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ОглавлениеCapítulo I
El estatus de la religión
en la geografía moderna
Si tratar temas religiosos en la cotidianidad es una tarea que demanda actuar con algún nivel de precaución, más son las cautelas que deben adoptarse cuando se abordan aspectos referidos a la esfera religiosa desde una ciencia como la geografía. A pesar de que la religión constituye un tópico presente tanto en las diversas variedades de investigación geográfica como en el campo de estudios autónomo de la geografía de las religiones, creemos necesario clarificar las concepciones referidas a la religión y al hecho religioso que enmarcarán el análisis del comportamiento espacial de esta clave fundamental en la vida de los individuos y de las sociedades. De eso trata el presente capítulo, que está dirigido a los interesados en el análisis del rol de la religión en el desarrollo de la teoría geográfica en Occidente desde los orígenes modernos de la geografía hasta nuestros días.
La geografía de las religiones o el estudio religioso de lo sagrado que proponemos define a lo urbano como una categoría que supera lo espacial, transformándose en un concepto significativo que alude a las acciones de los practicantes, acciones que los involucran consciente y reflexivamente en la medida en que transforman, crean y recrean sus prácticas religiosas en una lógica actuarial que considera los diversos significados del ethos ciudadano. Por ende, la religión es un tópico susceptible de ser abordado geográficamente, cuestión que profundizaremos a continuación.
Religión, vocablo significativo en la evolución de la geografía moderna
La religión fue un objeto de estudio clave en el desarrollo de Occidente desde los orígenes de la racionalidad griega. Diversas teodiceas y creencias asociaban lo santo a la creación de un universo pleno y ordenado en el que lo religioso era considerado el punto de partida originario de la explicación del mundo. Los romanos agregaron a esta perspectiva la consideración de lo religioso como un componente identitario fundamental de la ciudadanía, lo cual se refleja, por ejemplo, en la estructura del panteón romano y en la existencia de una religión oficial que en parte encarnaba los ideales del Estado (Glacken, 1996). La relevancia de las religiones en ambas culturas explica la magnitud de trabajos que, desde numerosas aristas, estudiaban al fenómeno religioso como un componente esencial de sus respectivos órdenes sociales, abordando este tipo de temáticas en diversas escuelas y tradiciones de las ciencias humanas y sociales.
La relevancia anteriormente consignada se mantuvo sin contrapeso hasta la irrupción de la Modernidad europea con sus respectivas cuotas de secularización, a pesar de lo cual siguió influyendo tanto en la identidad individual y societal como en las relaciones entre individuo, sociedad, cultura y territorio (Berger, 1971; Cadge, 2017), como lo demuestran las aristas religiosas presentes en dinámicas sociales, geopolíticas y culturales de la coyuntura histórica (Claval, 1999). En términos epistemológicos, lo moderno implicó trasladar la verdad desde el verbo al sustantivo (Berman, 1993), prescindiendo de la verdad revelada como patrón organizador de las teorías y metateorías referidas al ser humano y sus circunstancias, lo cual no implicó la desaparición de la clave religiosa, sino la vigorización de contracorrientes, especialmente en el debate científico (Berger & Luckmann, 1996; Dussel, 2000; Jünger & Habermas, 1989; Lambek, 2005).
En el contexto del Romanticismo, las convicciones religiosas de Ritter tiñeron al pensamiento geográfico buscando los reflejos en la realidad y en el orden y los propósitos divinos (Capel, 1981). Lo mismo hicieron ciertos matices panteístas contenidos en la obra humboldtiana, específicamente al integrar bajo la forma de experiencias religadas sus observaciones del paisaje que conocía, apreciaciones con las cuales el ser humano se sentía integrado y no aislado de lo natural. También esta visión se distanció de la descripción puramente científica del universo imperante en Europa desde el siglo XVII y retocada por el Neoclasicismo del siglo XVIII, ya que incorporó nuevas formas estéticas derivadas de una filosofía que acogía el misterio y el esoterismo (Gerard, 2005; Wulf, 2017). Ambos intelectuales pusieron en igualdad de condición las discusiones referidas a la operación de leyes físicas universales que había evidenciado la revolución científica del siglo XVII, con controversias referidas a las diversas expresiones culturales de las creencias y cosmovisiones en el paisaje, ya que si había una ley universal aplicable al hecho humano esta tenía que buscarse en factores individuales y sociales, siendo la religión uno de estos factores diferenciadores.
Tanto Ritter como Humboldt aplicaron nociones más o menos semejantes de medio para dar cuenta de las relaciones entre los seres humanos, las sociedades y el mundo inanimado en estudios geográficos específicos: esta concepción coincidía con las ideas imperantes durante el Romanticismo, especialmente la postura de integrar en una sola explicación las vinculaciones entre el medio físico y las acciones humanas (Ortega, 2000; Unwin, 1995). Humboldt no consideraba a la religión como un tipo específico de acción social que aportara a la explicación de la diversidad de la cultura y de los paisajes sobre la superficie terrestre. Ritter, en cambio, la consideraba un componente de la cultura y de la identidad nacional, y sus análisis contenían visiones míticas, teleológicas y providencialistas más propias de un convencido luterano que de un científico. Por ejemplo, relacionaba las formas geométricas de los territorios con el destino de los pueblos que los habitaban, involucrando a la historia y a la geografía en una explicación cargada de ideologías y preconcepciones, ya que consideraba que eran conocimientos que debían vincularse para comprender una realidad organizada que expresaba la voluntad divina.
La geografía siguió evolucionando principalmente en la tradición alemana. Friedrich Ratzel instaló la clave religiosa en las discusiones referidas a la distribución de seres humanos, culturas y sociedades sobre la superficie planetaria (Celarent, 2013; Natter, 2005), postura que continuaron geógrafos regionalistas y culturales durante el siglo pasado. De paso, en el contexto de las geografías culturales, tomaba cuerpo la geografía de las religiones con estudios descriptivos y análisis causales al interior de las escuelas francesa y anglosajona (Deffontaines, 1948; Ivakhiv, 2006; Knott, 2005; Kong, 1990, 2001b; Levine, 1986; Tse, 2014). Por ejemplo, Eduard Hahn sindicó a las religiones y a la ideología como aspectos clave en la evolución del sistema económico característico de cada cultura, relevancia que se mantuvo en la geografía cultural alemana que aglutinó además a Hahn Schluter, Meitzen, Passarge y Semple; todos, discípulos de Ratzel (Wagner, 2002).
En el enfoque cultural, los paisajes eran el resultado de la aplicación de herramientas y técnicas para la dominación del entorno, siendo la religión una de las herramientas utilizadas por diversos grupos humanos. A partir de esta premisa se formuló una teoría general acerca de las relaciones entre religión y medioambiente en la que la religión, más que ser un elemento modificador (del medio geográfico), era producida o modificada por el medioambiente en el que se desenvolvía la colectividad, generándose distintas formas y niveles de pensamiento (Claval, 1999; Fernández, 2006).
Emile Durkheim leyó la Antropogeografía de Ratzel y destacó la rigurosidad y novedad del estudio en términos de pretender ser una teoría social total. A su juicio, sin embargo, en ello residía su gran debilidad ya que no era posible, recurriendo a los mismos principios, explicar la conducta de todas las sociedades, como pretendían hacerlo los geógrafos humanos. Al respecto Durkheim señaló: “Sin duda las influencias geográficas están lejos de ser despreciables, pero no tienen la preponderancia exagerada que se les concede…. Entre los rasgos constitutivos de los tipos sociales, no existe ninguno que pueda ser atribuido únicamente a las influencias del suelo y ambientales, puesto que las condiciones geográficas varían de un lugar a otro” (Durkheim, 1980, p. 123). Un discípulo de Durkheim, Marcel Mauss, planteó que los fenómenos sociales debían explicarse por claves sociales y no ambientales, postura cuyo resultado fue la reducción de la geografía al estudio de variables tales como distancia, espacio o posición, sin que avanzase al análisis de la morfología social, que se transformaba en el objeto de estudio casi exclusivo de la sociología (Mauss, 1979).
Francia, un nuevo locus para la geografía de las religiones
El protagonismo de la discusión geográfica acerca del fenómeno religioso se instaló en Francia desde fines del siglo XIX mediante los aportes de Paul Vidal de la Blache, a quien las lecturas de textos de Ritter y de la Antropogeografía de Ratzel lo inclinaron a destacar en los estudios geográficos al ser humano y a la cultura por sobre el medio, tendencia opuesta a la forma tradicional de analizar los fenómenos de la naturaleza y de la cultura a la fecha subsumidos en reglas, principios y leyes positivas y naturales que abundaban en ese entonces en la geografía. Centrándose en el ser humano, esta nueva propuesta para la geografía logró la unidad sobre la base de la naturaleza y la vida, y se dedicó a la búsqueda en la historia natural (específicamente, la geología) de métodos regionales a partir de los cuales superó los ripios del enfoque ratzeliano (Romero, 2001). Según Vidal de la Blache, la geografía tenía el encargo especial de estudiar cómo los acontecimientos históricos dinamizaban y modificaban al paisaje, por cuanto el ser humano tenía capacidades diferentes (según los lugares) de transformar la fisonomía de la tierra aplicando estrategias individuales y colectivas sobre el medio.
La geografía pasó a ser entonces una ciencia de los lugares y no de los seres humanos, ya que la cultura era el mecanismo que explicaba la capacidad que tiene el hombre de transformar la fisonomía de la tierra y el recurso mediante el cual se humanizan los paisajes definiendo géneros de vida, sustento del método regional, el gran invento de la obra vidaliana que posibilitaba el estudio de las relaciones entre las características ambientales y las formas de vida, especialmente expresadas a través del trabajo. Resultaba fundamental cautelar dos aspectos: (1) no había que confundir lo determinista (como única condición necesaria) con lo posible, y (2) que era necesario un conocimiento profundo de las unidades territoriales con el fin de seleccionar adecuadamente las variables a partir de las cuales describir y explicar las individualidades geográficas que en definitiva condicionan las posibilidades de adaptación de las colectividades. Se concibió a la cultura y la acción humana como factores decisivos de la transformación del espacio (Romero, 2001).
Desde el método regional, con el auxilio de la historia se formuló la teoría del posibilismo en una serie de monografías regionales, y así se forjó una nueva escuela cuya principal fortaleza fue haber restituido un lugar prominente al ser humano y sus hechos (la cultura, los géneros de vida), como objeto de estudio de la geografía. Este esfuerzo se vio beneficiado por la aparición de los mapas geológicos de Francia a escala 1:80.000 entre 1873 y 1903, los que servirían de base para la definición de regiones humanas a partir de las relaciones ser humano-medio por sobre el estudio de las limitantes que los factores naturales imponían a las sociedades (Capel, 1981).
La problemática religiosa no fue desarrollada por Vidal de la Blache, pero sí por sus sucesores. Jacques Weulersse analizó las modalidades de influencia de prácticas y edificaciones religiosas en las características de los espacios africanos y orientales (Weulersse, 1931, 1940). Lucien Febvre realizó un análisis histórico de las agrupaciones humanas en el que la religión era un elemento identificador y diferenciador de los espacios que estudiaba. Estos y otros trabajos, entre los que se cuentan las obras de Jean Brunhes (Brunhes, 1948), Pierre Deffontaines (Deffontaines, 1948) y Pierre Gourou (Gourou, 1966), dieron pie a la materialización de una geografía de las religiones como una línea de investigación asociada a los estudios culturales. En estos estudios los templos eran considerados manifestaciones culturales acerca de las que se podía reflexionar en virtud de los materiales que lo constituían, los signos que integraba (Dando, 2009), los ritos que se practicaban, su distribución geográfica y las vinculaciones entre este tipo de edificios (Brunhes, 1948), el entorno y el resto de los que conformaban al asentamiento en el que se encontraba (Dando, 2009; Vincent, Verdier, 1995).
La primera consecuencia de la maduración de este tipo de subdisciplinas fue el reemplazo del nombre Antropogeografía por el de “geografía humana”, que incorporó durante la primera parte del siglo XX a un conjunto de estudios e investigaciones, a los que la geografía no había manifestado mayor preocupación con anterioridad, y a nuevos métodos cualitativos y cuantitativos provenientes de las ciencias sociales.
Pese a significar un importante avance en el tratamiento geográfico del problema religioso, los trabajos desarrollados por geógrafos de la religión de fines del siglo XIX y del XX han sido criticadas fundamentalmente por su carácter descriptivo y por una supuesta incapacidad para generar teorías formales (Ivakhiv, 2006; Park, 1994; Paulsen, 2005b; Proctor, 2006). Por ejemplo, Pierre Deffontaines, heredero de Vidal de la Blache, de la sociología de Max Weber y de la Escuela de los Annales, reflexionó acerca de la preeminencia de lo sagrado en la construcción urbana como una especie de elemento causal invariante presente en la gestación del hecho urbano. Se detuvo en la descripción, análisis y explicación de las formas como las religiones inscriben sus símbolos en la arquitectura y aportan a la interpretación de los elementos ambientales como manifestaciones de la divinidad (Deffontaines, 1948). La debilidad de este estudio es la propia de gran parte de los continuadores de la obra vidaliana, que consiste en que no logra dar cuenta satisfactoriamente de la especificidad de lo religioso en el ámbito territorial.
Estados Unidos de Norteamérica, una nueva caja de resonancia para la geografía de las religiones
Carl Sauer, formado a la vera del geógrafo alemán Alfred Hettner, consideraba a la religión un factor influyente en las modalidades de ocupación y uso del espacio (Sauer, 1975). Esta mirada se integró a una larga tradición investigativa que situaba a la religión como un ámbito de reflexión intensamente abordado por las ciencias humanas y sociales norteamericanas y que, en el caso de la geografía, más que generar una subdisciplina formó parte de estudios descriptivos-distributivos y de otros de índole cultural. Estos últimos se sustentaban en los conceptos “área cultural” y “paisaje cultural”, propios de la escuela alemana de los siglos XIX y comienzos del XX, utilizados para estudiar las influencias (determinaciones) que factores como el suelo y el clima ejercían sobre todos los niveles de la vida social (Crang, 1998).
A partir de los trabajos de Sauer se constituyó una corriente de investigadores que se conoció como la “Escuela de Berkeley”, desde la que se gestó un tipo específico de geografía cultural muy enraizada con la geografía histórica y con la geografía regional que produjo dos tipos de estudios. Un primer grupo corresponde a estudios acerca del territorio de los aborígenes norteamericanos, que criticó la forma como se llevó a cabo la conquista de América en todos los aspectos, incluido el ámbito religioso, línea investigativa que evolucionó hacia estudios referidos a las expresiones territoriales de lo formal y lo simbólico, a la identificación, descripción y explicación de ciertos principios organizadores de lo religioso y de lo sagrado en el territorio, y a una geografía urbana influida por la teoría social. Un segundo grupo se dedicó a la descripción y análisis de las formas y relieves norteamericanos y latinoamericanos (Flores, 2007).
La geografía de las religiones en la actualidad
Líneas investigativas actuales asociadas a los estudios urbanos y culturales intentan comprender el rol de lo religioso y de lo sagrado en la generación de atribuciones simbólicas a los espacios y edificios, en la organización espacial, en el control territorial, en la construcción de alteridad y en la evolución de las formas, como se vivencia lo sacro en la ciudad (Racine & Walther, 2006). Otra línea estudia las representaciones espaciales del fenómeno religioso y cómo este se relaciona recíprocamente con las condiciones del grupo social y del medio en que habita. Este enfoque entraña una oportunidad, pero también una amenaza: incorpora temas a la geografía humana y a la nueva geografía cultural, sumando variables sociales a las espaciales con el fin de construir explicaciones y teorizaciones más completas, ya que el “interés de los geógrafos por los fenómenos religiosos tiende también a ensancharse a todas las manifestaciones sociales que pueden agruparse bajo las voces de ‘religión y espiritualidad’” (Racine & Walther, 2006, p. 483). Pero, al mismo tiempo, puede ocurrir un distanciamiento de lo geográfico si es que se intentan explicar estos fenómenos solo desde lo social, descuidando variables espaciales y prescindiendo del análisis territorial.
Con el fin de clarificar el rol de lo geográfico en el ámbito de lo religioso, Erich Isaac diferenció a una geografía religiosa de otra geografía de la religión, siendo la primera una preocupación de los teólogos y de los estudios de religiones comparadas, mientras que la segunda es propia de los geógrafos (Isaac, 1963). El ámbito propiamente geográfico se transforma permanentemente debido a la afluencia de nuevos autores y temas de investigación. En este sentido, Kong convocó a la producción de nuevas geografías concordantes con los planteamientos de la Modernidad que estudien los diferentes sitios de la práctica religiosa más allá de lo oficialmente sagrado y que incorporen elementos perceptivos, sensuales y sensoriales y la diversidad religiosa originada por los contextos simbólicos, históricos, culturales, demográficos, morales locales (Kong, 2001b). Este planteamiento fue apoyado por Holloway y Valins, quienes, basándose en los planteamientos de Foucault, conciben a lo religioso como un sistema específico de ética, moralidad, arquitectura, ideas de patriarcado, construcción de leyes, gobiernos, etc. (Foucault, 1980; Holloway & Valins, 2002).
La geografía brasileña ha aportado significativamente al desarrollo de la geografía de las religiones, destacando los trabajos de Zeny Rosendahl y Roberto Lobato Corrêa, quienes estudian la espacialidad de los credos, la dinámica y estructura de ciudades religiosas o hierópolis, y las prácticas religiosas, entre otras temáticas, integrando las ramificaciones culturales y las cultuales con lo morfológico a lo simbólico, desde lo que está a lo que se cree, vivencia o se inscribe. Dicha perspectiva permite, a nuestro juicio, interpretar la dimensión simbólica de aquello numinoso contenido en los templos, entendidos como sentidos y signos disponibles en el paisaje cultural urbano (Corrêa & Rosendahl, 2004; Rosendahl, 2009).
Lo anteriormente consignado evidencia que estudios empíricos susceptibles de ser clasificados como parte de las geografías de las religiones han evolucionado en una serie de tendencias, como geografía denominacional, paisajes y organización espacial de grupos religiosos particulares, el desarrollo de centros sagrados y peregrinación (Sopher & Gay, 2006), a lo cual se suman estudios postcoloniales y postmodernos (Kong, 2001b).
Conversión y Espacialidad
La experiencia de conversión resulta un punto de partida inobjetable para el análisis geográfico del fenómeno religioso, por cuanto la pertenencia a un credo está mediada por un cambio personal donde el individuo pasa de un estado de no creencia a un tipo específico de opción religiosa o bien pasa de la pertenencia a una fe a otra. La explicación de esta situación primero, y sus posibles efectos espaciales después, requiere considerar los aportes de teorías que abordan en diversas escalas las vertientes, dinámicas, procesos y patrones del cambio religioso, por cuanto la conversión no es únicamente una cuestión de interés individual constreñida a la esfera privada, sino que afecta a lo colectivo y se engarza con problemáticas referidas a la secularización, al modelo de desarrollo, formas de comprensión de mecanismos de provisión y ayuda, comportamiento del capital humano, social, simbólico, sinergético, cultural, ética del trabajo, proyectos de vida, concepciones de propiedad, decisiones inmobiliarias, educativas, sanitarias, políticas, reproductivas, sexuales, de género, étnicas, entre los muchos factores que se entrelazan con el hecho de convertirse a un credo, incluyendo posibles transformaciones espaciales (Woods, 2012).
Los procesos de conversión en la actualidad son concebidos como una de las tantas expresiones de interacción entre credos que coinciden en un espacio-tiempo determinado, interacción que en el caso chileno no siempre fue pacífica, sino que en algunas épocas fue la culminación de confrontaciones cargadas de violencia y con nefastas consecuencias: incluso en la actualidad hay quienes sindican a la conversión como una forma inflexible de conquista (Mills & Grafton, 2003) donde los individuos, más que protagonistas, son expresiones de la coexistencia dinámica y cambiante entre grupos e instituciones y del rol y estatus público de lo religioso en una sociedad determinada (Habermas, 2002, 2006; Jansen, 2011; Jindra, 2011).
La inserción del país, primero al imperio español como espacio marginal de conquista, y sus posteriores engarces a otros arreglos geopolíticos de larga duración redundaron en que algunas prácticas de modernización funcionaran como factores estructurales que incorporaron racionalidades occidentales modernizantes a la cultura en general y a la religión en particular. Weber planteó que la incorporación de mayores cuotas de racionalidad al dominio religioso producía transiciones entre credos al considerarse a uno más racional que al otro (Weber, 2001), lo cual fue ratificado, en casos de conversión de evangélicos a católicos en un trabajo de Alcaino y Mackenna (2017), donde parte de la explicación del cambio se asoció a la consecución de un mayor estatus por parte de individuos que habían sido formados en el credo evangélico que les impulsaba a armonizar, mediante el cambio de religión, su locus social con las prácticas de sus nuevos entornos (Alcaino & Mackenna, 2017). En otra dirección, el paso de católicos a evangélicos, en el contexto de la ocurrencia de procesos de modernización, puede explicarse mediante la ocurrencia de un proceso de privación relativa ya que el sentido de comunidad de los grupos evangélicos morigeró, de mejor modo que el catolicismo, la exclusión y postergación de parte de la masa proletaria excluida, anómica y postergada (Lalive d’Epinay, 2009; Marshall, 1991; Parker, 1993). Ambas explicaciones respecto al cambio religioso resultan parciales, si es que no consideran aspectos referidos al tejido social y al posicionamiento individual y colectivo, pero significan un punto de partida para analizar los efectos espaciales de cambios en las adscripciones religiosas en el paisaje urbano santiaguino, ya sea de un credo a otro, de abandono o descuelgue religioso, o de la emergencia de sincretismos, secularización, postsecularización.
Religión, religiosidad y espacialidades religiosas
Cuando los primeros cristianos vincularon “religio” con la adoración de la verdad, declararon al cristianismo como único camino que conduce a Dios, por cuanto había una única verdad que funcionaba en un dualismo fundamental entre el mundo humano y el mundo transcendente de lo divino (Knott, 2005). Dicho concepto fue evolucionando y desde el siglo V d. C. en adelante se transformó en un nombre referido a un conjunto de individuos que llevaban un estilo de vida en espacios determinados, diferentes a otros que se desplegaban en espacios seculares, a hechos que ocurrían en un tiempo profano y opuesto esencialmente a los tiempos reflexivos o espirituales dedicados a lo divino (Hervieu-Léger, 2005; Paulsen, 2005b; Vries, 2008).
El paso de sustantivo a verbo del concepto “religio” introdujo componentes de espacialidad a la problemática religiosa y, por extensión, profundizó la diferenciación entre este ámbito y lo secular (Delumeau, 1997), lo cual se extendió al tema del cuerpo, que es el punto de partida de toda construcción espacial, que se genera mediante la conjunción entre la experiencia perceptivacognitiva, las estructuras del conocimiento y el desarrollo de representaciones espaciales que se extienden a la vida social y orden cultural (Foster, 1988; Lakoff, 2011; Meentemeyer, 1989; Mitchell, 2009; Pratt, 2012; Seibert, Kraimer, & Liden, 2001). Desde y con el cuerpo acontece la sacralidad como proceso cognitivo ya que se definen nexos con lo propio y la corporalidad de otros, un territorio en lo cual se aglutina lo interno y lo externo (Anttonen, 2007). El rito deviene de la sacralidad y es entendido como una composición de elementos culturales cuyo producto es el espacio sagrado, en el cual estos componentes se distinguen y transgreden de tal manera que no es posible categorizarlos separándolos en dominios puramente corporales o territoriales. Los templos son entonces corporeidades que contienen cuerpos, casas, hogares u organismos donde reside lo Santo en lo sacro (Otto, 2016).
La vinculación que proponemos entre lo Santo, prácticamente como un categoría móvil, y lo sacro como un atributo que tiende a fijarse, nos permitirá estudiar los templos como expresiones espacio temporales de la religión y religiosidad características de individuos y sociedades, así como también de las concepciones que estos manejan acerca de la divinidad y lo divino (Paulsen, 2005b, 2015). Las ideas religiosas son inseparables de las concepciones referidas a la Iglesia (entendida como congregación) y al templo, por cuanto ambas aluden a la dimensión material y práctica (eminentemente colectiva) de ritos repetitivos y esenciales que los credos realizan en espacialidades diferenciadas reconocidas como sacras (Durkheim, 2008; Goody, 1961; Johnson, Christiano, Swatos, et al., 2003; Küng, 2005; Pace, 2007; Woodhead, 2011).
Entonces, siendo la asociación sacralidad-espacialidad un elemento troncal común a los credos cristianos, la diversidad religiosa no afecta a las concepciones espaciales referidas al templo presentes en la mayor parte de las religiones, como lo evidencian algunas investigaciones referidas a los monoteísmos donde los lugares de adoración son primeramente espacios físicos que incluyen y excluyen, incorporan, consagran, unen, liberan y confieren estatus a las personas (Ammerman & Stark, 2007; Dietrich, 2013; Ra’ad, 2005; Uhde, 2014).
En lo que respecta a las ciudades, las formas urbanas y las religiones se encuentran inextricablemente unidas. Las religiones aportaron al origen del fenómeno urbano y se trata de una de las principales funciones de la mayor parte de conglomerados a través de la historia (Hawley & Mumford, 1961; Mumford, 1956, 2011). Entre otras filiaciones entre fe y fenómeno urbano en Latinoamérica, se puede consignar la existencia de hierópolis, la fundación de ciudades en espacios sacros y el hecho de que los templos fueron parte de la institucionalización de la conquista (Romero, 2004; Rosendahl, 2009; Sjoberg, 1988). Los trabajos sociológicos, antropológicos, históricos y geográficos decimonónicos y posteriores aportaron a la constitución de un modelo de génesis y desarrollo urbano que situó a la religión como una de las causas por las cuales surgieron las ciudades; esto es, como consecuencia de la instalación de un templo o por la existencia previa de un lugar que se reconocía como sagrado y que, por lo tanto, atraía peregrinos que practicaban alguna forma de devoción (George, 1974). A esta explicación, Deyan Sudjic agregó como requisito de evolución positiva, la tolerancia y convivencia entre los distintos credos y prácticas que puedan desarrollar los habitantes (Sudjic, 2017).
Es común definir a las ciudades como espacios para la producción y reproducción de intercambios. En lo que concierne a la religión, los intercambios se dan bajo la forma de recuerdos, memorias, deseos o esperanzas, e inciden en la adhesión a un credo o a la conversión, por cuanto, como señalara Calvino, lo utópico y diferente surge invisible primero, desde ciudades invivibles (Calvino, 2017).
A microescala, algunos templos replican la lógica de emplazamiento en lugares que eran considerados como sacros por un grupo social, por etnias y por culturas (Dawson, 2010; Tuan, 2001, 2009). La cualificación de una porción del espacio actuó como factor de localización. Tal parece ser el caso de Santiago de Chile: la instalación en 1545 del primer templo católico en territorio nacional, la Iglesia La Viñita, localizada a los pies del Cerro Blanco, consagrada a la Virgen de Montserrat, que habría sido un centro ceremonial anterior a la llegada de los conquistadores españoles a la Cuenca de Santiago (Cornejo, Gandolfo, González, et al., 2010).
Analizaremos posteriormente el caso de la ciudad de Santiago, capital de Chile, porque, tal como dijo Guarda, “nuestras ciudades (refiriéndose a las ciudades chilenas), desde su creación, se diseñaron de manera que su sello fuese la presencia eminente de iglesias, comenzando por la catedral, cuyos fundamentos, como motivo culminante, se echan en la solemne ceremonia fundacional, junto con la celebración de la primera misa y el canto del Te Deum de acción de gracias, acta de bautismo cristiano, que le marca un destino, un proyecto de vida eterna” (Guarda, 2016, p. 292).
La idea del templo como “un lugar de reunión y encuentro” identifica a la mayor parte de las corrientes cristianas y filocristianas que operan en América Latina y en Chile en la actualidad, donde el lugar en que se practica el rito es un locus significativo que contiene la Revelación a la que comunica, representa, decodifica y ritualiza, ya sea en la práctica del rito o mediante imágenes u otras formas de lenguaje (Hervieu-Léger, 2004, 2005; Paulsen, 2015). El análisis de la distribución geográfica de los templos supone contextualizar sus respectivas localizaciones con problemáticas urbanas asociadas a la conducta de los agentes urbanos, dinámicas del mercado de los suelos, impacto del proselitismo de los credos en áreas sociales, entre otros factores, ya que los templos, como hemos señalado anteriormente, expresan de modo visible los intereses y acciones que distinguen a los grupos religiosos de otras organizaciones seculares y no seculares. Son un texto, un discurso que refiere y rememora a los grupos que los construyen y son la síntesis entre mito y rito, lugar en donde se hacen visibles lo invisible y los imaginarios asociados a la esperanza, y evidencian el grado de compromiso que cada colectividad tiene con este tipo de mensaje, así como también a qué interlocutor privilegian como mensajero de lo trascendente (Eliade, 1999, 2004; Otto, 2016; Studstill, 2000).