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ОглавлениеEl siglo XVI
Herencia del siglo XVI
Por cómoda que resulte la división temporal tajante de los hechos humanos en sucesivas y exactas fases de desarrollo histórico, hay que tener en cuenta que la compleja realidad no se deja atrapar entre fechas. No todo cambió a partir de 1500 para que el siglo XVI llegara puntual a su nacimiento. Como veremos en casi cada sección, las instituciones, las costumbres, las creencias y las técnicas que caracterizaron a este siglo estaban ya existiendo en el anterior, y los países que se disputaron la hegemonía durante el XVI –Inglaterra, Francia y España– ya eran, en el siglo XV, Estados nacionales fácilmente reconocibles. Pero si el siglo XVI heredó mucho del anterior, también consolidó, aumentó los bienes heredados y los llevó a un nivel superior de perfección.
La monarquía inglesa había sido relativamente poderosa a principios del siglo XV y, como nación, estaba más o menos unida por su geografía. Sin embargo, al final de la Guerra de Cien Años (1453) se debilitó hasta llegar a una anarquía feudal en que la Corona se volvía el objeto de disputa entre las facciones de nobles que luchaban entre sí. Fue Enrique Tudor quien, a raíz de su victoria en la Batalla de Bosworth (1485), llegó al poder y, aunque tambaleante en un principio, fue apoyado por el pueblo (harto de la inestabilidad política y social), sobrevivió la crisis de los primeros años de su gobierno y consolidó su autoridad, hacia fines del siglo, mediante una hábil diplomacia y una política financiera que convertían a Inglaterra en una potencia dentro de Europa.
También la monarquía francesa, que había inspirado sobrecogimiento durante la Edad Media tardía, se desmoronó durante la Guerra de Cien Años. Comenzaría a fortalecerse de nuevo cuando Juana de Arco, símbolo de los franceses en la fe por su rey, condujo al ejército para liberar Orleans en 1429. Durante los veinticuatro años siguientes, Carlos VII, haciendo uso de la diplomacia, de la ayuda económica de los burgueses y del poderío de sus nuevos cañones, fue recuperando su reino. Quedaba pendiente la incorporación de los feudos (en poder de parientes de la familia real) al poder de la Corona, tarea que Luis XI llevó a cabo con éxito, sobre todo, por tener la suerte de sobrevivir a sus parientes. Pero correspondió a Carlos VIII, por su matrimonio en 1491 con la heredera de Bretaña, anexionar a la Corona el último gran feudo: Francia estaba unida y era muy fuerte.
En España, los partidarios de la estabilidad política encontraron un momento de respiro en 1469, cuando Isabel, pretendiente al trono de Castilla, se casaba con Fernando, heredero del trono de Aragón. Castilla era un reino en el que la autoridad prácticamente se había colapsado: los nobles poderosos, con ejércitos privados, saqueaban los territorios hasta que las empobrecidas poblaciones se unían entre sí para protegerse con ejércitos propios. Esta situación llegó a su fin cuando Isabel estableció su derecho al trono y, en compañía de su esposo, ayudada por los pobladores de la región y por la nueva artillería, en sólo cinco años puso en orden a los nobles. Inmediatamente después, se lanzó a la reconquista del reino de Granada. Cuando Cristóbal Colón zarpó en su viaje de descubrimento (1492) caía la última fortaleza de los moros y los “Reyes Católicos” gobernaban con la más absoluta autoridad que había conocido España hasta entonces.
La cuarta potencia europea durante el siglo XVI también se hallaba formada en lo esencial desde el siglo anterior. La diferencia fue que el Sacro Imperio Romano Germánico no era un Estado nacional, sino dinástico y multiterritorial. Empezó a consolidarse en 1477, cuando Maximiliano de Habsburgo se casaba con la heredera del gran Duque de Borgoña. En 1493 Maximiliano sucedió a su padre, Federico III, como soberano en todos los territorios reunidos de Austria y como Emperador del Sacro Imperio. La prosperidad de las regiones alemanas y un nuevo sentimiento nacionalista surgido en ellas alimentaron la esperanza en el florecimiento del Sacro Imperio. Maximiliano aprovechó la situación y afianzó su autoridad para entrar, a fines del siglo XV, en la diplomacia internacional.
Si en lo político el siglo XVI heredó fuertes naciones unificadas que cambiarían la historia por sus guerras y la visión que se tenía del mundo por sus descubrimientos (sobre todo América, el más precioso botín de Europa), en el ámbito de la cultura le tocó a este siglo prolongar ese brillo singular de la humanidad que se llama Renacimiento.
Renacimiento y humanismo
Desde que Jakob Burckhardt, en su libro La cultura del Renacimiento en Italia, dejó entrever que el humanismo había significado mucho más que la vuelta al estudio de los clásicos –en realidad significó, según él, el triunfo del Estado secular, el redescubrimiento del mundo natural y la afirmación de la personalidad individual del ser humano–, la discusión de los historiadores no ha cesado. Hay quienes afirman que los humanistas del siglo XVI eran muy cristianos, que la cultura italiana no era pagana y que el conocimiento se buscaba casi siempre con fines religiosos. También se ha dicho que los hombres medievales no eran tan ignorantes en materia de autores clásicos ni tan desentendidos de la naturaleza como creía Burckhardt. Haciendo a un lado la validez de las críticas, puede aceptarse que la visión de Burckhardt señala la tendencia más importante ocurrida en la cultura europea durante el siglo XV: el surgimiento de valores que serían el fundamento de la sociedad secular y civil sobre los que apuntalaban a la sociedad feudal y eclesiástica.
El Renacimiento prolongó tendencias ya existentes en la Edad Media y al mismo tiempo las negó, fundando una visión original del mundo y de los seres humanos. El regreso a la antigüedad clásica implicaba la creencia de que, en una etapa anterior de la historia, el ser humano había vivido en plenitud y que esa plenitud podía ser revivida en aquel presente. En ese sentido, el Renacimiento se asemejó a la mentalidad religiosa medieval, que concebía la verdad como una revelación ocurrida en el pasado y que tenía vigencia perenne. En ambos casos fue un volver a los orígenes para buscar la renovación de una naturaleza humana que –se creía– era inmutable a lo largo del tiempo. La diferencia fue que, mientras que para los hombres de la Edad Media los clásicos eran fuente de abundantes materiales para la imitación estilística y la ejemplificación en el discurso, para los renacentistas constituyeron un modelo sobre el que erigirían su espíritu y desarrollarían su actuar dentro de un nuevo sentido –más terrenal– de la vida humana.
No cabe duda de que uno de los rasgos esenciales del Renacimiento –así lo pensaba Vasari– fue la sustitución de las formas un tanto burdas heredadas del arte bizantino por otras más realistas, derivadas de los modelos clásicos y del estudio directo de la naturaleza. Sin embargo, hay estudiosos que, con desdén por la originalidad del Renacimiento, afirman que la observación de la naturaleza existía ya entre los hombres medievales y que en sus obras escritas abundan pasajes que describen precisa y minuciosamente las cosas y las personas. Es verdad. Pero ese realismo es siempre sensorial e inmediato, limitado al detalle y al episodio, mientras que el realismo del Renacimiento quizá sea menos colorido en el detalle y la anécdota, pero en el conjunto se eleva a un todo que se subordina a los intereses y a las pasiones del individuo. Mientras que el artista medieval creó obras para la gloria de Dios, el artista del Renacimiento buscó crear una obra que tuviera verdad y belleza en sí misma, en fiel reflejo de la naturaleza.
Esta autonomía con respecto a los fines extramundanos desarrolló en los hombres del Renacimiento un sentimiento individualista que sería insertado en un proceso de autoperfeccionamiento espiritual y moral continuo. En este proceso era indispensable la formación literaria y el creciente desarrollo en la apreciación de la belleza, la búsqueda de exquisitez en las formas y el conocimiento de la verdad, todo ello adquirido a través del estudio de los clásicos. Se iniciaba así el humanismo que, a través de la filología y de la arqueología, fue perfilando el contenido real de la humanitas. Este ideal, por la altura de las aspiraciones en que se fundaba, engendró una especie de aristocracia espiritual en la que individuos excepcionales, maduros intelectual y moralmente, se alejaban de la masa.
Por todo lo anterior, es posible afirmar que el humanismo significó un regreso a la confianza en la creatividad humana y en la razón, así como un interés renovado en la belleza y en la verdad del mundo material; inspiró una revuelta no contra la religión, sino contra la filosofía de la escolástica, la ignorancia de los monjes y la tradición sacerdotal aceptada ciegamente. La necesidad de los humanistas de contar con textos clásicos para modelar su vida y su pensamiento propició un auge de las ediciones en que se depuraban los textos eliminando las alteraciones e interpolaciones de los copistas. Comenzó así la crítica académica y la carrera por hallar nuevos textos manuscritos. Sin este esfuerzo, muchos de los textos clásicos se hubieran perdido sin remedio.
El noble empeño de los humanistas hubiera sido imposible, o por lo menos mucho más complicado, sin el conjunto de avances tecnológicos que desembocaron en la posibilidad de editar libros desde el siglo XV. Además de modificar todos los ámbitos de la cultura, la edición de libros tuvo también una honda significación económica: desde el principio fue una industria capitalista que requería gran inversión y la coordinación de trabajadores con distintas habilidades, todos enfocados hacia el mismo fin. Durante mucho tiempo, la edición de libros fue la única forma de producción en que el objeto único hecho a mano era sustituido por otro, repetido en serie y elaborado con una máquina.
Individuo, sociedad y religión
La sociedad en el siglo XVI
En esta época el individuo vivió con más intensidad y estaba más entregado a la vida mundana; su aprehensión del mundo exterior era más inmediata y espontánea que la del hombre medieval. Como era impulsivo y voluble, lo mismo entraba en conflicto con otros hombres, hasta el grado de llegar a las armas, que abrazaba y elogiaba a sus contrarios. Era contradictorio: podía ser fanático de un ideal y traicionarlo cuando se enfrentaba a un reto mayor del que se creía capaz, podía ser humilde y tener arrebatos de soberbia, heroico y débil al mismo tiempo, refinado en las artes y tosco en sus modales cotidianos. Estaba siempre dispuesto a defenderse y a tomar decisiones rápidas y vigorosas porque vivía en condiciones difíciles: casas inhóspitas y frías, viajes a pie y a caballo, peligros en los caminos... La cultura de su tiempo lo hacía especialmente apto para las artes, por su sensibilidad despierta y su pasión hacia todas las formas de la belleza.
En contraste con el ensanchamiento de la individualidad, la familia siguió siendo la misma unidad social básica con los rasgos que había tenido desde la Edad Media. Podía constar de cuatro o de cincuenta miembros, pero todos dependían económicamente del jefe, que tenía poder legal sobre cada uno de ellos y era el dueño de todos los bienes. La familia no se formaba por la decisión de dos personas que se amaban, sino por la posesión de recursos económicos o de una casa para vivir. Era el centro de la organización del trabajo y se mantenía unida por la dependencia económica y la seguridad material de cada uno de los miembros. Aunque personas sin parentesco sanguíneo vivían en la casa, formaban parte de la familia y no se distinguían en el momento de trabajar. La consanguinidad tenía su importancia: sólo los hijos capacitados para ello podían heredar los bienes familiares. La casa era independiente, pero guardaba estrechas relaciones basadas en la ayuda mutua de los vecinos, tanto en el medio urbano como en el rural. Si el jefe de la familia quería ser respetado, debía respetar los intereses de los vecinos y del pueblo.
También la estratificación social heredada de la Edad Media cambió poco durante el siglo XVI, sobre todo para hacerse más rígida. Cada individuo, dependiendo de su nacimiento o de los privilegios que pudiera obtener, pertenecía a una clase social determinada y gozaba de las prerrogativas o sufría las limitaciones propias de su estrato. Aunque en países como Inglaterra y Holanda el capitalismo había tendido a nivelar la sociedad por la mayor participación de todos los grupos, el hecho es que en casi toda Europa este sistema más bien consolidaba las diferencias y endurecía las sociedades, que se volvían más cerradas. Para muchos, la existencia de estratos bien diferenciados garantizaba el orden político y la armonía de intereses entre los grupos; de hecho, fomentaba la desigualdad y encubría los crecientes conflictos sociales ocasionados por la lucha de poder.
Las clases sociales
En el fondo de la estratificación social estaban los campesinos, que era el grupo más numeroso y el que permanecería más o menos en las mismas condiciones a pesar del auge capitalista y el desarrollo de las ciudades de la primera mitad del siglo XVI. La situación de los campesinos era muy grave, ya que dependían de factores muy volubles y rigurosos como el clima, la guerra, la legislación local y la imposición de tributos (incluido el diezmo religioso). Entre el 60 y el 70 % de los campesinos ganaban lo necesario para sobrevivir apenas. Cuando había problemas con las cosechas, los campesinos desempeñaban labores de jornaleros o artesanos, pero podían morir de hambre. Siempre estaban sometidos a un trabajo duro y monótono, y a la pobreza. Vivían en casas hechas de barro y madera, con pisos de tierra y techos de paja; comían pan de centeno, avena y garbanzos o lentejas cocidas y bebían agua y leche. Tenían que hacer la mayor parte de su trabajo con las manos, pues las mejoras tecnológicas alcanzaron a muy pocos.
En países como Italia y Holanda floreció una clase social que, si bien era numéricamente inferior a la de los campesinos, tendría un papel muy destacado en el desarrollo social y económico por su influencia en el comercio, la industria y la política. La burguesía no era una clase social homogénea y se diferenciaba mucho de un país a otro. Estaba formada por tres grupos: el patriciado o los herederos de las antiguas familias de consejeros, los comerciantes y la burguesía media: artesanos, tenderos, funcionarios públicos y letrados. La jerarquía social de estos grupos no estaba en proporción directa con la abundancia de sus posesiones: había comerciantes más ricos que los patricios y maestros artesanos más ricos que los comerciantes. En general, gozaban de mayor independencia que el campesino y tenían mayor movilidad social a causa de su trabajo, que implicaba viajes. La preparación que necesitaban para realizar su trabajo provocó que muchos de ellos se convirtieran en altos funcionarios de Estado, y otros, a causa de su riqueza, consiguieron llegar a ser aristócratas.
La capa superior de la sociedad, la que gobernaba, era la de los nobles. Aunque era la menos numerosa, poseía la mayor cantidad de tierras y ocupaba los principales puestos políticos; recibían tributos de sus súbditos, se beneficiaban con el comercio y la artesanía, no pagaban impuestos y reinaban en su propia jurisdicción. Su posición social dependía más de su nacimiento o de sus vínculos con la dinastía gobernante que de sus méritos. Era el grupo social más cerrado y en el que había más diferenciación interna. Durante el siglo XVI había tres grupos principales: la alta nobleza (aspirante al trono), la nobleza baja o rural y los príncipes o soberanos. Por su afán de sobresalir entre sus semejantes e inferiores, construían enormes palacios con bellísimos jardines geométricos y desarrollaban un gran interés por todas las manifestaciones artísticas; manifestaban su poder a través del creciente número de empleados que tenían, de las suntuosas fiestas que ofrecían y de la magnífica cantidad de bienes que reunían. Los hijos de los nobles recibían una cuidadosa educación para ocupar después sus altos puestos en las cortes.
Religión y reforma
Si la profesión y el nacimiento diferenciaban a los hombres del siglo XVI, la religión los identificaba. Todos eran tan creyentes como los medievales y la religión estaba presente en cada uno de sus actos. En todas partes se respetaban las fiestas religiosas, que, además de los domingos, llegaron a sumar, en algunas regiones, hasta sesenta días del año. En los días previos a dichas fiestas, la jornada de trabajo se reducía para que los fieles se prepararan. Las universidades celebraban sus exámenes en las iglesias, con misas, acciones de gracias y música de órganos. Los libros de ciencia llevaban en sus portadas invocaciones a la Divinidad. Durante este siglo se incrementó la sensibilidad religiosa, porque las personas buscaban una religión que se aproximara más a su condición corpórea y a su necesidad de acercarse a Dios. Esta sensibilidad exacerbada fue también la causa de un temor constante por la muerte repentina en estado de pecado mortal que hacía presa de los hombres en esta época, deseosos de aunar el amor por la vida, con todas sus delicias, y la tranquilidad ante la muerte en estado de pureza espiritual.
En esta época de intensidad religiosa, muchos fieles de diversas regiones sentían que el mundo andaba mal y que la Iglesia había contribuido a ese deterioro de las costumbres con la relajación moral de sus miembros. Las regiones que más pronto adoptaron las ideas de Martín Lutero (Alemania, Francia y Holanda) habían ido sustituyendo la tendencia eclesiástica al monopolio de la verdad y la piedad por una religión más interior y personal, que buscaba la salvación a través del ejemplo directo de Cristo. Humanistas como Erasmo de Rotterdam reforzaron estas actitudes con la difusión de un pensamiento que buscaba hacer más inmediata al hombre común la experiencia del sentimiento religioso. Este humanismo cristiano puso la base para la crítica que separaba la devoción de los creyentes de la jerarquía eclesiástica. Gracias a las ediciones y a los comentarios que los humanistas hicieron de La Biblia, los fieles tuvieron a mano una autoridad directa en la que pudieron confiar sin reservas. Se abría paso así la libre iniciativa personal en la vida religiosa. En este ambiente, la rebeldía religiosa de Martín Lutero en contra de la Iglesia corrompida y su insistencia en que sólo mediante la fe se salvaba el alma de las personas fue el desenlace lógico y el principio de la Reforma Protestante.
A la acción luterana correspondió una reacción de la Iglesia Católica que también pretendía satisfacer la necesidad popular de una religión más inmediata y apegada a lo sensible. Se aspiraba a la renovación espiritual de los fieles mediante la oración. A principios del siglo XVI se escribieron muchos tratados de oración debidos a monjes franciscanos, pero ninguno de ellos alcanzó la difusión de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, escritos en 1526. Constituyen un sobrio manual para adiestrar al alma y para que la voluntad responda en el sentido deseado mediante intensas impresiones sensibles imaginadas sobre el bien divino, que mueven al amor de lo bueno, y sobre el horror del mal, que mueven al odio de lo malo.
La fundación de la Compañía de Jesús (1534) como un ejército de soldados cristianos coincidió con la necesidad de la Iglesia de contar con una orden que favoreciera los intereses del catolicismo tal cual los definía y transmitía el papa. Los jesuitas hacían un voto específico de obediencia al papa y actuaban en absoluta conformidad con la doctrina emanada de la Iglesia Romana, por lo que tuvieron un apoyo papal inmediato. Con los jesuitas como instrumento principal, la Iglesia volvió a consolidarse en el Concilio de Trento (1545-1563) como clara autoridad en materia de doctrina y los fieles descarriados volvieron a saber lo que debían creer.
Situación de la economía
El aumento de la población
Se ha calculado que hacia 1500 la población europea fluctuaba entre los 80 y los 85 millones de personas y que para 1600 esa cantidad creció hasta los 100 o 110 millones. El incremento fue más o menos proporcional en todos los países. La mayor parte de los habitantes vivían en el campo, pero en este punto sí había diferencias entre los países: mientras que en Italia o en los Países Bajos había un 30 % de población urbana, en Alemania, Polonia o Rusia apenas llegaba al 5 %. Había unas doce ciudades europeas con más de 100 mil habitantes, cuya población creció hasta mediados del siglo. Para fines del siglo, la región más densamente poblada de Europa, con unos 30 o 40 habitantes por kilómetro cuadrado, era la del norte de Francia, los Países Bajos, el sur de Inglaterra y el norte de Italia. La emigración de campesinos provocó que las ciudades crecieran más.
Desde finales del siglo XV, la población europea había empezado a crecer a causa de un mejor nivel general de vida sustentado en el desarrollo de condiciones higiénicas, en el progreso que experimentaron los métodos para abastecer agua a las ciudades y en el perfeccionamiento de las técnicas para construir viviendas, que desde entonces pasaron de la madera a la piedra y el ladrillo como materiales básicos.
La mayor cantidad de niños que llegaban a la juventud originó una mayor oferta de mano de obra y eso impulsó la economía, sobre todo en las ciudades, donde multitudes de campesinos iban a trabajar. Y a morir. Sin duda la ciudad ofrecía un trabajo digno a la gente, pero en proporción mucho menor al número de solicitantes, lo cual permitía a los patrones bajar los salarios y tener siempre trabajadores disponibles. Este exceso de trabajadores y el consecuente número de consumidores trajo consigo un auge del capitalismo y un sentimiento de prosperidad durante la primera mitad del siglo. Pero también, al rebasar el límite de los recursos disponibles, ocasionó hambrunas que diezmaban poblaciones. De pronto, las calles se llenan de muertos que no pueden ser enterrados y las carretas los llevan en tétrico desfile; cunden los miserables, los ladrones y los emigrantes pobres. Las ciudades, molestas por esta situación, hacen todo lo posible por librarse de estas personas, pero sólo lo logran por algún tiempo.
Metales preciosos y alza de precios
Desde la segunda mitad del siglo XV habían comenzado a escasear los metales preciosos en Europa, lo cual entorpecía el proceso de producción. Por eso, el deseo de encontrar oro y plata impulsó en gran medida la exploración de nuevos territorios. Cuando los españoles se establecieron en América y comenzaron a descubrir ricos yacimientos de plata en Zacatecas, Guanajuato y Potosí (actual Bolivia), el flujo de metales preciosos hacia Europa inició una tendencia de aumento en los precios que, sólo en el caso de España, llegó a un 50 % entre 1501 y 1525. En el resto de Europa, los precios alcanzarían hasta un 250 % de aumento para 1600.
Aunque el flujo de metales preciosos de América a Europa no fue el único factor que influyó en el incremento de los precios, sí fue un estímulo decisivo en esta tendencia. Pero si el alza de los precios fue un fenómeno más o menos general en toda Europa, no lo fue igualmente el aumento de los salarios, que no en todos los países crecían en porcentaje paralelo al de los precios. Esta diferencia entre precios y salarios, sobre todo en países como Inglaterra y Francia, beneficiaba a los productores y daba lugar a la acumulación de capitales que puso las condiciones para la economía capitalista de Occidente.
El desarrollo del comercio
Otra condición indispensable para el desarrollo del capitalismo fue la posibilidad, abierta por los descubrimientos geográficos, de comerciar con regiones distantes. Dado que el crecimiento de la población incrementaba la demanda de productos básicos y de lujo, su suministro fue una actividad muy lucrativa para los comerciantes. Los europeos requerían las especias asiáticas para conservar y condimentar sus alimentos así como para curarse, los tintes para las telas y las telas mismas (en especial, la seda), los perfumes, el vidrio, la porcelana, las perlas y los diamantes... Hasta fines del siglo XV estos productos llegaban a Europa, a través del Mediterráneo, por mediación de los turcos, que los vendían a los venecianos, genoveses y provenzales. De esos lugares comenzaban su viaje hasta las manos del consumidor. Pero todo esto cambió cuando los portugueses pudieron ir directamente a negociar con los productores en Asia y cuando se abrió el comercio entre Europa y América desde España.
Ésta es la época de esplendor del comercio, cuando los comerciantes pueden situarse en un plano de igualdad con respecto a los soberanos por prestarles las sumas que necesitan para costear sus carísimas campañas militares. Pero también fue la época en que el comercio experimentó su más grave contradicción: mientras que a nivel internacional se expandía hasta abarcar el mundo entero, en el nivel local a veces faltaban las mercancías básicas entre las regiones de un mismo país. Quizá esto pueda explicarse en parte por la cantidad de impuestos que las mercancías pagaban al ser transportadas por tierra y que no existían en el transporte marítimo, pero también hay que tomar en cuenta que la mayor parte de la población europea de esta época consumía bienes producidos por ella misma.
El crédito y la especulación
La prosperidad comercial y el desarrollo económico que se vivieron durante la primera mitad del siglo XVI comenzaron a decaer a partir de 1560 a causa de la especulación desaforada en los grandes mercados de capitales y de los muchísimos negocios fáciles que, con fraudes, desanimaban a los prestamistas. También contribuyeron al desplome del capitalismo las guerras de religión en Francia y los Países Bajos, las guerras entre España, Inglaterra y Francia, el incremento en los impuestos y las migraciones de población. El comercio se vio afectado porque cada Estado se empeñaba en reglamentar toda la actividad económica dentro de sus límites y eso creaba obstáculos entre los países.
Si al reglamentar excesivamente la economía los Estados dificultaron el comercio, en cambio, al requerir dinero para el cumplimiento de sus proyectos bélicos contra otros países, hicieron florecer el crédito. Las incesantes guerras eran caras y los soberanos pedían sumas enormes que los incipientes banqueros anticipaban a ciegas. Generalmente, los países no podían pagar las sumas a tiempo y los banqueros, si no tenían la prudencia de invertir en inmuebles, veían cómo sus negocios se arruinaban en poco tiempo. Era frecuente que los Estados se declararan en bancarrota para suspender el pago de sus deudas, como le ocurrió a España en varias ocasiones durante el siglo XVI.
La especulación empezó siendo una especie de apuesta o juego en las capitales del comercio, donde se movían muchísimas mercancías y circulaba mucho dinero. Consistía en que el comprador de cierta mercancía pactaba con su vendedor un precio que era pagado después de cierto plazo, cuando se entregaba la mercancía. En el transcurso de dicho plazo, el precio podía subir o bajar, lo cual producía ganancias o pérdidas, y el documento en que se asentaba el compromiso para la entrega de la mercancía en una fecha determinada podía ser cedido por el comprador a otro comprador y así sucesivamente hasta formar una cadena de compradores que se pasaban el documento hasta la fecha de su vencimiento. Así, el papel se convirtió en el artículo más cotizado, pero su valor, variable, estaba sujeto a los vaivenes de la política, que determinaba su precio. La especulación se desarrolló también, durante esta época, en otras direcciones: se fundaron las primeras loterías y se empezaron a vender los primeros seguros sobre la vida de personas que, sin esperarlo, eran víctimas de los que cobraban el seguro.
Capitalismo e industria
Para superar los obstáculos que había creado la tradición de los gremios artesanales, que no producían, por los reglamentos propios de su gremio, la cantidad de objetos demandados y al precio bajo que los hacía accesibles a más gente, los mercaderes entraron en contacto directo con los artesanos de cada región, les proporcionaron las materias primas y las herramientas necesarias, para después comprarles la producción y distribuirla con más eficiencia. De esta manera, los trabajadores quedaron bajo el dominio de los empresarios capitalistas y los antiguos gremios sólo proveían ya pequeñas cantidades de productos a su inmediato entorno.
La producción industrial, importantísima para el desarrollo económico de Europa, experimentó durante la primera mitad del siglo XVI algunos de los cambios cualitativos esenciales que en los siglos siguientes llegarían a ser propios de la civilización industrial de Occidente. El primero de ellos fue la sustitución, en países como Inglaterra, del carbón de madera –que estaba acabando con los bosques– por el carbón mineral, más adecuado para acelerar el proceso de producción por la mayor intensidad de su calor. Otro cambio importante fue la intervención del Estado para ofrecer privilegios económicos a los productores o para ser él mismo parte de las actividades productivas y así proteger a las industrias locales en contra de la competencia extranjera.
Estado y política de poder
Poder medieval y Estado moderno
El ocaso de la república ideal del Medioevo, en la que el papa y el emperador gobernarían en perfecta concordia y velarían por los intereses terrenos y ultraterrenos de sus súbditos, sucedió durante el siglo XVI, en que la autoridad del papa comenzó a ser cuestionada, incluso dentro los Estados católicos y en lo tocante a los dogmas, y la autoridad del emperador fue débil dentro del Sacro Imperio Romano y nula fuera de él. A causa del individualismo propio del Renacimiento, creció en Europa la tendencia política a formar Estados que se equilibraran mutuamente por la igualdad jurídica y la autonomía individual de sus miembros con respecto a la rigidez jerárquica del Medioevo.
En lugar de esa república soñada por los hombres del Medioevo, surgió durante el siglo XVI el imperio colonial de Carlos V, que aglutinaba bajo su inmenso poder central diferentes territorios, razas, culturas e idiomas y que constituyó el modelo para los imperios modernos que vendrían después. La idea original –anacrónica– de Carlos V era revivir el antiguo ideal del Sacro Imperio Romano-Germánico, por eso fue el último de los grandes soberanos medievales. Pero a su proyecto de fusión católica se opusieron los sentimientos nacionalistas de las regiones y el deseo general de una reforma religiosa.
Este tipo de imperios modificaron de manera radical la vida de las personas durante el siglo XVI por los efectos políticos derivados de su acción: matanzas de pueblos, emigraciones, difusión de productos y técnicas antes accesibles a unos cuantos, y, quizá lo más importante, la unificación del planeta. Al tratar de poner en armonía a todas las fuerzas que bullían en su interior, los imperios provocaron el fortalecimiento de los distintos grupos sociales y la formación de una sociedad organizada que empezó a exigir mayor justicia. Este proceso fue dando lugar a los rasgos del Estado moderno.
Para administrar estos grandes imperios comenzó a requerirse la formación de personas especializadas, los burócratas, representados, en primer lugar, por los secretarios. Desde el punto de vista social, la emergencia de estos funcionarios causó una revolución, porque, aunque fueran de clases sociales modestas, una vez entrados en el servicio del Estado se convertían en personas poderosas. Como no recibían, en general, el salario que correspondía a la importancia de su trabajo, era frecuente que se corrompieran para ganar más. Los Estados contribuyeron a la corrupción de los puestos, vendiéndolos a personas que quizá no tenían la preparación ni la responsabilidad para desempeñarlos.
Monarquías absolutas
Si el imperio fue el poder que regía a grupos de personas con diferencias regionales y culturales, la monarquía fue el poder nacional –por excelencia– de los Estados renacentistas que, a causa de su patriotismo, hallaron en la figura de un rey el ideal de toda la nación. El patriotismo y la necesidad de unirse para enfrentar a los enemigos externos determinó casi siempre la lealtad de los súbditos hacia su rey.
En el desarrollo de la monarquía absoluta durante el siglo XVI fue muy importante el renacimiento del Derecho Romano, que difundía la idea de que un príncipe reuniera en su persona todos los poderes y que velara por el respeto de la ley. También influyó la necesidad de contar con un árbitro –el rey– para mediar en las querellas que surgían entre los diferentes grupos sociales, sobre todo nobles y burgueses.
Aunque en el siglo XVI el absolutismo no fue tan definitivo como lo sería en el siglo XVII, el rey tenía en sus manos la soberanía para legislar, para administrar la justicia, para cobrar tributos, para nombrar funcionarios y para mantener un ejército privado. Su poder, sin embargo, estaba limitado por la ley del reino, por la religión, por la cantidad de funcionarios que administraban las diferentes jurisdicciones regionales y por la dificultad de las comunicaciones entre los territorios de la corona.
Los mejores ejemplos de la monarquía absoluta en el siglo XVI fueron Francia y España. Quizá más que en ningún otro país, los reyes franceses tuvieron un poder absoluto que estaba reconocido en el derecho y fundado en la creencia de que Dios les delegaba directamente el poder. Sólo tenían que responder ante él. Además de los atributos mencionados antes, el rey de Francia era el jefe religioso, convocaba a los concilios, custodiaba los bienes materiales de la Iglesia y la defendía en contra de las herejías.
En España, con el ascenso de Carlos V al poder, los reinos peninsulares y las colonias americanas se unieron dentro de un poder central, aunque algunas regiones conservaban sus características individuales y su organización propia. El proyecto imperial absolutista de Carlos V se fundaba en un triple principio: la ordenación mundial, la concordia entre los hombres y la defensa de la fe católica. Este último principio se convirtió, bajo el reinado de Felipe II, en el eje de la monarquía española, que, de haber sido europeísta y abierta, se volvió hermética a las dos grandes fuerzas que surgían en ese momento –el racionalismo filosófico y la burguesía capitalista– y se aisló del resto de Europa.
La guerra
La guerra en el siglo XVI fue una consecuencia natural del individualismo renacentista que empujaba al soberano de cada región a fortalecer su territorio para destacarlo sobre los demás, siempre y cuando tuviera el poderío económico y bélico que se lo permitiera. Con frecuencia, la diplomacia, invento de los venecianos del Quattrocento, era el instrumento empleado para debilitar a los países enemigos mediante funcionarios que residían en dichos países y que, además de informar a su soberano y negociar para él, eran espías, con redes de informantes, y promotores de causas subversivas. Estos diplomáticos debían tener la sangre fría para asegurar una cosa y hacer inmediatamente la contraria, y la astucia para asegurar el éxito de su misión.
Fue Carlos VIII de Francia quien, al invadir las regiones italianas a finales del siglo XV y principios del XVI, cambió la naturaleza de la guerra en Europa. La artillería francesa, por primera vez montada sobre vehículos móviles, disparó tal cantidad de cañonazos que fue destruyendo las murallas de los italianos. Éstos, para proteger sus fortalezas, comenzaron a recubrir sus muros con tierra para amortiguar los impactos de las balas de cañón y construyeron caminos parapetados en lo alto de los muros para facilitar el ataque y la huída. Los cañones, antes reservados al ataque urbano, se llevaron a los campos de batalla, lo que obligó al enemigo a abandonar sus posiciones protegidas y a quedar a merced de la infantería. También en esta época empezó la combinación de fuerzas (caballería, infantería y artillería) que caracteriza a la guerra moderna. Importantísima fue la adopción de armas de fuego manuales –como al arcabuz– que, por ser más fáciles de manejar y más eficientes en la batalla, fueron sustituyendo al arco y a la ballesta.
En el mar las cosas también cambiaron mucho. Mientras que la galera llegaba a su apogeo a principios del siglo XVI y ya no evolucionaría, el navío siguió mejorándose hasta el ocaso del siglo: se le agregaron mástiles y velas de varios tamaños y formas, lo que hacía segura la navegación incluso en tempestades. La galera era una embarcación abierta, con una plataforma más ancha en la parte superior, que apenas rebasaba la superficie del mar y que era adecuada para la navegación sin viento; llevaba a los soldados listos para el abordaje de otras naves y para la lucha cuerpo a cuerpo, y tenía pocas piezas de artillería. El navío, por el contrario, sobresalía mucho sobre el nivel del mar, tenía altos castillos en la popa y en la proa, llevaba muchas piezas de artillería de diferentes tamaños para disparar a distintas longitudes y estaba hecho para impedir el abordaje. Esta disposición de las embarcaciones cambió la naturaleza de la guerra naval: de ser una lucha de infantería sobre el mar (en las galeras), se pasó, con los navíos, mediante la agilidad de movimientos y el fuego de la artillería, a la eliminación del enemigo con todo y sus naves. Este hecho quedó demostrado con la derrota de la Armada Invencible (1588), cuando las galeras españolas fueron abatidas por el mal tiempo y por los cañonazos de los navíos ingleses.
Europa domina al mundo
La expansión europea
Después del fracaso de las Cruzadas, los europeos observaron cómo los árabes se expandían por el mundo. Para el siglo XV, los europeos ya habían pasado de atacantes en Oriente a defensores de sus territorios a causa de la amenaza de los turcos, la última y quizá la más peligrosa oleada del Islam. La rivalidad con los árabes pronto se convirtió para los europeos en acicate de su propia expansión: hallar rutas que por el este comunicaran directamente con Asia fue una prioridad para Europa en su afán de restar poder a los turcos, que se enriquecían con el comercio de productos orientales.
En esta tarea de expansión, el Príncipe Enrique de Portugal, apodado “El Navegante” por los historiadores ingleses, fue el precursor indiscutible. Desde la corte que había fundado en el rocoso promontorio de Sagres, a la que atrajo a los principales marinos, cartógrafos, astrónomos, fabricantes de barcos e inventores de instrumentos para la navegación de la época, patrocinó expediciones a la costa occidental de África que tenían inicialmente el objetivo de descubrir nuevos territorios. Con el tiempo, ese objetivo se transformó en la necesidad de encontrar un paso hacia la India por el sur del continente africano.
También el desarrollo de la tecnología durante el siglo XV permitió que los europeos se lanzaran a los océanos con éxito. El primer factor de importancia fue el estudio de la geografía y de la astronomía, que se aplicaron directamente a la navegación para que, una vez perdida de vista la costa, los navegantes pudieran saber en qué punto del océano se hallaban, según coordenadas que ya se podían calcular, y trazaran así su ruta. Otro factor esencial fue el mejor diseño de embarcaciones, que llegaron a ser más rápidas y maniobrables a finales del siglo XV, gracias, sobre todo, al perfeccionamiento de la carabela, que llevaron a cabo los portugueses después de haber estudiado las naves árabes. Casi todos los grandes descubrimientos de esta época y de principios del siglo XVI se hicieron a bordo de carabelas. El desarrollo de las armas de fuego fue el tercer factor determinante en la expansión europea. Cuando lograron superarse los problemas que planteaba el vaciado de los metales, la regulación de calibres y la fabricación de proyectiles hechos a base de metal, piezas de artillería se introdujeron en las embarcaciones –primero en los castillos y después en los costados de las naves– para apoyar el fuego de los ballesteros y los arcabuceros contra los ejércitos que estaban en la cubierta de las naves enemigas.
África
Hacia 1440 las exploraciones portuguesas en África comenzaron a dar frutos: oro y esclavos negros, que a veces eran instruidos para servir como intérpretes en expediciones posteriores. El comercio de esclavos se extendió rápidamente y por eso los portugueses construyeron un fuerte en la isla de Arguim, primera factoría comercial de los europeos fuera del su continente. Toda esta actividad exploratoria y comercial disminuyó muchísimo con la muerte (1460) de Enrique, “El Navegante”. Pero con el ascenso al trono de Juan II (1481), Portugal recobraría su brío explorador. Juan II emitió un decreto que prohibía a toda nave que no fuera portuguesa navegar por la costa de Guinea, so pena de acabar hundida o ser capturada, y ordenó la construcción (1482) de un segundo fuerte en Elmira, que sería la capital para las exploraciones y el comercio en África. Los descubrimientos hacia el sur continuaron hasta que en 1487 Bartolomé Díaz llegó más allá del Cabo de Buena Esperanza y preparó el camino para el increíble viaje que diez años después realizaría Vasco de Gama y que se coronaría con la llegada a la India en 1498.
África significó para los portugueses un medio para lograr su principal interés, el dominio de Asia, y quizá por eso nunca llegaron más allá de la franja costera. Se contentaron con establecer fuertes y factorías, y con tímidos intentos para evangelizar a una civilización (la negra) que sólo llegaron a conocer superficialmente. Las probables razones para este tipo peculiar de colonización fueron geográficas (el sol intenso y las altas temperaturas, las tempestades desérticas de arena, las enormes extensiones de espesa vegetación, las especies animales peligrosas) y culturales: el interés predominante de los europeos por el comercio, el intento de poner un cerco al Islam, la avaricia y la corrupción de los colonos europeos y la falta de interés, por parte de los misioneros, en las creencias de los nativos.
Asia
Los portugueses pronto se dieron cuenta de que el anunciado arribo de Cristóbal Colón a Oriente era un error y de que ellos debían persistir en su intento si querían ser los primeros en llegar de verdad a la India. Con ese propósito, prepararon la flota que comandaba Vasco de Gama. El viaje de Vasco de Gama fue el más largo hecho hasta entonces en alta mar por una embarcación europea, pues dio la vuelta al continente africano por el Cabo de Buena Esperanza, tocó después varios puertos africanos de la costa este y cruzó el Océano Índico hasta llegar a Calicut, diez meses después de haber zarpado de Lisboa.
Una vez hallada la ruta, los portugueses se dedicaron a elaborar un plan bien estructurado que incluía la construcción de fuertes y factorías en las costas de Malabar así como el envío anual de convoyes para mantener un flujo constante de mercancías a Europa y de tropas a Asia. No fue muy difícil para los portugueses, que contaban con mejores embarcaciones y armamento, deshacerse de sus rivales musulmanes en el Océano Índico. El encargado de llevar a cabo esta misión fue Alfonso de Albuquerque, quien, para 1510, dio un golpe decisivo a la resistencia árabe al tomar la ciudad de Goa, y, para 1511, el golpe final al tomar el puerto de Malaca, desde el cual podían interceptarse todas las flotas musulmanas que pasaran por la bahía de Bengala. Con el Océano Índico en su poder, los portugueses se lanzaron a China (llegaron en 1513) y establecieron desde Macao una enorme red comercial que abarcaba Asia y Europa.
En los fuertes, los oficiales europeos no intervenían en asuntos ajenos a sus deberes militares y las comunidades hindúes y musulmanas eran gobernadas por sus propios soberanos. Es curioso que, a pesar de que tenían una técnica superior y ejércitos mejor preparados, los portugueses nunca intentaron, como tampoco lo hicieron en África, conquistar Asia. Pero si no intentaron conquistarla tampoco la convirtieron al modo de vida europeo, porque en este caso resultó ser mayor el obstáculo cultural: mientras que el ideal de vida europeo se encarnaba en la lucha, la acción, la idea de progreso, el cambio y la búsqueda de lo novedoso, los orientales despreciaban el esfuerzo, reverenciaban la tradición, desconfiaban de lo nuevo y tenían un enorme respeto por las fuerzas naturales exteriores al ser humano.
América
Aunque el Príncipe portugués Enrique, “El Navegante”, no sólo había patrocinado expediciones a África con la India en mente como fin último, sino que además había apoyado viajes por el Atlántico hacia el oeste que, si no llegaron más allá de las islas Azores, plantearon la posibilidad de descubrir nuevos territorios, el descubrimiento de América le estaba reservado a ese escrupuloso y exacto navegante que había pasado ocho años en diferentes cortes haciendo gestiones para ver realizado su sueño de viajar a Las Indias: Cristóbal Colón. Su viaje de ida contó con el favor de los elementos y, por eso, después de treinta y tres días de navegación tranquila, tocó tierra en el actual territorio de Bahamas; pensó que San Salvador era una isla exterior del archipiélago que formaba Japón, pero los sucesivos viajes de él y de otros navegantes pusieron en duda que los territorios descubiertos fueran parte de Asia. Cansados de un proyecto que no producía ventajas comerciales y sí problemas de administración, los Reyes Católicos retiraron su apoyo a Colón, que murió en 1506 frustrado, aunque con bastantes riquezas.
Más tarde, entre 1499 y 1501, Américo Vespucio realizó dos viajes en los que descubrió la mayor parte de la costa atlántica de la América del Sur y se dio cuenta de la continuidad de un territorio que indicaba la existencia de un vasto continente. La importancia de este descubrimiento fue la causa de que con el nombre de Américo se bautizara al continente.
Fue más o menos hasta 1520 cuando los viajes de los exploradores completaron el panorama del planeta para los europeos. En las tres décadas siguientes, no contentos con saber cómo estaba formado el planeta, los europeos se dedicaron a establecerse en los “nuevos” territorios y a explotarlos en su beneficio. La rapidez con que los soldados españoles se apoderaron de los territorios americanos no se debió únicamente a la superioridad de su tecnología, sino a su habilidad para aprovechar las debilidades de los indígenas y para crear alianzas con los grupos sometidos. La habilidad mostrada por Hernán Cortés durante la conquista de México para mantener unidos a sus hombres, para salvar todos los obstáculos prácticos que se le presentaron y para obtener el apoyo de los mismos indios en su lucha contra los aztecas fue después imitada, aunque con menos éxito, por otros conquistadores, entre los que destacó Francisco Pizarro en el Perú.
El Imperio Otomano
En todo este impresionante movimiento de expansión, sólo los turcos constituyeron un obstáculo y un peligro para los europeos. Con una fuerza que había comenzado a manifestarse desde mucho tiempo antes, los turcos consolidaron, durante el siglo XVI, sus posesiones en África del Norte, en Asia y aun en Europa. Solimán I, “El Magnífico”, guió a su pueblo a un apogeo que, en la primera mitad del siglo XVI, llegó a abarcar entre sus dominios el Mediterráneo entero. Cada año salían de Constantinopla flotas turcas que ejercían la piratería en el mar y asolaban cuantas poblaciones quedaban a su paso. Sobre todo España se vio afectada durante esta época al ver mermados con frecuencia los suministros de alimentos, mercancías y tributos que le llegaban principalmente de Italia.
Arte y pensamiento
El arte renacentista
Esencialmente laico y vinculado a la vida cotidiana, el arte del Renacimiento buscó la exaltación de todos los sentidos. Como surgía de un nuevo sentimiento y de una nueva percepción de la forma, adquirió el aspecto de los modelos clásicos. El tema principal era el ser humano, cuya belleza física fue destacada en grandes dimensiones y en formas atléticas, incluso cuando se trataba de representar a Dios, a las vírgenes y a los santos. Las formas angulares del Gótico fueron sustituidas por otras redondeadas que evocaban sensualmente la plenitud de los frutos maduros y las carnes opulentas. Era un arte que tenía como fin último la creación de un mundo superior y perfecto que exaltara la dignidad humana y por eso se basó en la razón, buscó la armonía como un sistema de proporciones y perspectivas, y aspiró a ser percibido como un todo lógico, es decir, ordenado, simétrico y regular, en donde el espacio era adaptado a las necesidades humanas.
El nuevo arte apareció abruptamente en la ciudad italiana de Florencia, hacia 1425, cuando el genial joven Masaccio (Tomasso Guidi) pintaba en la capilla de Santa Maria Novella unos frescos vigorosos sobre la Trinidad en los que mostraba, por primera vez desde la antigüedad, nuevos objetivos artísticos al plasmar un espacio tridimensional sobre la superficie plana mediante el uso de la perspectiva matemática, técnica recién descubierta. Por medio de la perspectiva, las figuras pintadas en tamaño real convergen en el espacio desde el cual se sitúa el observador.
Hacia 1500, cuando Leonardo Da Vinci tenía 48 años, Miguel Ángel Buonarotti, 25, y Rafael Sanzio, 17, los artistas italianos habían desarrollado ya una serie de estilos armoniosos que maravillaban y admiraban a toda Europa, estilos que derivaron de la aceptación, por parte de los patronos y los artistas, de los valores clásicos, puestos a su alcance por el movimiento humanista. Fue esta ejemplificación de los ideales humanistas a través del arte lo que provocó que el Renacimiento fuera atractivo para el resto de Europa, no por su influencia griega y romana, sino porque estaba exquisitamente adaptado a la idealización de la belleza humana y al embellecimiento de la vida pública y privada.
Fuera de Italia, el Renacimiento se desarrolló de manera desigual y en concordia con las características propias de cada país. En Alemania, por ejemplo, aunque no existía una tradición basada en los modelos clásicos como la italiana, la obra de Alberto Durero fue a la vez la excepción y la culminación del arte renacentista. Su contacto con el arte italiano ocurrió en los dos viajes que realizó a Italia en 1494-95 y 1505-07. Los contemporáneos de Durero, sin embargo, no pueden situarse dentro del Renacimiento. Matthias Grünewald, que ha sido descrito como el «maestro de la pintura anti-clásica», hizo énfasis en el poder expresivo del color, más que en las técnicas empleadas por los artistas italianos. También Lucas Cranach, “El Viejo”, Albrecht Altdorfer y Wolfgang Huber partieron del color en su búsqueda de la expresión pictórica.
En Francia, el Renacimiento pasó por varias etapas que se denominarían con los nombres de sus reyes. La primera etapa ocurrió durante el reinado de Francisco I y se caracterizó por la aparición de formas decorativas renacentistas situadas en la estructura del Gótico medieval. Ejemplo de este estilo es el castillo de Blois. A partir de la segunda mitad del siglo XVI, los detalles arquitectónicos propios del Medioevo fueron desapareciendo para dar lugar, ya a finales del siglo, a edificios que se caracterizaban por la simetría de todas sus partes y por los adornos escultóricos esparcidos por sus fachadas.
España también conoció varios períodos en su arte renacentista. El primero, que apareció en la primera mitad del siglo XVI, fue el plateresco, llamado así por la semejanza entre su finísima decoración y la de los orfebres. También en esta época se dio a conocer el estilo grecorromano o clasicista puro, que, desde sus inicios buscó el regreso a la forma pura. Ya en la segunda mitad del siglo, surgió el estilo herreriano o escurialense, que se caracterizaba por la línea diáfana y su austera desnudez. Y, por último, el estilo renacentista-mudéjar, que al mezclar rasgos árabes y europeos, creó una fisonomía inconfundiblemente española.
Mentalidad y formación en el Renacimiento
Pensando que tenía la capacidad para dominar todas las fuerzas de la naturaleza, el pensamiento renacentista puso al ser humano en el centro del universo. Pero si el hombre tenía la capacidad para dominar algunas cosas, algunas otras se le oponían. Por esa razón, el Renacimiento logró fundar una estética y una política plenamente humanas, pero no llegó a formular un sistema moral desvinculado de los presupuestos metafísico-religiosos. Esto quebró el propósito de conjunto que pretendía la cosmovisión renacentista y dejó la necesidad de encontrar la justificación de la vida humana y de la unidad subyacente a todas las formas de vida. Esa justificación sólo pudieron hallarla los hombres de esta época en la antigua noción de la Providencia trascendente, que vinculaba a la ética con la teología, pues la ciencia todavía estaba dominada por los puntos de vista medievales.
Al mismo tiempo que se despertaba un vivo interés por la naturaleza, a la que se planeó estudiar según un método basado en la observación y en la experimentación de los fenómenos naturales, se intensificaba un estudio de los textos platónicos que provocó una concepción mística de la naturaleza, manifestada, primeramente, a través de las matemáticas y más tarde en el cultivo generalizado de la magia natural. Las matemáticas permitieron una interpretación de la realidad que lo mismo abarcaba investigaciones científicas en el sentido actual que toda forma de ocultismo: desde el análisis cabalístico de las Sagradas Escrituras hasta el desarrollo de las proporciones armónicas que ofrecían “lecturas” de los misterios naturales. En las obras de los principales autores del siglo XVI, se encuentran entreveradas estas paradójicas explicaciones, que mezclan lo místico con lo científico para armonizar todo en una visión que incluía las fuerzas de la naturaleza con el sentido de la vida humana y con Dios.
Los hombres del siglo XVI vivían en un estado permanente de apertura hacia el milagro. Creían que los animales tenían capacidades para prever acontecimientos futuros y que las estatuas, mediante la modificación de sus propiedades materiales, podían anunciar hechos por venir. También creían en la realidad de la hechicería como causa de las enfermedades desconocidas, la alteración de ciertos fenómenos naturales y las pasiones amorosas, lo que dio como resultado la formación de tribunales especiales para juzgar a las brujas y la matanza de muchas personas inocentes.
La renovación cultural que impulsaron los humanistas del Renacimiento buscaba cambiar radicalmente a los seres humanos y por eso se preocuparon mucho por la educación. En algunas universidades europeas comenzó a llevarse a cabo una crítica de los textos científicos de la antigüedad que beneficiaría por igual a la filología y a la física del movimiento. Las facultades tradicionales como Derecho, Medicina y Teología siguieron funcionando, pero, a su lado, se abrieron otras dedicadas específicamente al estudio de las humanidades. En ellas, los maestros transmitían mucha pasión por el estudio a sus alumnos y éstos podían invertir más de diez horas diarias en un intenso trabajo intelectual que combinaba la asistencia a clases con el estudio, la lectura y la composición de textos en verso y prosa. Los estudios duraban seis años, al cabo de los cuales los alumnos defendían públicamente sus tesis para obtener el grado de doctores.
Uno de los principales frutos del nuevo modo de pensar fue el surgimiento, durante el siglo XVI, de una sociología que comenzó a describir y clasificar los fenómenos políticos y sociales mediante el establecimiento de las relaciones constantes y de los factores que determinaban su mutua transformación. Nicolás Maquiavelo, por ejemplo, buscó en sus obras la solución para los problemas de inestabilidad que aquejaban a Italia y que la hacían vulnerable al extranjero. Pretendió hallar las “leyes” que rigen el destino de los Estados. El humanista inglés Tomás Moro intentó mostrar, en su libro Utopía, cómo debía estructurarse una sociedad justa que promoviera la felicidad de sus pobladores. Partiendo de hechos históricos y geográficos casi universales, el escritor francés Juan Bodino delineó en su libro La República una teoría política que describía las formas de gobierno, la organización de la república y la manera en que debería funcionar la ley; inventó el método comparativo y la política experimental.
Esa aspiración a conocer y modificar la sociedad, ese «refugio en la utopía», partía de la idea –válida hasta nuestro siglo XXI– de que los valores promovidos por la sociedad estaban socavando la entereza moral de los seres humanos y su anhelo de una vida feliz.