodos. En el cuarto, el objetivo es realizar una renovación profunda, redefiniendo las infraestructuras físicas y legales, estableciendo centros de excelencia y poniendo en marcha un nuevo marketing.
Por otra parte, la elección de un destino turístico supone para el turista la renuncia a ir a otros destinos potenciales, de ahí que la competitividad sea uno de los objetivos prioritarios de los destinos. No basta con que el destino posea ventajas comparativas sino que es necesaria, una gestión eficiente de sus recursos para que se conviertan en ventajas competitivas (Sánchez Rivero, 2006).
Para Murphy (2000), la competitividad de un destino turístico puede definirse como un conjunto de productos y oportunidades que se combinan para formar una experiencia global del territorio visitado. Por su parte, Hassan (2000) la define como «la capacidad del destino para crear e integrar productos con valor añadido que sostienen sus recursos, al tiempo que mantienen su posición en el mercado en relación a sus competidores» (Hassan, 2000: 239). A su vez, D’Harteserre, (2000) señala que la competitividad es «la capacidad de un destino para mantener su posición en el mercado (…) y mejorarla a lo largo del tiempo» (D’Harteserre, 2000:23). Por su parte, Crouch y Ritchie (1997) sostienen que el análisis de la competitividad debe centrarse en la prosperidad económica del destino y Dywer et al. (2000) consideran fundamental la competitividad en precios. Otros autores, como Schmalleger y Carson (2008) o Pedreño y Ramón (2009), resumen la competitividad como la capacidad de adaptación ante condicionantes cambiantes del entorno, por lo que las nuevas tecnologías de la información desempeñan un papel crucial no sólo como medio de conocimiento y pago de viajes y estancias sino también como modo de interactuar los turistas con los recursos y con la comunidad local.
La competitividad de un destino turístico depende de cuatro variables:
a) las condiciones de los factores productivos (los recursos naturales, culturales, humanos, de capitales, de conocimiento, las infraestructuras y la superestructura del turismo) (Porter, 1990; Crouch y Ritchie, 1997).
b) la existencia de unos turistas cada vez más experimentados y exigentes, lo que estimulará el perfeccionamiento y la innovación en los productos y servicios turísticos y la eficiencia empresarial, teniendo en cuenta la necesidad de disponer de una mínima masa crítica de visitantes que haga económicamente viable la oferta.
c) unas actividades y servicios complementarios que permitan una interacción rápida y constante entre todos los actores involucrados con el turismo.
d) la dinámica relacional generada de manera normativa o no entre los actores. Otros dos factores que, según Rodríguez (2001), también pueden influir en la competitividad son la casualidad y el papel de las Administraciones Públicas.
Sea cual sea el enfoque desde el que se considere la competitividad de los destinos turísticos, es importante diferenciar entre ventajas comparativas y competitivas. Las primeras se refieren a los factores y recursos presentes en el territorio, sean naturales o antrópicos (Crouch y Ritchie, 1997). Para Porter (1990), estos factores pueden clasificarse en cinco categorías: recursos humanos, recursos físicos, recursos de conocimiento, recursos de capital e infraestructuras. Sin embargo, las ventajas competitivas también incluyen los recursos culturales y la superestructura turística (Sánchez Rivero, 2006). Además, hay que tener en cuenta que estos recursos y factores pueden evolucionar en el tiempo, alterando sus ventajas o desventajas. Así pues, como que otros destinos también pueden realizar una propuesta turística similar, la competitividad de un determinado destino debe basarse en su sostenibilidad medio-ambiental, económica y sociocultural, con especial énfasis en los recursos que posee y que explican su especialización en determinadas actividades turísticas en las que dicho destino se muestra innovador y comparativamente más eficiente (Rodríguez, 2001).
Recientemente diversos autores (Nordin, 2003; Barozet, 2004; Prats, 2005; Novelli et al., 2006; Shih, 2006; Elorie, 2009; Merinero y Pulido, 2009; Hernández, 2011; Merinero, 2011; Prat, 2013) han demostrado la existencia de una correlación entre el grado de desarrollo del turismo en un determinado destino y la dinámica relacional generada por los actores implicados con el mismo. Así, una dinámica relacional intensa, con relaciones estables y articuladas formalmente, es esencial en la gestión activa de cualquier destino turístico. Esta dinámica relacional se basa en la creación y consolidación de una red social entre los agentes involucrados con el desarrollo de una actividad turística en el destino, creando un conjunto de nodos (personas y organizaciones) vinculados mediante una determinada relación y generando un flujo entre ellos, directamente o a través de otros terceros nodos. Por ello, cuanto mayor sea el número de vínculos existentes en la red, mayor será su conectividad e integración (Scott et al., 2008; Elorie, 2009; Hernández, 2011). Dichas relaciones pueden ser formales o informales, estables o inestables, materiales o inmateriales, conscientes y aceptadas (Fernández Quijada, 2008).
2.1.3. Sostenibilidad y desarrollo sostenible
A continuación profundizamos en los conceptos de sostenibilidad y desarrollo sostenible del turismo. Considerando que el capitalismo se ha basado en un crecimiento económico ilimitado y en el beneficio inmediato, sin respetar el equilibrio ecológico y las necesidades futuras. En los últimos años han aparecido opiniones que cuestionan esta noción de desarrollo. Este post-desarrollo trata de reducir la dependencia economicista y recuperar la sostenibilidad ecológica y la equidad social en una nueva cultura del bienestar, no basada en la acumulación de capital (Latouche, 2008). No se debe olvidar que la compleja estructura del turismo y su conexión con otras actividades, así como una afluencia masiva de visitantes, pueden provocar importantes impactos en el destino, tanto económicos como socioculturales y medioambientales (Amat, 2013). Estos impactos dependen de una serie de factores interconectados, como son el estado de conservación y las características particulares del entorno local, el tipo de turismo que se impulsa y la capacidad de la comunidad local de gestionar los recursos. (Fullana y Ayuso, 2002).
Durante décadas el turismo ha sido alabado por los beneficios económicos que aporta mediante un efecto multiplicador a otras actividades económicas locales. Por ello, las primeras investigaciones sobre los efectos del turismo se limitaban a describir las repercusiones positivas que tenía el desarrollo turístico en los territorios. Más recientemente, también se ha reconocido que el turismo lleva asociado igualmente una serie de costes para el destino (OMT, 1998; Murphy, 2000; Fullana y Ayuso, 2002). Así, entre los principales impactos económicos positivos que genera el turismo cabe destacar: los ingresos obtenidos directamente de los visitantes, los proveedores y los servicios de apoyo; la creación de empleo directo, indirecto e inducido; la renta obtenida por los residentes en forma de salarios, dividendos e intereses; el aumento de la demanda de bienes locales; la mejora de las infraestructuras; el aumento de la renta local y una mejora en su distribución. A su vez, entre los impactos negativos cabe destacar: los costes de oportunidad; los costes derivados de las fluctuaciones de la demanda; y una posible inflación derivada de la actividad turística.
La actividad turística también constituye un marco en el que entran en contacto personas con bagajes culturales y socioeconómicos muy diferentes, produciéndose impactos socioculturales. Entre los positivos destacamos: la valorización, preservación y rehabilitación de monumentos, edificios y lugares históricos; la creación de museos de interés cultural; la revitalización de formas de arte (música, literatura, teatro, danza, etc.), tradiciones locales (artesanía, festivales, folklore, gastronomía, etc.) y el intercambio cultural entre visitantes y residentes. Entre los negativos: un posible aumento de los problemas sociales (prostitución, drogas, robos, etc.); una mercantilización extrema de las tradiciones locales, sus creencias, valores sociales y normas; y una tematización-artificialización de los lugares más emblemáticos del territorio.
Además, el turismo también suele incidir sobre el medio ambiente en destinos que en muchos casos presentan unos ecosistemas frágiles, que corren el riesgo de una rápida e irreversible degradación. Así, entre los impactos positivos se puede destacar: la creación de reservas naturales; la restauración de hábitats; y la preservación de senderos. Entre los negativos: los problemas relacionados con el tratamiento de los residuos; el masivo consumo de energía y agua; la contaminación de las aguas y del aire; la contaminación acústica, visual y luminotécnica; la erosión de los suelos (causando compactación y aumento de escorrentía superficial, aumento de riesgo de desprendimientos y daños a estructuras geológicas); los daños a edificios de valor patrimonial; la destrucción de hábitats naturales; cambios en la diversidad de especies y en las migraciones; eliminación de animales por la caza o para el comercio de objetos de recuerdo; los daños en la vegetación por pisadas o por el tránsito de los vehículos; el agotamiento de las aguas subterráneas; la proliferación de incendios; un aumento de la desertización; y una urbanización masiva no integrada con el entorno, el paisaje y la arquitectura tradicional del país, pudiendo todo ello provocar importantes cambios en el en el paisaje y en territorio.
Por ello, en estas últimas décadas se ha extendido el concepto de desarrollo sostenible, que se basa en asegurar las necesidades actuales de la población sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades, tal como se especificó en 1987 en el Informe Brundtland (OMT, 1998). De este modo, a partir de los conceptos de sostenibilidad y desarrollo sostenible, aparece el concepto de «desarrollo sostenible del turismo», con el objetivo de que esta actividad pueda mantenerse en el tiempo, para lo cual es necesario obtener la máxima rentabilidad posible pero, a la vez, protegiendo los recursos naturales y patrimoniales que lo sostienen e involucrando a la comunidad local (Pérez de las Heras, 2008; Vera et al., 2011). La OMT (2008) define el desarrollo sostenible del turismo como «la satisfacción de las necesidades de los turistas y de los territorios, protegiendo y mejorando las oportunidades del futuro», es decir, conseguir la permanencia a largo plazo dentro de un mercado de referencia.
El desarrollo sostenible del turismo no solamente ayuda a conservar los recursos sino también los antecedentes económicos, sociales y culturales del territorio (Vera et al., 2011). Para ello es necesaria la participación de todos los sectores de la sociedad en la toma de decisiones y en la diferenciación de responsabilidades (Butler, 2011). Se trata de un nuevo paradigma que intenta descolonizar el imaginario colectivo, abandonar el crecimiento por el crecimiento, recuperar la autonomía y la participación local en las tomas de decisiones, reducir la huella ecológica, impulsar la economía local, administrar las limitaciones de los ecosistemas consumiendo solamente lo necesario y mejorar la equidad social (Cooper et al., 2008; Amat, 2013). Este enfoque se alinea con la postura de Hunter (2002), que sustituye la concepción idealizada de un sistema en equilibrio por un paradigma flexible y adaptable a las circunstancias específicas de cada lugar.
Ante esta nueva situación, el desarrollo turístico de un destino debe ser equilibrado y sostenible. Equilibrado para erradicar la desigualdad causada por la deslocalización industrial y el despoblamiento de los territorios en declive económico. Sostenible para utilizar de manera racional los recursos existentes en el territorio (naturales, patrimoniales, económicos y sociales), dejando la suficiente capacidad de carga para uso y disfrute de las futuras generaciones (Sabaté, 2004), generando nuevos ingresos para las economías locales, recuperando y valorizando espacios abandonados o degradados, creando otros nuevos para el ocio y la recreación y ayudando a mejorar el entorno medioambiental y el paisaje (Fullana y Ayuso, 2002; Priestley y Llurdés, 2007; Vargas, 2009; Pardo, 2010; Vera et al., 2011).
2.1.4. Clúster turístico
A continuación analizamos el concepto de clúster; que puede definirse como una concentración espacial de empresas e instituciones que están interconectadas y relacionadas a través de un determinado sector o producto, generando complementariedades y beneficios comunes (Porter, 1990). Dichas empresas pueden competir entre sí pero también cooperan. En el caso de un clúster turístico, puede considerarse un espacio geográfico en el que interactúa de forma estable e interrelacionados un grupo de agentes alrededor del producto turístico. De este modo, un clúster no es una unidad estática sino que a lo largo del tiempo surge, se transforma y puede desaparecer.
Tal como indican Cruz y Teixeira (2010), el estudio de la evolución dinámica de los clústeres y de las fases de su ciclo de vida ha sido tratado recientemente por la literatura y generalmente desde una perspectiva industrial (Brenner, 2004; Suire y Vicente, 2009; Crespo, 2011; Martin y Sunley, 2011; Wang et al., 2013). Los estudios desde la economía geográfica (Crespo, 2011; Boschma y Fornahl, 2011) ponen el énfasis en la conceptualización del clúster como un todo, profundizando en los aspectos económicos y/o territoriales. Por su parte, Menzel y Fornahl (2010) analizan la evolución del clúster teniendo en cuenta la interacción de la heterogeneidad de las organizaciones, sus diferentes bases de conocimientos y sus capacidades de aprendizaje. A su vez, autores como Boschma y Wenting (2007), Belussi y Sedita (2009) o Hervás-Oliver (2014) señalan que la evolución del clúster depende de las estrategias desarrolladas, la dinámica relacional de los agentes y la capacidad de formación y transformación de las empresas allí localizadas, además de los aspectos contextuales de los territorios en los que se alojan. Por su parte, Weidenfeld, Butler y Williams (2011) analizan el clúster desde el punto de vista de la cooperación entre los actores y las complementariedades así obtenidas y, mientras que Parra y Santana (2011) lo hacen focalizándose básicamente en la innovación turística, Gormsen (1981, 1997) trabajaba ya el proceso evolutivo a partir de los resorts turísticos litorales.
Las características de las etapas del ciclo de vida de un clúster varían según los autores que analizan el fenómeno (Van Klink y De Langen, 2001; Lorenzen, 2005; Menzel y Fornahl, 2010), aunque todos coinciden en que las fases fundamentales son: inicio, crecimiento, madurez y declive. Así, al principio de su desarrollo el clúster suele estar formado por pequeños establecimientos poco relacionados entre sí. Después, la mayor cooperación entre los establecimientos, el aumento de las relaciones con los otros agentes presentes en el territorio y la propia competitividad ayudan a su consolidación. En consecuencia, en la fase de inicio aún no se ha definido un punto focal, por lo que cada establecimiento entrante incrementa la heterogeneidad del clúster, la cual sólo se reduce cuando éste alcanza una determinada masa crítica. El reducido número de establecimientos presentes hace que no existan todavía fuerzas de aglomeración y que las redes relacionales sean inestables (Ter Wal y Boschma, 2011). Al no estar consolidado, su futuro es incierto. Si sobrevive, poco a poco aumenta el número de establecimientos turísticos, por lo que el clúster se va consolidando, disminuyendo la incertidumbre y la heterogeneidad de la fase anterior, estabilizándose las relaciones en las redes, aumentando la especialización y la innovación y generándose sinergias positivas entre sus miembros (economías de aglomeración). Con el tiempo crece la imitación y la competencia, y el potencial de innovación se reduce debido a la fuerte especialización y la concentración en unas pocas empresas. El clúster, ya estabilizado, se encuentra en una fase de madurez, donde la competencia es principalmente por precio, lo que puede conducirle a su declive, provocando que las empresas menos eficientes se marchen y entren otras nuevas. En este caso el clúster tiene pocas entradas pero muchas salidas, presentando una alta especialización y unas redes cerradas y con relaciones muy estables. Finalmente, el clúster puede entrar en una nueva fase de renovación, con nuevas innovaciones, nuevos crecimientos y nuevas relaciones (Menzel y Fornahl, 2010; Crespo et al., 2014). En este sentido habrá mostrado su resiliencia frente a las dificultades.
Así pues, en los párrafos anteriores hemos apuntado que se ha producido un cambio en la sociedad, donde han influido una serie de factores exógenos al sistema turístico más que las propias acciones endógenas (Álvarez, 2004; Navarro, 2015). Así, primero ha habido un aumento del consumo turístico y del consiguiente gasto en actividades de ocio, favorecido por la mayor disponibilidad de tiempo libre y el mayor poder adquisitivo de la población, las nuevas tecnologías, los medios de transporte y los viajes «low-cost», los cambios en las estructuras demográficas (población envejecida pero con disponibilidad para viajar, familias postnucleares, etc.), el mayor nivel cultural, la publicidad y la promoción de la imagen de los destinos, el cada vez más importante papel de los hijos en la elección de los viajes, la globalización, las nuevas corrientes ideológicas (como la sostenibilidad medioambiental, la equidad social y la búsqueda de la autenticidad cultural), la mayor experiencia de los turistas, el aumento del individualismo y de la necesidad de personalizar los viajes, los cambios en los roles sociales (ser diferentes de la vida cotidiana, desencorsetarse temporalmente de las clases sociales históricas), los valores post-materialistas, la necesidad de interconectarse con otras culturas, la polarización de los gustos (comodidad y seguridad en los viajes frente a aventura y riesgo), la búsqueda de nuevas emociones y la emergencia de una nueva «sociedad del ensueño», dónde lo importante es fabricar productos basados en aspectos diferenciales que añadan distinción a la calidad del proceso.
Después, con la crisis económica de estos últimos años, en nuestra sociedad, donde priman las experiencias vividas, las sensaciones inolvidables y las emociones profundas (Navarro, 2015), la pérdida de renta disponible ha provocado la necesidad de elegir detalladamente los destinos turísticos teniendo muy en cuenta el coste de los viajes pero sin abandonar la actividad turística. Los riesgos actuales son distintos a los del pasado y el turismo está afectado por ellos, como por ejemplo la posibilidad de desastres ecológicos, los actos terroristas y las guerras. Sin embargo, con el tiempo el turismo es una actividad que se recupera y suele seguir el camino que se esperaba antes de las crisis (Vélez, 2010).
Además, también están cambiando los gustos de la demanda extranjera, que inicialmente venía a España atraída por el sol y la playa, pero que ahora desea consumir también otros productos turísticos basados en aspectos diferenciales de los lugares, principalmente el aspecto natural y cultural, y reclamando una mayor actividad en lugar de la tradicional pasividad de la visita (Tynsley y Lynch, 2001).
Ante este nuevo contexto también es muy importante tener en cuenta la satisfacción que experimenta el turista con el diseño del viaje en todas sus fases («pre», «durante» y «post») ya que puede repetir la visita y, lo que es más importante, puede ser un buen prescriptor del destino para futuros visitantes. Al respecto, no hay que olvidar que el concepto de satisfacción tiende a definirse como un juicio de naturaleza cognitiva-afectiva que se deriva de la experiencia del individuo con el servicio turístico y con sus experiencias previas, ya que es la respuesta que éste da a un proceso cognitivo donde compara el viaje realizado con sus expectativas (Castaño et al., 2006). Por ello es fundamental que los agentes locales involucrados con el desarrollo del turismo conozcan cuales son estas experiencias, pues adquieren gran importancia en la formación de la satisfacción del consumidor.
Así, los territorios de interior dinámicos, con el objetivo de diversificar su economía, apuestan por favorecer el turismo sostenible a partir de sus recursos naturales y culturales. Incorporan los nuevos gustos de los consumidores y los cambios sociales, de manera que, en estos destinos se pueda formar un clúster alrededor de un determinado producto turístico. El clúster deberá contar con un conjunto de productores (equipamientos turísticos, alojamientos, restauración, transportes, animación, museos, monumentos y edificios singulares, comercio local), distribuidores y/o facilitadores del viaje (agencias de viaje, portales especializados de internet, guías turísticas, oficinas de turismo) y consumidores (visitantes y turistas) (Figura 6). En dicho clúster se acabaran estructurando redes sociales entre los agentes, generándose relaciones de colaboración entre todos los agentes involucrados con este turismo (Gunn, 1994; Tynsley y Lynch, 2001).
FIGURA 6 Esquema de clúster turístico
Fuente: elaboración propia
En algunos territorios puede ser de utilidad un enfoque basado en los micro-clústeres turísticos. Se trata de una concentración geográfica de un pequeño número de establecimientos relacionados con un producto turístico en un determinado espacio. De este modo las interacciones de complementariedad generadas ayudan a desarrollar dicho producto gracias a la combinación de servicios que proporcionan una experiencia singular al turista. Este tipo de clústeres se benefician de las economías de escala, amplían la base del mercado y diversifican la gama de posibilidades de las actividades económicas del territorio. Su éxito dependerá de la capacidad que tenga la comunidad local para desarrollar actividades complementarias entre los agentes incorporados al micro-clúster. (Michael, 2007; Sáez, 2009).
El modelo micro-clúster turístico, se orienta a obtener beneficios socioeconómicos relativamente rápidos en las comunidades de las zonas interiores que se han visto afectadas por un declive socioeconómico y presentan escasas posibilidades de crecimiento a largo plazo. El clúster, ayuda a posicionar competitivamente un destino a través de la especialización en nichos de mercado. Pero como señala Michael (2007), para iniciar la formación de un micro-clúster es necesario encontrar el mecanismo que aglutine un conjunto de actividades complementarias. Por ello, en el contexto actual los micro-clústeres pueden constituir un marco que proporcione a las pequeñas empresas turísticas oportunidades innovadoras para operar localmente con ciertas garantías de éxito a medio plazo, aunque para que esto suceda es necesario que la comunidad local se implique con intensidad en las actividades turísticas (Sáez, 2009). Es necesario ser realistas y no olvidar que las actuales dinámicas acaparadoras, concentradoras y desposeedoras del mercado capitalista neoliberal plantean las mismas contradicciones y amenazas de turistización, también en los espacios de interior, y obligan a desarrollar estrategia de readaptación con alto nivel de innovación y resiliencia; nunca fáciles de conseguir.
2.2. Resiliencia territorial. Conceptos y características
Un destino turístico se caracteriza por su pertenencia a un sistema complejo, con una estructura reticular supra-local donde se interconectan los distintos actores que forman parte del sistema (Comas y Guía, 2005; Heidsieck y Pelletret, 2012; Amat, 2013) y donde los espacios en que se mueven dichas relaciones son variados (Yeung, 2000). Cualquier impacto es un suceso más o menos inesperado, o una sucesión de eventos naturales o antrópicos, de carácter interno o externo, positivos o negativos. Esta situación de impacto puede generar una crisis con mayor o menor consecuencias en función de la resiliencia del destino (Amat, 2013). Las crisis o incidencias pueden provocar un cambio más o menos sustancial en el destino, afectando al medio ambiente, al paisaje, a los visitantes, a los agentes y a la comunidad local. En cuanto al turismo, el conjunto de factores externos que generan crisis y que afectan a este sector es muy variado, por ser un sector transversal con influencia en otros muchos sectores (Goeldner et al., 2000)7.
Ante esta circunstancia, el concepto de resiliencia8 ha adquirido gran interés para los investigadores en turismo, por la necesidad de comprender la capacidad de la sociedad para hacer frente a las crisis, alteraciones y cambios. (Farrell y Twining-Ward, 2004; Ritchie, 2004, 2009; De Sausmarez, 2007; Paraskevas y Arendell, 2007; Plumer y Armitage, 2007; Smith y Henderson, 2008; Stadel, 2008; Tyrrell y Johnston, 2008; Chang, 2009; Sancho y Vélez, 2009; Strickland-Munro, Allison y Moore, 2010; Biggs, Hall y Stoeckl, 2011; Hague, 2011).
Las sucesivas crisis económicas y medioambientales, el uso de las nuevas tecnologías, la mejora en las comunicaciones, el cambio en procesos y procedimientos industriales, la aplicación de nuevos materiales y los cambios demográficos han tenido gran repercusión en los territorios, especialmente en los de interior. Así, por ejemplo, áreas cuya actividad estaba centrada en la industria han experimentado una fuerte crisis, cambio y declive lo que ha comportado un declive económico, social y territorial, con el cierre de fábricas y minas, paro y emigración. Sin embargo, con el tiempo estos territorios han emergido con su propia resiliencia, produciéndose una reconversión de las actividades económicas, de modo que en algunos casos se han revertido o minimizado dichos impactos, estabilizando la población, mejorando su calidad de vida y aumentando la cohesión social interna. Este enfoque socio-ecológico de la resiliencia territorial, que ha sido abordado académicamente por autores como Hopkins (2008, 2010), Cork (2009), Edwards (2009), Hudson (2010), Polèse (2010) y Wilding (2011), establece nuevos escenarios de estabilidad social, económica y ambiental (Walker, Holling y Carpenter, 2004).
En el ámbito territorial la resiliencia puede definirse como la capacidad de un territorio para crecerse ante los retos (Amat, 2013). Un destino turístico es resiliente si se constituye en un espacio geográfico homogéneo, que sea atractivo para visitar, tenga una oferta estructurada de atractivos turísticos, presente una imagen de marca integradora y cuente con una planificación estratégica que favorezca el desarrollo y la promoción del destino desde el sector público y privado incorporando a la mayoría de los actores (Cànoves, et. al, 2014) (comunidad local, organizaciones empresariales, instituciones públicas, gobierno local y regional, asociaciones locales, centros de investigación y turistas) (Valls, 2004). Para Hopkins (2008) la resiliencia de un territorio está en función de la diversidad de los actores involucrados, los usos y estrategias, la modularidad (la gestión participativa) y su capacidad de retroalimentación. Sin embargo, para Hudson (2010) la resiliencia depende de la huella ecológica, la autosuficiencia y el grado de vulnerabilidad ante los impactos internos y externos9.
Para la Resilience Aliance (2007) la resiliencia depende de: los flujos metabólicos de la huella ecológica (bienestar para el consumidor-residuos); las dinámicas sociales, demográficas (densidad-migraciones-envejecimiento-dependencia) y socio-laborales (empleo-especialización-productividad-igualdad-formación); las características del medioambiente construido (usos del suelo-usos económicos-paisaje); y las redes de gobernanza (colaboración y participación de los agentes-participación comunitaria en la gestión local-distribución de los servicios-identificación autóctona). Como puede apreciarse, bajo este enfoque socioecológico la resiliencia da gran importancia a la conservación y equilibrio de los ecosistemas y a la calidad de vida, aumentando la participación de la comunidad local en la gobernanza del territorio y promoviendo un acceso equitativo a los recursos y servicios (Amat, 2013).
Otro enfoque es el economicista neo-liberal (Hudson, 2010; Méndez, 2012), que considera que el desarrollo económico de un territorio está sujeto a todo tipo de interrupciones y disfunciones, por lo que se producen recesiones económicas cíclicas, entradas de nuevos competidores, cierre de fábricas y cambios tecnológicos importantes (Simmie y Martin, 2010). Bajo este enfoque la resiliencia es la capacidad de volver a un equilibrio estable anterior o asentarse en un nuevo estado después de un disturbio (Christopherson et al., 2010; Méndez, 2012). Este enfoque se focaliza en las mejoras en el empleo, las tasas de crecimiento, el Producto Interior Bruto (PIB), la renta disponible, el consumo, las inversiones, la formación, la tasa de paro, la calidad de vida, el flujo demográfico, la productividad, la flexibilización y la diversificación industrial (Ficenec, 2010). Autores como Polèse (2010) añaden el buen clima empresarial y una buena posición del área de mercado.
De este modo la resiliencia de un territorio depende de las estructuras heredadas (infraestructuras, equipamientos, empresas, nivel de formación), los agentes (empresarios, trabajadores, sector público, sociedad civil), los recursos (humanos, financieros, naturales, patrimoniales), la dinámica relacional interna y externa (generando capital social), la capacidad de absorber conocimiento y mejorar el grado de influencia, la competencia interterritorial, las inversiones externas, la innovación material y social y la gobernanza y las estrategias locales.
Otros autores, como Sancho y Vélez (2009) y Biggs, Hall y Stoeckl (2011), definen la resiliencia como la capacidad de los sistemas turísticos para recuperar los equilibrios ante cualquier perturbación o para absorber esfuerzos o fluctuaciones externas teniendo en cuenta sus habilidades autoorganizativas. Por su parte, Ficenec (2010) plantea una serie de factores orientados a una mayor resiliencia basados en la estructura económica de los territorios, como es la presencia de un capital humano altamente cualificado, el capital organizativo y el potencial de sus industrias; así como su diversidad y flexibilidad. Asimismo, para Méndez (2012, 2013), la capacidad de resiliencia de un territorio se compondrá, en primer lugar, de sus recursos materiales (sus infraestructuras y equipamientos, sus recursos naturales y culturales, su capital productivo en forma de empresas, o su capital humano en forma de niveles formativos). En segundo lugar se sitúan los actores (sector público, empresarial y sociedad civil), cuya densidad y presencia desigual condicionará las posibilidades de enfrentar las situaciones de crisis. En tercer lugar, las redes socioeconómicas (capital social y gobernanza) refuerzan la competitividad del entorno y facilitan la cooperación, ayudando a generar el sentido de comunidad e identidad e interconectándose con otras redes exteriores y multiescalares. En cuarto lugar, las estrategias locales y el esfuerzo innovador material y social, incluyendo una participación más activa de la población en las tareas de gestión.
Abundando en este tema, Amat (2013) indica que el crecimiento ilimitado es imposible («un crecimiento infinito es incompatible con un Planeta finito», Latouche, 2008) y la sobrepoblación urbana y una amplia urbanización territorial multiplican los flujos migratorios, produciéndose una gran modificación antrópica del suelo y creciendo el consumo de agua y energía, multiplicándose los residuos, expandiéndose el uso de las nuevas tecnologías, especialmente la informática y las telecomunicaciones, mejorando las infraestructuras y los transportes, aumentando el comercio internacional y la producción industrial a gran escala y produciéndose importantes cambios en el sistema ecológico, con un alto riesgo de sobrepasar su umbral de seguridad (cambio climático, acidificación de los océanos, perdida de ozono en la atmósfera, reducción de la cantidad disponible de agua dulce, pérdida de biodiversidad, cambios en la cobertura del suelo, contaminación química y atmosférica y cambios en los ciclos del nitrógeno y del fósforo) (Rockström et al., 2009). Por ello, en la actualidad se ha modificado el concepto de resiliencia territorial, la cual ha pasado a ser considerada como la suma de los dos enfoques económico y socioecológico, ya que un desarrollo sostenible no está ligado inevitablemente a un crecimiento sostenido y un cambio de rumbo puede también convivir con un decrecimiento (Taibo, 2009).
Ante esta situación se han desarrollado dos tendencias en la aplicación del concepto de resiliencia en los estudios territoriales. La primera corresponde a las respuestas que ofrecen los territorios frente a los desastres coyunturales de origen natural o humano, mientras que la segunda se refiere a la capacidad de las entidades territoriales para enfrentar procesos de declive y transformarse, iniciando una nueva etapa en la que se entremezclan rasgos heredados del pasado, transformados total o parcialmente, junto con otros nuevos (Polèse, 2010; Méndez, 2012). Por todo ello es fundamental que el desarrollo turístico de un destino sea sostenible medioambiental, económica y socioculturalmente, con nuevos productos que sean competitivos, satisfagan las nuevas demandas de los turistas y tengan la suficiente capacidad de atracción de los flujos globales de capital (Hudson 2010).
A nivel comunitario enfocarse en la resiliencia significa poner mayor énfasis en qué es lo que las comunidades (en nuestro caso los destinos y/o clústeres turísticos) pueden hacer por sí mismas y cómo se pueden fortalecer sus capacidades, antes que concentrarse en su vulnerabilidad ante el desastre o sus necesidades en una emergencia. Además, el nivel de resiliencia de una comunidad también está influido por capacidades existentes externas, tales como las infraestructuras públicas y las actividades socioeconómicas y políticas con el mundo que las rodea (Gutiérrez, 2013).
No hay que olvidar que ante cualquier perturbación10 un destino puede responder de forma diferente, teniendo en cuenta que cuanto mayor es la resiliencia menores son los cambios (Simmie y Martin, 2010). Así, en la Figura 7 se puede observar como el nivel de funcionamiento de un destino turístico consolidado y estable (nf), después de recibir el impacto, y al cabo de un cierto tiempo para su mayor o menor recuperación (Tr), puede seguir diferentes alternativas: mejorar el nivel de funcionamiento que tenía antes de recibir el impacto (a); recuperar el nivel anterior («reequilibrio») (b); sobrevivir con un nivel algo inferior (c) o declinar (d) (Lew, 2012).
FIGURA 7 Posibles alternativas de recuperación ante un impacto en un destino consolidado y estable
Fuente: Lew, 2012
En el caso de un destino con un desarrollo creciente y consolidado, después del impacto (i) pueden presentarse diversas alternativas (Figura 8) en la evolución del nivel de desarrollo (nd) del destino. Así, en el caso (a) se observa como después del disturbio, y del consiguiente tiempo de recuperación, el nivel de desarrollo retorna a la situación anterior de crecimiento estabilizado. En el caso (b) se presenta un decrecimiento posterior estabilizado y en el caso (c) hay un decrecimiento posterior no estabilizado. Finalmente, en el caso (d) hay un fuerte crecimiento posterior no estabilizado, pero superior al ritmo de crecimiento que había antes de producirse la perturbación. Además, los casos (b), (c) y (d) muestran como los impactos causan un cambio del sistema hacia otro régimen de conducta, mientras que en el (a) se regresa al mismo régimen anterior. Sin embargo, en el caso (b) el nuevo régimen se encuentra estabilizado, aunque con un crecimiento inferior anterior al impacto; lo que es típico de un enfoque ecológico donde predomina la adaptabilidad, ya que este tipo de sistemas tienden por naturaleza a un nuevo equilibrio después de un disturbio, mientras que los sistemas con un enfoque económico crean ciclos adaptativos ecológicos evolutivos, con cambios permanentes que dependen de las acciones de cada agente individual (Holling y Gunderson, 2002; Pendall et al., 2010; Simmie y Martin, 2010).
FIGURA 8 Posibles respuestas ante un impacto en un desarrollo territorial creciente
Fuente: Simmie y Martin, 2012
A su vez, Simmie y Martin (2010) y Martin (2012) afirman que es posible integrar el concepto de resiliencia en la nueva Geografía Económica Evolucionista si se opta por su acepción adaptativa, que la define como la capacidad de un sistema para adaptar su estructura y funcionamiento al impacto, como puede ser el caso de una crisis económica. De esta manera, un territorio resiliente sería aquel que adapta sus recursos al cambio y logra mantener o aumentar su prosperidad y su tendencia al crecimiento en el largo plazo, como ocurre en los casos (a) y (d), mientras que un territorio no resiliente no absorbe el impacto en su integridad y, como consecuencia, ve mermada su trayectoria de crecimiento a largo plazo y corre el riesgo de quedarse atrapado en una senda evolutiva sub-óptima, como pasa en los casos (b) y (c) (Sánchez Hernández, 2012). Asimismo, la magnitud de los impactos producidos en un destino turístico está estrechamente relacionada con la vulnerabilidad de estos territorios, lo que ha llevado a la necesidad de identificar mecanismos que permitan disminuir los efectos de dichas perturbaciones y sirvan de oportunidad para el futuro desarrollo del destino. Por ello Ecoespaña y WRI (2009) definen la resiliencia de un destino turístico como su capacidad para absorber alteraciones y recuperarse ante ellas, saliendo fortalecidos con posterioridad. Asimismo, el Stockholm Resilience Centre (SRC) señala que se trata de la capacidad a largo plazo de un territorio para afrontar cambios y continuar evolucionando (Amat, 2013).
En ocasiones el disturbio no se produce una sola vez sino que se repite sucesivamente, pudiendo reducir o aumentar su severidad. Por ello, Lew (2012; 2013) señala que se puede enfocar la resiliencia de un destino turístico como la vuelta al estado anterior al impacto (el denominado «enfoque desde la ingeniería»), con autores como Fünfgeld y McEvoy (2012); o la oportunidad de aprender del disturbio para preparase ante los futuros impactos volviendo al anterior equilibrio o alcanzando otro nuevo («enfoque desde la ecología»), con Ranjan (2012) y Russel y Griggs (2012); o bien la ocasión para resistir, transformarse y adaptarse en mejor situación que antes a las nuevas circunstancias mediante ciclos adaptativos ecológicos («enfoque transformacional»), con Davidson (2010), Davouidi (2012) y Martin (2012).
En estos últimos años han empezado a aparecer trabajos académicos que abordan con profundidad el estudio de la resiliencia territorial (Holling y Gunderson, 2002; Rose y Liao, 2005; Briguglio et al., 2006; Mc Glade et al., 2006; Foster, 2007; Pendall et al., 2010; Hill et al., 2008; Ormerod, 2008, Tyrrell y Johnston, 2008; Simmie y Martin, 2010, Vélez, 2010; Davidson, 2012; Davoudi, 2012; Fünfgeld y McEvoy, 2012; Lew, 2012, 2013; Martin, 2012; Ranjan, 2012; Russel y Griggs, 2012; Sánchez Hernández, 2012; Horrach, 2014; Luthe y Wyss, 2014; entre otros). Sin embargo sus enfoques varían. Así, para Mc Glade et al. (2006) la resiliencia puede equipararse a su elasticidad, es decir, su capacidad para absorber las perturbaciones sin experimentar grandes transformaciones. Sin embargo, para Foster (2007) la resiliencia de un territorio es su capacidad para anticiparse, prepararse, responder y recuperarse ante un disturbio, mientras que Hill et al. (2008) se focalizan solamente en analizar la disponibilidad del territorio para recuperarse satisfactoriamente de los impactos a su economía. Para otros autores como Tyrrell y Johnston (2008) y Luthe y Wyss (2014) la resiliencia de un territorio está formada por una interrelación de sus sistemas socio-económicos y ecológicos. Por su parte, Holling y Gunderson (2002), Pendall et al., (2010), Simmie y Martin (2010), Vélez (2010), Davoudi (2012), Davidson (2012) y Horrach (2014) orientan sus trabajos hacia el análisis de los ciclos adaptativos ecológicos como modelo de resiliencia regional. Así, Holling y Gunderson (2002) afirman que en el desarrollo regional y la administración de ecosistemas se dan tres propiedades (dimensiones) y cuatro fases que modelan las respuestas de los ecosistemas, las instituciones y las sociedades.
Dichas propiedades son (Figura 9):
a) Dimensión Potencial. Representa el potencial disponible para el cambio, ya que eso condiciona el rango de opciones posibles.
b) Dimensión Conectividad. El grado de conectividad entre los agentes mide el grado de rigidez o flexibilidad del sistema y su sensibilidad a las variaciones internas o externas.
c) Dimensión Resiliencia. La resiliencia del sistema da una medida de su vulnerabilidad a situaciones inesperadas o impredecibles.
FIGURA 9 Propiedades del ciclo adaptativo
Fuente: Vélez, 2010
Así pues, a medida que se suceden las fases del ciclo adaptativo la resiliencia se expande y se contrae, ya que es dinámica a lo largo del tiempo. Estos ciclos adaptativos del sistema turístico presentan cuatro fases evolutivas distintas a lo largo de su desarrollo (Figura 10). La resiliencia se contrae progresivamente a medida que el ciclo se mueve hacia la fase k (consolidación y estancamiento) donde el sistema se convierte en más frágil. Luego se expande progresivamente mientras el sistema se mueve hacia la fase k (reorganización y renovación) para preparar los recursos a fin de iniciar un nuevo ciclo de crecimiento en la fase r (explotación y crecimiento). En la fase de «reorganización» (α) se encuentran las innovaciones y la reestructuración del sector, por lo que la resiliencia y el potencial son altos pero la conectividad todavía es baja. En esta fase se modernizan las infraestructuras, se da formación empresarial y profesional a los trabajadores del sector, se coordina la cooperación entre los agentes públicos y privados y se intenta mejorar la calidad de vida de la población.
En la fase (r) (la de «explotación») se generan nuevas oportunidades y se produce un crecimiento, por lo que presenta unas bajas conectividad, resiliencia y potencial. En esta fase se intensifica la promoción del destino, aumenta el número de turistas especialmente internacionales y se incrementa el número de residentes. A continuación, en la fase de «consolidación» (k) predomina la estabilidad y se muestra una alta conectividad y potencial, aunque su resiliencia es baja. En esta fase se produce una alta concentración inmobiliaria y de turistas, se empiezan a producir problemas medioambientales, se crean barreras de entrada a las empresas competidoras y el destino empieza a estar maduro. La fase siguiente, la de «declive» (Ω), puede conducir a un «colapso» que puede desembocar en la destrucción (fase r) o a una «liberación» que llevará al resurgimiento y renovación del destino (fase α). Presenta una baja resiliencia y un bajo potencial, pero su conectividad es alta. En ella se constata el deterioro medioambiental y paisajístico producido por la excesiva aglomeración de turistas y la fuerte expansión de las segundas residencias, la falta de inversiones en mejoras para potenciar la calidad del destino, sus productos e instalaciones, la reducción de las expectativas profesionales y laborales, el aumento del pesimismo empresarial, la llegada de un turismo de menor calidad, unos servicios peores y, en conjunto, el deterioro de la imagen del destino.
FIGURA 10 La resiliencia y el ciclo adaptativo del sistema turístico
Fuente: Vélez, 2010
Por tanto se puede definir la resiliencia como las condiciones de un sistema adaptativo complejo donde las estabilidades pueden transformar el mismo para que presente otro régimen de comportamiento (Holling, 1986). Así, mediante el ciclo adaptativo, un ecosistema muestra que es sostenible, los ciclos se repiten y mantiene su capacidad de crear, probar y mantener el potencial adaptativo (Gunderson y Holling, 2002) entendiendo la resiliencia como capacidad de renovación, reorganización y de desarrollo, por lo cual, aunque estos aspectos sean poco analizados, son esenciales para el discurso de la sostenibilidad (Walker et al., 2006).
A su vez, Sánchez Hernández (2012) indica que cada crisis tiene su propio patrón regional, por lo que ante los disturbios los territorios, en función de su grado de sensibilidad y de su nivel de crecimiento, pueden ser: resistentes (A), adaptados (B), flexibles (C) e inadaptados (D). Los primeros presentan un crecimiento lento y una sensibilidad baja. Los segundos mantienen la sensibilidad baja pero su grado de crecimiento es mayor. Los terceros tienen un crecimiento rápido y una sensibilidad alta. Los cuartos presentan un crecimiento bajo y una sensibilidad alta. De esta manera, los territorios de los tipos A («resistentes») y D («inadaptados») son los que más dependen de la economía productiva (sectores primario y secundario), mientras que los del tipo B («adaptados») basan su economía en los servicios y el turismo, y los del C («flexibles») se encuentra en una etapa de transición hacia otro modelo económico algo diferente (Martin, 2012).
Así pues, en turismo, el concepto de resiliencia territorial se entiende como la capacidad de los destinos turísticos para recuperar los equilibrios o para absorber los impactos y crisis, teniendo en cuenta su situación anterior, sus recursos, las propias habilidades organizativas, la adaptabilidad de su estructura y de su funcionamiento. De esta manera un destino turístico resiliente es aquel que es capaz de prever y anticiparse a las crisis, creando nuevas habilidades y condiciones que le permitan salir reforzado de las mismas (Sancho y Gutiérrez, 2010; Vélez, 2010). Todo ello sin olvidar que los factores que facilitan la resiliencia del destino son sus capacidades (desarrollo económico, socioculturales y ambientales), sus conexiones (relaciones y cooperación, comunicaciones y transportes, competencia y competitividad, grado de innovación en los productos y servicios turísticos y adaptación a las nuevas tecnologías) y sus propiedades (recursos disponibles, existencia de un clúster empresarial alrededor del turismo, imagen del destino) (Sancho y Gutiérrez, 2010; Vélez, 2010).
La gestión de la resiliencia requiere un trabajo conjunto entre los diversos actores que intervienen en los territorios en materia turística, en que la gobernanza orientada hacia la resiliencia adquiere gran importancia. La implicación en materia de resiliencia de los actores relevantes en los destinos, como el gobierno local, los residentes y los turistas, permitirá contar con destinos cohesionados y coordinados hacia el logro final que es contar con herramientas y mecanismos necesarios para identificar y fortalecer las debilidades del sector con el objetivo de estar preparados ante eventuales situaciones adversas. Por tanto, contar con una débil capacidad de resiliencia aporta vulnerabilidad al destino, y ello puede exponer a los territorios a impactos mayores ante cualquier tipo de alteraciones.
Además, a lo largo del tiempo se van sucediendo los impactos sobre un determinado territorio o destino, provocando sucesivos ciclos adaptativos, con nuevas recuperaciones y reorientaciones si se desea sobrevivir a las adversidades (Figura 11). El turismo no es ajeno a este fenómeno, ya que, en general, se ha visto afectado por diversas crisis generadas por impactos más o menos previsibles y otros que han sido más inesperados.
FIGURA 11 Secuencia de ciclos adaptativos de recuperación
Fuente: elaboración propia a partir de Vélez (2010)
En este capítulo hemos sentado las bases del marco teórico, en el siguiente se presentan la metodología utilizada y los casos de estudio.
1. Muchas investigaciones se han centrado en la oferta (Pearce, 1989; Hu y Ritchie, 1993; Martin, 2000; Brunetti, 2002; Buhalis, 2003; Dredge, 2006; Pearce, 2012; Gallego et al., 2013, entre otros), mientras que hay autores que se han focalizado en la demanda (por ejemplo, Leiper, 1990).
2. Puede verse una relación más exhaustiva de modelos en De Oliveira (2007) y Panosso y Lohmann (2012).
3. Este modelo se ha mejorado posteriormente con múltiples adaptaciones, destacando las del propio Leiper (1990), Palhares (2002), Buhalis (2003) y Pérez et al. (2003), que consideran el sistema turístico como un ecosistema donde también se tienen en cuenta los cambios que está experimentando el modelo de negocio turístico desde la perspectiva empresarial y las influencias e impactos producidos por las nuevas tecnologías y la globalización.
4. Desarrollada por Bertalanffy (en De Oliveira, 2007; Panosso y Lohmann, 2012).
5. La protección de los paisajes es fundamental para mantener su atractivo turístico (Cànoves, Herrera y Villarino, 2005) sin hipotecar gravemente su calidad paisajística, territorial y ambiental, y teniendo muy presente su sostenibilidad y adaptación a los cambios de coyuntura turística (Vera et al., 1997).
6. Este modelo fue criticado por otros autores, como Hjalager (2002), ya que lo consideraban demasiado descriptivo y estático, sin embargo se ha revelado muy útil a la hora de planificar mejoras en un destino turístico.
7. Sin embargo, la sensibilidad del turismo a un amplio abanico de factores no hace a la industria turística más débil que otras, pues se ha comprobado que el sector turístico es una industria resistente ante las crisis y su recuperación es más rápida que en otros sectores (Pike, 2004).
8. Inicialmente se consideraba la resiliencia como la capacidad de resistencia de un material y su grado de recuperación de la situación previa tras un disturbio o impacto. Este concepto, básicamente físico, ha ido evolucionando con el tiempo, pasando a considerarse como la capacidad de resistir y adaptarse a una nueva situación que le refuerza y disminuye su vulnerabilidad. Es decir, se ha pasado del concepto de «volverá» al de «adaptarse y mejorar». Así pues, la resiliencia analiza la capacidad de un sistema para absorber perturbaciones y reorganizarse mientras experimenta el cambio, conservando esencialmente la misma función, estructura e identidad (Walker, Holling y Carpenter, 2004; Gutiérrez, 2013).
9. Así, por ejemplo, si nos fijamos en la huella ecológica (la generación de recursos menos el consumo de recursos más la producción de residuos y menos la absorción de residuos), actualmente a nivel mundial hay un déficit ecológico del 50% (es decir, está predominando la generación de residuos), aunque con un fuerte desequilibrio territorial en el consumo de recursos y en la producción de residuos, ya que el consumo en los países desarrollados es de 3,2 a 9,6 Ha/persona mientras que en los países en vías de desarrollo es de 0,5 Ha/persona (Amat, 2013).
10. Para Sharpley (2005) las fuerzas externas que amenazan al turismo son cinco: factores políticos, terrorismo, seguridad, protección personal, factores económicos y desastres naturales-medioambientales, aunque para Muñiz y Brea (2010), a pesar de que los tipos de crisis están vinculados a la seguridad, higiene, tecnología, gestión y desarrollo de los destinos turísticos, es difícil disminuir la aparición de las crisis, lo que dificulta la definición de los tipos de crisis que se podrían desarrollar, debido al gran número y tipo de éstas.