Читать книгу Esto no es una canción de amor - Édgar Velasco, Abril Posas - Страница 2
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El verano comenzaba por el olor a tierra mojada y gasolina.
Las lluvias de la periferia viajaban en el viento de la mañana a mediados de junio, y el vocho 1985 de mi madre nos esperaba con una paciencia acelerada en lo que subíamos maletas, bocadillos, casetes, al mismo tiempo que pisábamos el pedal del centro para calentar su motor. En 1995 nadie se preocupaba por el ambiente, nadie nos aconsejaba usar gasolina sin plomo. Lo único importante para nosotras era completar la lista, cerrar la puerta de la casa con llave y tomar el camino antes de que la modorra de las 11 de la mañana tuviera poder en nuestra voluntad, antes de que nos convenciera de abandonar el viaje y dormir unas horas más con el ventilador a toda potencia.
Mi madre se sentaba en el asiento del conductor, encendía un cigarrillo sin cerrar la portezuela aún, «¿Tienes la lista a la mano, Rom?» y era momento de revisar punto por punto:
• Coca-Cola de 2 litros
• cajetillas (2) de Salem
• paquete de papel higiénico (del pachoncito, sin aroma)
• pasta de dientes, jabón para el cuerpo, shampoo
• dos toallas de baño
• papas fritas de Balbuena (un kilo), salsa Valentina, limones ácidos
• una bolsa de tela con latas de atún, mayonesa, pan de caja, un cartón de leche, Zucaritas, café instantáneo
• cuatro manzanas rojas (que no íbamos a comer, nunca)
• maletas con cuatro cambios de ropa (solo usaríamos uno, pero al inicio del viaje siempre nos dábamos crédito), trajes de baño, zapatos cómodos, almohadas de viaje, mi cobija de la infancia
• una novela de Stephen King o John Saul para mamá
• un par de ejemplares de La Mosca o Rockdeluxe para mí
• el maletín con los casetes de mamá que ella misma grababa de sus discos de vinil, y un par míos con las canciones que grababa de la radio
• la bolsa de mamá
• mi cangurera repleta de dulces, chicles, chocolates importados y múltiples sobres de Brinquitos
Una vez que le confirmaba que todo estaba en orden, se ponía sus lentes oscuros, cerraba la portezuela, encendía el radio y me pedía el casete en que ella había escrito Daniela Romo en el lado A y Dulce en el lado B. En cuanto escuchaba el clic de mi cinturón de seguridad, el vocho rojo tomaba la calle y, de ahí, el destino era nuestras breves vacaciones de verano, una tradición que adoptamos cuando mis hermanos mayores abandonaron la casa y mi pa-dre encontró algo más que hacer . Nos aburríamos con tanta libertad, sin tareas y sin horarios. Fue nuestro asunto, nadie más estaba invitado. Lo hicimos durante ¿seis años?, ¿siete?, cumpliendo al pie de la letra la costumbre que establecimos desde su primera edición.
Era 1995 y, justo cuando la señal empeoraba a las afueras de la ciudad, mi madre apagó el radio en lugar de darle play a la casetera. «¿Alguna vez te conté de cuando me enfermé?». Si la frase para abrir la comunicación era «alguna vez te conté…» quería decir que jamás había dicho nada al respecto. «¿De aquella vez que me enfermé muy, muy grave?», negué con la cabeza, pero estoy segura de que no me vio y, claro, no necesitaba que se lo dijera porque ya sabía que no me lo había contado nunca. «Fue antes de que nacieras. Muy grave. El doctor me dio por muerta desde el principio, así que no me prohibió nada: ni el vino, ni los cigarros, ni el café, ni desvelarme. Nada. Muy grave que me puse», mientras más insistía en lo grave que se puso, más nerviosa me sentía yo, «peeeeero, y como puedes ver, me alivié y como si nada». La vi sonreír, me imaginé, como lo habrá hecho en el consultorio del médico que no veía esperanza en ella: con los hombros encogidos, el rostro un poco vuelto hacia su derecha, la ceja izquierda arqueada como actriz de los años cincuenta y una mueca de victoria. Casi sintiéndose mal por el absoluto fracaso de su pronóstico. Mi mamá, pavoneándose frente al hombre que vio en sus estudios una sentencia de muerte, como si él hubiera querido matarla en realidad. «El otro día leí», continuó cuando creí que era momento de escuchar a la Romo, «que hay enfermedades que vuelven. Uno piensa que se han salido del cuerpo, y no: se duermen y a veces regresan. A veces no. Me acordé de que a veces pensamos que corremos más rápido que el cuerpo, cuando llevamos el cuerpo con nosotros», seguía sonriendo, le estaba restando importancia. Mis ojos abiertos se clavaron en ella, buscando una señal de malas noticias. ¿Iba a darme malas noticias? «En fin, ¿qué tal si te preparas unas papitas con chile y limón?». Conté quince pecas en su perfil derecho, no sé por qué.
Se dio cuenta de que no había reaccionado a su orden y me lanzó una mirada. «Tú las papas, yo la música». Los violines comenzaron —más bien el sintetizador—, trayéndome de vuelta. Me quité el cinturón de seguridad, obediente a lo que mi madre pedía. Su voz ronca empezó «Desde que te vi, mi identidad perdí…» y apenas alcancé a recuperar mi puesto para acompañarla en el coro, justo al pasar una camioneta de carga. El conductor nos miró incrédulo: una cuarentona con cigarro entre los labios, junto a su hija que preparaba la botana después de escuchar que casi no nace porque un médico desahució a su madre.
Era el primer día de nuestras vacaciones de verano de 1995. No sabíamos que ese sería el último. Tampoco sospechábamos que trece años después, así como intentó adelantármelo, la enfermedad regresaría. Solo que en esa ocasión la que iba a pavonearse no sería mi madre, sino la muerte.