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Pájaro rojo

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Cuando mi abuela cumplió noventa años, mi papá quiso saltar desde el balcón de nuestra casa y convertirse en un pájaro rojo. Ella ya mostraba demasiadas huellas de deterioro. Tenía el pelo muy largo y gris, estaba desvencijada y bella, usaba sus manos como garras para comer y, a la par de su hijo, bebía sin parar.

En los encuentros familiares había dos partes construidas con la misma eficacia. Primero comíamos y repetíamos gestos humanos, aunque pareciéramos robots. Después corríamos la mesa, las sillas, traíamos un parlante y empezábamos a bailar. Él se movía a lo largo del patio, altivo y frágil, meneaba hasta el piso y saltaba hacia el cielo en busca de una señal divina.

Mi papa repetía en cada reunión que era feminista pero que con sus sesenta años se sentía incapaz de modificar algunos de sus pensamientos y formas de actuar. Cuando otra persona quería hablar, él levantaba su mano con un gesto de alto, un gesto que denotaba autoridad y aseguraba que su voz era la que debía ser escuchada. Las demás teníamos que volvernos una bruma de silencio y mirarlo: ser sus espectadoras. Hacía ese zigzagueo constantemente, como quien surca una selva, va cortando la maleza y encuentra una variedad de especies de distintos colores y formas. En un lado del retrato era adorable, abierto, con una intuición arrolladora, y en el reverso era titánico y violento. A veces ese doble ejercicio de comprensión adentro mío me hacía naufragar.

La historia, o lo que supe de la historia: fue hijo de Nelly y Rufino. Rufino murió a sus tres años y por eso Nelly empezó a trabajar en la empresa de telefonía de la ciudad. Sus dos hermanas, que eran más grandes, se fueron a un colegio pupilo y él se quedó con su abuela Granny en la casa, se salvó de la desolación y el abandono.

De la muerte de Rufino tuve dos versiones. Una de mi padre, o la oficial: ataque al corazón; otra, de mi tía Lili: mi abuelo trabajaba transportando herramientas y tenía un camión. Un día mi tía Mercedes salió a la calle en donde estaba mi abuelo y se puso atrás del camión, la rueda delantera estaba sostenida con un taco que se zafó. Para que el camión no aplastara a su hija, el padre sostuvo la rueda y murió él.

Los días previos al cumpleaños de mi abuela no habían sido muy buenos. Mi mamá, mi hermana y él volvían del cumpleaños de un primo. El viaje en auto había sido una verdadera pesadilla: en los puentes él jugaba a caer por ir demasiado al borde, en la calle esquivaba autos y personas rozándolas. La familia estaba en peligro y su cabeza, llena de alcohol. El resto de la humanidad temía por su vida y mi papá, como un loco, atrapaba fantasmas que veía en la calle. Cuando llegaron a la casa, mi mamá le reprochó su comportamiento, mi hermana apenas alcanzó a decir una palabra y mi papá le clavó una percha en la frente. Mi hermana lloró por el punto que se le había formado, una cicatriz hermosa que parecía un tercer ojo corrido de lugar, como una espiritualidad maldita que jamás la iba a iluminar.

Mi mamá se fue a la casa de mi abuela, que quedaba exactamente enfrente de nuestro departamento familiar. Cuando fui a hablar con ella, sus frases parecían haber perdido la sintaxis. No me miraba a los ojos, su mirada hueca rebotaba contra la pared.

Crucé la calle y entré a nuestra casa. Abrí la puerta porque todavía tenía las llaves. En cada ambiente la luz estaba apagada. Atravesé la cocina, fui al comedor y, bajo esa oscuridad rasante, vi su sombra al lado del sillón. Me acerqué con un miedo infantil, algo así como que su cara estuviera desfigurada, que tuviera una pistola en la mano, o que se hubiera convertido en un monstruo. Estaba igual, pero extraño. Sentado, como si mirara la televisión, pero no la miraba. Hacer el ejercicio de reponer en mi cabeza el programa que podía estar mirando me serenaba. Un programa de deportes, un partido de fútbol viejo o un debate de actualidad política. Tenía el control cerca de sus piernas, pero estaba tumbado en algún lugar pesadillesco de sus sentimientos. Le dije hola y me acarició. Traté de que nos comunicáramos, pero fue en vano. Era un árbol en un bosque de penumbras.

Me fui, deslizándome por ese agujero en donde ponía mis llaves para irme y para quedarme. Esas corrientes de desastre pasaban y volvíamos a amalgamarnos. Quizá lo más terrible y lo más desestabilizante era tener espacio adentro para que aconteciera el huracán, la misma resistencia para que todo volviera a acomodarse. Nada parecía perder interés a pesar de la repetición, ni el mal ni el bien, y ahí estábamos todos subyugados por las emociones más primarias.

Mi papá decoró la casa para el cumpleaños de su madre. En una actitud desmedida, pintó de verde las paredes para que lucieran nuevas, compró una mesa cuadrada que emulaba la de su infancia y armó un PowerPoint con las fotos preferidas de su progenitora.

Esa noche, los miembros de la familia estábamos conmovidos por lo que suponíamos sería el último cumpleaños de mi abuela. En el festejo se filtraba el funeral.

Para agasajarla y ayudar a mi mamá, nos fuimos con mi hermana a preparar unas ensaladas, pero en un impulso fraternal interrumpimos nuestra tarea y decidimos irnos a pasear. Ella se acababa de mudar sola. Caminamos y un viento le sacudía el pelo; en ese viento que la cubría y la descubría le vi gestos nuevos.

Como siempre que estábamos juntas, rememoramos alguna postal familiar. Esta vez fue nuestro último viaje al Amazonas. Más precisamente el día que caminamos hasta esa especie de mar y río intervenidos con palmeras en el medio. El suelo camino a la playa era de color ladrillo y estábamos mi mamá, mi papá, mi hermana y yo traspirando porque el sol caía perpendicular a nuestros cuerpos. Armamos una especie de techo con toallas, que sosteníamos entre las ocho manos. A las dos cuadras, a mi papá se le cayó la suya y fue un golpe de gracia. Diez pájaros rojos pasaron delante nuestro y dibujaron una flecha. Cuando miramos para abajo, una bandada de búfalos se nos acercaba y con mi hermana empezamos a correr. Nuestro padre se había quedado tildado en el cielo, en el rojo que ya no estaba pero que había teñido las nubes, que parecían estar más rosas como si fuera a atardecer pero en realidad recién empezaba el día. Parecía que ese rojo le había inyectado fuerza.

Se quedó el resto del día hecho una polvorita, envalentonado, maníaco de una felicidad que no nos correspondía, que estaba fuera de nosotras. El resto de los hombres en nuestra familia fue embestido por la muerte antes de los cuarenta años. Mi papá era el único que había pasado ese umbral, a fuerza de una fe que profesaba pero que no tenía nombre. De chica creía que la sombra de todos esos hombres muertos lo llamaba con susurros para que él también se fuera con ellos, pero a fuerza de un amor envenenado seguía viviendo, escapando de su destino. Como los pájaros, esos hombres muertos viajaban en grupo y aparecían en forma de una enfermedad en los pulmones, arritmias en el corazón, un tumor en el riñón para que él se les uniera y nos dejara. La ilusión que yo había tenido que cortar era que, si yo miraba sin parar a mi papá, se iba a quedar conmigo.

En esa calle que habíamos recorrido sin parar de ida y vuelta al colegio que quedaba a dos cuadras de nuestra casa, mi hermana se cruzó con un compañero de la secundaria y se quedó conversando con él. Yo me apoyé sobre el garaje de un edificio y fumé un cigarrillo. La conversación se fue volviendo larga, los ojos de ambos se seguían con precisión milimétrica y vi cómo la lluvia se anunciaba. Se estamparon contra la pared en un beso adolescente, como si hubieran vuelto a tener uniforme. Me fui sin interrumpirlos, escuchando el ruido que sus cuerpos hacían sobre esa puerta metálica.

Cuando volví, mi mamá seguía cocinando. Mi papá servía vino y champagne a la vez. Mi tía Mercedes, ya con su copa en la mano, preguntó si podía tocar el piano, dijo que hacía poco había empezado a estudiar y que quería probar el nuestro. Su música estaba llena de indecisión, y la historia de cómo ese piano había llegado a la casa fue clave en la historia de la tristeza de mi papá. Una noche en la que tuvimos que rescatarlo.

Fue un 25 de febrero, dos días antes de mi cumpleaños número veintisiete. Mi mamá me llamó y me dijo que no lo encontraban por ningún lado. Lo fuimos a buscar a los lugares que solía frecuentar: la confitería de la esquina, el edificio donde jugaba al póker con sus amigos, su oficina en el microcentro. Llamamos a su socio, a sus hermanas, a su sobrino. Pasada la medianoche llamó por teléfono y nos dijo que estaba abajo con un piano. Cuando abrimos la puerta, estaba llorando; lloraba y después se reía. Lo que también estaba era absolutamente borracho, carraspeaba y sus ojos rojos lo hacían ver como un animal de la noche: perturbador y misterioso. Subimos a casa con el piano, nunca entendimos cómo lo había traído. No nos dejó ir a dormir e hizo que la familia entera fuera una tribuna, festejándole sus pocos acordes hasta las cinco de la mañana. Con cada canción ofrecía sacarse una pieza de ropa, decía que su mejor espectáculo sería un desnudo total y que todos deberíamos asistir a esa ofrenda. Mi mamá, mi hermana y yo teníamos los ojos como faroles, lo mirábamos atónitas. Él estaba conectado, fuera de sí, como en posesión de algún tipo de inspiración divina, no por lo que tocaba en el piano sino por su cara que se volvía transparente, acuosa: exhibía su vulnerabilidad.

En su propio cumpleaños, mi abuela fue casi invisible. Abría y cerraba los ojos hasta que se quedó dormida, después de tomarse dos camparis y cantar unas canciones en inglés que le traían recuerdos de sus antepasados irlandeses. Todos los demás soplamos sus velitas y nos adueñamos de los deseos que ella no había podido pedir.

Mi mamá empezó a servir las ensaladas que mi hermana y yo nunca hicimos. Mi papá trajo una carne a la parrilla a la que se había dedicado con adoración. Comimos, conversamos y a las doce empezamos a bailar. Ahí llegó mi hermana con los labios marcados.

Esa noche, recuerdo, bailé con todos. Bailé con mi mamá, con mi hermana, con mi tía, con mi padre, e incluso en un momento breve con mi abuela, que se despertó para bailar sus últimos pasos. Éramos una familia bailando, hasta que llegó el momento de bordear a mi papá para que hiciera sus acrobacias, sus pruebas demenciales que nos hacían seguirlo hasta el balcón donde empezaba a treparse.

El alcohol ya calaba fuerte en su sangre, era su momento dionisíaco, el momento en que necesitaba desajustarse, romperse entero bajo otras lógicas. Mi papá trepaba por las rejas del balcón y parecía una bestia que iba a romper la ciudad entera para comerse las personas, los edificios, las calles.

De repente dejó de trepar pero seguía colgado en el balcón revoleando sus ojos. Después se tiró al piso, se levantó y volvió a bailar. Movía sus extremidades, era como una avalancha, una selva viva, un tigre que recién deja de estar enjaulado. Nos seducía a todos y nos hacía desfallecer, solo para mirarlo, hipnotizados por el romance que la familia mantenía secretamente con él.

Ya estábamos todos muy cansados, mi hermana agotada de besos, mi abuela que parecía una zombie refunfuñando entre el mundo de los muertos y de los vivos, mi mamá con dolor de cabeza y yo, ávida de romper esa velada familiar.

Por primera vez, y me costaba reconocerlo, tenía ganas de destronar a mi padre. Había visto tantas veces esos movimientos, la izada en el balcón como si él fuera una bandera, el shock de extremidades en todas las direcciones, la contracción hacia abajo como una bola para después volverse a expandir, los saltos de hinchada, y los ojos revirados como un marinero que no sabe el camino pero que se dirige a altamar a conquistar el horizonte y lo oscuro. Hubiera querido decirle ya está, ahora mirame bailar a mí, y sin embargo eso no quitaba que su baile me pareciera tan genial como el último baile de la tierra. Esa noche mi papá embistió como urgido por deseos ancestrales. La lluvia coronaba su presentación.

Hacía poco había leído que en una familia tiene que existir un orden, que con el amor solo no alcanza. Había una frase que decía: el amor es como el agua, que sin un cauce o un recipiente que lo contenga, se desparrama. Además de orden, tiene que haber jerarquía: los padres deben mirar a los hijos, la mirada siempre se dirige al futuro. En mi casa eso nunca fue así: mi hermana y yo fuimos las espectadoras de las desventuras emocionales que tanto mi mamá y mi papá repetían sin cesar. Fuimos unas pequeñas madres que, con paciencia, los arrullamos para que crecieran.

Mi papá convocó uno por uno: es hora de ir a los techos, y así nos llevó a todos los integrantes de la familia. Salvo a mi abuela, que era imposible de movilizar y dormía rezagada en el sillón, como una gran ballena.

Como una fila de jardín de infantes, lo seguimos a lo alto del edificio. Llovía y a mi mamá todo ese recorrido a las alturas ya le parecía un mal augurio. Un presagio del final.

Vamos, dijo, y nos incitó a tirarnos. Nos miramos entre nosotros para saber si estábamos soñando o si realmente quería que muriéramos juntos. Morir como familia. Dejar de existir. Como si hubiéramos tenido juntos un accidente de avión o de auto.

Vamos, volvió a decir, y mi mamá bajo la lluvia lo miró como si fuera una foto apocalíptica. Ya no quería que fuéramos solo sus espectadoras, también deseaba hacernos partícipes de su representación.

Vamos, volvió a decir, como un llamado divino, el que siempre lo llamaba a bailar pero que esta vez le pedía más, más allá del balcón, más allá de sus extremidades. Puso su pierna derecha en el abismo y se rio. Se sujetó fuerte a la baranda mientras las dos piernas colgaban. Con mi hermana le agarramos las manos.

En ese momento me pareció que mi papá era un pájaro, un pájaro rojo, elegante y voraz. Un pájaro que se alzaba con brutalidad a conquistar los cielos, y que esa conquista era hacia un lugar que no estaba en este mundo.

Otro planeta

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