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Los Irreales

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Manuel Belgrano avanza sin saber que de entre los huecos de septiembre el 24 habrá de ser el más beligerante. Avanza sin imaginar la confusión, sus propias órdenes contrariadas, la polvareda… Avanza rechazando oficio tras oficio del Triunvirato de Buenos Aires, de retirarse a Córdoba; de abandonar las Provincias del Norte a su suerte, al dominio de las huestes godas.

En Tucumán, habrá de ver a los vecinos, a los reclutas voluntariosos, soldadesca rejuntada; verá sus caballos pertrechados con guardamontes de cuero endurecido. Escuchará las palabras de coraje y los modos aindiados de algunos hombres hechos a sí mismos y se confirmará en su desobediencia. Hablará con Balcarce, López, Aráoz de Lamadrid y con Los Decididos. Y envalentonado por el temblor del miedo y del valor juntos, contravendrá a Pueyrredón, de Buenos Aires.

Lo está esperando la neblina del 24; lo aguarda el no saber qué ocurrió con las alas de su ejército. Todavía ignora que se cruzará en medio de la contienda con sus hombres: qué pasó, qué sabe usted, oficial, se preguntarán de caballo a caballo en medio de esa bruma inusitada, a las ocho del comienzo, en medio de esa mañana transida de humo que huele y asfixia, neblina del norte, tiempo de hostilidades, pajonal de incendio. Todavía ignora que habrá de ver a Gregorio Aráoz de Lamadrid aprovechando los ventarrones del sur para avivar el fuego, en el entrevero de filtro cegador y fantasmal de los pastos bamboleantes. Será la llamarada que él mismo ha ordenado ondear el día anterior, inventándola para desconcertar al enemigo, el más real que tuvieran estas tierras, esos tiempos. Al general Belgrano y a sus hombres se les atraviesa la palabra realista incrustada en esos pueblos apenas tangibles y querrán borrar del horizonte tucumano a ese paredón uniformado, a esa infantería de chaquetones y correajes que se cierne sobre ellos. Mucho antes del 24 de septiembre han estado al tanto de que el ejército godo, pisándoles los talones, arribó a Jujuy y no encontró más que vacío de resplandores y cenizas, el único rastro posible que le han dejado ellos, Belgrano y la muchedumbre paciente en éxodo que arreaba sus animales, cargando sus enseres…

El 24, ese hueco entre los días de septiembre de 1812, ya en Tucumán, querrán no haber visto a ese Real que avanza de inexorable uniforme rojo y azul, armado hasta los dientes, como debe ser, como corresponde a un ejército que se precie de invasor, de verdadero, de cuatro mil hombres.

Pero antes se habrán preguntado cuántas armas tenemos —dos mil hombres mal armados—, cuántas municiones, cuántas bayonetas —sin bayonetas, general, solo esas lanzas y esas otras hechas de cuchillos atados—…

No sabe aún que ese día habrá de entender por qué lo subvierte no tanto los Realistas como esa palabra: incongruente, impropia de estas tierras, de esta humanidad nacida de padres españoles pero acriollada, diferenciada a fuerza de pisar tierras diversas. Cómo habrían de convertirse los criollos, al noroeste de Buenos Aires, en Realistas, llamarse realistas…, se ha preguntado en las noches insomnes tucumanas. Dónde está el bastimento que hace a un ejército notorio, adherido a la realidad de los días, sin fantaseo de victoria. Dígame, general, recuerda que le ha preguntado Gregorio Aráoz de Lamadrid mientras contaba los pertrechos. Y es entonces cuando habrá de echar mano —en ese instante lo decide— de los incontables que le sugieren los vecinos: patria, voluntad, valor, entusiasmo…, palabras…, palabras que van y van en los oficios que envía por los caminos polvorientos al Triunvirato de Buenos Aires. Palabras inmiscuidas entre las cuentas que no resultan, que indican a las claras a los de Buenos Aires que no habrán de vencer, que no están los cañones ni la pericia de las guerras napoleónicas necesarias para vencer. Desentiéndase, le dice el Triunvirato, delegue esas tierras para los Realistas; déjelas, es una orden. Intransigente, obcecado ya en delirio tucumano, insensato por los campos de Dios, atesta de palabras los oficios que los chasquis a caballo transportan a la Asamblea General constituida, reconstituida, vuelta a constituir.

Ha avanzado quién sabe desde qué día de su vida hacia el día de las langostas, hasta el día en que las escuchará estrellarse contra los guardamontes, que creará la ilusión estridente de disparos; jamás imaginaron siquiera los Realistas encontrar tan fuertemente armada a esta chusma sin bandera, tal estruendo, tal poderío. Mal pensó el brigadier Pío Tristán. Quién hubiera conjeturado que los godos se creerían alcanzados por miles de balazos en medio del humo caliginoso. Quién hubiera imaginado a la soldadesca de Irreales, con sus contornos difusos, con andrajos más que ropas, suponiéndose inmortales por la misma descarga, plaga de saltones pétreos, contra sus cuerpos, sus caras, sus guardamontes convertidos en cajas de resonancia inverosímil. Qué nos ha vuelto inmunes, general. Qué somos, qué somos, Dios mío, Virgencita de las Mercedes.

Quién hubiera imaginado que los Irreales atacarían llevando como aliada a una plaga de langostas. ¡Adelante!, casi ciegos, casi perdidos, pero aullando como si la indiada se les hubiera metido dentro de la sangre acriollada. Y quién conjeturó que habrían de avanzar con el rugido como boca de fuego, con lanzas emulando a los aborígenes, con el estruendo contra los guardamontes, haciendo de salva de metralla, con la voluntad, con la astucia, la desesperación y que cercenarían por el medio a ese frente uniformado, a esa maldición hecha cuerpo que avanzaba como la evocación empecinada de una falta.

Y después de unas horas…

—Hemos vencido, general.

—Qué han vencido, dónde, qué ala…

—Vencimos a los que teníamos adelante, al frente. Los pasamos por encima, los traspasamos como si no fueran nada, como si no fueran Reales, y fuimos al corazón de sus tesoros, fuimos al centro que les latía de hierro, de cañones, de oro de Potosí, de municiones, de medicinas, de alimentos. Tocamos toda su realidad avituallada, los despojamos de lo único que los hacía más reales que nosotros.

—Atravesamos esa pared roja y azul que nos teñía el horizonte y les arrancamos su valía. Y nosotros resultamos ahora más reales. Y ellos quedaron ahí rodando, confusos en sus uniformes manchados de tizne, de humareda, de langostas muertas. Ellos, tan Realistas, se fueron desvaneciendo y retrocediendo, huyendo livianos, con escaso peso que llevar, ahumados de neblina.

Ninguna plaga que se precie en esos años de 1812 se habría hecho anunciar ni tampoco habría de permitir ver con claridad el resultado. El ala izquierda, preguntó Belgrano. Y galopó hasta el ala izquierda. El ala derecha, quiso saber, increpó a Balcarce, a Díaz Vélez. Y galopó subido a sus dolores de viva la patria; qué patria, se preguntaban; qué patria, señor. Vamos, volvamos a la ciudad…

El realista Pío Tristán se hizo estampa rearmándose como un mal fantasma en pesadilla de toda una ciudad. Y mandó decir: «Ríndanse o incendiaremos la ciudad, mataremos a los rehenes». Las misivas transportadas por las bocas de los mensajeros, por sus manos tiznadas, de ida y de vuelta en la penumbra de los caminos de 1812.

Y no era tan fuerte Pío Tristán ni tan uniformado ni tan esmirriado cuando surgió de entre las sombras. Todos pudieron ver contra el horizonte al espectro perseguidor desde el Perú cuando surgió para replegarse lentamente, sin luchar, sin rendirse, perpetrando en su imaginación otra batalla de resarcimiento más al norte, en Jujuy o en Salta.

Es la perplejidad que sobrevuela a vencedores y vencidos. El pastizal humoso a lo lejos, y sobre la tierra tapizada de langostas muertas, se ve al criollo Manuel Belgrano, abogado y general, junto a sus insólitos guerreros.

Los irreales

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