Читать книгу Tarantela - Abril Castillo - Страница 7
RÍOS DE PIEDRA
ОглавлениеTengo cuatro años y se hace tarde para salir. Mi mamá nos da jugo de mandarina y nos dice a mi hermano y a mí que nos lo tomemos rápido, pero el jugo no está colado y yo trato de escupir las semillas. No hay tiempo, me dice, trágatelas, no pasa nada. Y me acabo el jugo y me como todas las semillas.
Tengo cinco años y vamos en carretera. Mi mamá saca unas mandarinas y me pasa una. Me divierto quitándole la cáscara mientras coloco cuidadosa los pelitos en mi muslo. Es lo único que no me como. Cuando me termino la mandarina, mi mamá voltea para tomar la basura y me pregunta por las semillas. ¿Dónde dejaste las semillas?, me dice preocupada. Me las comí, le contesto. Mueve la mirada de mi muslo a mis ojos y me dice que las semillas no se tragan. ¿Qué me va a pasar? Suspira y se voltea a ver con mi papá, que maneja. Me mira de nuevo y me asegura que, no siempre pasa, pero podría crecerme un árbol en la panza. Espero paciente todo el día. Si para la noche no me ha atravesado una rama la garganta, expulsaré la semilla y seguiré viva otro día, al día siguiente, y otros más después de eso. Y si eso ocurre, no volveré a comer semillas.
Los pies me colgaban aunque tenía las piernas totalmente estiradas. El tío Guillermo me dio una galleta y seguimos esperando en ese pasillo largo con luces blancas. Batas blancas. Piso blanco. Paredes blancas. Cristales que separan los cuartos. No alcanzaba a ver qué había del otro lado, pero la gente se asomaba. No, no quería galleta. Me di cuenta cuando ya la había mordido y sólo la escupí. Guillermo dijo que me la comiera. Lloré. Dejó de insistir. Salió un hombre con bata azul, con la cabeza y la boca cubiertas. Sonrió. No lo supe por su boca, porque no la veía, sino por sus ojos. Eran los ojos de mi papá. Era su voz cuando dijo que Lucas estaba mejor. Guillermo me cargó y a través del cristal vi una pecera con alguien más pequeño que yo. La persona más pequeña que jamás había visto. Vi un pie, quizá era una mano. Vi tubos que salían de su nariz. Su boca clausurada. Vi luces falsas y un movimiento muy leve. No vi completa su cara. No alcancé a ver sus ojos. No existían trajes azules de mi tamaño. O eso me explicó mi tío cuando traté de seguir a mi papá y la puerta se cerró en mi cara.
Me ofreció otra galleta y esta vez me la comí.
¿Cómo se vería la boca de Lucas sin esos tubos?, imaginaba. ¿Y sus ojos, cuando los abra?
Mi hermano nació enfermo. No lo había visto, pero ya sabía que se llamaba Lucas. Mi mamá me había dado una muñeca que se llamaba Lucas también y tenía unos ojos muy bonitos que se le cerraban al acostarla. No había visto a mi mamá tampoco. Guillermo me cuidó mientras tanto.
El tío Guillermo tenía muchos animales en su casa. Pájaros, un perrito de la pradera y un oso enorme en las escaleras. Mi papá me dijo que Guillermo los había matado. Mi mamá, que los había cazado. Todos estaban muertos. Cuando iba a su casa, no podía dejar de ver al oso con el gran hocico abierto y los ojos de canica. Si no hubiera estado tan alto, habría intentado tocar esos ojos que miraban siempre sin ver nada.
Como en el súper, en donde me detenía a ver los pescados mientras mi mamá le pedía algo al encargado. Aprendí que pez es cuando está vivo, pescado cuando está muerto. Pez cuando nada, pescado cuando lo sacan del agua. Pescado lo que te comes. ¿Qué palabra se usa para un humano muerto? Tocaba los ojos de los pescados. Tocaba su cuerpo frío. Mojados, no sabía si por el hielo en el que los acuestan o porque son ellos mismos de agua. Sus escamas de colores, delicadas, fáciles de quebrar cuando se secan. Apenas rozaba con mi dedo sus cuerpos quietos. Sus diminutos dientes y su boca abierta, igual que la del oso.
Nunca vi un humano muerto.
¿Quieres conocer a tu hermano?
Mi papá me cargó y juntos recorrimos ese frío camino de mi recámara a su cuarto. Ahí había una cuna blanca con un velo que caía desde el techo, que brillaba solo. No sabía dónde estaba mi mamá, no la había visto en semanas. Mi papá me puso en el piso, como si fuera un pez que dejaba en el río, y con cuidado me acerqué, sintiendo que lo que estaba a punto de ver iba a cambiarlo todo, después de una larga espera.
Sólo veía cobijas enredadas, sombras grises entre mantos blancos. Noté una mano, pero me dio miedo tocar a mi hermano.
Después vi una nariz, bajo un gorro que terminó por caerse. Lucas abrió los ojos y me encontré con una mirada frágil que me contaba sin palabras que nacer era tan difícil como morir. Tomé su mano y dejó de preocuparme no ver a mi mamá, porque podía sentirla cerca. Y entendí que esa fragilidad ante la que estaba era la felicidad y la muerte, que son una y la misma cosa.
Mi papá siempre me pedía que no matara a las arañas. No te hacen nada, me decía. Además se comen a los moscos.
En la casa había muchas telarañas. Me gustaba vivir ahí. Me gustaba esa casa y mi ciudad húmeda. Me gustaban las arañas.
Mira, abuela, una telaraña, le enseñé a la abuela una vez que fue de visita. Disfrutaba ver a las arañas tejiendo y también a la abuela. La abuela tomó una escoba y destruyó la telaraña. En cuanto la araña cayó, la abuela dio un paso adelante para aplastarla y la arrastró hacia ella. Todos sus jugos quedaron embarrados en el piso.
No me miró en ningún momento.
A las arañas no las matamos, abuela.
No se mata a las arañas, me había enseñado mi papá, a los alacranes sí. Los alacranes son venenosos, las arañas no.
Una vez vimos una tarántula. Parecía casi un ratón miniatura. Daba miedo matarla con sus pelos y lomo enorme. No es lo mismo aplastar una hormiga que a un animal con huesos y sangre.
Las arañas no son venenosas, decía mi papá, y con un vaso y un papel las sacaba por la ventana.
Nunca me picó ninguna. Lucas y yo sólo las observábamos. Igual que a las serpientes del jardín. Una vez mi papá mató una: se retorcía y seguía dibujando ondas en el pasto. Hasta que se quedó quieta en una letra S perfecta.
La vida de los insectos dependía de la temperatura de la sala de mi casa. Estaban vivos gracias a la madera y a la tierra y a los sillones. Gracias a las tejas y a los tapetes y a ciertas flores que crecían solas en el jardín. Igual se reproducían las serpientes en el pasto. Surgían de la nada. Un día mi papá encontró una y se la llevó con un recogedor. Otro día surgió otra y Lucas casi la pisó.
En las esquinas de los muros, en los escalones y abajo de los cojines del sillón, había alacranes. Abajo de nuestra cama y entre el colchón y la base también. Todas las noches mis papás revisaban que no hubiera ninguno. A veces había. Pero ya estaban muertos. Aplastados quién sabe cómo.
Mis papás mataban a los alacranes o siempre aparecían muertos. Se deshacían de las serpientes que siempre aparecían vivas. Pero a las arañas no les hacían nada. Los alacranes picaban con su aguijón. Las arañas te mordían con sus dientes, su veneno es su saliva. Y a todas, sin importar cuál fuera, Lucas les decía alacrañas.
Lucas nombraba el mundo y yo lo entendía. Y a diferencia de cómo ciertos tonos de azul son para algunas personas esmeralda y para otras verde, para Lucas tarántulas y alacranes eran un mismo universo. No sabía que uno te mata y otro te salva. No sabía que cuando se encuentran, se anulan.
Una vez puse un vaso sobre un alacrán y se encajó el aguijón a sí mismo. Una vez vi a una araña envolver a una abeja y comérsela.
A las arañas no las matamos porque se comen a los otros insectos, decía siempre mi papá. Él tampoco sabía que hay arañas venenosas. No sabíamos distinguirlas. Todos llevamos una gota de veneno en la familia. Y otra gota que es la salvación. El secreto está en la mirada, en ver a la alacraña y saber nombrarla: veneno o antídoto.
Íbamos en tren. Era la primera vez que Lucas viajaba con mi mamá y conmigo. Mi papá nos dejó a los tres en la estación. Llámame llegando, le dijo a mi mamá. Íbamos a ver a los abuelos. Lucas tenía un año y casi no hablaba. Yo tenía casi cuatro y me gustaba viajar en tren.
Llegamos a una cabina con litera. Yo quería arriba, así que nos subimos los tres ahí. Mi mamá preparó leche en polvo para mi hermano, me dio un trago y después le dejó la mamila entera.
Pasó el encargado y nos dijo que apagarían las luces cuando el tren echara a andar. Que nos alejáramos de las ventanas porque la gente tiraba piedras. Sobre todo en el primer tramo. Era medianoche. Llegaríamos de día a la Ciudad de México. Cerré los ojos, escuché los golpes de las piedras contra el tren hasta que nos alejamos de ellas, o me quedé dormida como si ese golpe fuera un arrullo. Me desperté varias veces. Lucas no dormía, estaba sentado e inmóvil, mirando a través de la ventana, con los ojos abiertos, tratando de desentrañar la oscuridad del trayecto. Me desperté cuando amanecía. Lucas parpadeó por primera vez en horas y, como si fuera un gato, bostezó y se acurrucó junto a mi mamá, entre su brazo y su pierna. Mi mamá se despertó con ese movimiento, lo acarició y se dio cuenta de que no había dormido nada en todo el camino. Estábamos a punto de llegar a esa ciudad de la que no nos iríamos nunca.
En la casa de los abuelos, nos acostaron juntos a Lucas y a mí. Parecía que la noche había durado muchos días. Me quedé mirando el techo y Lucas encontró una sombra que se movía.
La señaló. Sólo la señaló porque no sabía hablar. O porque yo estaba ahí a su lado, nuestros brazos rozándose, y no era necesario decir nada. Yo la seguí con los ojos y tampoco dije nada. La luz se escapó y se escondió en la oscuridad. Un punto que se integró a esa plasta negra, que escupió su sombra y luego se la llevó, como papalote que desaparece arriba en el cielo, lejos de todos. Cerré los ojos con el compás de su respiración, la respiración de Lucas, que dormía a mi lado. Cerré los ojos y lo alcancé. Lucas y yo dormimos.
Vivíamos con los abuelos en Cerro del Otate, donde creció mi mamá. Dormíamos en el que era su cuarto. En esa casa había vivido Jano, pero en su recámara ya no dormía nadie. Jano se acababa de morir.
En esa casa también vivía Aura, con quien yo pasaba la mayor parte del tiempo.
Otate quiere decir caña dura.
A la abuela le gustaban las plantas. Cuidar su jardín. Me sentaba cerca de la ventana y veía cómo lo recorría. La escuchaba decir cosas. ¿Qué le decías a las plantas, abuela? Cada tanto ella salía de ese otro lugar, me sonreía y les seguía hablando. Pasaba más tiempo con las rosas que con cualquier otra flor. Le hablaba a las flores y me explicaba que un árbol de otate da flores cada siete años y después la planta se seca. Que se reproduce a través de sus semillas.
El Cerro del Otate era una calle en un pedregal. La casa de los abuelos estaba sobre roca volcánica. Ahí las casas no se caían si temblaba.
Antes había ríos por toda la ciudad. Ríos cerca de ese pedregal. Mi papá me enseñaba los nombres de las calles. Me decía que debía aprendérmelos por si me perdía. Que debía saber cómo regresar a casa.
Las calles con nombres de ríos no siempre fueron calles. Antes tenían agua, me contaba él. Por eso en la Ciudad de México se dice: Cuando el río suena es porque agua lleva. En otros lugares dicen: Cuando el río suena es porque piedras lleva.
Yo no entendía cómo, entre esos ríos de piedra, las semillas podrían germinar.
La entrada del Otate olía a cebolla sofrita. A arroz con chile poblano. A jitomate con ajo y más cebolla. Aura cocinaba y yo la veía. A veces me dejaba ayudarla.
Aura hacía sopa de lentejas, albóndigas, peneques, chalupas, chile con huevo, arroz rojo, arroz blanco con elote, pascal. El platillo favorito de Jano eran los peneques, me cuenta mi mamá cada que los comemos. También eran los favoritos de la abuela. No sé si siempre lo fueron.
David, el hermano mayor de mi mamá, odiaba los peneques. Decía que eran quesadillas remojadas en salsa roja, sin chiste. Igual se los comía. A mí me encantaban. Quizá sólo para nosotras, que los preparábamos, no eran quesadillas.
Con Aura íbamos al mercado. En el puesto de tortillas comprábamos peneques, que ya venían con la forma de una quesadilla, pero vacía. Y comprábamos chalupas, que eran sopes más largos. Las chalupas, ese plato típico de Zacatlán, de donde era mi abuelo y toda su familia. Las chalupas se preparaban en ocasiones especiales. Los peneques eran el plato típico de la familia de la abuela. Mi abuela y su familia eran de la Ciudad de México.
Rellenábamos los peneques de queso. Batíamos aparte el huevo y Aura les echaba un poco de pimienta, pero nada de sal. El abuelo la tenía prohibida por los cuatro infartos que había tenido. Mi mamá decía que le dieron por no llorar cuando se murió Jano. Yo no entendía qué tenía que ver la sal con su hijo y con los infartos.
En la casa no se cocinaba con sal, así que Aura usaba muchas hierbas de olor para darle sabor a las cosas. Nadie extrañaba la sal. Todos extrañaban a Jano, aunque nadie lo mencionara.
Aura sumergía cada peneque en huevo batido y luego lo freía. Y los iba apartando uno a uno en un plato grande con servilletas que absorbían la grasa. Para sazonar la salsa de tomate, usaba romero y albahaca y laurel. Antes licuaba ajo, cebolla, jitomate. Me servía un poco en un vasito de juguete y yo me lo bebía. Me encantaba el jitomate. Vertía todo el contenido en una olla y le echaba máximo tres hojas de laurel. Ponerle más puede ser venenoso, me explicaba. Máximo tres. A la hora de la comida, echaba cada peneque en la salsa roja para que el queso se derritiera y quedaran mojados. Luego les echaba más salsa encima. Arroz con chile poblano para acompañar.
Un peneque no es para nada una quesadilla.
Pasaba mucho tiempo con Aura. Me divertía más que jugar con Lucas, o que estar con mis papás, tíos y abuelos en el comedor.
Una vez arruiné el chile con huevo en Año Nuevo. Todos llegaron a la cocina, donde yo cenaba con Aura, a decirle que estaba rico, pero que tenía muchos cascarones. Ella aceptó la culpa, pero ambas sabíamos que la culpa había sido toda mía.
Aura hacía salsa macha que era puro chile serrano molido. Quien más la comía era mi abuelo. Además, comía chiles verdes a mordidas. Él era macho como la salsa. Mi papá decía que más bien ya no sentía el picor, a diferencia de nosotros. Que tenía la lengua muerta.
Mi abuelo a veces se levantaba un poco el pantalón a la altura de la espinilla y me mostraba su cicatriz. La apuntaba con el dedo y seguía una línea desde ahí hasta su pecho. Cuando lo operaron, le metieron una vena falsa por ahí. Gracias a eso siguió vivo.
Luego del cuarto infarto, el abuelo evitaba tomar analgésicos para poder notar cuando un dolor le dejaba de doler. Salía a caminar todas las mañanas. Si me despertaba antes y él no iba muy lejos, aceptaba que fuera con él. Tenía que ir más lento porque mis piernas eran más cortas que las suyas. De todas maneras, nuestros pasos iban al mismo compás.
A veces llegábamos a los Viveros y veíamos ardillas. Otras íbamos al centro de Coyoacán y veíamos palomas. Otras, sólo pasábamos al súper y me compraba paletas heladas para toda la semana, una por día. Pero luego mi hermano también quería y ya no alcanzaba a probar todos los sabores.
También iba a los Viveros con la abuela, pero con ella comprábamos flores. Un día entramos a la casa con muchas plantas nuevas. Mientras la abuela las dejaba en el jardín con ayuda de mi papá, yo entré a la casa con una violeta.
Qué raro que la abuela te haya comprado una, ella odia las violetas, me dijo mi mamá.
No odio las violetas, nos interrumpió la abuela desde el marco de la puerta, sólo que siempre se me mueren. Siempre las ahogo o se me secan. Nunca encuentro el punto exacto para mantenerlas vivas. A Jano sí se le daban, eran sus favoritas.
Cuando cumplí cinco años, mi mamá me dijo que había alcanzado la edad de todos los dedos de mi mano. Sólo por eso hubo fiesta en casa de los abuelos.
Ese mismo día la abuela cumplió sesenta. Pasó su cumpleaños entre niños y papás desconocidos y sus amigos de siempre, en una fiesta con un mago y pastel de helado, porque yo odiaba el pastel de merengue.
Cuando extendí mi mano y vi mi vida contenida ahí, sentí que algo se me moría. Que no podía dar marcha atrás. Que un día no me iban a alcanzar las manos ni los pies para cargar con todos mis años. La primera mano era el principio de eso.
El mago hizo que mi mamá metiera la muñeca en una guillotina y le pidió que sostuviera un pañuelo. Yo no aguanté y cerré los ojos justo cuando la cuchilla cayó. Vomité de la impresión.
Luego resultó que era un truco de magia.
Yo seguí llorando, embarrada de vómito y mocos y lágrimas.
La magia se siente igual que la realidad.
Cuando mi mamá sacó la mano entera de la guillotina, yo la tomé con mis dos manos y le besé la palma y el reverso, para asegurarme de que estuviera pegada a su cuerpo: ¿Sientes mis besos, mamá?
Me dieron Mirinda para el susto. Dejé de llorar porque todos se reían y me hacían caricias en la cabeza.
El abuelo salía temprano por la mañana y llegaba hasta la hora de la comida. No sé a dónde iba. La abuela iba al salón de belleza, a la iglesia, al súper hasta tres veces al día. Iba a ver a sus amigas. A veces la acompañaba, aunque odiaba el salón de belleza. Horas perdidas frente a un espejo donde todos te ven mirarte. La abuela iba y venía y yo me quedaba sola. Con Aura.
Había una escalera secreta que me dejaba en el cuarto de lavado que está junto a la recámara de los abuelos. Era secreta porque en realidad tenía prohibido usarla. Mi abuela decía que me podía caer. Pero ella no le llamaba secreta, sino de servicio. Mi mamá le llamaba de caracol. Yo le llamaba secreta porque nadie sabía que subía por ahí. Como una vez me regañaron, mejor ya no les contaba.
A quién le importan mis secretos.
A nadie.
A los muertos.
A mí.
Por esa escalera subía y por esa escalera bajaba después. Aura me creía en la mesa del antecomedor separando las piedras de las lentejas. Yo subía y bajaba rápido y ella pensaba que nunca me había ido. Era como un fantasma. Recorría la casa. La recámara de Jano. La biblioteca. Los baños. Abría los clósets. Sacaba la baraja y el dominó del cuarto de juegos y volvía a acomodarlo todo para que nadie se diera cuenta de que había pasado por ahí.
Un día entré a la recámara de los abuelos, a sus vestidores alfombrados, y me senté frente al espejo de la abuela, en su banca de madera y mimbre. Abrí las puertas donde guardaba su maquillaje y me pinté la boca de rosa. Luego de rojo. Luego de vino. Luego de café oscuro. Me despintaba con el reverso de la mano. Mi piel se volvió una suma de colores de sangre. Me pinté la boca del primer rosa otra vez y así me la dejé. Tomé la lata de espuma de rasurar del abuelo y me eché un poco en la mano. La acaricié como si fuera un conejo bebé hasta que se derritió, como un helado. Aunque me enjuagué luego luego, no se iba ese olor punzante a colonia. Se me atoró en la garganta y no sé si fue eso lo que me dio náuseas o lo que encontré después.
Cuando entré al vestidor de la abuela, me fui directo al clóset que tenía una sección con cerradura. Ese día las puertas de madera estaban abiertas. Vi sus collares, aretes, perfumes y una flor seca, vi la imagen de un santo y, en medio de todo, vi la foto de una pareja abrazada en una fiesta. No entendía por qué esa foto estaba guardada, por qué no la dejaba afuera con las demás fotos. Por toda la casa había fotos de mis papás, de mi hermano, mías. De mis tíos cuando eran niños y también de grandes.
La foto escondida no parecía muy vieja. El hombre y la mujer debían tener la edad de mis papás. Estaban en una boda, abrazados, se veían muy felices. El hombre estaba vestido de traje y la mujer con un vestido blanco y un velo. Ambos sonreían plenamente, las caras pegadas cachete con cachete, miraban a la cámara pero se abrazaban con todo el cuerpo. Era de noche y atrás de ellos estaba la fiesta. No parecía importarles perdérsela.
Escuché un ruido en el pasillo y mientras cerraba todo, alguien dijo a mis espaldas mi nombre y brinqué del susto. Vi a mi mamá en el marco de la puerta del vestidor. ¿Qué haces?, me regañó en un susurro. Pero luego se rio. ¿De qué te ríes?, le pregunté quedito. No sabía por qué hablábamos así. Como si jugáramos a las escondidillas. Las dos éramos fantasmas. Ya no te pintes la boca, le arruinas todas sus pinturas a la abuela, me regañó. ¿Quién es él, mamá?, le pregunté en un volumen normal de voz, para que el juego terminara. A mi mamá se le quitó la sonrisa. Vámonos, me dijo otra vez a media voz, no tenemos por qué estar aquí, tú no tienes por qué estar aquí, vámonos. Y apagó la luz.
Siempre le preguntaba a mi mamá por qué ninguno de mis tíos se había casado. Quería tener primos para jugar.
Juega con tu hermano, me decía mi mamá.
No quiero jugar con mi hermano. Quiero primos de mi edad.
Aunque tus tíos tuvieran hijos ahora mismo, no tendrían tu edad. Serían más chicos que Lucas. Juega con Lucas.
No quiero.
Pues juega sola.
Mamá, ¿por qué si tú eres la más chica, tienes los hijos más grandes?
Porque tus tíos no quieren tener hijos. Jano seguro sí habría querido.
Mamá, ¿quiénes son los novios en la foto escondida de la abuela?
Pregúntale a ella.
El siguiente domingo acompañé a la abuela a la iglesia.
Tú ni crees en Dios, me dijo mi mamá.
Yo no sabía qué era Dios, pero me gustaba ir con la abuela. Tal vez sí creía en él.
Sólo vas porque te compra dulces a la salida.
La abuela dejó que me bañara con ella ese domingo, porque ya era tarde y no íbamos a llegar. Su cuerpo era diferente al de mi mamá. Diferente al mío. Tenía arrugas y la piel caída. No veas visiones, soltaba cuando quería que dejaras de meterte en algo que no era tu asunto, como su cuerpo.
Me puso un vestido elegante y me quiso peinar como una niña que vio en la iglesia una vez. Me restiraba mucho el cabello y me cepillaba tan lento que hacía que me doliera más. Cuando mi mamá me cepillaba, lo hacía duro y rápido y terminaba en pocos segundos. La abuela se detuvo con cuidado en cada nudo y, cruel pero hábil, los desbarató todos.
Al terminar conmigo, se sentó a mi lado en la banca, frente al espejo. Abajo de sus ojos le colgaba la piel, igual que su cuerpo desnudo. Como si sus ojeras, sus brazos, su pecho hubieran estado inflamados. La abuela se puso rímel. Se puso sombras. Se puso rubor y me dejó sugerirle un labial. Le pasé el rosa que era mi favorito. Se puso al final de todo sus lentes y me miró a través del espejo. Estamos listas, me dijo. La huella de su tristeza ya no se notaba para nada. Me miró de lado, sin espejo de por medio, y nos sonreímos.
La abuela entró a su vestidor, sacó una llave de un zapato blanco y abrió frente a mí la puerta secreta. Ella no sabía que yo la conocía. Vi la foto prohibida y la señalé: ¿Y esos quiénes son? A la abuela se le cortó la respiración. Es Jano, dijo, y cerró las puertitas de golpe.
Nos fuimos a la iglesia, pero esa vez no me compró nada a la salida.
La abuela me dijo que no quería poner otra vez veneno para ratas en el Otate. Se me hizo raro, porque Lucas y yo jugábamos en el jardín todo el tiempo y nunca vimos ninguna rata.
Estábamos paradas frente a la ventana, la abuela y yo. De pie en la ventana del cuarto que era de Jano, mirando hacia el jardín. Unos jardineros arreglaban los arbustos y las flores y el pasto.
Ahorita no salgas al jardín porque está lleno de caca, me dijo la abuela.
¿De caca?, no entendí a qué se refería.
Sí, el abono es caca. Caca de caballo. Por eso huele horrible. Esa caca atrae ratas y ratones. Pero ya no quiero poner veneno, me quedé muy asustada de lo que pasó.
¿Asustada de qué?, le pregunté.
Pues de qué va a ser. Asustada de lo que le pasó a Jano.
Tú y yo somos del mismo día, me explicaba la abuela. Las dos géminis, pero de signo chino distinto.
O sea que si yo hubiera nacido serpiente, habría sido gemela exacta de mi abuela. Pero nací rata.
Mi mamá me contaba cómo, según la leyenda china, en el camino a visitar a Buda, iban todos los animales juntos. Doce animales. Y que a punto de llegar, la rata iba a ser la segunda, pero como no quería perder, se le subió en la joroba al buey que iba de primero y saltó adelante en el último momento. Se fue descansando en su lomo mientras él corría. Luego se quedó con todo el crédito.
Sea como sea, mi mamá agregaba, cada que nace una rata, toda la historia de los signos vuelve a empezar. Del uno al doce, una y otra vez.
Había una película que veía mucho, donde todos eran ratas. Los personajes hacían un viaje para intentar salvar a la rata menor. Pero en el viaje, la rata mayor se moría.
Veía la película una y otra vez, y mi papá un día me preguntó por qué.
Me gusta que la rata vieja reviva cada vez que la película vuelve a empezar, le dije.
Le dio risa.
Entonces no termines de verla, déjala en medio y así la rata vivirá para siempre, me sugirió.
Eso sería hacer trampa, le dije. El chiste de las historias es verlas completas.
¿Aunque sufras?
Sólo siento feo cuando se vuelve a morir, en el resto de la película no, al contrario: me da gusto verla otra vez viva, no importa que sólo sea un ratito.
Yo sólo vi tres veces a Jano.
Una fue sentado en una cama. Mientras se amarraba una agujeta, me sonrió.
La otra no me sonrió. Lo vi pero él no me vio.
La última fue en un jardín. Ya no parecía Jano. A veces no estoy segura de si inventé ese recuerdo o si realmente ocurrió. De los otros dos sí estoy segura, aunque nadie me crea.
Recorría sola los pasillos de casa de los abuelos. Entré a una habitación y estaba Jano amarrándose las agujetas. Tenía el cabello mojado y había una toalla tirada en el suelo. Su cabello castaño goteaba, pero las gotas desaparecían en la alfombra, las amortiguaba y ni se escuchaban. Olía a jabón y había un calor dulce por el vapor que se colaba a través de la puerta del baño. Lo miré desde el piso y me sonrió; sólo vi sus bigotes y sus dientes y su labio de abajo, el de arriba no se veía por el bigote. Yo no sabía hablar, no tenía más de un año.
Mi mamá tocó la puerta de la casa del Otate y Jano abrió en pijama. Tenía el pelo pintado de amarillo o decolorado de naranja. Su bigote seguía siendo café. Era diferente al otro Jano, al de las agujetas. Esta vez no sonreía, ni siquiera me miró. Abrió la puerta y se fue, sin decirnos nada.
No quiere que se le espante el sueño, me explicó mi mamá.
Estaba en un jardín y hacía sol. A lo lejos vi venir a alguien en silla de ruedas.
Saluda, le dijo el enfermero al hombre en la silla de ruedas, pero el hombre no podía hablar. Miré sus ojos y me pareció reconocerlo.
Ale, ¿no vas a saludar a tu familia?, le preguntó el enfermero. Le hablaba como si fuera un niño chiquito, aunque parecía de la edad de mi mamá.
No conocía a ningún Ale. Ale sonrió y sus ojos lagrimearon a la vez. El sol le estaba dando de frente y no parpadeaba. Giré la cabeza hacia donde Ale veía y miré directo al sol. Mi mamá se interpuso: Eso no se hace. Quise decirle que Ale sí estaba mirando de frente, pero cuando volví a verlo el enfermero ya lo había girado. Vi puntos blancos hacia donde volteara durante unos segundos.
No supe si acercarme o no y tomé fuerte la mano de mi mamá y la de mi muñeca roja. Tenía una muñeca roja y otra verde. La verde la había dejado en casa de los abuelos.
No es Ale, le dijo mi mamá al enfermero. Le decimos Jano.
Jano no podía hablar y yo no quería hacerlo. Ya no tenía bigote. Me daba miedo verlo sin bigote. No entendía su llanto ni por qué no caminaba. Miré sus pies y no tenía zapatos, sino unas chanclas que mostraban sus dedos blancos, amarillos, casi transparentes. Miré sus manos y me dieron miedo sus huesos. Miré sus ojos y entonces reconocí a mi tío. Nos miramos.
Le mostré la muñeca roja. Sólo la levanté a la altura de mi cabeza con el brazo de lado. Con los ojos le señalé también a mi nuevo hermano. Los dos, Jano y yo, habíamos cambiado desde la última vez.
¿Qué te pasó?, quise preguntarle, pero cuando estaba a punto de hacerlo, algo dijo Jano entre dientes. La abuela parecía ser la única que le entendía, porque todos los demás se acercaron ligeramente a él cuando emitió esos sonidos. Menos la abuela. Y menos mi hermano que, como siempre, se rio para llamar la atención de mi mamá, quien en ese momento me soltó.
Me quedé con la muñeca roja en una mano y la otra vacía. Nadie me miraba a mí. Tampoco Jano, a quien acababan de girar otra vez hacia el sol.
Yo me lo llevo de regreso al cuarto, le dijo la abuela al enfermero.
Mi abuelo los siguió detrás.
Y los vimos alejarse del jardín. Mi mamá abrazó a Lucas y yo a la muñeca roja. Los cuatro mirábamos en dirección al trayecto del sol y lo seguimos hasta volverse sombra.
Aura decía que la abuela se arrugó mucho de tanto llorar.
Si no dejas de llorar, te vas a poner viejita como tu abuela, me amenazaba.
¿Por qué lloró tanto la abuela, Aura?, le pregunté una vez.
Porque se le murió Jano. Ahí se le puso el pelo gris y se le arrugó toda la cara.
¿Cuándo se murió Jano?, le pregunté a mi mamá.
Tú estabas muy chiquita. No debes acordarte de él.
Sí me acuerdo, le dije. Lo vi amarrarse las agujetas.
Has de haber inventado ese recuerdo.
Mamá, me dijiste que Jano nunca se había casado, pero vi su foto con su novia. Esa foto que no me querías decir de quién era. La abuela me dijo que era él. ¿Qué le pasó a su esposa?
Esa mujer no era su esposa. Esa foto la tomaron en la boda de su amiga Silvia. Jano sólo era un invitado. A tu abuela le gusta tenerla ahí, como para imaginar que sí se casó.
¿Jano no se casó?
No, Jano nunca se casó.
Los abuelos se casaron viejos. No estaban viejos en realidad, sólo para su época estaban viejos. La abuela tenía 28 años. El abuelo 36. Se conocían desde niños porque la abuela era la mejor amiga de Maga, la hermana del abuelo.
Ya era tu último tren, doñita, le decía el abuelo de broma a la abuela.
No siento que fuera verdad.
No eras el último, eras mi tren favorito, marido, le respondía la abuela.
Mi mamá me contó que se casaron en la catedral. Y que tuvieron un hijo cada año, hasta que sumaron cuatro. Mi mamá fue la cuarta. Luego el abuelo tuvo su primer infarto y nació Carlos. El abuelo también se llamaba Carlos. A su último hijo le puso igual que él. Los abuelos le decían el infartito a Carlos, de broma, porque nació después del susto.
Algunas noches dormía en la cama de los abuelos. Me hacían un huequito en medio de los dos. Su cuarto estaba totalmente a oscuras, tenían unas cortinas tan gruesas que no veía nada si quería ir al baño en la madrugada. Tampoco me daba cuenta de cuándo amanecía. Siempre era de noche. Cuando abría los ojos, por un segundo sentía que estaba ciega o encerrada en algún lugar.
Los abuelos no se tocaban casi nunca. No se daban besos ni se agarraban de la mano. Mis papás sí se agarraban de la mano y no me dejaban dormir con ellos. Los abuelos se tocaban con las palabras. El abuelo le decía en un tono cantadito a la abuela: doñita. La abuela se reía y le contestaba tratando de imitar el mismo tono: marido. Doñiiiita. Mariiido. Hacían más larga la palabra en la i. En esa letra se cantaban su amor los abuelos.
Los abuelos dormían con pijama. El abuelo con pantalón y camisa de rayas. La abuela con un camisón de puntos. Telas blancas con estampados esmeralda. Los imaginaba abrazados como dos nubes. Puntos y líneas entrelazadas de algodón.
En un libro viejo de la biblioteca de los abuelos leí La bella durmiente. El cuento era distinto a la película. En este cuento la princesa no se dormía, se moría. En la película la princesa dormía y dormía. Dormía cien años. Como Jano. Una princesa siempre dormida. Hasta que algo la despertara. Un príncipe. El antídoto.
¿Y si nunca llegaba? ¿Seguiría la princesa por siempre acostada ahí, incapaz de usar su cuerpo? ¿Y si quería morirse no podría, soñaría para siempre un sueño eterno del que no conseguiría escapar?
En el cuento, la princesa tocaba el huso de la rueca y caía muerta al instante. Prefiero esa versión.
Era cumpleaños del abuelo. Mientras los adultos hacían la sobremesa después de haber cantado Las mañanitas y comer pastel, mi hermano y yo nos metimos abajo de la mesa. Nadie nos vio. Los escuchábamos desde ahí. Los adultos siempre estaban preocupados. Escuché decir al abuelo que habría un golpe de estado. Sentí miedo en las voces de mis papás cuando el abuelo lo dijo. Como si fuera un niño tratando de asustar a sus amigos más pequeños.
Salí de abajo de la mesa y les pregunté qué era un golpe de estado.
Cuando no puedes salir de tu casa hasta cierta hora y siempre hay militares en las calles, me explicó mi mamá.
Y alguien te cuida todo el tiempo y matan a los que piensan diferente, cerró mi abuelo.
Mi hermano no nos escuchaba. Seguía jugando a atarle las agujetas entre sí a mis tíos. Yo querría no haber preguntado.
El abuelo se rio de mí, como si acabara de hacer una travesura. Me acarició la cabeza antes de levantarse y se fue a sentar solo a un sillón en la sala. Siempre hacía eso al final de las comidas. Comía, hablaba y se retiraba a escribir un rato a solas. Sacaba unas tarjetas de la bolsa de su camisa y su pluma plateada. Apoyaba en los brazos del sillón los suyos y comenzaba a anotar lentamente. Hacía pausas en las que giraba la pluma. La llevaba a la altura de su boca y la acariciaba, a la pluma con su boca y a la boca con su pluma. Suspiraba. Le daba vueltas y la golpeaba en el borde del brazo del sillón. La llevaba al aire y la abría y la cerraba, la abría y la cerraba, infinitas veces. Volvía la vista al papel y continuaba anotando. Me hipnotizaba su ritual. Aunque a mis espaldas la plática siguiera, yo sólo escuchaba murmullos. Luego nada. Igual que el abuelo, que seguro no recordaba que ahí estábamos todos, a sus espaldas.
¿A dónde se iría el abuelo con su pluma?
A veces se quedaba mirando hacia la ventana. La cortina gruesa siempre estaba abierta, pero la delgada no. Así que sólo podía ver la última luz de la tarde filtrándose.
¿Qué pensaría el abuelo? ¿Qué escribiría?
Habría querido sentarme junto a él, pero me daba pena interrumpirlo.
Ese día de su cumpleaños, en un instante todos nos sobresaltamos por un ruido de platos y cristales rotos. Lucas soltó una carcajada que me hizo voltear hacia el comedor. Mi tío David estaba en el piso con los zapatos entrelazados. Mi hermano salió de debajo de la mesa y se volvió a sentar en su lugar. David intentaba deshacerse el nudo, riéndose.
Nadie camine por aquí descalzo, dijo mi mamá.
Vi los pedazos más pequeños para siempre enterrados en la alfombra. Los imaginé. Supe que nos esperaban muchas cortadas. Que nadie podría evitarlo. Cuando regresé la mirada a la sala, el abuelo ya no estaba.
Alcancé al abuelo en su cuarto y le pedí que me llevara a Coyoacán a alimentar a las palomas.
Ha estado lloviendo, te vas a enfermar, me dijo.
Pero insistí tanto que fuimos. Cuando llegamos, no había palomas y aún estaba chispeando.
La tristeza del abuelo era como esa plaza vacía. Jano era las palomas. La muerte, el agua que se sugiere cuando chispea, pero sólo dibuja un poco su presencia en el suelo y luego se evapora. Ni moja ni deja estar. Así la veíamos desde el kiosco.
Ya sabías que iba a seguir lloviendo, me dijo el abuelo. Y yo le respondí que él también sabía. Y aun así ninguno entendía por qué decidimos ir a Coyoacán esa tarde lluviosa.
Para salir un rato de la casa.
Para orearnos.
Antes de que anocheciera, decidimos volver al Otate. Miramos la plaza mientras nos mojábamos camino al coche. Aún chispeaba y seguía sin haber palomas, la explanada vacía.
Cuando el abuelo se alejaba de la gente y se iba a su sillón, veía cómo era su tristeza. Esa plaza vacía de palomas y un chispoteo que ni era lluvia ni era canto.