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JURAMENTO

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«Nosotros, cocineros del Reino Unido, nos comprometemos solemnemente con Su Majestad a combatir las tristemente célebres bacterias patógenas, habituadas a todo tipo de crueldad y capaces de provocar penosos ataques de vómito y náusea. Nos oponemos a la entrada en suelo patrio de esa degenerada Clostridium perfringens, terrible subversiva que se cuela en los restaurantes y que cuenta con el apoyo logístico de la Clostridium botulinum. Mandaremos más allá del canal de la Mancha a la inquietante Staphylococcus aureus, taimada terrorista de los intestinos, junto a la sedicente Bacillus cereus europea, que provoca espasmos y dolores abdominales, así como nefastos ataques de meteorismo. Y, como leales súbditos de la Corona, prestamos juramento sobre nuestros rodillos de cocina de que erradicaremos de cualquier plato la Escherichia coli y la Campylobacter, bacterias inmigrantes infiltradas en el cuerpo del inadvertido tragador británico que al cabo de cuatro días de incubación producen trágicos efectos y ponen en entredicho el buen nombre de las cocinas del reino de Su Majestad».

God Save the Queen. Nunca me sentí tan inglés como al pronunciar estas palabras.

Con el juramento formulado ante la reina concluía mi curso de formación. Vivía en el Reino Unido y el seminario de cinco horas me otorgó el Food and Health Certificate, un título nobiliario que en Inglaterra se concede por ley a todo aquel que, habiendo sido contratado en la hostelería, manipula o sirve alimentos, ya sea pinche de cocina o jefe de sala.

Por lo demás, corrían tiempos infaustos. El barómetro señalaba tormenta. Se propagaban el recelo y la miseria, el malestar con los extranjeros y las pasiones tristes. Vientos cargados de rencor soplaban y desperdigaban, como latas vacías que ruedan por el asfalto, el victimismo nostálgico del imperio colonial y la ansiedad ante la amenaza de ataques terroristas. En las cocinas de Su Majestad se anunciaba un combate a muerte. Yo también estaba listo para el combate, aunque mis filas eran poco patrióticas y estaban más bien desquiciadas. Errante y plebeyo, había ingresado en el SKANK, el Stonebridge Kitchen Assistants Nasty Kommittee, escrito con K, el Inmundo Comité de Empleados de las Cocinas de Stonebrigde. La más decidida banda de cocineros macarras que jamás haya tenido la suerte de encontrar. Congratulations, les decíamos a la cara a nuestros empleadores, habéis contratado por el salario mínimo a los mayores granujas, gente apta para servir el bodrio que se ofrece en los comedores escolares de Su Majestad la reina Isabel, la segunda de su nombre.

Aparte de vuestro humilde narrador, para repartir el comistrajo había un hooligan y un receptador, asistidos cuando hacía falta por un ladrón de automóviles que fue detenido con el mandil todavía atado a la cintura. Todos ellos, gente entre los veinte y los treinta años de edad, fornidos hijos de la working class británica sin perspectivas de futuro que hacían carambolas con los servicios sociales y con las prestaciones de los programas asistenciales para desempleados. Después estaba Gerald, mi favorito, que conmigo —licenciado universitario proletario que huía del contrato «a llamada» italiano— constituía la parte «instruida» de la banda. Gerald era un actor radiofónico de casi setenta años que idolatraba a Shakespeare; tras sufrir una lesión cerebral había empezado a trabajar en la cocina y disfrutaba asustando a los estudiantes. Empleaba para ello una técnica teatral muy refinada: con el cucharón en la mano, dispuesto a servir una sopa de almidón de patata espesa como el cemento, ante la indefectible fórmula de cortesía de los buenos escolares británicos replicaba con voz de ogro: «Pleasure, my pleeeasuuure», mientras una gota de sudor resbalaba por sus gruesas pestañas y caía sobre las bandejas calientes de bazofia formando ondas concéntricas. Apestaba como un viejo chivo y llevaba puesta durante meses la misma camiseta, marcada con manchas minerales de sudor y embellecida con la mortaja del «ragù alla bolognaise» o con grasa de fritura. A él vuelven ahora mis pensamientos: un saludo para ti, Gerald, gran artista, que te sabías Hamlet de memoria, cantabas obras de Rossini y dejabas consternados a mayores y a pequeños. Menudo equipo formábamos… Maestros de cualquier arte culinario, brillábamos por la unauthorised abscence, misconduct e incompetence, pero también hacíamos honor a la lack of application. Algunos preferían el theft, que viene a ser el latrocinio, aunque todos destacaban en el fighting y en el serious damage to company property, la destrucción de bienes de la empresa. En el terreno de la imagen corporativa éramos de libro: manifiestos maestros de dishonesty y afectados por la intoxication by means of drink, mientras que en las relaciones públicas con clientes y proveedores ofrecíamos todo el calor de nuestra violent, dangerous and intimidating conduct.

¡Menuda chusma, qué gentuza! ¡Canallas del mundo, uníos! Ross, Ian, Gerald y Fatty Boy. Y también Silver, cocinero y contrabandista. ¡Ay, ay! Y antes que ellos estuvo Rodrigo, el adrenalínico angloecuatoriano ayudante de pizzero, y Brian, limpiaváteres de Bristol, insigne mentor en el arte de desatascar con las manos desnudas los mingitorios obstruidos. Todos ellos héroes working class con los que jugué a fútbol, hojeé tabloides parapornográficos y limpié meaderos y comedores mientras pasaba de un despido a otro, perseguido por oscuros fantasmas y por titulares euroescépticos de The Sun, en busca de una forma honorable de sobrevivir bajo el cetro de Su Majestad.

Dios salve a la reina. Presté juramento.

Y que limpie los retretes el que entre en el reino.

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