Читать книгу Arena y viento - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6

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Introducción

Desierto: «deshabitado, sin vida».

Sáhara: «tierra que solo sirve para cruzarla».

Desierto del Sáhara: «la deshabitada tierra que solo sirve para cruzarla».

Para quien desconozca este rincón del mundo, y únicamente se rija por las tristes palabras con que los hombres lo han bautizado, este será siempre un lugar en que no puede florecer la vida, y, por tanto, no existe el amor ni la alegría; y resulta inconcebible que seres humanos habiten allí, y allí sufran y rían, y allí crean en Dios, y allí tengan sus hijos.

Y, sin embargo, el hombre del desierto, el saharaui, nómada o sedentario, que vive bajo un simple trozo de tela, o en una casita de barro y cal, es un ser que ama su tierra, que se aferra a ella, y que, llegado el momento, siente la nostalgia de sus infinitas llanuras solitarias, donde la vista se pierde en todas direcciones sin que un solo punto oscuro rompa la igualdad de las amarillentas dunas o de los rojizos pedregales.

Las tierras forjan a sus habitantes, y por ello el saharaui es un hombre fuerte, duro, acostumbrado a sobrevivir a las más adversas condiciones; pero al mismo tiempo es ingenuo, bondadoso, hospitalario, y su mente, como sus costumbres, han quedado atrasadas, perdidas en la bruma de los siglos, casi idénticas a las de aquellos de sus antepasados que vieron llegar a los hombres de don Diego García de Herrera, señor de Fuerteventura y Lanzarote, allá por el año 1402, mucho antes de que la hoy próspera América fuera descubierta.

El hombre europeo que pasa de la civilización al desierto no puede acostumbrarse, llega a odiarlo; y el día que se aleja de él lo olvida por completo, o solo como una monótona pesadilla perdura en su recuerdo.

Para amar al desierto hay que llegar a comprenderlo, aceptando ese atrasado género de vida, y un hombre habituado al trajín de las ciudades no logra nunca, por más que lo intente, adaptarse a las mentes infantiles y a las pueriles ideas de los habitantes de la llanura.

Ninguna otra raza es tan amante de las leyendas, de los cuentos y viejas historias; y cada noche, al amor de una fogata, que es la única vida que se advierte en el desierto, a la puerta de una jaima se reúnen grandes y chicos, y, mientras los demás escuchan embelesados, los más viejos van relatando las leyendas que les había contado su padre, y que este a su vez había oído del suyo, y así sucesivamente hasta los tiempos en que Mahoma vino al mundo.

Y en pleno siglo veinte la vida es construida con unos palos y siete tiras de tela cosidas paralelamente, y que suelen estar tejidas con pelo de dromedario o de ganado cabrío semejante a hace mil años, y los «hijos de las nubes» continúan esperando ver asomar una de ellas en el horizonte para desmontar las jaimas y, a lomos de sus camellos, seguir aquella blanca promesa de agua que ha de llover, y poder sembrar donde la nube haya descargado, porque la tierra, aunque sedienta, es fértil, y a poco que asoma la verde hierba, la mies crece, y el saharaui se inclina hacia el oriente y, elevando los brazos al cielo, murmura una oración: «Señor, tu misericordia es infinita».

Pero si bien a un adulto le resulta imposible adaptarse a las costumbres de los habitantes del desierto, no ocurre lo mismo con un muchacho que a los trece años se ve trasladado allí y que, aun sin conocer la forma de vivir de aquella gente, sabe algo de su idioma y de su mentalidad, porque durante años ha convivido con sus más cercanos parientes: los árabes de Marruecos.

Y así fue como a esa edad en que se deja de ser niño sin ser aún hombre, y en que la mente está en su máximo poder de asimilación y se adapta con facilidad a cosas nuevas y distintas, me encontré de pronto viviendo en ese punto en que el Sáhara muere en el mar, donde el asfixiante viento del desierto está contenido y dulcificado por la fresca brisa del océano.

Allí permanecí largo tiempo, y llegué a comprender el espíritu del nómada; aprendí a amar su tierra, e incluso hoy, en que tantos años han pasado, siento a veces nostalgia de las grandes llanuras, del viento que llora sobre los matojos muertos, y de las leyendas contadas al amor de la hoguera.

Y aún recuerdo la primera vez que me senté sobre la blanda arena, crucé las piernas y, como un guayete más, escuché la historia que contó un anciano de larga barba blanca, ojos cansados y rostro curtido por cien años de viento del desierto.

Y dijo así:

–Alá es grande. Alabado sea.

»Hace muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas por sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado uno de mis hermanos, y, aunque tres días de camino separaban mi jaima de la suya, pudo más el amor que por él sentía que la pereza, y emprendí la marcha sin temor alguno, pues, como os digo, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo.

»Había llegado el anochecer del segundo día cuando me encontré ante un campo de muy elevadas dunas, a media distancia entre El Aaiún y Cabo Juby, y subí a una de ellas intentando avistar una jaima en donde pedir hospitalidad; pero sucedió que no vi ninguna, y decidí por tanto detenerme allí a pasar la noche resguardado del viento, al pie de una duna.

»Lo hice como lo he dicho, y he aquí que el sol y la larga caminata aparecieron, de tal modo que al momento quedé dormido.

»Muy alta habría estado la luna si, por mi desgracia, no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella, cuando de pronto me despertó un grito tan desgarrador e inhumano que me dejó sin ánimo e hizo que me acurrucase presa del pánico.

»Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a este siguieron quejas y lamentaciones en tal número que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus gritos.

»Pero he aquí que de repente sentí que escarbaban en la arena, y a poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo noté sucesivamente en cinco o seis puntos distintos, mientras los lamentos continuaban y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.

»No acabaron aquí mis tribulaciones, porque al instante sentí que ahora escarbaban a mi lado, y se oía también una respiración fatigosa, y cuando mayor era mi espanto noté que me tiraban puñados de arena a la cara, de tal forma que parecía que alguien, al escarbar precipitadamente, no miraba dónde echaba la arena.

»Esto era más de lo que yo podía resistir, y mis antepasados me perdonen si confieso que sentí un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismo Saitan, el apedreado, me persiguiese; y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que ya el sol me alumbró y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.

»Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que este se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi miedo, y al contarla aquella noche al amor de la lumbre, tal como ahora estamos, un vecino suyo me dio la explicación, y me contó lo que su padre le había contado: Y dijo así: ‘Alá es grande. Alabado sea’.

»Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos grandes familias, una Rguibat y otra Delimís, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y otros había sido vertida por los contrarios en tantas ocasiones que sus vestiduras y sus tiendas y su ganado se podrían haber teñido de rojo de por vida; y sucedía que, habiendo sido un joven Rguibat la última víctima, estaban estos ansiosos de tomar desquite.

»Ocurría también que en las dunas en que tú dormiste acampaba una jaima de Delimís; pero en ella habían muerto ya todos los hombres, y solo estaba habitada por una madre y su hijito.

»La mujer vivía tranquila, pues había supuesto que a ellos nada les podría ocurrir, ya que, incluso para aquellas familias que se odiaban, matar a una mujer era algo indigno.

»Y fue así como una noche aparecieron allí los enemigos, y, tras amarrar y amordazar a la mujer, que gemía y lloraba, se llevaron al hijo. En su desesperación la pobre madre pudo oír que decían algo así como: ‘...enterrar en una duna’, y otra voz que afirmaba, a su vez: ‘Sí, vivo, sí’.

»Desesperóse la mujer y trató de romper sus ligaduras, que eran fuertes; pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de una madre, y ella logró lo que se proponía; pero cuando salió ya todos se habían marchado, y no encontró más que un infinito número de altas dunas, y sabía que en alguna de ellas habían enterrado a su hijo; y se lanzó de una a otra, escarbando aquí y allá, sin saber en cuál estaría, gimiendo y llamando, pensando en su hijo que se asfixiaba por momentos; y así la sorprendió el alba y siguió ese día y el otro y el otro, porque la misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura, para que de esta forma sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe entre los hombres.

»Y nunca más pudo saberse de aquella mujer; y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas y aún continúa en su búsqueda y en sus lamentaciones, y no hay viajero que se atreva a pasar por allí después de oculto el sol; y cierto debe de ser todo, ya que tú, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella.

»Alabado sea Alá, el misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu camino, y que ahora te reúnas aquí con nosotros, junto al fuego.

–Alabado sea.

Al concluir su relato el anciano suspiró profundamente, y volviéndose a los más jóvenes de los que le escuchábamos dijo:

–Ved cómo el odio y las luchas entre razas y familias a nada conducen más que al miedo, a la locura y a la muerte; y cierto es que en los muchos años que he combatido junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del este, los Ait Bel-la, jamás he visto nada bueno que lo justifique; porque las rapiñas de unos con las rapiñas de los otros se pagan, y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que, como una cadena, van arrastrando más hombres muertos, y las jaimas quedan vacías de brazos fuertes, y los hijos crecen sin la voz del padre.

Las antiguas posesiones de España en el Sáhara, desde el Sud marroquí hasta lo que los nativos conocen con el nombre de Sekia El Hamra (Río Rojo), se encuentran habitadas por una confederación de tribus, mitad nómadas mitad sedentarias, que han ligado sus diferentes formas de vida al fin común de la subsistencia.

Conocidos con el nombre de los Tekna, se hallan divididos en dos grandes grupos enemigos entre sí: los Ait Yemel, que habitan al oeste, y los Ait Atman, más conocidos por los Ait Bel-la, que ocupan la parte este.

La razón de que estas dos grandes facciones estén en constante lucha es algo que se pierde en la bruma de los siglos; pero cuenta la tradición que todo empezó porque un camello aplastó a un borrego de otra tribu y su dueño se negó a dar una satisfacción.

Lo que pueda haber de cierto en esto es algo que nadie podrá nunca asegurar.

Sea como sea, la verdad es que desde hace cientos de años no ha existido un solo espacio de cinco de ellos que separasen una lucha de otra.

Cabo Juby ha sido uno de los puntos más importantes en la historia de los Tekna, especialmente a partir del siglo XVIII. Conquistado en 1916 por el que más tarde había de ser general Bens pasó a dominio español, y, al fundarse allí un fuerte, se convirtió en uno de los puestos clave de los territorios del África Occidental Española.

Cuando llegué a Cabo Juby no había allí, aparte del fuerte, más que una hilera de casas blancas, cara al mar, y un hangar. Un poco más lejos, hacia el interior, se advertían las paredes del zoco y las edificaciones del poblado indígena, rodeado todo ello por las oscuras jaimas o las ruinosas barracas construidas con latas de viejos bidones.

Aquí y allá, alguna casucha desperdigada destacaba sobre la arena; pero acabadas estas la vista se perdía en el horizonte sin alcanzar a ver más que la inmensa monotonía del desierto sahariano, donde las dunas y las llanuras pedregosas se suceden durante días y días de marcha.

Al otro lado, el mar, a menudo embravecido; el inmenso océano, que, salvando las Islas Canarias, que se intentan adivinar allá al frente, continúa su azul extensión hasta las lejanas costas de América.

Recién cumplidos los trece años fui allí a vivir con mis tíos, y tuve la sensación de que no podría soportar la soledad de aquel lugar que parecía maldito; pero el tiempo me hizo cambiar de opinión, y cuando años más tarde tuve que abandonarlo definitivamente, mis ojos ya se habían acostumbrado a la arena, y no fue esta la que hizo que enrojecieran y que más de una lágrima fuera a hundirse a mis pies, en aquella tierra sedienta, tantas veces maldecida, bendecida llorada.


Arena y viento

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