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Оглавление1. LA INFLUENCIA DE LAS REVISTAS POLÍTICAS: CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO, TRIUNFO Y LA CALLE
Javier Muñoz Soro Gloria García González
Cuando en 1962 José Ángel Ezcurra trasladó la redacción del semanario cinematográfico Triunfo desde Valencia a Madrid para reconvertirlo en una revista cultural al estilo de Paris Match, no podía sospechar que en unos pocos años acabaría siendo una revista emblemática entre los muy diversos colectivos de la izquierda antifranquista (Alted y Aubert, 1995: 384). Que otra revista mensual fundada al año siguiente por un eminente miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), exembajador ante la Santa Sede y exministro de Educación Nacional, tuviera una evolución en gran medida paralela habría parecido aún más sorprendente, antes que a nadie, a su propio fundador, Joaquín Ruiz-Giménez. Su título, Cuadernos para el Diálogo, no podía ser más transparente sobre la naturaleza instrumental de aquella austera publicación y sobre el espíritu que la animaba, tras la muerte del papa Juan XXIII y el comienzo del Concilio Vaticano II.
DOS REVISTAS EN BUSCA DE UNA TRANSICIÓN
Triunfo y Cuadernos para el Diálogo eran revistas muy distintas en su lenguaje y sus contenidos. Si la primera se especializó en el comentario del panorama internacional, a menudo con una doble lectura interna para el cómplice lector, la segunda abordaba temas nacionales con abundantes citas de la doctrina católica que, junto a la personalidad de su fundador, la protegían de la censura hasta cierto límite nunca bien precisado.1 Triunfo fue una revista cultural muy atenta a las tendencias que llegaban del otro lado de los Pirineos; Cuadernos analizaba la legislación y las instituciones de la dictadura con un tono jurídico, sesudo y prudente, pero de gran fuerza deslegitimadora. Ambas fueron espacios de sociabilidad intelectual y puentes generacionales entre quienes habían vivido la guerra, como combatientes o como niños, y las cohortes nacidas después. Cada una con su estilo, las dos revistas se convirtieron durante los años sesenta en referentes imprescindibles de esa generación de jóvenes universitarios que empezaba a manifestar en público sus ansias de consumo cultural, de justicia social y de cambio político. Según la Encuesta sobre hábitos de lectura, radioaudición y televisión, elaborada por el Instituto de la Opinión Pública en 1970, aparecían como las de mayor difusión entre estudiantes, licenciados y profesores universitarios, en particular entre los menores de 35 años.2
Las revistas habían ocupado una parte del enorme vacío dejado por los diarios, controlados por el Estado o por los grandes grupos católicos y monárquicos integrados en el bloque de poder franquista. Su precariedad, paradójicamente, las hacía más fuertes para ejercer las funciones informativas y críticas propias de la prensa, aunque muchas sucumbieran en el empeño por los embates de la censura, las sanciones administrativas y las causas penales que se mantuvieron tras la nueva Ley de Prensa de 1966. Ello las convirtió en algo más, en señas de identidad de los jóvenes de orientación izquierdista, que conectaron con las inquietudes y las luchas de sus contemporáneos europeos y americanos. La España franquista se abría cada vez más al exterior por los intercambios económicos y culturales, por la emigración, el turismo y la dificultad cada vez mayor de impedir los flujos de información a través de los medios de comunicación modernos.
En esto coincidían con la multitud de revistas políticas que inundaban Europa por esos mismos años alentadas por el crecimiento económico y que, de manera algo contradictoria, servían de altavoz a una izquierda intelectual lacónicamente revolucionaria. La principal diferencia es que, mientras esa izquierda europea debatía sobre cómo superar la democracia burguesa impuesta tras la Segunda Guerra Mundial, Triunfo y Cuadernos para el Diálogo trataban de incorporar a sus lectores a una corriente de modernidad incompatible en la práctica con la dictadura aún vigente en España. Por ello, la historia de ambas revistas desde la década de 1960 también fue la de una generación de españoles que despertaron al pensamiento crítico y al compromiso político en compañía de sus páginas. Solo desde esta perspectiva puede entenderse el papel que jugó en Triunfo, especialmente, pero también en Cuadernos a través de su colección Los Suplementos y su editorial Edicusa, la cultura en todas sus expresiones –literatura, música, arquitectura, cine, teatro, arte, cómic− como una forma más de politización.
Como en otras situaciones de transición a la democracia desde un régimen autoritario, en España las revistas progresistas sirvieron de cauce de expresión a los sectores sociales más concienciados políticamente –las minorías «ruidosas» que coexisten con las mayorías «silenciosas»– para liberar espacios públicos de la hegemonía impuesta por un régimen de lejanos orígenes totalitarios. Una conquista cultural de espacios libres que precedió al cambio político y lo hizo posible (Guillamet y Salgado, 2014; Smith, 1980; Filgueira y Nohlen, 1994; Renaudet, 2003). Desde enero de 1976 hasta las elecciones de junio de 1977, la movilización social, y con ella el conflicto, ya fuera en su variante más política o laboral, marcó la agenda periodística de Triunfo y Cuadernos para el Diálogo. El amplio despliegue dedicado en sus páginas a cualquier forma de conflicto fortalecía la imagen pública de los movilizados y legitimaba la causa de su protesta, al tiempo que daba cuerpo a eso que se ha venido designando como «presión desde abajo» (Maravall, 1985: 199). Fue así con el movimiento obrero, eje primordial de la contestación, pero también con el estudiantil o el vecinal (Alonso, 1991: 85).
No puede decirse que estas revistas desarrollasen hacia las manifestaciones una simple labor de mediación informativa porque también desempeñaron un eficaz papel de reactivación social. Para los movimientos sociales, su afirmación y la garantía de su propia supervivencia dependían en una parte significativa del apoyo que les pudieran brindar los medios de comunicación, pues solo desde las páginas de papel impreso podían mantenerse la tensión necesaria y el interés público por sus actividades entre una acción colectiva y la siguiente. En este sentido, las revistas posibilitaron la continuidad de algunos movimientos sociales manteniendo vivo el interés por ellos mediante reportajes, artículos de opinión, entrevistas o mesas redondas, y ejerciendo una forma de participación pública no formalizada. Contribuyeron así a proyectar la actividad cívica de la contestación, en un verdadero ciclo de protesta que comenzó a dar sus primeras muestras de debilidad tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política en diciembre de 1976, y de clara disolución en vísperas de las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 (Tarrow, 2012). Las dos revistas se encontrarán entre las primeras víctimas de ese cambio de ciclo hacia la desmovilización.
Junto a altavoces de la movilización social, Triunfo y Cuadernos para el Diálogo se convirtieron en plataformas de diálogo y articulación de grupos y organizaciones políticas de cara al nuevo escenario abierto inevitablemente con la muerte de Franco, pese a la continuidad de las instituciones y aparatos de la dictadura. En sus páginas, las distintas alternativas ideológicas, presentadas ya al lector en forma de partidos o candidaturas políticas, debatieron las vías posibles de acceso a la democracia, así como las características y los requisitos que esta debería cumplir. Un debate que se representó en una dualidad política, pero también discursiva y simbólica: ruptura frente a reforma. Fueron medios de expresión semitolerados, pero fueron mucho más: medios de participación política, de recuperación pacífica del espacio público y de construcción de ciudadanía sin los cuales el final de la dictadura podía no equivaler al nacimiento de la democracia.
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO, ENTRE LA RUPTURA Y LA REFORMA
Cuadernos para el Diálogo tenía la edición lista para su distribución cuando falleció Franco, aunque en el último momento pudieron añadirse cuatro páginas en el número correspondiente a ese mes. Un editorial comentaba «que una página del pasado de Europa se cierra con su muerte», la que iba de su ascenso al poder en una fase de guerra y totalitarismos a la presente de democratización y unidad europea. Muchas viejas heridas de la Guerra Civil estaban aún sin cicatrizar, pero la sociedad de 1975 no era la de 1936 gracias a las grandes transformaciones socioeconómicas de las décadas anteriores y «ahora es el pueblo español el que ha de pasar a primer plano como única fuente de legitimación posible». El balance de casi cuarenta años sería tarea de los historiadores, pero también de todos los españoles que «necesitan, como cualquier otro pueblo, analizar su pasado. Sobre todo, cuando éste pretende erigirse en piedra angular del futuro». Junto a ese editorial, un artículo de Ruiz-Giménez titulado «Los deberes del tránsito» señalaba la inaplazable tarea de promover la seguridad jurídica y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, los derechos de expresión, reunión y asociación, la soberanía popular y la «solución de los problemas reales», que en la terminología del momento equivalía a profundas reformas económicas.3
La portada del número de diciembre traía la foto de un cabo rompiéndose, en alusión a la frase de Franco sobre su legado «atado y bien atado», con un gran titular: «España quiere democracia». Asumiendo el papel de portavoz semitolerado de la oposición que se le atribuía, la revista publicaba una de sus habituales encuestas a varios representantes de las organizaciones todavía clandestinas. El acuerdo sobre los objetivos democráticos y sobre la prioridad de conceder una amnistía no ocultaba las diferentes actitudes ante la posibilidad de un cambio «desde arriba» o «desde abajo». Sin embargo, las llamadas del PSOE y del PCE al pragmatismo y a no desechar de antemano ninguna opción situaban el debate, en realidad, entre la credibilidad democratizadora concedida a un eventual proyecto reformista guiado por el rey y el escepticismo por parte de la izquierda marxista de que este pudiera ir más allá de una «democracia limitada». Hasta la izquierda radical, con Francisca Sauquillo en representación de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), consideraba que la cuestión no estaba en democracia «desde arriba» o «desde abajo», sino en «un compromiso organizado y sin exclusiones sobre unas bases claras». Como siempre, era la solución del problema regional-nacional la que planteaba mayores divergencias.4
En ese mismo número de diciembre un editorial titulado «El pueblo pide voz y voto» analizaba el primer discurso del Rey, que si bien «no amplió el margen de expectativa, tampoco lo disminuyó». El reformismo de Arias era ya insuficiente «para las aspiraciones de la sociedad española» y la muy parcial amnistía, que dejaba fuera desde los exiliados hasta los militares de la Unión Militar Democrática (UMD), constituía «la primera oportunidad desaprovechada».5 Sí se veían indicios de cambio en otras instancias, como la Iglesia, que había hablado por boca del cardenal Tarancón en su sentida homilía.6 Amnistía −«el fin de nada, sino el comienzo de todo»− era de nuevo la palabra más utilizada en la mesa redonda sobre «Reforma o ruptura» del número correspondiente a enero de 1976, donde toda la oposición se mostraba de acuerdo en no participar en el proyecto de Arias para una «democracia parcelada».7
Durante los primeros meses de 1976, Cuadernos reflejó, quizá mejor que ninguna otra publicación de la época, los tanteos y las reflexiones sobre las vías de salida del impasse provocado por un equilibrio de fuerzas entre el régimen y la oposición. Si Juan Carlos no había heredado el poder carismático de Franco ni podía conformarse con ejercerlo por medio de la represión, debía buscar una legitimidad democrática.8 A mediados de junio, con motivo de su discurso ante el Congreso de los Estados Unidos y sus declaraciones a la revista Newsweek, un editorial titulado «Otro gobierno para las promesas del Rey» reclamaba la dimisión de todo el Gabinete, pues «ni Arias ni Fraga están a la altura de las circunstancias».9 Cuadernos había apostado por Areilza y, cuando se llevó a cabo el deseado cambio de gobierno menos de dos semanas después, la inesperada designación de Suárez mereció una portada en negro, con una pequeña foto en el centro del nuevo presidente con la camisa azul de Falange y un expresivo titular: «El apagón». El coautor del rotundo editorial, Rafael Arias-Salgado, se convertiría poco después en jefe del Gabinete político de Suárez y en diputado, ministro y secretario general de UCD.10
Casi diez años después de la importante «Meditación sobre España» de 1967, Ruiz-Giménez escribía en la primavera de 1976 una «segunda meditación». Afirmaba en ella que «el verdadero dilema no es el de reforma-ruptura», sino «entre una micro-reforma, elaborada oligárquicamente y bajo veladuras, y una macro-reforma de alcance constituyente, realizada por cauces democráticos». Para el fundador de la revista y ahora presidente de Edicusa, debía formarse un «gobierno provisional de pacificación» y neutral que garantizase «el orden público, el diálogo político y la objetividad del proceso electoral constituyente».11 Una meta en la que coincidía con los representantes comunistas, como Ramón Tamames, y con socialistas como su discípulo Peces-Barba, aunque el PSOE de Felipe González ya empezaba a barajar la posibilidad de entrar en el juego siguiendo las reglas de la reforma Suárez.
De hecho, Cuadernos para el Diálogo valoró positivamente el anteproyecto de la Ley para la Reforma Política como «formalmente democratizador», a pesar de que abría «un proceso constituyente que, en el mejor de los casos, consumirá todo el año 1977, un largo lapso de tiempo de incertidumbre política, inseguridad e inestabilidad».12 También juzgó de manera favorable su aprobación en Cortes, «un paso para la salida no violenta del sistema franquista hacia uno democrático», reconociendo que el éxito del Gobierno Suárez «ha sido en ese campo indudable y sería mezquino y poco objetivo no reconocérselo». Aun así, faltaba todavía «dar credibilidad democrática al proyecto» y negociar con la oposición unas «reglas de juego» para el reconocimiento de todos los partidos políticos, la modificación de la normativa vigente sobre asociación y reunión, el acceso en condiciones de igualdad a los grandes medios de comunicación social, la amnistía total y una ley electoral de tipo proporcional para el futuro parlamento.13
Fue el incumplimiento por parte del Gobierno de esas condiciones de legitimidad democrática e igualdad de oportunidades lo que motivó su posición abstencionista, como del resto de la oposición de izquierda, ante el referéndum del 15 de diciembre de 1976.14 Además, incluyó en sus páginas publicidad sobre el referéndum de la mayoría de los partidos políticos de la oposición, incluidos los todavía ilegales, y de cinco asociaciones feministas. Dicho número a punto estuvo de ser secuestrado por las autoridades, que prohibieron la reproducción de los anuncios y anagramas de cuatro organizaciones: PCE, ORT, Partido del Trabajo de España (PTE) y Movimiento Comunista (MC). La revista, que abría el número con publicidad del Gobierno a favor del voto, decidió en solidaridad tachar visiblemente los anuncios del resto de fuerzas políticas de la oposición. No por ello dejó de admitir el «carácter relativamente inédito» del proceso democratizador español, «en que parte de la clase política perteneciente al viejo sistema autoritario ha intentado –y lo ha conseguido parcialmente– tomar la iniciativa política para protagonizar dicho cambio». Eso sí, siempre impulsada por la presión popular.15
El éxito gubernamental en el referéndum de 1976 lanzaba un reto a la oposición, pues «de ella puede depender, en parte, que la futura Constitución sea plenamente democrática».16 Cuadernos interpretó con acierto y moderación el proceso de transición a la democracia en su fase más difícil, sin ese dogmatismo que a veces se le ha atribuido, y en cierta medida contribuyó a su éxito con la más clamorosa y discutida decisión periodística del semanario: la publicación del borrador secreto de la Constitución a finales de 1977. El escándalo político fue mayúsculo: Manuel Fraga y Jordi Solé Tura acusaron a la revista de ser el órgano de expresión del PSOE, aunque Alfonso Guerra habló de «irresponsabilidad» y Gregorio Peces-Barba, «sorprendido e indignado», dimitió de su puesto en el consejo de administración y la junta de fundadores.17 Para la ciudadanía, por el contrario, la divulgación del borrador dio mayor transparencia a un proceso constituyente mantenido hasta entonces al margen del debate público, lo que permitía a los actores sociales valorar el texto según sus expectativas y participar, aunque solo fuera mediante presiones externas, en su redacción definitiva.18
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO SEMANAL ERA OTRA COSA
Con la muerte del dictador había empezado una nueva etapa en la historia de Cuadernos para el Diálogo, donde la acumulación ideológica de los últimos años de la dictadura daba paso al pragmatismo obligado por las soluciones políticas concretas. Además, la reflexión teórica y el tenaz martilleo jurídico, plagado de citas de papas y autoridades de la Iglesia, que habían caracterizado a la revista estaban dando paso a una multiplicación exponencial de los acontecimientos, que parecían haber entrado en una fase de aceleración histórica. Pedro Altares escribía en el último número mensual: «España ha comenzado una etapa histórica en la que ya nos era imposible seguir aherrojados por una periodicidad que obligaba a distanciarse de los hechos y, lo que es mucho peor, imposibilitaba reflejarlos con asiduidad y rigor».19 En abril apareció el primer número semanal, que iba a distinguir netamente la primera etapa de Cuadernos para el Diálogo bajo la dictadura de la segunda en la transición a la democracia.
El semanario heredaba el espíritu democrático de su predecesor, pero ya no perseguía un proyecto político, sino convertirse en una buena revista de información. Se trataba de contrarrestar el «estilo sesudo y apostólico tan connatural a aquella casa» con «un tono desenfadado no exento de cierto sentido del humor», aunque ello conllevara en ocasiones una «sorda batalla» con los viejos miembros, sobre todo cuando se corregían sus textos por falta de sentido periodístico, como recordaba años después Luis Carandell (1997). Se copió el esquema del francés Le Nouvel Observateur, referente de la izquierda europea de posguerra, para ponerse en condiciones de competir con los nuevos semanarios de información general que adoptaban la fórmula −estilo ágil, agresividad informativa, ambigüedad ideológica y coexistencia de opiniones− de los newsmagazines americanos. En especial Cambio 16, que en 1976 tiraba 348.081 ejemplares, e Interviú, que tiraba 297.254 y llegaría a los 640.462 al año siguiente, cuando la tirada media de Cuadernos para el Diálogo no superaba los 80.000 ejemplares (Cabello, 1999: 115).20 Ya en julio de 1974, Altares declaraba a la agencia Europa Press que las pérdidas económicas en el último ejercicio habían sido de 783.007 pesetas, aunque se habían alcanzado los 18.500 suscriptores y se estaba planteando un cambio de periodicidad para competir con las nuevas revistas que «realizan excelentemente una labor política».21
Cuadernos semanal «se presentó como una excelente realización de moderno periodismo», con un «atractivo diseño» y una redacción de «competentes profesionales», como reconocía el director de Triunfo, José Ángel Ezcurra (Alted y Aubert, 1995: 641). Entre ellos, los periodistas Vicente Verdú, Ángel García Pintado, José A. Gabriel y Galán, Soledad Gallego, Joaquín Estefanía, Federico Abascal Gasset, Enrique Bustamante, María Dolores Vigil y el subdirector, Eduardo Barrenechea, hasta entonces redactor-jefe de Informaciones. Muy ligado desde el principio a la revista, Pedro Altares sustituyó como director a Félix Santos cuando este dimitió en desacuerdo con el cambio de periodicidad (dos años más tarde recalaría en la redacción del semanario La Calle) (Santos, 2019). En el consejo de redacción, Víctor Martínez Conde ejercía de secretario y Rafael Arias-Salgado, Eugenio Nasarre y Gregorio Peces-Barba como delegados de Edicusa, mientras que Rafael Martínez Alés se encargaba de la dirección comercial y de la gerencia junto a Javier Gómez Navarro, y Miguel Bilbatúa de la documentación con la ayuda del capitán «úmedo»,22 Antonio García Márquez.
Había una «redacción paralela» en Barcelona, integrada entre otros por Carmen Alcalde, Alfonso Carlos Comín y Josep Maria Huertas Clavería, y como muestra del nuevo estilo que deseaba imponerse se reunió un amplio equipo de humoristas, del que formaron parte en algún momento Nuria Pompeia, Cesc, Peridis, Ops, Perich, Layus o Al-Caín.23 Los editoriales, santo y seña del mensual, perdieron su papel preponderante y su número se redujo de una media de siete u ocho a uno, o dos excepcionalmente. Las fotografías, en su mayoría obra de Manuel López Rodríguez, aligeraron sus páginas, que en esta época se imprimieron en papel satinado, lo cual encareció notablemente su precio desde las 25 pesetas que costaba en 1963 a las 50 pesetas en 1977 y 60 en 1978.
No pasaría mucho tiempo para ver algunos de esos nombres pasar a la política activa en las filas de la UCD, el PCE o el PSOE. A pesar de su original proyecto democristiano, a esas alturas la revista era percibida como muy cercana al Partido Socialista, en el que se habían integrado varios de sus fundadores, como Elías Díaz, Gregorio Peces-Barba, Leopoldo Torres Boursault, José Félix Tezanos, Tomás de la Quadra, Fernando Ledesma, Virgilio Zapatero, Liborio Hierro, Menéndez del Valle, Julián García Valverde, Javier Gómez Navarro, Martínez Alés o, aunque fuera sin carnet de militante, Pedro Altares. Hasta los servicios de información consideraban Cuadernos para el Diálogo «abiertamente PSOE», mientras que situaban a Triunfo «en la línea más intelectual y analítica del PCE», por más que Altares insistiera a menudo en que «no somos los voceros oficiales u oficiosos de ningún grupo o partido político».24
En realidad, el semanario no dependió del PSOE ni financiera ni políticamente y, durante esos primeros meses de la Transición, la línea editorial apoyó los objetivos básicos de toda la oposición, reunida por fin en una plataforma única. Con el tiempo llegarían las divisiones internas, sobre todo en los meses previos a su desaparición. Así, un artículo de Altares en las páginas de El País contra la renuncia a «un sindicalismo de clase» y el abandono de los «principios marxistas» provocó una dura respuesta de Víctor Martínez Conde en la que recordaba la trayectoria de Cuadernos en la lucha por la democracia y reprochaba a su director su falta de compromiso político en el seno de la UGT y su «pseudoindependencia para desde ella atacar a izquierda o derecha a tenor de sus intereses personales».25 Pedro J. Ramírez comentaría a propósito: «¡País de locos éste, en el que lo que se le echa en cara a un periodista no es su militancia, sino su independencia!».26
CENSURA Y AMENAZAS
La Ley de Prensa e Imprenta siguió vigente tras la muerte de Franco y el Ministerio de Información y Turismo no renunció a hacer uso de los secuestros, suspensiones y sanciones administrativas. A su último titular, Andrés Reguera Guajardo, no se le ocultaba que llevaba todas las de perder si solo recurría a métodos coercitivos contra la prensa, así que reunió en Madrid a los directores de los principales medios y les pidió ayuda para instaurar la libertad de prensa, con especial atención a tres temas «delicados»: la Corona, el Ejército y la unidad territorial (Chuliá, 2001: 209). En abril de 1975 Triunfo había sido condenado a una suspensión de cuatro meses a comenzar desde septiembre por un artículo del psiquiatra José Aumente titulado «¿Estamos preparados para el cambio?». Esta larga suspensión privó a la revista de la oportunidad no solo de informar sobre la muerte del dictador, sino también de beneficiarse de los primeros indultos que el Rey concedió a otras publicaciones y periodistas sancionados por transgredir la vigente Ley de Prensa.
En el último número mensual, correspondiente a febrero-marzo de 1976, Cuadernos pudo publicar los artículos secuestrados desde 1970 hasta solo tres meses antes. Sin embargo, solo dos meses después, en junio, la revista se vio obligada a retirar un informe sobre torturas después de que la Dirección General de la Guardia Civil denunciara ante la jurisdicción militar otro previamente publicado por Cambio 16 acerca de malos tratos a detenidos en el País Vasco.27 A primeros de septiembre de 1976, el Ministerio de Información y Turismo ordenó el secuestro de la revista por una entrevista que Vicente Verdú había realizado durante las vacaciones a Reguera Guajardo, en la que el ministro hablaba nada menos que de la posibilidad de legalizar el PCE.28 Como la mayor parte de la edición había sido ya distribuida y solo quedaban unos tres mil ejemplares en el almacén, aparte de que el ministro no podía demostrar la falsedad de la entrevista, la solución fue comprar toda la edición con un talón del Ministerio y llamar uno a uno a los distribuidores para que, alegando «dificultades técnicas», devolvieran los ejemplares recibidos.29
Los expedientes y secuestros no cesaron, ni mucho menos, pero ya nadie podía sustraer a la prensa su función fiscalizadora sobre las actuaciones de la Administración. Las amenazas llegaron también por otras vías. Soledad Gallego Díaz y José Luis Martínez fueron conminados a salir del país en un plazo de cuarenta y ocho horas por un autodenominado Comando de Apoyo y Defensa de la Internacional Nacionalsocialista, a causa de un informe publicado en el número 170 sobre la presencia de terroristas fascistas italianos en Madrid.30 Durante meses, un coche de la policía tuvo que vigilar día y noche la sede de Cuadernos en la madrileña calle Jarama, porque a la redacción no dejaban de llegar anónimos de las nuevas organizaciones de extrema derecha, como Vanguardia de Lucha Antimarxista (VLA), Comando José Antonio de Orden Social (CJAOS), Partido Español Nacional-Sindicalista (PENS) o los Guerrilleros de Cristo Rey, en los que amenazaban de muerte a redactores del semanario por informaciones como la publicada sobre los republicanos represaliados en Granada.31
TRIUNFO Y EL ADIÓS A LA UNIDAD DE LA IZQUIERDA
Tras la muerte del dictador en noviembre de 1975 y de los cuatro meses de suspensión, Triunfo reaparecía en enero de 1976 con José Ángel Ezcurra como director y Eduardo Haro Tecglen en la subdirección. Les acompañaban César Alonso de los Ríos y Víctor Márquez Reviriego como jefes de redacción en Madrid y Manuel Vázquez Montalbán en Barcelona. Casi una veintena de colaboradores engrosaban las filas de la redacción en este primer año de cambio, con nombres como Carlos Elordi, José Aumente, Antonio Elorza, Montserrat Roig o Nicolás Sartorius. Todos ellos con la disposición abiertamente política de contribuir desde la revista al cambio democrático en España por la vía de la ruptura, tal como había sido formulada por la Junta Democrática en París en 1974.
Atrás quedaba el interés preferente de Triunfo por los asuntos de carácter internacional y la cultura europea. Desde enero de 1976 y hasta las elecciones de junio de 1977, la prioridad sería la marcha de la política nacional y el impulso de un cambio político que parecía ineludible. A lo largo de ese año y medio la revista participó activamente en la construcción de un clima de protesta, dando espacio en sus páginas a las reivindicaciones laborales, vecinales, estudiantiles, ecológicas o feministas, a la campaña por la amnistía y a demandas como la objeción de conciencia.32 En ese proceso Triunfo jugó un papel determinante erigiéndose en plataforma de discusión pública y espacio privilegiado de formulación de demandas, a la vez que asumía funciones que en un contexto democrático normal desempeñan otras instancias, como los partidos y las instituciones. La cultura, y la contracultura, actuaron en Triunfo como una forma más de politización y de participación ciudadana de personas o colectivos no necesariamente implicados en otras formas de protesta.33
Tras las elecciones del 15 de junio 1977, la ruptura democrática dejó de ser un proyecto político aglutinante de la izquierda ideológica para convertirse en base de negociación de la nueva etapa constituyente. De «ruptura pactada» se acabó hablando en la prensa del momento para expresar el fin de la polaridad que había enfrentado a rupturistas y a reformistas hasta pocas semanas antes de las elecciones. Las elecciones abrieron una nueva etapa política que imponía el acuerdo sobre la confrontación, pero también el abandono del viejo ideal de la «unidad de la izquierda» en beneficio de la disparidad estratégica y de acción, particularmente del PCE y el PSOE. El resultado electoral favoreció las posiciones moderadas de la derecha, con la victoria de la UCD, el partido del presidente Adolfo Suárez, y de la izquierda, con el PSOE como segundo partido más votado. El resto de partidos, a la derecha y a la izquierda, incluido el PCE, alcanzaron resultados muy por debajo de sus expectativas. Como consecuencia, el Partido Comunista abandonó el proyecto de confrontación y ruptura, pasó a difundir la consigna de la desmovilización entre sus militantes y tomó la decisión de participar en cuantas mesas de negociación fueran convocadas por el Gobierno.
A partir de ese momento, Triunfo, tan comprometido hasta entonces con la movilización social y con su objetivo de tumbar las instituciones franquistas y liderar un proceso democrático, se quedó sin proyecto político y asumió la tarea de vigilar el sincero espíritu democrático del gobierno de Adolfo Suárez,34 de criticar la deriva eurocomunista del PCE35 y de advertir del peligro de la ultraderecha.36 A lo largo de ese segundo semestre de 1977, la situación no debió de ser fácil en la redacción de Triunfo. Urgía redefinir una línea editorial que diera coherencia a una cierta continuidad ideológica con las propuestas de izquierda defendidas hasta entonces y, al mismo tiempo, diera respuesta a las cuestiones abiertas por la nueva situación política. Las divergencias ideológicas dentro de la redacción entre Eduardo Haro Tecglen, muy crítico con el pragmatismo del PCE, y Nicolás Sartorius, leal a las posiciones oficiales del partido, empezaron a ser insalvables.
Por si fuera poco, la situación empresarial de Triunfo venía siendo dramática desde meses atrás. Fragilidad empresarial y turbulencias ideológicas no eran la mejor combinación para salvar un proyecto editorial, incluso de la trayectoria y renombre de Triunfo. Si en el tardofranquismo los lectores más exigentes se habían refugiado en las revistas de información general de mayor carga cultural y política como Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, con la llegada de la democracia esos mismos lectores encontraron en la nueva prensa diaria, democrática, de calidad y mucho más influyente un espacio de información y deliberación acorde con los nuevos tiempos. Las viejas revistas de larga trayectoria antifranquista ya no resultaban ni tan atractivas ni tan funcionales en tiempos de democracia emergente. Al mismo tiempo, el aumento de las tensiones entre los distintos sectores de la izquierda era una «señal de que la progresía, fuertemente unida hasta entonces, se deshacía», como había advertido Pedro Altares al Consejo de Administración de Edicusa en junio de 1975.37
Los lectores demandaban más información que doctrina política, la militancia mediática daba paso a una relación más desapasionada con la nueva prensa diaria y lo que había sido en los últimos años de la dictadura un signo público de distinción, llevar bajo el brazo la revista Triunfo, ahora lo era llevar consigo el diario El País. Jóvenes profesionales de clases medias urbanas se incorporaban en masa a la democracia desde una nueva condición que no era ya la de ser de izquierdas, sino algo tan vago y difuso como ser «progresista». Y fue con ese sentimiento con el que conectó el diario El País desde que salió a la calle en mayo de 1976 como «un periódico sin pasado, que no tiene que arrepentirse de nada, porque de nada se siente responsable» (Seoane y Sueiro, 2004: 17).
Las viejas lealtades culturales y militancias políticas empezaban a sufrir una profunda crisis y la deserción de lectores en las emblemáticas revistas del antifranquismo corría en paralelo con el descenso de la cifra de afiliación a las formaciones políticas situadas a la izquierda del PSOE, particularmente del PCE (Treglia, 2011: 37). El marxismo, que había dado sentido durante décadas a la resistencia antifranquista, dejaba de resultar funcional en medio de un contexto de repliegue comunista en la Europa occidental y de desmovilización de las clases urbanas más politizadas durante la dictadura y que ahora optaban por alternativas más pragmáticas (Mayayo, 2018). La apertura del proceso de negociación salarial de los Pactos de la Moncloa en el otoño de 1977 acabaría por determinar la fractura política entre los que decidieron mantenerse firmes en sus posiciones ideológicas de izquierda marxista y los que viraron hacia posiciones más posibilistas. La redacción de Triunfo acabó convirtiéndose en un microcosmos donde la fractura entre los periodistas se hizo evidente.
La participación del PCE en los pactos con el Gobierno de Adolfo Suárez resultó controvertida para no pocos de sus afines. La contención salarial y la desmovilización social derivadas de esos acuerdos fueron interpretadas por muchos como una traición a la clase trabajadora y por otros como el precio necesario que había que soportar en beneficio de la estabilidad económica y la contención de las cifras de desempleo (Molinero e Ysàs, 2017: 237). En la redacción de Triunfo quien marcó la línea argumental sobre este tema fue Eduardo Haro Tecglen desde su artículo semanal, donde, a modo de editorial, denunciaba que «la mesa de negociación está usurpando a las Cortes su función legisladora porque, en la práctica, los partidos allí reunidos actúan como un Gobierno de concentración sin legitimidad democrática». Añadía que, para el PCE, firmar estos acuerdos significaba «acudir a la salvación del Gobierno Suárez».38 Y ni siquiera las declaraciones exculpatorias a Le Monde del secretario general del PCE, Santiago Carrillo, asegurando que la unidad de las fuerzas políticas era lo único que podría disipar el riesgo de un golpe de estado al estilo del de Pinochet en Chile, suavizaron en Triunfo su frontal oposición a los Pactos.39 Apenas faltaban unas semanas para que finalizara 1977 y para que algunos de los redactores y colaboradores más emblemáticos de Triunfo y más vinculados con el Partido Comunista abandonaran el semanario para emprender un nuevo proyecto, la revista La Calle.
EL LANZAMIENTO DE LA CALLE
El 15 de marzo de 1978, el diario El País anunciaba la inminente salida de La Calle como una revista que nacía «con el propósito de ofrecer una información viva, directa y plural de la actualidad política, social y cultural del país». César Alonso de los Ríos, futuro director de la nueva revista, declaraba a El País que «la idea de poner en marcha La Calle surgió hace un año de un grupo de profesionales que queríamos hacer la revista de izquierdas, coherente y de calidad periodística que, a nuestro parecer, todavía no se puede encontrar en el mercado».40 Reconocer públicamente que un grupo de redactores llevaba un año planificando la edición de una nueva revista constituía un muy serio golpe a la revista Triunfo, de la que provenían y a la que ya no reconocían su entidad como «una revista de izquierdas coherente y de calidad».
Lo que sí parece claro, a la luz de su línea editorial en 1977, es que las críticas de Triunfo al PCE debieron de ser el detonante para que los redactores más vinculados al partido decidieran abandonar la revista y fundar La Calle con el fin de reforzar la imagen pública del Partido, con mayúscula, tan debilitada a lo largo de ese año por los decepcionantes resultados electorales y por las renuncias programáticas que comportó la firma de los Pactos de la Moncloa. De este modo, recién iniciado 1978, el PCE se encontraba con dos importantes respaldos: la revista La Calle y el sindicato Comisiones Obreras (CC. OO.), ambos esenciales para compensar la situación políticamente debilitada del comunismo. De la revista y del sindicato se esperaba que contribuyeran a ganar en el espacio mediático y laboral la posición hegemónica que el PCE no había alcanzado en las instituciones a través de las urnas.
Finalmente, el primer número de la revista La Calle salió a la luz el 28 de marzo de 1978 con el resultado de una traumática escisión dentro del grupo que hasta entonces constituía lo más emblemático del equipo de redactores del semanario Triunfo: Manuel Vázquez Montalbán, Fernando Lara, César Alonso de los Ríos, Nicolás Sartorius y Julia Luzán entre otros. Que Teodulfo Lagunero fuera su accionista mayoritario y Pilar Brabo la encargada de conseguir socios para la nueva empresa indican que detrás de la iniciativa de poner en marcha La Calle estaba, si no el PCE de manera orgánica, sí algunos de sus militantes más significativos. Alguno de ellos, como Nicolás Sartorius, fundador de CC. OO., ocuparía un lugar relevante en la nueva redacción tras su ruptura con Triunfo en octubre de 1977, y su hermano Jaime, un puesto en el Consejo de Administración de la empresa editora de la revista, Cultura y Prensa S. A., junto al propio Lagunero. Otros accionistas que también ocuparon un lugar de relevancia en el Consejo de Administración fueron Luis Larroque, abogado vinculado al PCE desde 1976, y Jesús Martínez Guerricabeitia, empresario valenciano y mecenas cultural, hermano del fundador de la editorial Ruedo Ibérico, otro emblema del antifranquismo. En el plano periodístico, la responsabilidad correría a cargo de César Alonso de los Ríos y de Carlos Elordi, ambos militantes comunistas, como director y subdirector respectivamente.
En su primer editorial, César Alonso de los Ríos justificaba la publicación de La Calle como la mejor manera de compensar la frustración de unos lectores de izquierda que demandaban una publicación «coherente» con sus ideas y unos redactores que ansiaban un medio donde «escribir a su aire». Insistía en que La Calle no iba a ser una revista neutral, pero tampoco una plataforma ideológica, ni por supuesto un órgano de partido. De acuerdo con este primer editorial, el equipo de redactores de la revista aspiraba a «replantearlo todo», proporcionando a sus lectores una visión política de la vida.41 Esta afirmación es la que con seguridad explica el interés y la extraordinaria carga profesional −atendiendo al número de periodistas y páginas ocupados− que la revista depositaba en las secciones de «Economía», «Laboral» y «Política». Para La Calle se trataba de un momento clave en la construcción de un modelo económico que consolidara la conquista de derechos laborales, a la vez que la influencia social de los sindicatos como agentes sociales imprescindibles en la interlocución laboral.42 En el plano político, del proceso constituyente no interesaba más que la estructuración territorial del Estado y la presión preautonómica, que se dejaba sentir tanto en las marchas populares como en las entrevistas en los despachos.43 En este sentido, a Cataluña se le reservó un destacadísimo peso informativo ya desde que, en el primer número de La Calle, Andreu Claret anunciara el viaje de Tarradellas a Madrid y se hiciera eco del temor advertido entonces por la izquierda del riesgo de presidencialismo que representaba su figura.44
«Reportajes» e «Internacional» constituyeron igualmente secciones de especial relevancia ideológica dentro de la revista, de manera no muy distinta a lo que habían supuesto en Triunfo. Los reportajes de La Calle configuraron una intensa agenda social desde la que se postulaba el asociacionismo vecinal, feminista, etcétera, así como la sensibilidad hacia los colectivos más vulnerables y los temas directamente relacionados con un potencial estado del bienestar: viviendas sociales, sanidad y enseñanza públicas, junto a aquellos otros vinculados a la urgente conquista de derechos como el divorcio, los anticonceptivos o la homosexualidad. Todo ello sostenido con las firmas de Maruja Torres, Jorge Martínez Reverte, Ricardo Gil Cañaveral o Raúl del Pozo.
Si los asuntos sociales demarcaban un claro programa político, no quedaba al margen la sección de «Cultura», a cargo de Javier Alfaya desde el primer al último número y acompañado por un amplio elenco de nombres como el de Javier de Cambra, Juan Manuel Bonet, Inma Julián, Fernando Lara, Antonio Elorza, Roberto Mesa o Ignasi Riera. La revista La Calle, fiel exponente de lo que venía representando la izquierda marxista desde los años sesenta, entendía la cultura como un espacio estratégico de ideas y valores desde el que hacer política. Por esta razón, la sección cultural de La Calle estaba tan comprometida con la ética de la izquierda como lo estaban los autores y las obras de las que daba cuenta. No había cultura sin compromiso político, ya se hablara del teatro de Brecht, de Strindberg o del cine de Buñuel, ya de la obra pictórica de Bacon o de la Feria de Abril de Sevilla, a la que se definía como una impúdica exhibición de las diferencias de clase.45 La Calle se hizo prescriptora cultural en la misma medida en que era prescriptora política o sindical: la cultura o era de izquierdas o no era, de ahí su aversión a esa otra cultura popular de arrastre masivo que ofrecía a su público «valores reaccionarios en envase moderno».46
Mientras tanto, desde la sección de «Internacional», La Calle empezaba a configurar un actualizado mapa del internacionalismo al gusto y conveniencia del que iba a salir del IX Congreso del PCE en abril de 1978.47 En este congreso, con el respaldo mayoritario de los asistentes, el Partido Comunista abandonó el marxismo-leninismo como doctrina oficial del partido para adoptar en su lugar el eurocomunismo y con él una nueva identidad, la de «partido marxista, revolucionario y democrático». El nuevo internacionalismo comunista dejaba atrás definitivamente la influencia del comunismo prosoviético para incluir a todas aquellas fuerzas revolucionarias y de izquierdas que pudieran contribuir a configurar «un frente anti-imperialista mundial» (Treglia, 2011: 27). En lógica consecuencia, La Calle amplió su agenda internacional más allá de Europa, donde le interesaban la socialdemocracia alemana, el socialismo en Italia o Francia y el movimiento sindical minero en Gran Bretaña. En América Latina prestó especial atención a las guerrillas centroamericanas y a la actualidad cubana, y en África a sus movimientos armados. Como contrapunto, se publicó una sección titulada, con evidente sarcasmo, «Las Cosas del Imperio», dedicada por supuesto a Estados Unidos. Todo ello dio como resultado una revista crítica de izquierdas, muy conectada con las aspiraciones de secularización y modernización radical del país compartidas por un colectivo de lectores instruidos y de arraigada conciencia política.
La deriva ideológica y estratégica del PCE, que había condicionado la fractura en Triunfo, influía ahora tanto en la línea editorial como en la agenda de La Calle y, con toda seguridad, en la cohesión del propio equipo de redacción. En el citado IX Congreso de abril de 1978, el PSUC, partido hermano en Cataluña, votó en contra del eurocomunismo y ello acabó abriendo una primera grieta entre los periodistas de La Calle afiliados al PCE y los afiliados al PSUC, como Manuel Vázquez Montalbán y Julia Luzán. Tras su legalización en 1977, el PCE había puesto de manifiesto su plural y a veces contradictoria composición interna, que incluía militantes prosoviéticos, activistas y una masa de afiliados que habían entrado en el partido no por firmes convicciones comunistas, sino por tratarse del partido más comprometido en la lucha antifranquista. Una vez caída la dictadura y cuando los resultados obtenidos en las elecciones de 1977 quedaron muy por debajo de las expectativas, esta pluralidad se tradujo en profundos conflictos políticos, ideológicos y de poder (Andrade Blanco, 2010: 439). Al final, las fricciones acabaron por traspasar la redacción y llegaron a los propios lectores. El 20 de enero de 1981, La Vanguardia anunciaba la querella de dos militantes de CC. OO. de Barcelona contra La Calle en la que acusaban al director, César Alonso de los Ríos, y al subdirector, Carlos Elordi, de tergiversar interesadamente la información en contra del PSUC.
CRISIS Y DECLIVE
El abandono de algunos de los nombres más significativos de su plantilla en 1978 había obligado a Triunfo a recomponer el elenco de firmas con algunas otras muy notables, pero ya sin el sello político de los que compartían dentro de la revista la experiencia vivida durante los difíciles años de la dictadura. Desde comienzos de 1978, su agenda volvió a sufrir una importante alteración, repartiendo su interés entre el proceso constituyente en España y la atención recuperada sobre el panorama internacional. Sin abandonar su posición de revista acostumbrada a enjuiciar estrategias políticas, Triunfo empezó a valorar muy positivamente el proceso de democratización entendiendo que la negociación con las fuerzas políticas de la derecha reformista procedentes de la dictadura estaba conduciendo a la «ruptura pactada».48
La gran preocupación de la revista era la fragmentación de la izquierda y, por ello, no dudó en advertir de que la responsabilidad de los partidos de izquierda era recuperar la unidad que había impulsado el cambio democrático en forma de plataformas unitarias.49 En efecto, la unidad de la izquierda había funcionado desde los años sesenta como un poderoso incentivo para lograr objetivos democráticos y había hecho de Triunfo una referencia ideológica insustituible. Avanzada la década de los setenta, la situación del país era otra muy distinta. La competencia electoral había disuelto toda posibilidad de estrategia conjunta y los esfuerzos de Triunfo por llamar a la unidad de la izquierda y recuperar ella misma el papel político que había desempeñado resultaban desesperados.
Ahora bien, si la política nacional no parecía prestarse a tácticas unitaristas, la agenda internacional quizá sí ayudara a ello. Después de dos años en los que había desatendido en su agenda periodística el panorama internacional, recuperó su atención sobre él en un intento de trazar el mapa de un nuevo internacionalismo ideológicamente funcional en el contexto de la Guerra Fría. La izquierda en Francia o en Italia, los movimientos insurreccionales en el Magreb o las guerrillas latinoamericanas ocupaban de nuevo las páginas y las portadas de Triunfo al igual que lo estaban haciendo en La Calle. El viejo antiamericanismo de la izquierda española ahora aparecía renovado en medio de la controversia política en torno a la OTAN. Tras dos años centrados en la actualidad interna española, en Triunfo se debió de percibir que la recuperación de un cierto internacionalismo antiimperialista podía atraer de nuevo el interés de los lectores hacia la revista y recuperar para ella el papel de liderazgo que había desempeñado en los años sesenta. Sin embargo, ninguna de estas estrategias funcionó y las cifras de tirada se desplomaban.
Su director, José Ángel Ezcurra, reconstruyó la memoria de aquel tiempo aludiendo a los intentos del PSOE por ejercer un control indirecto sobre la revista a partir de la compra de un abultado número de suscripciones. Ante semejante oferta, replicó Ezcurra que Triunfo «no podía ni merecía terminar en la condición de publicación subvencionada» (Alted y Aubert, 1995: 656). Mientras tanto, las reuniones en la redacción ponían de manifiesto lo que para los periodistas constituía una incomprensible deserción de los lectores, mientras los costes de producción de la revista no dejaban de aumentar a causa de la inflación y el descenso de ingresos por publicidad no encontraba freno. Desde esta posición de debilidad, el director de Triunfo recibió una nueva oferta, esta vez del círculo empresarial más próximo al presidente del Gobierno, que propuso a Ezcurra a través de Garrigues Walker efectuar una importante inyección de capital a cambio de que la redacción de Triunfo considerara «intocable» a Adolfo Suárez (Alted y Aubert, 1995: 657). No hubo respuesta al ofrecimiento. Sacrificar la esencia crítica e izquierdista de Triunfo en aras de la supervivencia debió de parecer un precio demasiado alto para su director y el resto de la redacción.
Tampoco Cuadernos para el Diálogo lograba remontar las dificultades económicas, que habían conducido al semanario a una situación crítica y hacían casi imposible su continuidad. Cada número semanal costaba entre tres y cinco millones de pesetas, con unas pérdidas que llegaron a los dos millones, con una redacción y plantilla que, en el último número, sumaban un director, dieciocho redactores, cinco administradores y más de ochenta colaboradores. En julio de 1976, Altares ya había explicado ante la Junta de Accionistas aquel «proceso lento, pero inexorable» que llevaba a la revista a perder lectores como resultado, apuntaba, de «la pérdida del papel protagonista que hasta entonces habíamos tenido como revista política de carácter democrático».50
En su caso, la vinculación directa al PSOE sí se contempló como una tabla de salvación y así, en el verano de 1977, Altares solicitó ayuda financiera a la socialdemocracia alemana a través de la Fundación Ebert (la misma que unos años después se convertiría en el centro de una intensa polémica sobre la financiación ilegal del partido). Envió para ello un informe en el que explicitaba las relaciones personales e ideológicas de la revista con el PSOE: «A lo largo de estos casi dos años últimos de periodicidad semanal, Cuadernos para el Diálogo ha logrado acreditar una imagen muy concreta de revista política de información y opinión cuya orientación ideológica es netamente socialista y próxima a las posiciones que mantiene el PSOE, aunque, como es evidente, defienda y sostenga su carácter independiente y pluralista».51
Esta gestión no tuvo éxito y el último paso fue dirigirse directamente al PSOE. La Comisión Ejecutiva trató el tema y acogió favorablemente la idea, pero bastante menos positivo debió de ser el juicio de la Comisión Económica ante las dificultades de inserir Cuadernos entre la restante prensa del partido, pues el proyecto tampoco salió adelante.52 Fue entonces cuando Enrique Sarasola, Carlos Zayas y otros accionistas de Cambio 16 ligados al PSOE abandonaron esa revista y decidieron invertir la cantidad abonada por sus acciones en Cuadernos, con el visto bueno de Felipe González. En una reunión con la dirección de Edicusa suscribieron el capital necesario, pero nunca llegaron a desembolsarlo en su totalidad.53 Altares intentó todavía una última gestión ante el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez:
He llamado a todas las puertas: gobierno, partidos, personalidades. En todas la misma respuesta alentadora: Cuadernos no puede morir porque es una institución que ha defendido y defiende valores que son imprescindibles en la España de hoy y de mañana, el futuro necesitará todavía más a la prensa libre... Pero las promesas no han encontrado cauce.54
Como afirmaba Altares en una entrevista, «sólo pedíamos dos semanas de lo que al Estado le está costando el diario Pueblo, cuya ayuda anual supera los 700 millones de pesetas».55 Tampoco los accionistas respondieron a la llamada de Altares para suscribir la ampliación de capital –35 millones– necesaria para no cerrar la revista. Al final la única ayuda llegó del Gobierno, al menos para amortizar parte de los gastos de liquidación del personal. El último número de la revista apareció en los quioscos en octubre de 1978.
Varios factores contribuyeron a este declive; algunos ya los hemos apuntado. Ahora los lectores podían elegir entre una oferta más amplia porque los viejos diarios habían recobrado sus funciones informativas y aparecieron otros nuevos, como El País y Diario 16 en 1976 y El Periódico de Catalunya en 1978. En particular, El País supo atraer a muchos lectores habituales de Triunfo o Cuadernos para el Diálogo con un lenguaje y unos contenidos que mantenían ciertas líneas de continuidad, como la altura intelectual y cierto didactismo de los artículos (Vázquez Montalbán, 1995: 171-179). Además, el mercado de revistas estaba saturado cuando, en cambio, el número de lectores no había crecido proporcionalmente.56 Las revistas de información general alcanzaron en 1978 la cifra récord de 69.378.885 ejemplares de difusión conjunta, con un incremento para la década de los setenta del 84,87 %, pero, a partir de ese momento, su difusión iba a bajar hasta los 48.386.272 ejemplares en 1980 y a estabilizarse en una media de 45 millones durante la década de los ochenta (Cabello, 1999).
También se produjo un transvase de lectores hacia las revistas especializadas y los suplementos de la prensa diaria, así como a la radio y la televisión, que habían mejorado notablemente la calidad de sus programas de actualidad. Es verdad que en los últimos años las revistas críticas habían ganado en credibilidad, pero llegaban solo a una minoría lectora. «El cambio político no ha comportado un interés creciente por la prensa. Los desheredados de la cultura, en este caso de la información, no han sido recuperados para la lectura», escribía César Alonso de los Ríos en La Calle a propósito de la desaparición de Cuadernos.57
La consolidación institucional de la democracia supuso el final de la oleada de movilización de la sociedad civil producida durante los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición. En toda Europa, la resaca del 68 trajo consigo la desaparición de una parte de la prensa de izquierdas, y los medios que sobrevivieron tuvieron que aligerar sus contenidos políticos, haciéndose más moderados y sumándose al prestigio posmoderno de lo cultural (Van Noortwijk, 1995: 497). Si en algo se diferenció España fue en la intensidad del proceso, fruto de unas circunstancias excepcionales, de manera que al auge de la prensa progresista siguió en pocos años su crisis, con la desaparición de revistas semanales tan significativas como La Actualidad Española, Mundo, Doblón, Opinión o Posible. El propio Altares admitía entonces que «el desfase entre Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, La Calle y todas las revistas y la realidad es inmenso».58 Se empezaba a hablar de «desencanto». Cuando dos años después Triunfo cambió su periodicidad para intentar superar la crisis, El País escribía:
La forzada transformación de Triunfo de semanario en mensual no sólo es un acta de acusación contra la política informativa gubernamental y contra ese estado de libertad amenazada, vigilada, de la España de 1980 [...] También plantea, al igual que lo hizo la desaparición de Cuadernos para el Diálogo, un serio interrogante acerca de la capacidad de la vida española, al margen de las estructuras estatales, para alimentar y reforzar ese tejido social de instituciones y centros de poder autónomos del que tanto habla, pero al que tanto teme la clase política (Alted y Aubert, 1995: 669).
Triunfo, al igual que Cuadernos, se había dedicado durante el franquismo a la exploración posibilista de nuevos espacios expresivos, desplazando unos límites casi siempre implícitos y subjetivos, con abundante recurso a las metáforas y elipsis. Ese «semioperiodismo», como lo definió Ezcurra, explica en parte su desaparición tras el restablecimiento de la democracia, cuando el lenguaje recuperó su función denotativa y la política, la cultura o el periodismo parecían volver a ocupar su lugar. El psiquiatra Castilla del Pino lo explicaba para el caso de Triunfo: ese «criptolenguaje» se basaba en que el discurso no fuera explícito y el lector tuviera que descodificarlo gracias a la complicidad con el autor (o autores), pero eso «cesa cuando en España, inmediatamente después de la muerte de Franco, es posible un discurso político explícito, y se vuelve a hacer política por unos y por otros de la única manera que la política ha de hacerse: explícitamente» (Alted y Aubert, 1995: 72).
Es posible que los lectores de Triunfo ya no estuvieran interesados, ni necesitados de una revista que les proporcionara doctrina ideológica. Los tiempos de la doctrina habían pasado y los niveles de compromiso político con un partido o con una revista política estaban cayendo a velocidad de vértigo en la sociedad española. La situación económica dentro de la empresa empezaba a resultar dramática y la primera decisión que se abordó fue la de reducir su número de páginas para rebajar con ellas los costes de producción, pero no resultó suficiente. El 12 de julio de 1980 la edición de Triunfo se interrumpía para reaparecer renovada en noviembre del mismo año como revista mensual con una nueva numeración. El cambio de periodicidad traía aparejado un cambio radical en su concepción como revista de información general y una reestructuración de su plantilla de colaboradores, entre los que destacaban Montserrat Roig, de vuelta tres años después de su marcha de Triunfo, Fernando Savater, Rosa Montero, Cristina Peri Rossi, Manuel Vicent o Ignacio Ramonet. En noviembre de 1980, Triunfo abandonaba la condición política que le había acompañado desde 1962 y aparecía ante sus lectores reconvertida en una revista literaria con colaboraciones de carácter ensayístico y creativo desligados de la actualidad.59
Reconvertida en una nueva revista, Triunfo se las arregló para sobrevivir hasta agosto de 1982, dos meses antes de la victoria socialista. Para muchos, la Transición, con mayúscula, acaba aquí, y con ella la historia de Triunfo. La ruptura y el conflicto emprendieron su propio proceso de institucionalización, la soñada unidad de la izquierda no encontró forma de materializarse ni en el ámbito político ni en el sindical, los sucesivos procesos electorales acabaron marcando y estrechando los límites del escenario político y, finalmente, la propia dinámica del mercado acabó delimitando también sus propios márgenes en el ámbito periodístico. El País lamentaba, entonces, la desaparición de Triunfo, tras la de Cuadernos para el Diálogo:
... dos publicaciones periódicas que tan decisivamente contribuyeron, en el parlamento de papel de la última etapa del franquismo, a difundir los valores democráticos, los principios de la libertad y el compromiso con los derechos humanos no han podido mantenerse en esa España constitucional por cuyo advenimiento combatieron durante los tiempos difíciles (Alted y Aubert, 1995: 679).
Mientras tanto, la situación económica y laboral en La Calle empeoró muy significativamente desde 1980, apenas dos años después de salir al mercado. De acuerdo con lo publicado en El País, las oficinas de La Calle fueron embargadas en septiembre de 1980 y un año más tarde, en julio de 1981, de nuevo el diario El País anunciaba la «subasta de la cabecera La Calle» para sufragar la deuda contraída con Joaquín Francés, jefe de la sección de «Internacional», por despido improcedente. En la misma situación se encontraban otros seis trabajadores de la revista.
Finalmente, la cabecera no fue subastada.60 Se llegó a decir que estaba sufriendo un boicot publicitario, que explicaría el descenso brusco de publicidad en sus páginas, especialmente desde 1980.
Pero lo cierto es que La Calle estaba acusando el mismo declive que el PCE y por causas similares.61 Tras el fracaso electoral de 1977, este dejó de ser el eje en torno al que había girado el discurso de la izquierda durante décadas. De pronto, la sacudida electoral le colocó en los márgenes del arco parlamentario. A partir de ahí y reformando su discurso intentó recuperar posiciones institucionales pactando con el Gobierno y renunciando al leninismo en el Congreso de 1978. Esto provocó un verdadero terremoto dentro del partido, que lo fragmentó en, al menos, cuatro corrientes irreconciliables.62 Las luchas internas, la fuga de intelectuales y el descenso en la cifra de militantes acabaron por privarle de crédito político (Treglia, 2011: 34; Andrade Blanco, 2015). Mientras tanto, la revista La Calle, vinculada al sector reformista del PCE, asistía a la descomposición del partido y a la crisis de la cultura de izquierdas que lo inspiraba.63
Desde finales de los setenta y en el contexto de la Guerra Fría, la influencia del comunismo estaba retrocediendo y el marxismo como aparato teórico estaba siendo cuestionado. No es extraño que la cultura de izquierdas que se había respaldado en ambos y que se había consolidado en Europa al abrigo de los movimientos sociales entrara en crisis. En España, la revista La Calle se estaba quedando sin discurso, sin un proyecto político sólido que defender y sin unos lectores que, recién iniciada la década de los ochenta, desatendían su lectura, como también la de Triunfo, al mismo ritmo que abandonaban la vieja lealtad ideológica con el marxismo.
1. «Juicio crítico a Cuadernos para el Diálogo», Cuadernos para el Diálogo, enero de 1972, pp. 19-32.
2. Revista Española de la Opinión Pública, julio-diciembre de 1970, pp. 297-347.
3. J. Ruiz-Giménez: «Los deberes del tránsito», Cuadernos para el Diálogo, noviembre de 1975.
4. «España quiere democracia», Cuadernos para el Diálogo, diciembre de 1975.
5. «Marcha atrás: los límites del reformismo», Cuadernos para el Diálogo, 10-16 de abril de 1976; «La reforma que no reforma», Cuadernos para el Diálogo, 8-14 de mayo de 1976; «Fraga, giro hacia el búnker», Cuadernos para el Diálogo, 8-14 de mayo de 1976.
6. «El pueblo pide voz y voto» e «Iglesia: ¿con o sin el poder?», Cuadernos para el Diálogo, diciembre de 1975.
7. «Ruptura o reforma», Cuadernos para el Diálogo, enero de 1976.
8. R. Arias-Salgado: «En busca de una legitimidad democrática», Cuadernos para el Diálogo, 27 de marzo - 2 de abril de 1976.
9. «Otro gobierno para las promesas del Rey», 12-18 de junio de 1976 y «Franquistas: acoso al Rey», Cuadernos para el Diálogo, 22-28 de junio de 1976.
10. «El apagón», Cuadernos para el Diálogo, 10-16 de julio de 1976; R. Arias-Salgado: «Un apunte sobre Cuadernos y la transición democrática», en Las raíces de la democracia. 25 aniversario de «Cuadernos para el Diálogo», Madrid, Asociación de la Prensa, 1988, p. 33, y «Cuadernos, semilla de la transición democrática», en La fuerza del diálogo. Homenaje a Ruiz-Giménez, Madrid, Alianza, 1997, pp. 209-217.
11. J. Ruiz-Giménez: «España en la encrucijada. Segunda meditación», Cuadernos para el Diálogo, 20-26 de marzo de 1976.
12. «Una reforma para reformar», Cuadernos para el Diálogo, 18-24 de septiembre de 1976.
13. «Mayoría y proporción» y «Todavía no tenemos democracia», Cuadernos para el Diálogo, 6-12 de noviembre de 1976 y 27 de noviembre - 3 de diciembre de 1976.
14. «Un referéndum sin libertad no es válido» y Joaquín Estefanía: «Votar o abstenerse, esa es la cuestión», Cuadernos para el Diálogo, 4-10 de diciembre de 1976.
15. «Deben ser negociadas las reglas del juego», Cuadernos para el Diálogo, 11 al 17 de diciembre de 1976.
16. «Una reforma para reformar», Cuadernos para el Diálogo, 18-24 de septiembre de 1976.
17. P. Altares: «A mis amigos políticos» y F. Abascal, S. Gallego y J. L. Martínez: «El gran escándalo. Cómo conseguimos la Constitución», Cuadernos para el Diálogo, 3-9 de diciembre de 1977; «La Constitución y los políticos» y «Airadas reacciones por la publicación del borrador constitucional», El País, 24 de noviembre de 1977; «Cuadernos para el Diálogo comenta las declaraciones de Alfonso Guerra», El País, 11 de diciembre de 1977.
18. J. de Esteban y L. López Guerra: «Radiografía de la constitución», L. Carandell: «El borrador contra la gramática» y M. D. V.: «Los obispos, al ataque», Cuadernos para el Diálogo, 3 al 9 de diciembre de 1977.
19. P. Altares: «Una revista para la democracia», Cuadernos para el Diálogo, febrero-marzo de 1976.
20. Memoria 1975 para la Junta Ordinaria de Accionistas (1 de julio de 1976), Archivo Histórico de la Universidad de Navarra (AHUN), Fondo José M. Riaza.
21. Europa Press y Pueblo, 6 de julio de 1974.
22. Miembro de la clandestina Unión Militar Democrática.
23. Layus: Eduardo Martínez de Pisón (Valladolid, 1937). Caín: Firma tras la que dibujan Felipe Hernández Cava (Madrid, 1953), guionista, y Federico Vicente del Barrio Jiménez (Madrid, 1959), dibujante e ilustrador.
24. «Publicaciones clandestinas», 20 de febrero de 1977, Archivo General de la Administración (AGA), Sección Cultura, caja 590; P. Altares: «Una revista para la democracia», Cuadernos para el Diálogo, febrero-marzo de 1976, y «Entrevista a Pedro Altares», Arriba, 16 de enero de 1976.
25. P. Altares: «Ya no hay dictador», El País, 13 de septiembre de 1978; V. Martínez Conde: «La diacronía del compañero Altares», El País, 3 de octubre de 1978.
26. P. J. Ramírez: «Salvar Cuadernos», La Actualidad Española, 16 de octubre de 1978.
27. Agencia Europa Press, 1 de mayo de 1976.
28. Entrevista personal a R. Martínez Alés, 2 de marzo de 2001.
29. Agencia Europa Press, 26 de agosto de 1976.
30. «Cita italiana en Madrid» y «Amenazas a Cuadernos», Cuadernos para el Diálogo, 14-20 de agosto de 1976.
31. E. Castro: «Granada: los “paseados” de Fonelas. Muertos sin sepultura», Cuadernos para el Diálogo, 6-12 de noviembre de 1976.
32. Los reportajes sobre movimientos sociales son muchos en Triunfo desde 1976, entre ellos Jaime Millás: «El movimiento reivindicativo de los PNN», 4 de febrero de 1976; Nicolás Sartorius: «El movimiento de la construcción», 21 de febrero de 1976; Carlos Elordi: «El nuevo movimiento obrero español», 27 de marzo de 1976; Francisco Almazán Marcos: «Los movimientos campesinos», 23 de julio de 1977; Julia Luzán: «Hacia la unidad del movimiento feminista», 13 de agosto de 1977; Tomás Bragado: «Los objetores españoles», 12 de marzo de 1977; o Gloria Otero: «Silencio y prohibiciones para los vecinos», 6 de marzo de 1976.
33. Montserrat Roig: «La poesía y su pueblo», Triunfo, 14 de febrero de 1976; José Monleón: «El teatro furioso de Nieva», Triunfo, 8 de mayo de 1976; Eduardo Haro Ibars: «Pi de la Serra y Ribalta en Madrid. La poesía catalana», Triunfo, 11 de diciembre de 1976; Julia Luzán: «Canet, de la política a la música», Triunfo, 30 de julio de 1977; o César Alonso de los Ríos: «Música, pero no celestial», Triunfo, 8 de octubre de 1977.
34. Eduardo Haro Tecglen: «El año Suárez», Triunfo, 9 de julio de 1977; Fernando López Agudín: «Adolfo Suárez, entre el quién de los fascistas y el qué de los demócratas», Triunfo, 9 de junio de 1979.
35. Eduardo Haro Tecglen: «La querella del eurocomunismo», Triunfo, 753, 2 de julio de 1977.
36. Eduardo Haro Tecglen: «El miedo al golpe», Triunfo, 10 de septiembre de 1977; Pablo Berbén: «La ultraderecha se explica», Triunfo, 23 de julio de 1977.
37. Informe de P. Altares al Consejo de Administración; 6 de junio de 1975; Archivo personal Pedro Altares (APA), Torrecaballeros.
38. Eduardo Haro Tecglen: «El Pacto de la necesidad», Triunfo, 15 de octubre de 1977; «El hurto de la democracia», Triunfo, 22 de octubre de 1977; o «Después del pacto, qué», Triunfo, 5 de noviembre de 1977.
39. Eduardo Haro Tecglen: «El pacto y el riesgo», Triunfo, 29 de octubre de 1977.
40. «La Calle, nueva revista de información general», El País, 15 de febrero de 1978.
41. César Alonso de los Ríos: «Punto de partida», La Calle, 15 de marzo de 1978.
42. Jaime Aznar: «El mayo de la unidad», La Calle, 2 de mayo de 1978.
43. «España se vertebra», La Calle, 18 de abril de 1978.
44. Andreu Claret: «Tarradellas en Madrid: Allí mando yo», La Calle, 28 de marzo de 1978.
45. «Feria de Abril», La Calle, 18 de abril de 1978.
46. «Un cero a la izquierda. Teatro de ultraderecha», La Calle, 18 de abril de 1978.
47. Miguel Salabert: «PCE. IX Congreso. I eurocomunista. Adiós a los dogmas», La Calle, 18 de abril de 1978.
48. Javier García Fernández: «La Constitución, expresión de la ruptura pactada», Triunfo, 7 de enero de 1978.
49. «La izquierda española. Los caminos de la libertad», Triunfo, 21 de enero de 1978.
50. Memoria 1975 para la Junta Ordinaria de Accionistas, 1 de julio de 1976; AHUN, Fondo José M. Riaza.
51. Proyecto de ayuda económica para impulsar la expansión de la revista semanal «Cuadernos para el Diálogo», anexo a una carta de Pedro Altares a Dieter Koniecki del 30 de agosto de 1977, APA, Torrecaballeros.
52. Carta de Javier Solana a Pedro Altares del 2 de mayo de 1978, APA, Torrecaballeros.
53. Entrevista personal a Pedro Altares, 11 de julio de 2000. Castellano acusa en sus memorias a Felipe González, con la ayuda de los exaccionistas de Cambio 16 Sarasola, Zayas y Rivera de la desaparición de la revista, después de hacerse con ella para «salvarla» (Castellano, 1994: 141).
54. Carta de Pedro Altares a Adolfo Suárez, s/f (otoño 1978), APA, Torrecaballeros.
55. «Se acabó el diálogo», Cambio 16, 29 de octubre de 1978; P. Altares: «Que nadie lamente nuestra suerte», El País, 11 de noviembre de 1978.
56. «España no lee», El País, 18 de octubre de 1978.
57. C. A. de los Ríos: «Del rojo al amarillo», La Calle, 10-16 de octubre de 1978. También el editorial «España no lee», El País, 18 de octubre de 1978.
58. Entrevista personal a P. Altares, 11 de julio de 2000; P. Altares: «Es triste desaparecer a las puertas de la democracia», El País, 13 de octubre de 1978.
59. Cristina Peri Rossi: «Del apocalipsis que no sobrevendrá», Triunfo, 12 de enero de 1980; Manuel Vicent: «La última forma de amar», Triunfo, 1 de febrero de 1981; Ignacio Ramonet: «La era de la telemática», Triunfo, 1 de diciembre de 1980; Fernando Savater: «El escepticismo como nueva fe», Triunfo, 1 de diciembre de 1981.
60. «Embargo preventivo de las oficinas de la revista La Calle», El País, 24 de septiembre de 1980; «Próxima subasta de la cabecera de La Calle», El País, 22 de julio de 1981.
61. «Viaje al interior de los partidos. El PCE por dentro», La Calle, 15-21 de enero de 1980.
62. Los oficialistas, los renovadores, los federalistas y los «duros», según Carlos Elordi: «X Congreso del PCE. Renovación, pero menos», La Calle, 4 de agosto de 1981.
63. Manuel Azcárate: «¿Qué tipo de partido?», La Calle, 15 de junio de 1981; «El PCE, campo de batalla», La Calle, 24 de noviembre de 1981; Manuel Vázquez Montalbán: «Entre la purga y la disciplina», La Calle, 23 de noviembre de 1981.