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2. CONDICIONES

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La filosofía comenzó; no existe en todas las configuraciones históricas; su modo de ser es la discontinuidad en el tiempo y en el espacio. Es preciso suponer, pues, que exige condiciones particulares. Si se mide la distancia entre las ciudades griegas, las monarquías absolutas del Occidente clásico, las sociedades burguesas y parlamentarias, se revela de inmediato que toda esperanza de determinar las condiciones de la filosofía solo a partir del basamento objetivo de las “formaciones sociales” o hasta de los grandes discursos ideológicos, religiosos o míticos, está condenada al fracaso. Las condiciones de la filosofía son transversales, son procedimientos uniformes, reconocibles a larga distancia, y cuya relación con el pensamiento es relativamente invariante. El nombre de esa invariancia está claro: se trata del nombre “verdad”. Los procedimientos que condicionan a la filosofía son los procedimientos de verdad, identificables como tales en su recurrencia. Ya no podemos creer en los relatos con los cuales un grupo humano da a su origen o su destino carácter de encantamiento. Sabemos que el Olimpo es nada más que una colina, que el Cielo solo está ocupado por hidrógeno o helio. Pero que la serie de números primos sea ilimitada se demuestra hoy exactamente igual que en los Elementos de Euclides, que Fidias sea un gran escultor está fuera de dudas, que la democracia ateniense sea una invención política cuyo tema sigue ocupándonos y que el amor indica la ocurrencia de un Dos en el que el sujeto está transido lo comprendemos leyendo a Safo o a Platón, tanto como leyendo a Corneille o a Beckett.

Sin embargo, nada de esto ha existido desde siempre. Hay sociedades sin matemáticas, otras cuyo “arte”, coalescente con funciones sagradas obsoletas, nos es opaco, otras en las que el amor está ausente o es indecible, otras, por último, en las que el despotismo no cedió nunca a la invención política o ni siquiera toleró que esta fuese pensable. Menos aún, estos procedimientos jamás existieron juntos. Si Grecia vio nacer la filosofía no fue, ciertamente, porque mantuviera lo Sagrado en la fuente mítica del poema, o porque el velamiento de la Presencia le fuera familiar, al estilo de una declaración esotérica sobre el Ser. Muchas otras civilizaciones antiguas procedieron al depósito sacral del ser en el proferimiento poético. La singularidad de Grecia está más bien en haber interrumpido el relato de los orígenes mediante palabras laicas y abstractas, en haber mellado el prestigio del poema mediante el del matema, en haber concebido la Ciudad como un poder abierto, disputado, vacante, y en haber llevado a la escena pública las tormentas de la pasión.

La primera configuración filosófica que se propone disponer esos procedimientos, el conjunto de esos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así en el pensamiento su calidad de composibles, es la que lleva el nombre de Platón. “Que ninguno entre aquí si no es geómetra”, prescribe el matema como condición de la filosofía. La cesantía dolorosa de los poetas, desterrados de la ciudad por causa de imitación –entendamos: de captura demasiado sensible de la Idea–, indica a la vez que el poema está en cuestión y que es preciso confrontarlo con la ineluctable interrupción del relato. Del amor, El banquete o el Fedón presentan su articulación con la verdad en textos insuperables. La invención política es por fin argumentada como la textura misma del pensamiento: al final del libro 9 de la República, Platón indica expresamente que su Ciudad ideal no es ni un programa ni una realidad, que el problema de saber si existe o puede existir es indiferente, y que por lo tanto no se trata aquí de política, sino de la política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las que no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible.

Plantearemos, pues, que hay cuatro condiciones de la filosofía, y que la falta de una sola de ellas acarrearía su disipación, así como la emergencia de su conjunto ha condicionado su aparición. Estas condiciones son: el matema, el poema, la invención política y el amor. Llamaremos a estas condiciones procedimientos genéricos, por razones sobre las cuales volveré más adelante y que son el eje de El ser y el acontecimiento. Estas mismas razones establecen que los cuatro tipos de procedimientos genéricos especifican y clasifican, al día de hoy, todos los procedimientos susceptibles de producir verdades (no hay más verdad que la científica, artística, política o amorosa). Así pues, podemos decir que la filosofía tiene por condición la existencia de verdades en cada uno de los órdenes en los que estas son acreditables.

Nos topamos entonces con dos problemas. En primer lugar, si la filosofía tiene por condiciones los procedimientos de verdad, esto significa que por sí misma ella no produce verdades. De hecho, esta situación es bien conocida; ¿quién puede citar un solo enunciado filosófico del que tenga sentido decir que es “verdadero”? Pero entonces, ¿cuál es exactamente la apuesta de la filosofía? Segundo, asumimos que la filosofía es “una”, por lo mismo que es lícito hablar de “la” filosofía, de reconocer un texto como filosófico. ¿Qué relación mantiene esa presunta unidad con la pluralidad de condiciones? ¿Cómo es ese nudo del cuatro (los procedimientos genéricos: matema, poema, invención política y amor) y del uno (la filosofía)? Voy a mostrar que estos dos problemas tienen una respuesta única, contenida en la definición de la filosofía, representada aquí como veracidad inefectiva bajo condición de efectividad de lo verdadero.

Los procedimientos de verdad, o procedimientos genéricos, se distinguen de la acumulación de saberes por su origen acontecimental. Mientras no sucede nada, salvo lo que es conforme con las reglas de un estado de cosas, puede haber, sin duda, conocimiento, enunciados correctos, saber acumulado; no puede haber verdad. Una verdad tiene de paradójico el hecho de que es, a la vez, una novedad, por lo tanto, algo raro, excepcional, y de que, en lo relativo al ser mismo de lo que ella es verdad, es también lo más estable que hay, lo más cercano, ontológicamente hablando, al estado de cosas inicial. El tratamiento de esta paradoja exige extensos desarrollos, pero lo que está claro es que el origen de una verdad es del orden del acontecimiento.

Llamemos “situación”, para decirlo rápidamente, a un estado de cosas, a un múltiple presentado cualquiera. Para que se despliegue un procedimiento de verdad relativo a dicha situación, es preciso que un acontecimiento puro la suplemente. Este suplemento no es nombrable ni representable mediante los recursos de la situación (su estructura, la lengua establecida que nombra sus términos, etc.). Se inscribe mediante una nominación singular, la puesta en juego de un significante de más. Y son los efectos que tiene en la situación esta puesta en juego de un nombre-de-más, los que van a tramar un procedimiento genérico y a disponer el suspenso de una verdad de la situación. Porque al comienzo, en la situación, si ningún acontecimiento la suplementa, no hay ninguna verdad. No hay más que lo que yo llamo vericidad. Para todos los enunciados verídicos, en diagonal, agujereándolos, existe la posibilidad de que advenga una verdad desde el momento en que un acontecimiento ha encontrado su nombre supernumerario.

La apuesta específica de la filosofía es proponer un espacio conceptual unificado en el que se instalen las nominaciones de acontecimientos que sirven de punto de partida para los procedimientos de verdad. La filosofía busca reunir todos los nombres-de-más. Ella trata, en el pensamiento, del carácter composible de los procedimientos que la condicionan. La filosofía no establece ninguna verdad, sino que dispone un lugar de las verdades. Ella configura los procedimientos genéricos mediante una acogida, un cobijo edificado teniendo en vista su heterogénea simultaneidad. La filosofía se propone pensar su tiempo mediante la puesta-en-lugar-común del estado de los procedimientos que la condicionan. Sus operadores, cualesquiera que sean, apuntan siempre a pensar “juntos”, a configurar, en un ejercicio de pensamiento único, la disposición epocal del matema, del poema, de la invención política y del amor (o estatuto acontecimental del Dos). En este sentido, la única cuestión de la filosofía es cabalmente la de la verdad, no porque ella produzca alguna, sino porque propone un modo de acceso a la unidad de un momento de las verdades, un sitio conceptual en el que se reflejen como composibles los procedimientos genéricos.

Desde luego, los operadores filosóficos no deben ser entendidos como sumas, como totalizaciones. El carácter acontecimental y heterogéneo de los cuatro tipos de procedimientos de verdad excluye por completo su alineamiento enciclopédico. La enciclopedia es una dimensión del saber, no de la verdad, la cual constituye un agujero en el saber. Ni siquiera es siempre necesario que la filosofía mencione los enunciados, o estados locales, de los procedimientos genéricos. Los conceptos filosóficos traman un espacio general en el cual el pensamiento accede al tiempo, a su tiempo, en la medida en que los procedimientos de verdad de ese tiempo encuentren allí el cobijo de su composibilidad. La metáfora adecuada no es, en consecuencia, del registro de la suma, tampoco de la reflexión sistemática. Es más bien la de una libertad de circulación, de un mover-se del pensamiento en el elemento articulado de un estado de sus condiciones. En el marco conceptual de la filosofía, figuras locales tan intrínsecamente heterogéneas como pueden serlo las del poema, el matema, la invención política y el amor son referidas, o referibles, a la singularidad del tiempo. La filosofía pronuncia, no la verdad, sino la coyuntura, es decir, la conjunción pensable de las verdades.

Dado que la filosofía es un ejercicio del pensamiento sobre la brecha del tiempo, una torsión reflexiva sobre aquello que la condiciona, casi siempre se sostiene en condiciones precarias, nacientes. Se instituye en la periferia de la nominación interviniente por la cual un acontecimiento desencadena un procedimiento genérico. Lo que condiciona a una gran filosofía, muy lejos de los saberes instituidos y consolidados, son las crisis, los avances y las paradojas de la matemática, los estremecimientos en la lengua poética, las revoluciones y provocaciones de la política inventada, las vacilaciones de la relación entre los dos sexos. Anticipando en parte el espacio de acogida y cobijo en el pensamiento para estos frágiles procedimientos, disponiendo como composibles trayectorias cuya simple posibilidad no está aún firmemente establecida, la filosofía agrava los problemas. Heidegger tiene razón cuando escribe que “es la tarea auténtica de la filosofía agravar, sobrecargar el ser-ahí (entonces historial)”, porque “la agravación es una de las condiciones fundamentales decisivas para el nacimiento de todo lo que es grande”. Si dejamos incluso de lado los equívocos de la “grandeza”, convendremos en decir que, con su concepto de lo composible, la filosofía sobrecarga lo posible de las verdades. Pues su función “agravante” es disponer los procedimientos genéricos en la dimensión, no del pensamiento propio de tales procedimientos, sino de su historicidad conjunta.

A la luz de su sistema de condiciones, cuyo heterogéneo devenir ella configura construyendo un espacio de los pensamientos del tiempo, la filosofía sirve de pasaje entre la efectividad procedimental de las verdades y la libre cuestión de su ser temporal.

Manifiesto por la filosofía

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