Читать книгу Darwin, una historia de Malvinas - Agustina López - Страница 8
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El capitán inglés Geoffrey Cardozo pisó las islas Malvinas una vez finalizada la guerra, en julio de 1982. Tenía 32 años y había peleado en otras zonas de combate. Pero en esta guerra no le disparó a nadie ni vio caer a ningún soldado. Sin embargo, se convirtió en el hombre que tocó por última vez a los muertos del enemigo.
Había viajado para ocuparse de la disciplina y el buen comportamiento de los soldados ingleses que aún estaban recuperándose de las secuelas. Las últimas batallas habían sido particularmente cruentas y tenía que contenerlos psicológicamente y asegurarse de que volvieran al Reino Unido una vez que la Argentina presentara el cese de hostilidades (que llegó varios meses después, en noviembre de ese año). La guerra comenzó el 2 de abril y terminó el 14 de junio. Murieron 650 soldados argentinos y 255 ingleses.
Un mediodía de julio de 1982, a los pocos días de llegar y a un mes de terminado el conflicto, Cardozo se quedó de guardia dentro del cuartel general en Puerto Argentino (Stanley) mientras sus compañeros iban a comer. “Hoy me quedo yo, vayan ustedes y cuando vuelvan, salgo”, les dijo a sus amigos, que gustosos aceptaron la oferta de compartir un plato de comida caliente al lado del fuego.
Mientras esperaba, sonó la radio y atendió. Del otro lado, un grupo de ingenieros que recorría las islas en una tarea de localización de minas le comunicó que habían encontrado cuerpos de soldados argentinos en Monte Longdon. “¿Qué hacemos?”, le preguntaron. Cardozo no sabía qué responder, tampoco en qué estado estaban esos cadáveres, pero pidió coordenadas precisas para localizarlos y las anotó en su libreta.
Cuando el resto volvió de almorzar saltó al helicóptero que siempre estaba apostado en la entrada del cuartel, repartió indicaciones y voló hasta el campo en donde encontraría a su primer chico. Así llama a los soldados argentinos que cayeron en combate: “my chicos”.
Bajó del helicóptero y se acercó a uno de los cuerpos. Un proyectil lo había alcanzado y tenía la mitad de la cara destrozada, pero estaba entero. “Mierda”, pensó. “Podría estar al lado mío riéndose o llorando, pero no puede porque está muerto”. La obviedad de su observación lo sorprendió. Había visto cadáveres muchas veces, pero nunca había estado completamente solo al lado de uno. No sabía quién era y no había nadie para ayudarlo. Nadie más que él.
La batalla en Monte Longdon fue la última de la guerra y la más sangrienta. Durante la noche del 11 y la madrugada del 12 de junio, días antes de que terminara la guerra, los ingleses bombardearon con artillería el lugar. Luego avanzaron y, bajo una lluvia de proyectiles y bengalas, rodearon y se enfrentaron a los soldados argentinos en un combate cuerpo a cuerpo con bayonetas. Doce horas después habían ganado la posición.
De los 300 argentinos que participaron de ese combate, solo 90 pudieron replegarse. El resto fue herido, tomado prisionero o murió. Uno de los caídos era el joven que Cardozo contemplaba en silencio.
En ese momento pensó en su madre, en cómo lo había besado y abrazado antes de salir para Malvinas. “Mi madre pensó que yo nunca volvería. Y cuando vi a ese chico pensé en ella, en mi mami, y también en la suya. Ese pensamiento se mantuvo en el fondo de mi mente cada vez que encontraba uno nuevo. Mi madre y la de él”, cuenta 38 años después.
Revisó los bolsillos, la campera, el cuello y las manos del cuerpo sin vida, pero no encontró nada que sirviera para identificarlo. No tenía a la vista una chapa militar ni una carta con su nombre.
En ese momento cavó una tumba poco profunda y lo enterró. Dijo una plegaria breve, sacó de un bolsillo su libreta y anotó con cuidado las coordenadas para poder volver a buscarlo más adelante. Lo que no sabía en ese momento era que ese joven tenía 20 años, se llamaba Eduardo Araujo y era el hermano de quien se convertiría, décadas después, en una de las personas más críticas de su trabajo con los caídos argentinos en Malvinas.
Cardozo entendió entonces que estaba frente a una tarea que no iba a poder esquivar. Nadie iba a ocuparse de esos soldados si él no lo hacía. Quedarían allí hasta fundirse con esa geografía caprichosa, entre el viento y la niebla de las islas. Sintió que se lo debía a esas madres desconocidas que le recordaban a la suya y a esos caídos anónimos que adoptaba en cuanto los descubría.
Durante las próximas semanas los llamados al cuartel general para avisar del hallazgo de nuevos cuerpos llegaron casi a diario: “Sí, no te preocupes, Geoffrey va a ir para allá en cuanto vuelva”, respondía quien tomaba la llamada.
Cardozo se ocupó de visitar y registrar en su libreta las locaciones en donde aparecían cuerpos, tumbas o fosas comunes en las que los prisioneros argentinos habían enterrado a los suyos. La tarea era siempre la misma: llegar, anotar, decir una pequeña oración, a veces acompañado de un cura, y luego cavar una tumba poco profunda a la que poder volver cuando se definiera qué hacer con esos cadáveres. Había cientos de ellos, rodeados de minas, entre las rocas, abandonados en aviones que se habían estrellado meses antes o en las costas. Esperando.
Cuando el invierno terminó y la nieve, que hasta el momento había preservado gran parte de los restos, empezó a derretirse, Cardozo pidió una reunión con su general, David Thorne.
“Tenemos que hacer algo, algo más permanente”, le dijo. “Sí, ya sé, ya sé, tenés razón, se nos está yendo de las manos”, le respondió Thorne. El general llamó a Londres y pidió meter presión sobre la cancillería argentina: los soldados debían ser repatriados y enterrados.
En la Argentina la dictadura colapsaba y la respuesta al pedido de repatriación fue tajante: los soldados ya estaban en tierra argentina, no hacía falta traerlos al continente ni se enviaría un equipo a enterrarlos. Eran un problema de los ingleses. “Nos dijeron ‘háganlo ustedes y háganlo bien’”, recuerda Cardozo.
El 9 de diciembre de 1982 el gobierno británico comunicó de forma oficial al cuartel general en Malvinas que los cuerpos deberían enterrarse allí.
“Se decidió que los muertos argentinos deben ser exhumados y movidos a un cementerio de Stanley, San Carlos o Darwin (sujeto a su punto de vista y al del comisionado civil). Se instruyó que las tropas no deben, repito, no deben estar involucradas en la exhumación o en la preparación de los cuerpos para el entierro. Se contratarán trabajadores civiles (...) Esperamos que el trabajo comience cuanto antes en Año Nuevo. A esto se le está dando prioridad máxima aquí”, decía el telegrama que llegó a Malvinas en ese momento.
El comunicado oficializó la tarea que ya se hacía de hecho y Cardozo quedó formalmente a cargo de la operación que implicaría construir un cementerio, trasladar todos los cuerpos argentinos que habían quedado diseminados por las islas, identificarlos de ser posible y enterrarlos en forma digna.
El encargo no podía demandar más de seis semanas porque debía estar terminado para el 21 de febrero, cuando comenzarían las celebraciones del 150 aniversario de las islas en manos británicas.
Tampoco podían hacerlo soldados ingleses. “Un soldado puede enterrar a un amigo. Eso es parte de la camaradería. Pero no podía pedirle a un soldado británico que enterrara a un soldado argentino que había estado a la intemperie por varios meses”, explica Geoffrey.
El 11 de diciembre Cardozo voló a Londres con la exclusiva misión de entrevistarse con tres casas funerarias y reunir un equipo de 12 constructores. Los requisitos eran pocos pero fundamentales: tenían que ser hombres de entre 30 y 40 años y con buen estado físico. No quería personas demasiado jóvenes porque la tarea que tenían por delante demandaba madurez emocional. Había que recuperar y enterrar cuerpos que llevaban seis meses en descomposición, algunos en pedazos.
La licitación que ganó fue la de Messer Baker-Britt, que subcontrató a su vez a dos directores de funeraria: William Lodge y Pauls Mills. Este último se había ocupado de los entierros británicos después de la guerra en Malvinas y de la repatriación de la mayoría de los cuerpos hacia Inglaterra. El primero se había encargado del transporte de los cuerpos en el Reino Unido y los funerales. Tenían experiencia y en pocos días reunieron el equipo de 12 hombres que acompañaría a Cardozo.
También se mandaron a hacer 250 ataúdes y se encargó toda la maquinaria necesaria para la exhumación y el entierro de los cuerpos.
El equipo llegó a las islas el 14 de enero de 1983 y la primera tanda de 150 ataúdes desembarcó en Stanley una semana después. La operación iba a dividirse en dos partes: primero se recuperarían todos los cuerpos localizados alrededor de Stanley, la capital de la isla, se los colocaría en ataúdes y se los llevaría vía helicóptero o barco a un cementerio que se construiría especialmente en Darwin, a poco menos de una hora y media de Stanley. Después se repetiría lo mismo con los cuerpos hallados en Gran Malvina. Al final habría una ceremonia religiosa.
El lugar para el descanso final de los soldados argentinos lo eligieron los empresarios granjeros Brook Hardcastle de la Falklands Islands Company y Eric Goss, administrador de las granjas de Goose Green, previamente consultado con los isleños. El capellán del pueblo bendijo esa tierra en donde luego se erigiría el camposanto.
El diseño iba a ser sencillo: un patrón con forma de T para enterrar los ataúdes, una cruz blanca en el punto más alto del terreno y una cerca de madera alrededor. Sin bandera. “La bandera argentina no flamea en las Malvinas”, se lee en el reporte que Cardozo escribió en esos días.
En cuanto aterrizaron, Geoffrey y el equipo de funerarios se instalaron en una casa en la que vivirían hasta terminar la operación. Compartían todas las tareas domésticas: un grupo cocinaba, otro lavaba, otro limpiaba. Por la noche les gustaba fumar y contar historias para alivianar el peso de la tarea que hacían durante el día. Mientras duró la misión, ese equipo de hombres se convirtieron en grandes amigos. Después nunca volvieron a verse.
Los primeros tres días los dedicaron al entrenamiento militar. Esos hombres sabían cargar ataúdes y construir cementerios, pero no tenían el mínimo conocimiento necesario para moverse en una zona de guerra, infestada de minas.
“Les pusimos uniformes y les enseñamos a subir y bajar de un helicóptero para que nadie se cortara la cabeza con las hélices. Les expliqué qué hacer si pisaban una mina o si encontraban una granada. Encontramos muchas mientras revisábamos la ropa. Cuando sentí que estaban listos, empezamos. Realmente era un equipo maravilloso”, recuerda Cardozo.
El 17 de enero el grupo se puso en marcha y fue en helicóptero hasta el lugar en donde se había reportado el primer hallazgo, el de Eduardo, en julio de 1982. Siguiendo las anotaciones de la libreta de Cardozo, exhumaron todos los cuerpos que hallaron en Monte Longdon: 29 en total, de los cuales 10 habían sido enterrados en una fosa común apilados y sin ponchos impermeables, mantas o nada que los cubriera. Los habían enterrado a las apuradas, en medio de la retirada argentina. Ninguno pudo ser identificado ese día.
La tarea, aunque estandarizada, se hacía con rigurosidad. Primero se desenterraba el cuerpo y se lo colocaba sobre una lona blanca. Allí le daban vuelta los bolsillos de la chaqueta, se revisaba la ropa en busca de alguna chapa militar o documento de identidad, una carta. Algo que permitiera la identificación.
Esto escribió Cardozo en su bitácora en 1983: “Muchos de los muertos argentinos no llevaban discos de identificación. Y los que sí tenían estaban en blanco. Puede asumirse que se les dijo a los conscriptos que cada uno debía grabar su nombre y número en ellos. Tristemente, si se les dio esta instrucción, no se cumplió. (...) Hubo instancias en donde el cuerpo solo tenía un disco hecho de cartón con una cinta adhesiva transparente encima”.
Después de la revisión, el cuerpo se envolvía en una bolsa para cadáveres negra y esa iba dentro de otra de PVC blanca. Sobre esta última, con un marcador indeleble, Cardozo escribía todo lo que sabía sobre ese chico: coordenadas de dónde había sido encontrado y, si lo podía identificar, sus datos. Muchas veces, la chapa militar no tenía nombre y apellido, pero sí un grupo sanguíneo. Todo se anotaba.
“Pasamos mucho tiempo descifrando nombres en las cartas, telegramas o facturas que se encontraban en los caídos. Si las cartas estaban abiertas y se encontraba más de una junto con algún documento que llevara el mismo nombre se asumía que era evidencia suficiente para una identificación. Se tuvo cuidado con las cartas que no habían sido abiertas porque podrían estar en tránsito o a punto de enviarse al momento de la muerte. En casi todos los casos las cartas, facturas o cualquier otro documento de papel se había deteriorado a tal punto que era imposible descifrar un nombre o una dirección.
“Muchas cartas que se encontraron habían sido enviadas por organizaciones de familias patrióticas de la Argentina. Estaban destinadas al ‘Soldado argentino que lucha en las Malvinas’ y no servían para identificar a nadie. Entre los muertos se encontraron muchas estampitas, pequeñas oraciones y rosarios (...) Todos los efectos personales, y fueron comparativamente pocos, se enviaron al Reino Unido si su deterioro no había alcanzado un estado que pudiera considerarse ofensivo para los seres queridos de los soldados. La mayoría de los ítems recuperados de los cuerpos eran fósforos, lápices, dulces y pañuelos militares”, escribió Cardozo en su reporte final en 1983.
Luego de este proceso, el cuerpo pasaba a un ataúd y se volcaba esa misma información que estaba en la bolsa de PVC sobre la madera. Finalmente, Cardozo hacía el registro en una planilla, con el número de tumba que le correspondería en Darwin. Este sistema minimizaba la posibilidad de mezclar los cadáveres. Y, en el futuro, permitiría la identificación de muchos de ellos.
“Al ver que muchos de los chicos no iban a poder ser identificados pensé ‘este es un gran problema’. Y también que tal vez en un futuro la Argentina querría saber quiénes eran. Quizá enviarían expertos a mirar sus dientes -en ese momento no existía el ADN-. Debía preservar sus cuerpos, eso era muy importante. Tal vez las familias iban a querer a sus hijos de regreso. Teníamos que dejarles algo, tenía que ponerlos en algo más que una pequeña bolsa’”, cuenta Cardozo.
Posteriormente, el ataúd se cargaba en un helicóptero que lo acercaba a las afueras del cementerio civil de Stanley y se almacenaba en un container hasta su traslado final a Darwin.
Cada día el equipo exhumaba entre 10 y 12 cuerpos, si el tiempo lo permitía. En paralelo, avanzaba la construcción del cementerio en Darwin. Para el 22 de enero tenían 67 soldados ya ubicados en sus ataúdes esperando el entierro final. Solo ocho de ellos llevaban su nombre y apellido escritos.
“Para nosotros, soldados británicos, este cementerio que habíamos hecho con amor era permanente pero quizás luego los argentinos cambiarían de idea y querrían a los chicos de regreso en el continente”, agrega.
El 25 de enero la lluvia y la niebla demoraron las exhumaciones y detuvieron por completo el inicio de las excavaciones en las afueras del cementerio civil de Stanley. Ahí había una gran cantidad de cuerpos enterrados y 14 en una fosa común. Eran los que más perturbaban a los isleños, que los veían todos los días. En la capital de la isla, se concentra la mayor cantidad de población.
Dice el informe de Cardozo sobre esa zona: “En el área de Stanley particularmente las autoridades argentinas pusieron mucha menos importancia a la tarea de enterrar a sus muertos. Esa triste baja en los estándares probablemente explique la tumba masiva que hay justo afuera de la cerca que bordea el cementerio en donde se encontraron 14 cuerpos, algunos de ellos apilados”.
Si bien varios estaban identificados con cruces caseras con sus nombres que habían dejado sus compañeros, Cardozo tuvo que descartarlas. Primero porque el viento había arrancado gran cantidad de ellas y segundo porque los niños que jugaban allí habían recogido algunas y vuelto a clavarlas en las tumbas que veían vacías.
El 28 se reanudaron las operaciones y para el 31 ya se había completado la primera etapa de la operación. Se habían exhumado 146 cuerpos, pero solo se habían utilizado 143 ataúdes. Cuatro caídos, incapaces de ser separados, compartían un mismo lugar.
La historia de estos soldados que tuvieron que compartir la misma tumba todavía conmueve a Cardozo cuando la cuenta casi 40 años después. Fue el momento más duro de la operación para él. Mientras sus funerarios trabajaban, una tarde de enero, decidió ir solo hacia la isla Borbón (Pebble Island). Durante la guerra, la armada argentina había establecido ahí una base aérea y el 14 y 15 de mayo de 1982 los británicos la habían atacado.
Le habían informado que allí se había estrellado un avión y sabía que la imagen que iba a encontrarse no era apta para civiles.
Era un día soleado, sin viento. El primero en semanas. En cuanto llegó, Cardozo vio los hierros retorcidos que quedaban de la nave, un Jet Lear. Recorrió el lugar en busca de cuerpos, pero solo encontró pequeños restos. Era imposible identificarlos, imposible separarlos.
“Estaba solo, no había nadie ahí. Y había pedazos por todos lados. Eso fue muy difícil para mí. Era un desastre. Y pensé: ‘tengo que enterrar a estar personas juntas’. Estos tripulantes murieron juntos. Eso para mí fue, psicológicamente, el momento más difícil. Sabía que estaba solo. Y cuando estás solo te sentís totalmente responsable”. De a poco, Cardozo juntó lo que pudo y guardó todo en una bolsa para cadáveres. Hasta el momento, 40 años después, nadie volvió a separar a esos soldados.
El 10 de febrero, con la primera parte de las exhumaciones listas, un helicóptero Chinook transportó los containers desde Stanley hasta Darwin en donde se enterró a la primera tanda de ataúdes.
Ocho días después, el equipo ya había recuperado 72 cuerpos de la zona oeste de Gran Malvina y finalizado con la fase dos del operativo.
Así 220 soldados argentinos fueron enterrados en Darwin en febrero de 1983 en 216 ataúdes: 106 identificados y 114 “solo conocidos por Dios”. “An argentine soldier only know unto God”, eso decían las pequeñas placas de metal que llevaban las cruces de aquellos a los que Cardozo no pudo devolverles el nombre. En la operación se dejaron algunas tumbas libres en las que los lugareños enterraron algunos pocos soldados que fueron encontrados después de retirada la misión.
A las 15:00 del 19 de febrero de 1983 fue la ceremonia oficial en el cementerio de Darwin, donde ya descansaban todos los soldados argentinos que Geoffrey Cardozo y su equipo habían podido recuperar. Todos llevaban sobre sus tumbas cruces blancas de madera hechas por The Falkland Islands Public Works Department. Habían pasado ocho meses desde el fin de la guerra.
Además de las autoridades militares de las islas, del entierro participaron los 12 funerarios y 25 miembros de la prensa británica. La ceremonia la ofició el monseñor Spraggon, el cura de la iglesia Saint Mary de Malvinas junto al padre Minaghan y el padre McDowell. Diez hombres dispararon los cañonazos de honor mientras la banda del regimiento tocaba Last Post and Reveille.
Ese día, en Malvinas, los caídos argentinos recibieron de los militares ingleses el entierro que las autoridades de Buenos Aires les habían negado. Todo quedó registrado en video para que las familias pudieran verlo, pero ese material nunca llegó a sus manos. Durante décadas, muchas madres pensaron que sus hijos habían quedado en tumbas sin nombre, en fosas comunes o simplemente entre las piedras de las islas. Creyeron que ese cementerio era simbólico, un monumento vacío.
A la mañana siguiente Cardozo despidió a su equipo y durante tres días se encerró a escribir el informe final en donde detallaría con cuidado todo lo que había hecho durante el último mes y lo que había anotado en su libreta los meses anteriores. Dos anexos, uno con mapas y planillas y otro de material fotográfico, acompañarían el documento.
Mary Goodwin, Sue Whitley y Doreen Bonner fueron las únicas muertes civiles durante la guerra de Malvinas. Por error, una bomba de los ingleses cayó en su casa y las mató en el acto. La estructura, aunque dañada, quedó en pie y ahí se encerró Cardozo a escribir.
“Algo me hizo pensar en que iba a ser un reporte importante. Algo me hizo pensar en que iba a ser la llave para una eventual identificación. Por eso pasé tres días como un monje en este monasterio con agujeros para poder hacer mi informe”, cuenta Cardozo.
En el último párrafo de su informe, antes de su firma, escribió: “Durante toda la operación se siguieron con mucho cuidado los protocolos previstos por la Convención de Ginebra. Tratamos a los soldados argentinos de igual manera que hubiéramos hecho con los nuestros”.
Cuando terminó, Cardozo envió una copia a sus superiores, se guardó el original y volvió a Londres. Por su tarea en las islas fue condecorado por la reina. El día que recibió la medalla estaba tan nervioso que en vez de estrechar la mano de Isabel II, como correspondía por protocolo, se inclinó e hizo una reverencia.
Después de eso ingresó al staff college, una academia militar para oficiales con experiencia, y siguió su carrera. No volvió a pensar en Malvinas. A los 38 años conoció a quien sería su esposa y tuvo dos hijos.
En 2005 se retiró del Ejército y empezó a trabajar en Veterans Aid, una organización que asiste a veteranos de guerra sin hogar o con problemas de adicciones. Su amplia experiencia militar le había enseñado cómo tratar a estos hombres orgullosos y desesperados a la vez.
En 2008, esa fundación organizó la visita de tres soldados argentinos que habían combatido en la guerra de Malvinas. Querían intercambiar información acerca del manejo del estrés postraumático en el que los ingleses tenían sobrada experiencia.
El estrés postraumático es un trastorno que padecen las personas que estuvieron expuestas a una situación en donde corrió riesgo su vida o vieron en peligro la vida de alguien más. Es muy frecuente en los soldados que fueron a la guerra. Tienen flashbacks y reviven momentos críticos cuando algo -un sonido, un olor, una palabra, una fecha- desencadena un recuerdo traumático. Si ese estrés postraumático no se trata inmediatamente, pasa de agudo a crónico. El estado de alerta es permanente y afecta la psiquis de quien lo padece.
Pero para tratar algo primero hay que sacarlo a la luz y los soldados que volvieron de Malvinas fueron escondidos por el Estado y olvidados por una sociedad que los vio perder. Llegaron de noche o en micros con las ventanas cerradas. Volvieron a sus trabajos, a sus familias, a sus vidas previas con el recuerdo de un horror que encerraron dentro de sí.
Muchos años después, alertadas por las altas tasas de suicidio de los excombatientes, algunas agrupaciones empezaron a crear redes de contención para tratar las secuelas psiquiátricas y emocionales.
Julio Aro, José María Raschia y José Luis Capurro fueron los tres excombatientes que en 2008 viajaron a Londres a buscar información para asistir a otros veteranos. A Cardozo, su organización lo invitó a participar del encuentro para que hiciera de traductor. Era el único que hablaba español porque había estudiado un tiempo en la Universidad de Zaragoza.
Durante varios días, Cardozo trabajó con esos hombres y recordó la tarea que había hecho en 1983. Recordó su libreta, los datos que había anotado de esos chicos anónimos, pensando en una eventual identificación. Pero no dijo nada. El día anterior a irse les armó un recorrido por la ciudad. Los llevó a visitar el palacio de Buckingham, el búnker de Churchill en St. James Park y a la tarde los invitó a su pub favorito. Después de tomar unas cervezas, Aro y Cardozo hablaron de la guerra.
“Yo estuve en Malvinas”, le dijo Aro. “Sí, yo también”, le respondió Cardozo, sorprendido por lo obvio del comentario.
“No, yo estuve en Malvinas hace un par de meses, volví al cementerio. Fui a buscar a mis amigos y no encontré a nadie”. Ahí Aro le explicó que muchas familias en la Argentina creían que el cementerio era simbólico y que no había nadie realmente enterrado allí.
“Yo enterré a tus amigos, mis chicos”, le dijo Cardozo y, en ese momento, le contó su historia: le dijo que él había sido el hombre que diseñó Darwin y quien puso las cruces blancas sin nombre. Aro no entendía por qué había tantos soldados sin identificar. Lo enfurecían las placas que decían “soldado argentino solo conocido por Dios”.
“¿Vos tenías una chapa con tu nombre?”, le preguntó entonces el inglés. “No”, respondió Aro.
“Ese fue mi problema”.
Esa noche se abrazaron y prometieron mantenerse en contacto. Al día siguiente, el grupo de excombatientes saldría de Londres al Vaticano en donde tenía una audiencia prevista con el Papa.
Cardozo volvió a su casa y se acostó, pero no pudo dormirse. Él siempre había creído que el informe que había hecho y enviado a Londres también había quedado en manos de las autoridades argentinas, que habían identificado a los caídos.
Bajó a su oficina, revolvió entre sus archivos hasta que dio con el informe que había escrito en 1983, lo fotocopió y metió los documentos en un sobre marrón. Pensó en que la información que contenía no era clasificada, solo sensible, y en que él ya había servido a su país. Aquello podía ayudar a otras personas.
Al día siguiente tomó un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow y llamó a Aro desde el camino para que lo esperase en la puerta de la terminal. Sin bajar del taxi le entregó el sobre. Habían pasado 26 años del fin de la guerra de Malvinas.
“La reina, vos y yo somos las únicas personas que tenemos una copia de esto. Vas a saber qué hacer”.