Читать книгу El Papa y el filósofo - Alberto Méthol Ferré - Страница 6

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1. Viejos y nuevos enemigos

El colapso del comunismo: Brzezinski, Fukuyama, Huntington – Las consecuencias en la izquierda latinoamericana: Castañeda, Harnecker – El retorno de los movimientos nacional-populares – La Iglesia frente a la deslegitimación del ateísmo mesiánico y la crisis histórica del marxismo – Primeros signos del surgimiento de un nuevo enemigo – La dialéctica amigo-enemigo – Época nueva, adversario nuevo – Primeros momentos de desconcierto

–Juan Pablo II había convocado a una nueva conferencia general del Episcopado Latinoamericano, confirmada luego por su sucesor, Benedicto XVI. Es la quinta en medio siglo, la primera de este nuevo milenio. La última reunión general fue en 1992, en Santo Domingo,[30] demasiado cercana al evento crucial de 1989, el colapso del comunismo, que simboliza justamente un verdadero cambio de época para el mundo y para América Latina. Ahora, diecisiete años después de la Conferencia de Aparecida, observamos con mayor distancia ese momento y podemos apreciar mejor su alcance y sus efectos. Comencemos hablando de la importancia que tuvo en esta parte del mundo.

–El colapso del comunismo provocó un cambio radical en el escenario bipolar Estados Unidos-Unión Soviética, consolidado en el medio siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Con la caída del muro de Berlín, cayó también su lógica implícita; había que replantear todo: relaciones internacionales, sistemas de pensamiento, relaciones entre los estados. Este hecho produjo un cambio total, una ruptura con los esquemas intelectuales del mundo conocido.

La crisis exigía de cada actor en juego en la historia un nuevo posicionamiento, establecer nuevas relaciones. Nadie podía suponer cómo sería el mundo que sucedería al conocido hasta entonces. No lo podían saber ni los Bush, ni los Koll, ni los Deng, no lo podían saber tampoco los demás líderes de Occidente. Todo era oscuro; sólo se podían formular suposiciones, y así fue: se superponían hipótesis, se lanzaban análisis precarios en el torbellino de la discusión planetaria. La única previsión segura era que las lógicas que surgían, las nuevas síntesis, el nuevo escenario –si queremos mantener la figura teatral–, tardarían unos cuantos años antes de adquirir un perfil determinado.

La Conferencia de Santo Domingo (1992) se encontraba, en aquel momento, con la destrucción provocada por ese terremoto, con los restos de la caída aún calientes y humeantes; ella misma –la IV Conferencia General de los obispos– pertenecía en parte a algo que se estaba extinguiendo; era un observatorio desde el que no se podía ver bien lo que estaba pasando, y mucho menos tener una inteligencia histórica de gran perspectiva.

La Conferencia de Santo Domingo entraba todavía dentro del esquema de la anterior Conferencia de Puebla, buscando complementarla. Por lo tanto, no estaban dadas las condiciones para un pensamiento nuevo que asimilara el cambio en curso: estaba condenada al anacronismo. Mientras los obispos se reunían en la capital de la República Dominicana, el estrépito de la caída no se había aplacado, la polvareda todavía confundía la visión.

–¿Lo que usted está diciendo es que la conferencia fracasó?

–Estoy diciendo que en 1992, a tres años de los eventos cruciales de 1989, era imposible alcanzar una comprensión intelectual de cierto peso; apenas había pasado un año de la desaparición de la Unión Soviética; nadie podía aprehender qué nuevas lógicas surgirían, o sólo muy hipotéticamente, sin evidencias o con evidencias de escaso fundamento.

En este sentido no se puede echar culpas a los obispos y a los laicos reunidos en la capital dominicana; en el momento en que ellos celebraban los quinientos años del descubrimiento de América[31] se estaba produciendo otro gran giro en la historia y la onda anómala, el tsunami, todavía no había pasado sobre el continente.

–¿Usted había previsto el fin del comunismo?

–Como muchos otros, era consciente de las debilidades intrínsecas del socialismo real en el plano histórico y del marxismo en el plano teórico, filosófico si queremos. Hacia fines de ese mismo año, 1989, hablando sobre las revoluciones modernas en un encuentro del CELAM –era exactamente el mes de octubre y el proceso que terminaría con la caída del muro de Berlín no había llegado todavía a su epílogo– dije que el marxismo tenía la pretensión de ser el epicentro que monopolizaba y superaba el mito de la Revolución Francesa, pero que no lograba trascender su condición última de utopía. Su pretendida “cientificidad” como método para la realización de la utopía no conducía a un resultado relevante, de modo que el comunismo quedaba, cada vez más, librado a la suerte de revisionismos bizarros. En los obreros polacos que plantaban la cruz en las canteras de Danzig veía, entonces, una profunda deslegitimación del socialismo en su núcleo científico más íntimo. Quedaba la utopía, pero como un sustituto religioso, que en su condición de sustituto no se podía realizar y por lo tanto no tenía capacidad para convencer porque carecía de un verdadero poder transformador.[32]

En mi conciencia, la revolución marxista había perdido su sentido. Más que nunca, me parecía que la única posible revolución real era la de Jesucristo en la historia; la Iglesia, de hecho, podía por fin reapropiarse de la palabra “revolución” refiriéndola a Jesucristo.[33]

–Tampoco los críticos más notorios llegaron a prever el colapso del socialismo real.

–Nadie podía prever con precisión matemática una caída de la importancia que tuvo la de 1989. Hubo quien se dio cuenta de que el comunismo tenía los días contados, eso sí. En 1970 el estadounidense Zbigniew Brzezinski sostenía como hipótesis que Estados Unidos había entrado en una nueva era, dirigiendo y hegemonizando la mayor parte del mundo, y esto explicaba tanto sus problemas como sus promesas, mientras que la Unión Soviética tendía a continuar empantanada en la primera etapa de su desarrollo industrial.[34] En un libro posterior, de 1986, Brzezinski argumentaba que Estados Unidos hubiera podido imponerse, incluso pacíficamente, durante la Guerra Fría, fundamentalmente por la debilidad interna del sistema soviético. En 1989, en El gran fracaso. Nacimiento y muerte del comunismo en el siglo XX,[35] sugería –ya en el título– que el comunismo había agotado su fuerza propulsiva y que el mundo estaba entrando en la fase poscomunista de la historia. Brzezinski terminó de escribir el libro en agosto de 1988, por lo menos seis meses antes de que el proceso que estamos comentando se desencadenara.

Hubo otro intelectual, esta vez europeo, Augusto del Noce, que anunció con cierta exactitud la agonía terminal, de índole filosófica y transpolítica, de los sistemas colectivistas marxistas, en su obra elocuentemente titulada El suicidio de la revolución.[36] Sin embargo, a pesar de estas aproximaciones, nadie estaba en condiciones de hacer una previsión cronométrica con cierto fundamento.

¿Quién podía presuponer que el suicidio vertiginoso de la potencia mundial que constituía el mundo bipolar en el que habíamos vivido durante casi medio siglo sucedería de esa manera? Ni siquiera el Papa. Y, en efecto, no hubo nadie que posteriormente reivindicara haberlo advertido.

–Fue una sorpresa también para usted.

–Al final del encuentro al que me refería, el del CELAM en Belo Horizonte, yo sólo esbozaba algunas alternativas futuras, pero en la línea de un discurso que intentaba evidenciar los límites de la modernidad. Así, indicaba las posibles derivaciones de un “posmodernismo” en las sociedades industriales opulentas: la crítica a la ilusión de emancipación de la modernidad, la evaporación del sentido y del fundamento, el afirmarse de un pluralismo escéptico. Me parecía que el consecuente ateísmo ya no podía ser constructivo, revolucionario, igualitario y fraterno. El ateísmo no podía ser ya la contrarreligión de la emancipación del hombre. El jesuita y filósofo francés Gastón Fessard, en 1960, describía la dialéctica señor-esclavo, en la que Friedrich Nietzsche representaba el mundo visto desde el señor y Marx el punto de vista del esclavo.[37] Era un ateísmo de señores y un ateísmo de esclavos. De hecho, hoy Nietzsche está más vinculado al posmodernismo, a Sade y a la sociedad opulenta, que Marx.

Pero si el ateísmo trágico del Nietzsche de la voluntad de poder, por ser consecuente terminaba siendo invivible, el de sus herederos posmodernos se contenta con espejitos de colores. Es el libertinismo de la sociedad de consumo, un nihilismo de consumistas. Una seudoalternativa, desde el momento en que es intrínsecamente parasitaria, por definición no constructiva. Como alternativa constructiva quedaba el agnosticismo positivista. La verdadera victoria era la de Auguste Comte sobre Karl Marx.

Este agnosticismo positivista, cientificista, que oscila entre el nihilismo parasitario precedente y una religiosidad humanitaria vagamente deísta, ecuménica en su eclecticismo, podía ser una alternativa “universal” en las clases altas y medias de las sociedades industriales dominantes. Una religiosidad indistinta que correspondía al materialismo práctico imperante, como una protección ante la amenaza del nihilismo y el vacío del mito de la revolución.

Éstos eran, más o menos, los términos de la reflexión de aquellos días. Pero nadie podía anticipar el paso del plano conceptual al plano histórico, el fracaso y la autoliquidación del socialismo real. Para mí también fue una sorpresa.

–Con la caída del comunismo, ha dicho, resulta urgente repensar el escenario que lo continúa. ¿Hay alguien que lo haya hecho?

–Los que intentan una visión totalizante de la problemática contemporánea posterior a 1989 son tres estadounidenses: Francis Fukuyama en 1992, Zbigniew Brzezinski en 1993, Samuel Huntington en 1995. Es interesante destacarlo: un trío de intelectuales de Estados Unidos, cuando al final de la Segunda Guerra Mundial el pensamiento de síntesis, globalizante, era de origen europeo, con Pitirin Sorokin, Arnold Toynbee, Karl Jaspers y René Grousset.[38]

Fukuyama compone un verdadero poema a la victoria del régimen democrático-liberal como “fin de la historia” política del hombre. En las páginas finales de su libro surge una preocupación por el “último hombre”, un hombre que presenta signos de decadencia, de “relativismo” respecto de los fundamentos del régimen democrático-liberal, que lo conducirían a la destrucción y a un nuevo inicio de la historia.[39]

Al año siguiente se publica el libro de Brzezinski Out of Control: Global Turmoil on the Eve of the 20th Century.[40] Para él, el caos contemporáneo se debe a que la hegemonía de Estados Unidos y Europa se funda no sólo en el despliegue tecnológico y en la superioridad de la democracia política sino también en el hecho de que las potencias occidentales están irradiando en todo el mundo la crisis profunda implícita en la estructura profunda de estas sociedades. La democracia liberal se corrompe por lo que Brzezinski llama la “cornucopia permisiva”. Y el hegemonismo occidental científico-tecnológico se transforma en el acelerador de la difusión planetaria de la decadencia. De este modo se universaliza la crisis de Occidente, sobre todo de Estados Unidos. Hay una crisis de los valores fundantes de la sociedad, una decadencia religiosa que no fue sustituida por nada que haya sido capaz de dar fundamento sólido a la arquitectura y la convivencia sociales.

En un artículo ya famoso Samuel Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard y uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que los nuevos modelos de conflicto mundial posteriores a 1989 son ante todo culturales.[41] Es decir que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de valores, no económica. Partiendo de ahí, formula una reflexión sobre el repertorio de civilizaciones activas en el mundo que intentan apropiarse de ciertos resultados científicos y tecnológicos de Occidente incorporándolos en su tejido de valores. Occidente unifica las civilizaciones, pero éstas no se dejan asimilar.[42]

Inexplicablemente, no coloca América Latina en ningún círculo cultural. Pero cuenta una anécdota que vale más que muchos ensayos: cuando un asesor del entonces presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari termina de explicar a Huntington las líneas de la política del gobierno, éste le comenta: “Me parece que lo que ustedes quieren es que México pase de ser un país de América Latina a ser un país de Estados Unidos”. El asesor respondió diciendo que ésa era exactamente la intención de su gobierno, pero que no podía ser anunciada públicamente por miedo a las reacciones que hubiera podido provocar.

Vale la pena destacar que, de manera más reciente, Huntington considera alarmado una perspectiva inversa: que la fuerte inmigración de latinos en Estados Unidos pueda transformar de modo significativo la cultura de ese país.

–¿Qué tienen en común las tres posiciones que usted ha descripto?

–Convergen en el intento de fundar una visión globalizante del mundo posterior a 1989. Fukuyama, cuando insinúa que el “fin de la historia” también puede tener un final y se recaiga en la historia, preanuncia la posición de Brzezinski, quien va más allá, porque no sólo argumenta que estamos en plena crisis sino que señala sus implicaciones. Huntington, por el contrario, cree en la superioridad de Occidente, un Occidente protestante, abstracto, sin historia. Y no habla de su crisis; lo ve hegemónico y al mismo tiempo amenazado por otras civilizaciones que le absorben los resultados técnicos sin ser sustancialmente modificadas. Para él, la lucha entre culturas es la lucha del mundo unificado actualmente.

–Hablemos de los efectos del colapso del comunismo en América Latina. ¿Cómo influyó en la izquierda latinoamericana?

–La caída de la Unión Soviética, y su posterior desmembramiento, ha sido también el quiebre de una filosofía de la historia, el marxismo, en sus distintas líneas y obediencias. Ha quedado invalidada la pretensión del marxismo de poseer la clave de la lógica de la historia, de monopolizar la capacidad de guiar sus dinamismos secretos. La caída de la Unión Soviética significó, inevitablemente, poner entre paréntesis la validez de todos los marxismos existentes que se intentaron en el plano histórico, vinculados o no a la Unión Soviética.

Por tanto, se exigía de los marxistas una puesta en discusión radical, profunda, verdaderamente crítica de sus fundamentos epistemológicos; en suma, que quienes se consideraban los verdaderos críticos de los dinamismos históricos, ahora debían criticarse a sí mismos, y no urgidos por las objeciones de los adversarios sino pura y simplemente para asumir la realidad. Era un deber para toda la izquierda marxista comprender, explicar, volver a sentar las bases de una acción política diferente. Discernir entre lo que quedaba en pie del pensamiento de Marx y lo que estaba irremediablemente muerto. Desafortunadamente, esta exigencia inherente a la intensidad de la caída no fue correspondida como hubiera sido necesario.

No es fácil; cuando un pensamiento es tan poderoso como para determinar casi todo un siglo, el XX, tan persuasivo como para instalarse en el corazón de generaciones y generaciones, y de una autoridad tal como para dar forma a la estructura de un Estado, no es fácil tener la honestidad y la estatura intelectual suficientes para repensar las cosas con la profundidad que merecen. No existen hoy gigantes del pensamiento que se destaquen sobre la línea del horizonte y pongan las cosas en su lugar. Es una tarea que queda pendiente. Y, en la medida en que permanece inacabada, cuestiona el uso y la legitimidad futura del marxismo.

Sin adentrarse en la vía de una autocrítica histórica radical, el marxismo continuará vagabundeando durante mucho tiempo por los caminos de la historia contemporánea, con una palidez mortal.

–Es evidente que la crisis del marxismo no favorece en América Latina ni siquiera a la socialdemocracia o a las versiones socialistas moderadas. ¿Por qué?

–La caída del comunismo y el posmodernismo de la sociedad opulenta en que se descompone la síntesis marxista involucran a la socialdemocracia en tanto heredera del socialismo. Esta última –que fue hegemonizada por el marxismo–, para poder sobrevivir, se ve obligada a transmutar la idea de reforma en un amplio espectro de reivindicaciones típicas de la sociedad opulenta, atea y libertina. La disolución de la socialdemocracia sobreviene como un manso vaciamiento de los contenidos éticos.

–Usted dice que no ha habido gigantes con el vigor intelectual necesario para llevar a cabo la revisión del marxismo que los acontecimientos históricos requerían. Pero ¿hubo alguien que lo impresionara positivamente por la amplitud y la profundidad de su “replanteo”?

–En América Latina el impacto por la caída del comunismo fue lento y la asimilación, borrosa. Una revisión que tuvo cierto eco fue la que realizó el intelectual mexicano Jorge Castañeda.[43] Pero en términos generales no ha habido una voluntad autocrítica entre los sobrevivientes del marxismo latinoamericano. Piense usted que recientemente encontré en una librería de Montevideo un libro de Marta Harnecker de 1999,[44] es decir diez años posterior a la caída de la Unión Soviética. Harnecker es una intelectual muy conocida en América Latina, que pasó por Francia, Nicaragua y Cuba. Su obra principal sobre los conceptos del materialismo histórico,[45] prologada por Louis Althusser, fue un verdadero best-seller en América Latina; vendió casi un millón de ejemplares, con decenas de ediciones. Ningún libro tuvo tanto éxito; se puede decir que ha sido leído por gran parte de esa juventud comprometida de nuestro continente que ya se esfumó hace veinte años.

–¿Cómo asimila Harnecker los sucesos de 1989?

–No hay allí una verdadera autocrítica. Reconoce la crisis teórica, programática y orgánica de la izquierda y al mismo tiempo reivindica al marxismo como tal.[46] Es un intento singular que se propone restaurar las bases de pensamiento para una acción política nueva por parte de esa izquierda que adopta al marxismo como una ciencia sin sacrificar lo viejo. O, por lo menos, no se sabe qué es lo vivo y lo muerto de Marx.

Para Harnecker –y para muchos otros–, la caída del comunismo cuestiona algunos aspectos de la ciencia social, pero no la naturaleza mesiánica del marxismo.[47] Como si no existiera un vínculo orgánico entre ateísmo mesiánico y ciencia de la revolución. La expresión “ciencia de la utopía” no hace otra cosa que ostentar una paradoja contradictoria. Un imposible.

–¿Y la relación con la Iglesia?

–La relación con la Iglesia se mantiene en los términos clásicos de posible colaboración de sectores cristianos en la lucha. El análisis del mundo católico latinoamericano se rige con las categorías clásicas de “progresista” y “conservador”.[48] Marta Harnecker no se atreve a afirmar que la Iglesia es el opio de los pueblos, pero tampoco rechaza la idea. Se entiende por qué: sería como liquidar el marxismo mesiánico allí donde pretende detentar el secreto del camino histórico hacia la realización de la reconciliación del hombre con el hombre. No puede modificar sustancialmente la idea de que la Iglesia de Cristo es inepta para realizar la redención en la historia, hasta el fin de la historia, “la plenitud de los tiempos”, sin debilitar la verdadera razón de ser del comunismo.

Los cristianos sólo pueden aportar un ímpetu ético a la realización intrahistórica iluminada por el método marxista. Ésta es su gran contradicción.

–Usted se refiere a Harnecker; creo entender que el caso de Castañeda es diferente.

–Muy distinto. Jorge Castañeda intenta redefinir el contenido de una izquierda posmarxista. De ese modo, se concentra en el surgimiento de una “izquierda” latinoamericana con dos ramas, a partir de la crisis mundial de 1929: los partidos comunistas y los movimientos nacional-populares. Estos últimos no tienen una teoría de la vanguardia del proletariado y del partido revolucionario sino la visión de una sociedad que lucha por industrializarse y que, como consecuencia, busca una alianza de clases con sectores sociales diferentes: los campesinos, el incipiente proletariado, sectores de clase media en formación y la burguesía industrial nacional empresaria. Todo esto confluía en los partidos nacional-populares, encarnados por la Alianza Popular Revolucionaria (APRA) de Víctor Haya de la Torre en Perú, por Getulio Vargas en Brasil, por el Partido Revolucionario Institucional (prI) de Lázaro Cárdenas en México, por el justicialismo de Juan Domingo Perón en la Argentina.

–Para que sea más comprensible lo que está diciendo, compare la visión de Castañeda con la de Harnecker.

–Para Harnecker la izquierda coincide y se agota en los partidos comunistas. Ella ignora el fenómeno más importante de América Latina, los movimientos nacional-populares, que por otra parte incluyen al sector obrero industrial y al sindical. Es sintomático que en su última obra comience a hablar de este tema mencionando a un partido comunista nacionalizado, aquel victorioso en la Revolución Cubana. Y es correcto, porque hasta los acontecimientos de Cuba no hubo ningún partido comunista importante en América Latina. Los partidos comunistas nacen aquí y allá como mero calco de las directivas de la Tercera Internacional y del marxismo soviético. No se insertan en la historia de América Latina, que ni siquiera conocen demasiado bien y cuya conciencia histórica, además, estaba todavía en formación. El socialismo y el comunismo tuvieron un proceso de nacionalización tortuoso en América Latina. Muy difícil.

La teoría de la toma del poder por parte del movimiento revolucionario cubano no tiene nada que ver con la estrategia de los partidos comunistas. Por eso, Marta Harnecker elige como punto de partida un evento nacional, la Revolución Cubana, sin explicitar las diferencias con respecto a los partidos comunistas y a la teoría marxista de la toma de poder. Un evento que sucede en una islita dependiente por completo de Estados Unidos, la más agrícola, cuyo principal recurso era el monocultivo del azúcar y la actividad urbano-turística, es decir, en un mundo alejado de la dinámica de una sociedad industrial. La Revolución Cubana no realiza una teoría de la revolución del proletariado; pone a prueba la teoría del foco insurreccional, como fue el de Moncada y como lo encarnó el Che Guevara.

Por eso sostengo que Marta Harnecker establece la identidad izquierda-marxismo de manera dogmática. En su planteo los movimientos nacional-populares que compiten con los partidos comunistas no juegan ningún rol. ¡Pero no nos olvidemos de que el mismo Fidel Castro, en sus comienzos, era más nacional-popular que marxista! Se apoya en el bloque soviético por una necesidad geopolítica. Toma el poder reivindicando una identidad nacional-popular y se vuelve marxista comunista para mantenerlo. Si Fidel Castro hubiera adoptado las directivas del Partido Comunista, nunca habría llegado al poder en Cuba ni en ninguna otra parte de América Latina, retaguardia de Estados Unidos.

La Revolución Cubana no fue nunca un modelo marxista; no fue hecha por el Partido Comunista, y esto no aparece en la visión de Harnecker. No señala en ningún lugar el hecho de que la Revolución Cubana comienza como un movimiento no marxista, que en 1961 realiza su propia elección de campo proclamándose marxista-leninista por necesidad. Elude, ni más ni menos, un examen de la izquierda antes de Fidel Castro instalado ya en el poder.

–Volvamos a Castañeda. Usted dijo que para él la izquierda en América Latina está formada por los movimientos y los partidos nacional-populares.

–No es casual que esta acertada tesis aparezca después de la caída del comunismo. En cierto sentido es posmarxista. Nadie la había sostenido hasta ahora. Por esto digo que la asimilación de los acontecimientos de 1989 es sin duda una cuestión que concierne aun a toda la izquierda. Implica una redefinición de la izquierda histórica en cuanto tal.

–¿Tiene algo que objetar a la tesis de Castañeda?

–El uso que hace del término “populista”; no llega a definir bien el fenómeno; me parece inducido desde afuera. Yo prefiero la expresión “nacional-popular”. El fenómeno paralelo al que se alude, el populismo de raíz europea, no se compara con el que mencionamos antes. Por lo tanto, este apelativo no se puede ni siquiera deducir. Considero un deber intelectual acuñar los términos desde dentro de la misma historia de América Latina.

En el momento en que se fundaron los partidos comunistas en América Latina, tras la Revolución Rusa, nuestras sociedades eran agro-minero-exportadoras, no industriales. El socialismo tal como lo conocemos nosotros, modernos, aquí no prende. Europa es siempre la que lo exporta; exporta emigrantes socialistas, anarquistas, republicanos… que no son representativos de nuestra sociedad. El primer fermento real, en todo caso, fue anarquista, no comunista.

–¿A qué se debe su observación filológica sobre el uso inadecuado del término “populista” que realiza Castañeda?

–Al pensar, nuestra inteligencia se dirige inevitablemente hacia puntos de referencia comparativos. No me sorprende que un político que se proponga repensar su realidad desde dentro de América Latina sea reabsorbido por categorías de pensamiento elaboradas en Europa o en Estados Unidos. La autonomía intelectual es una conquista lenta y trabajosa en nuestro continente, fascinado todavía por las luces del centro. No podemos pensar en nosotros mismos sin compararnos con el centro; pero tampoco podemos conquistar una originalidad de pensamiento sin tener presente nuestra particular relación con el centro.

En el capitalismo europeo del siglo XIX, el que conocieron Marx y Engels, había una clase obrera que se estaba formando en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia. La reflexión anglo-germánica de estos dos pensadores era accesible para toda Europa, con sus rasgos nacionales más o menos acentuados, pero fundamentalmente accesible. No fue así en la periferia. América Latina heredó su pensamiento, pero en perjuicio del propio, que fue durante largo tiempo hegemonizado y mantenido en un estado de sumisión. Nuestros hijos uruguayos y argentinos heredaron poco de sus respectivos antepasados originarios, y mucho más de los progenitores europeos y norteamericanos.

–¿Se refiere todavía al populismo?

–“Populismo” es una palabra acuñada en el mundo europeo; tiene su origen en la Rusia del siglo XIX y sufrió diferentes transformaciones, incluso en Estados Unidos. Allí, en ese contexto, es inteligible y utilizable, sirve para designar ciertos procesos, determinadas asociaciones. Una de las características de los populismos latinoamericanos es su simultáneo esfuerzo para elaborar una perspectiva nacional desde el “suburbio”, es decir, desde dentro de su centro existencial. Por lo demás, esta palabra, nacional-popular, establece la superioridad de este sujeto sobre los partidos comunistas, que nunca superaron su subordinación a la Unión Soviética.

Por eso afirmo que los detractores de los movimientos nacional-populares le quitan lo esencial: la palabra “nacional”. Y le dan una connotación populista con sentido despectivo.

–Los efectos de la caída del comunismo en la Iglesia son diversos, unos más relevantes que otros. Frente al fracaso histórico del socialismo real, incluso el marxismo científico como ideología atea y materialista se ve redimensionado, al punto de que la Iglesia latinoamericana ya no lo percibe como algo amenazante, adverso y hostil.

–La Iglesia rechazaba el marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta ese momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado. Y tampoco se había adueñado del Estado. El Partido Comunista representó la gran Iglesia del ateísmo mesiánico. En nombre del ateísmo como fuente de redención de los hombres se cometieron los crímenes que ya conocemos.

Antes de la síntesis con el marxismo, el ateísmo no había asumido la fisonomía de un fenómeno sanguinario, porque no era relevante en cuanto fuerza propulsiva de la historia. Es el riesgo de todo protagonismo histórico. Al conquistar relieve y dignidad histórica, engendró los campos de concentración, sólo comparables a los del ateísmo racista de Adolf Hitler, un hijo vulgar de Nietzsche. Desde el comienzo de la guerra europea, Hitler se reservaba para más adelante la destrucción de la Iglesia Católica. Fue el ángel exterminador de Alemania.

–Entonces, la deslegitimación histórica del marxismo fue una buena noticia para la Iglesia latinoamericana.

–En la medida en que los que negaban a Dios se autosepultaron, sí fue una buena noticia. Para la Iglesia, significó la posibilidad de verificar la incapacidad del ateísmo mesiánico para sustituirla. La Iglesia se demostraba a sí misma que, “vieja” como era, seguía siendo más joven y longeva que este pretendiente que se creía joven e inmortal y que, en cambio, estaba muerto. Lo más válido del marxismo era su crítica al capitalismo, no su ateísmo; incluso porque el ateísmo en rigor le quita todo fundamento a la lucha por la justicia. Sólo si se cree en una ley inherente a la naturaleza humana que exige determinados valores, tiene sentido una lucha por la justicia. La misma idea de justicia exige la de una dignidad superior y constitutiva del ser humano y de la colectividad en cuanto tal. No es extraño que Marx no soportara la idea de “derechos naturales”.

Lamentablemente, con la caída del comunismo el capitalismo creyó poder retornar impunemente al neoliberalismo económico, nueva utopía reaccionaria contra los pobres, sean ellos países o personas.

–¿Se puede decir que no en todos lados hubo luto por la desaparición del socialismo real?

–Algunos sectores de la Iglesia no participaron en el funeral: se sintieron frustrados en sus esperanzas. Pero no se trataba de sectores mayoritarios en la comunión de la Iglesia, y mucho menos hoy.

–El nacionalismo popular –dice usted– es un mejor interlocutor para la Iglesia. Establece un terreno favorable, más familiar para una postura religiosa.

–De hecho, al anticlericalismo oligárquico del siglo XIX, de corte liberal, le sucedieron los movimientos nacional-populares del siglo XX, y se fue generando una nueva relación con la Iglesia. Los movimientos nacional-populares, a diferencia de los partidos liberales posteriores a la independencia de las naciones de América Latina, han incorporado a grandes masas de pueblo católico y, como consecuencia, esto ha mejorado la relación con la Iglesia.

El círculo cultural latinoamericano tiene su raíz en la Iglesia Católica: por eso los movimientos nacional-populares no caen en el anticlericalismo oligárquico del siglo XIX.

–Si el marxismo ya no es el adversario número uno, ¿cuál es el enemigo de la Iglesia latinoamericana hoy?

–Antes de 1989 era todo muy simple: un ateísmo mesiánico, el marxismo, que se había encarnado en un Estado-continente que ejercía un poder de extensión mundial, reivindicaba el derecho universal de guiar la historia a su cumplimiento. Después de su repentino redimensionamiento no parecía que el nuevo enemigo se identificara específicamente con ningún Estado ni con algún otro poder fácilmente identificable, como había ocurrido con el marxismo y su base continental, la Unión Soviética.

En cierto sentido, el marxismo era un enemigo fácil. Trazar el identikit del nuevo enemigo era mucho más difícil.

Recuerdo que cuando la Unión Soviética comenzó a fragmentarse, junto a la maravilla por los hechos que sucedían, verdaderamente vertiginosos, mi pregunta era justamente ésta: “¿Y ahora?”. “Esto” no va más, no tiene futuro, su final está ante nuestros ojos; ¿y ahora?, ¿cuál es el nuevo enemigo, el mayor y principal adversario de la Iglesia?

Época nueva, enemigo nuevo. El marxismo era un ateísmo autorredentor; quería realizar, por manos humanas, el Cielo en la Tierra. Pretendía ser un ateísmo constructivo, liberador, histórico. Un movimiento de liberación en y de la historia. Y caía bajo el peso de la propia impotencia. ¿Su fin representaba también su vaciamiento? No, me dije. Hay otras formas que lo sobreviven y lo heredarán.

–¿Cómo se respondió?

–Zbigniew Brzezinski es quien mejor traza el perfil de lo que está surgiendo. Caracteriza la sociedad de consumo del mundo capitalista como la “cornucopia” del consumo de los deseos infinitos.[49] Cita largamente al poeta y premio Nobel polaco Czeslaw Milosz, y luego utiliza la imagen en la que Júpiter se alimentaba de un cuerno repleto de todos los deseos posibles.[50] Brzezinski usa esta imagen, pero después agrega una observación capital: que por primera vez en la historia se democratiza la cornucopia permisiva.[51] Brzezinski dice que el movimiento de masas que genera el marxismo se proponía explícitamente la eliminación de Dios, la consumación de la muerte de Dios con la victoria del hombre.[52] La paradoja es que la muerte de Dios está destruyendo el ateísmo mesiánico. De hecho, el ateísmo ha cambiado radicalmente de figura. No es mesiánico sino libertino; no es revolucionario en sentido social sino cómplice del statu quo; no se interesa por la justicia sino por todo lo que permite cultivar un hedonismo radical.

Ya lo sostenía el filósofo italiano Augusto del Noce antes de 1989: el triunfo del ateísmo, a diferencia del marxismo, se prefigura en la sociedad de consumo. Brzezinski y del Noce recorren caminos diferentes y llegan al mismo punto. El contemporáneo es un ateísmo distinto del precedente, que perseguía la desaparición del fenómeno religioso y se organizaba en función de este objetivo. Aparentemente, no se organiza institucionalmente para ese fin sino que, como una difusa presencia, impregna la sociedad con un mínimo de formas sociales establecidas.

En un mundo sin valores, el único valor que permanece es el del más fuerte; donde todo tiene idéntico valor prevalece un solo valor: el poder. El agnosticismo libertino se transforma en el principal cómplice del poder establecido; de hecho, la forma más característica de difundirse es la propaganda, que a su vez está en función de un mayor lucro para quien detenta más poder.

–¿La Iglesia tiene necesidad de un enemigo?

–No, nadie tiene necesidad de un enemigo. Pero una misión –la Iglesia es esencialmente misión– puede ser dinámica cuando comprende al enemigo, más exactamente cuando obtiene la comprensión de lo “mejor” del enemigo existente.

Si la Iglesia no capta con nitidez los lineamientos del adversario histórico que tiene frente a sí, no puede evangelizar bien, se empantana. Pierde dinamismo. ¿Por qué? Porque el mundo le resulta amorfo.

–No tiene necesidad de un enemigo, pero no puede no tener conciencia del enemigo que existe.

–En este sentido sí, es necesario tener conciencia del enemigo porque enemigos habrá siempre. Satanás es el príncipe de este mundo, y Satanás significa “enemigo”. La historia es la lucha por el reconocimiento del hombre por parte del hombre; este reconocimiento es una conquista en una innumerable cadena de no reconocimientos. Genera la dialéctica amo-esclavo, es decir la ruptura permanente del reconocimiento del hombre por parte del hombre, que sólo se puede fundar en la igual dignidad. Por eso, en la historia, hasta el último día, existirá un enemigo principal. Quien no sabe dónde se encuentra su principal enemigo no sabe cómo actuar. La identificación del enemigo capital permite generar las estrategias fundamentales, establecer una correcta jerarquía de prioridades.

–Me parece que está hablando de “enemigo” en sentido evangélico.

–El Evangelio, por todas partes, supone la presencia permanente de un enemigo: lo llama también diabolos; diablo es lo contrario de diálogo: el que queda incomunicado, aislado, obstruido, el que obstruye una relación, es decir, impide el flujo del amor. En este sentido el enemigo está “afuera”, pero también está “adentro”. En el enemigo está el amigo que debe ser rescatado y salvado.

Tenemos necesidad de volverlo amigo, encontrar al amigo que existe en el enemigo, sabiendo que el enemigo lo tenemos en nosotros mismos. Pero, repito, la identificación del enemigo principal pone orden en una estrategia de acción. La conciencia del enemigo impulsa, alimenta, una verdad y un bien que se han desviado y que deben ser recuperados y reconocidos. Hay que retomar lo mejor del enemigo para convertirlo en amigo. Para eso es necesario saber quién es, conocerlo.

–Para profundizar una conciencia histórica.

–Cierto. Sin conciencia histórica hay siempre algo frágil en una “misión”. Sólo si se captan bien las características del enemigo –del principal– se determina el carácter de una época, y en los caracteres de una época está la respuesta de la Iglesia a tal enemigo concreto.

Desaparecido un enemigo, surge otro: existe en la historia una multiplicidad sucesiva de enemigos primarios. La historia no se comprende sin la presencia del mal y de su opuesto, el amor, que es superior al primero. No hay nada más inteligente que el amor. Si no se comprende cuál es el enemigo principal en un determinado momento histórico, no es por falta de astucia sino por falta de amor. Inteligencia y amor, en última instancia, son inseparables.

–Creo entender que un enemigo, más que necesario, es inevitable.

–La originalidad de Cristo no es sólo el amor al prójimo, sino particularmente el amor al enemigo. La dialéctica amigo-enemigo en términos cristianos no se resuelve con el aniquilamiento del enemigo sino con la recuperación del enemigo como amigo.

En otro orden de cosas no es así: al enemigo se lo liquida; o lo elimina el Estado o el enemigo liquida a este último. En la Iglesia las cosas son radicalmente diferentes y cuando la Iglesia no se ha comportado así, la historia se lo ha recriminado, como en ciertos momentos de la Inquisición y más todavía de las guerras de religión. Y es justo.

–¿No le parece que existe algún desconcierto en la Iglesia latinoamericana de hoy, un desconcierto debido a que el enemigo ya no es tan claro como en el pasado, que ya no se lo puede identificar con precisión?

–La impresión que se recoge observando hoy a la Iglesia en América Latina es que en los círculos más responsables existe efectivamente un desconcierto debido a que no se capta la índole del enemigo principal. Me parece que una cierta inmovilidad revela que la Iglesia no tiene plena conciencia de las claves fundamentales del adversario histórico concreto que tiene delante, y que cambia de forma con el cambio de las épocas históricas. Y esto genera una cierta parálisis eclesial.

El Papa y el filósofo

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