Читать книгу Brazofuerte. Cienfuegos V - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5
ОглавлениеFray Bernardino de Sigüenza, comisionado por el gobernador don Francisco de Bobadilla para llevar a cabo las primeras investigaciones en torno a la grave acusación de brujería que pesaba sobre la alemana Ingrid Grass, a la que en La Española nadie conocía más que como doña Mariana Montenegro, era un rezongante y minúsculo hombrecillo cuyo enclenque esqueleto bailaba dentro de un astroso hábito de franciscano que más bien parecía hacer las veces de tienda de campaña, pues tanta era la mugre que lo cubría, que su rigidez obligaba a pensar que su dueño podía entrar y salir de él dejándolo en pie en mitad de la calle.
Fray Bernardino de Sigüenza tenía sarna, pulgas y piojos, olía a sudor y ajo a diez metros de distancia y se limpiaba insistentemente el moquillo que le goteaba como un grifo de la enorme nariz con un hediondo trapajo que guardaba en la manga, y cuya sola visión obligaba a volver la vista hacia otra parte o se corría el riesgo de sentir arcadas.
Para ser aún más concretos a la hora de describirle, bastaría con asegurar que Fray Bernardino de Sigüenza produciría náuseas a los sapos de una ciénaga, pero, como compensación a su repelente aspecto físico, poseía una privilegiada mente analítica y, lo que era aún más importante, un generoso corazón rebosante de fe en Dios y en los seres humanos.
Fue por ello su odiosa apariencia, más que sus apreciables virtudes, lo que empujó al gobernador Bobadilla a confiarle el desagradable menester de improvisado inquisidor, influido quizá por el hecho innegable de que aún no había en la isla ningún auténtico representante de la Santa inquisición, y el fétido mocoso era a todas luces el fraile de más siniestro aspecto de cuantos habían atravesado hasta el presente el Océano Tenebroso. En un principio Fray Bernardino de Sigüenza se sintió profundamente molesto y casi ofendido por tan injusta y caprichosa designación, pero en cuanto estudió el caso y mantuvo una primera entrevista con la acusada dio gracias a Dios por que se le brindase la oportunidad de llegar al fondo de unos hechos que cualquier otro inquisidor, especialmente si se hubiera tratado de un dominico, habría despachado por el expeditivo procedimiento de enviar sin mayor dilación a su víctima a la hoguera.
Y es que Fray Bernardino de Sigüenza no tenía necesidad de que le demostraran la existencia de Dios, puesto que veía su mano en cada árbol, cada río o cada criatura de este mundo, pero sí buscaba ansiosamente pruebas de la existencia del demonio, puesto que su tan aireada maldad tan solo era visible en el execrable comportamiento de algunos seres humanos.
Si era cierto que el temido Ángel Negro tenía el poder de hacer arder las aguas de un lago y apoderarse de la voluntad de una hermosa dama de dulce apariencia convirtiéndola en bruja y asesina, el buen fraile se sentía en la obligación de descubrir qué tortuosos métodos utilizaba «El Maligno» para llevar a cabo tan nefandos prodigios.
–Si en verdad creéis que lleváis al demonio en vuestro interior, decídmelo y lucharemos juntos por expulsarlo –fue, por tanto, lo primero que dijo al tomar asiento en la agobiante estancia de gruesos muros y enrejadas ventanas en que mantenían incomunicada a la prisionera–. En caso contrario, quiero escuchar vuestra versión de los hechos.
–En mi interior no llevo más que un hijo y un profundo amor a Dios que me ayudará a sobrellevar esta dolorosa prueba –fue la serena respuesta–. En cuanto al demonio, siento por él tanto horror y desprecio como podáis sentir Vos mismo.
–Sin embargo, conseguisteis que las aguas de un lago ardieran, destruyendo un navío y abrasando a sus tripulantes. ¿Qué podéis decir ante la evidencia de semejante prodigio?
–Tan solo puedo corroborar que cuando se le prendió fuego, el agua ardió, aunque ignoro la razón.
–Pero eso va contra las más elementales leyes de la Naturaleza –señaló el franciscano–. Y si no podéis darle una explicación convincente, el hecho deberá ser tachado de brujería.
–¿Tacharíais el hecho de brujería el hecho de que cayera un rayo que hiciera arder un árbol matando a diez personas? Sin embargo suele ocurrir, y ni tengo explicación, ni culpa alguna en ello.
Fray Bernardino de Sigüenza se agitó en su incómodo asiento y dirigió una distraída mirada al impasible escribano, que, parapetado tras una desvencijada mesa, iba anotando cuidadosamente preguntas y respuestas, y abrigó tal vez una mínima esperanza de que se hubiese olvidado de registrar esta última –un rayo es algo que viene del cielo, como la lluvia, el día o la noche; un fenómeno atmosférico natural en el que no interviene la mano del hombre–. El enclenque hombrecillo sacó una vez más el empapado trapajo y se secó la punta de la nariz tras sorber repetidas veces.
–Pero en este caso, fuisteis Vos quien prendió fuego al agua.
–No. No fui yo.
–Es de ello de lo que se os acusa.
–¿Quién me acusa?
–Eso no puedo decíroslo –fue la seca respuesta.
Doña Mariana Montenegro permaneció largos minutos pensativa, tratando por un lado de vencer la visceral repugnancia que le producía el hediondo frailecillo que no cesaba ahora de rascarse unos sarnosos brazos que eran como oscuros y peludos palillos cubiertos de mugre, al tiempo que se esforzaba por mantener la calma y la claridad de ideas, pues tenía plena conciencia de que cuanto dijera de allí en adelante dependería su futuro y el de la criatura que llevaba en su seno. Era cosa harto sabida que el método seguido por los inquisidores para quebrar la resistencia de los interrogados, obteniendo así la confesión que deseaban sin recurrir a la tortura, solía pasar por el maquiavélico procedimiento de tejer una tupida tela de araña a base de secretos, medias verdades, veladas amenazas, o amables invitaciones a inculparse a sí mismos prometiéndoles perdón para sus supuestos delitos, y por tanto meditó mucho sus palabras sin permitirse caer en la trampa de la precipitación, antes de señalar con firmeza:
–Quien de tal iniquidad me acuse gratuitamente, lo hará sin duda por odio o enemistad hacia mi persona, y admitiréis que en ese caso, su testimonio carece de toda validez a los ojos de Dios y de la Iglesia.
–¿Se trata pues de un conocido vuestro?
–No necesariamente.
–¡Sí necesariamente! –puntualizó Fray Bernardino de Sigüenza–. Puesto que dentro de la razón no se explica la enemistad de un desconocido. Un término anula el otro.
–Jugáis con las palabras –le hizo notar la alemana entrecruzando las manos para no delatar que le temblaban, pues comenzaba a darse cuenta de la peligrosidad de la batalla dialéctica a la que su interlocutor parecía dispuesto a conducirla–. Alguien que me envidie, que desee algo que yo tengo, o que considere, injustamente, que le causé algún daño, puede ser mi acusador sin que resulte imprescindible que yo le conozca.
–¿Como por ejemplo…?
–Los frailes dominicos, que pretenden apoderarse de mi casa, pues es la única forma que tienen de ampliar su convento.
Resultó evidente que al franciscano no le desagradaba en absoluto la idea de que se lanzara tamaña acusación contra sus más directos competidores, y pareció querer asegurarse de que en esta ocasión el escribano anotaba cuidadosamente la respuesta.
–Nada tienen que ver los dominicos con todo esto –replicó por último–. Y peligroso resulta por vuestra parte acusar a hombres santos de semejantes maquinaciones.
–Yo no les he acusado –se apresuró a puntualizar doña Mariana–. Tan solo he respondido a vuestra pregunta poniendo un ejemplo… –Hizo una nueva pausa–. También podría mencionaros a mi esposo, el vizconde de Teguise, capitán León de Luna, que juró matarme porque le abandoné, y de hecho me ha perseguido ferozmente todos estos años.
–Prometió no volver a molestaros… –El improvisado inquisidor se apoderó de un piojo que corría sobre su hábito y lo aplastó entre las uñas de los pulgares con la habilidad de quien dedica a tal deporte largas horas–. Y me consta que ha cumplido su promesa. –Negó convencido–. No es él quien os acusa.
–¿Quién entonces?
–Quizás alguien que, de buena fe, desea ayudar a la Santa Madre Iglesia a librarse de quienes pretenden destruirla aliándose con «El Maligno». –Ahora fue él quien hizo una larga pausa observando con ojillos pitiñosos a la mujer, que hacía ímprobos esfuerzos por fingir que mantenía su entereza–. Decidme: ¿cómo conseguisteis hacer arder el agua de aquel lago?
–No fui yo.
–¿Quién entonces…?
–Alguien de la tripulación.
–¿Su nombre?
–Lo ignoro. Pudo ser cualquiera.
–Incluso Vos. Y quien acusa, os acusa a Vos, no a cualquier otro.
–¿Acaso se encontraba a bordo? –fue la rápida pregunta–. Porque si se encontraba sabe muy bien que miente y es a él a quien deberíais interrogar.
–No se encontraba a bordo.
–¿Cómo puede asegurar entonces que fui yo?
–¿Por qué no? Y es únicamente a Vos a quien acusa. No ha presentado cargos contra nadie más.
–¿Acaso no comprendéis que la armadora de un buque sería la última en realizar semejante tarea cuando hay más de cuarenta hombres en él?
–A no ser que sea la única que tiene poderes para hacerlo… –fue la desconcertante respuesta del franciscano–. Conozco docenas de marinos y ninguno de ellos sería capaz de hacer arder el agua de un lago. Solamente una mujer; una bruja que mantenga relaciones con «El Maligno» está capacitada para llevar a cabo tamaño prodigio.
–¿Se me juzga entonces por mi sexo? ¿Por ser la única mujer a bordo? ¿Tan solo en eso se nos considera superiores a los hombres: en nuestra capacidad de aliarnos con el demonio?
–Aún no se os juzga –especificó puntilloso Fray Bernardino de Sigüenza–. Eso lleva tiempo y requiere la presencia de mentes mucho más preclaras que la mía. Yo tan solo estoy aquí para tratar de dilucidar si existen pruebas suficientes como para dudar de vuestra fe en Dios y admitir que tal vez tengáis efectivamente tratos con el demonio.
–Pero actuáis como si ya me consideraseis culpable.
–Inquisitio, no acusatio –puntualizó el otro alzando el dedo a modo de advertencia–. Si os considerase culpable aplicaría el tormento para acabar de una vez.
–¿Seríais capaz de hacerlo?
–¿Quién soy yo para oponerme a las ordenanzas de la Santa Madre Iglesia? –se asombró el frailecillo–. Si ella, en su infinita sabiduría, ha llegado al convencimiento de que la tortura es el único medio capaz de vencer la resistencia diabólica, ¿cómo podría negarme a aplicarla?
–Más obliga a mentir la tortura que el mismísimo Satanás.
–Ignoro cuánto puede obligar a mentir la tortura, ya que jamás he visto un potro, pero si he aceptado cumplir con una misión, cumpliré con ella hasta sus últimas consecuencias, tenedlo por seguro.
–Por seguro lo tengo.
–Sigamos entonces… –Nuevamente el empapado pañuelo, el moquillo, el rascarse la sarna y el perseguir pulgas o piojos antes de reanudar un interrogatorio, que comenzaba a hacerse obsesivo–. ¿Tenéis alguna explicación que dar a lo acontecido en el lago?
–Tan solo que en este Nuevo Mundo ocurren cosas a las que no estamos acostumbrados, y tal vez por ello se nos antojan sobrenaturales –replicó la alemana esforzándose por mostrar un recogimiento que estaba muy lejos de sentir–. ¿Acaso se os ha pasado por la mente ir allí y asistir a semejante fenómeno?
–¿Insinuáis que debo participar en un acto de brujería para creer en él?
–Unicamente insinúo que deberíais presenciarlo para determinar si se trata o no de brujería.
–No necesito viajar para entender que si las aguas arden cuando el Creador dispuso que apagaran el fuego es porque una mano muy poderosa ha tenido que intervenir en ello.
–¿Más poderosa aún que la del Creador, ya que es capaz de transformar sus leyes?
–Peligroso camino es ese –le hizo notar Fray Bernardino sin conseguir evitar una mirada de soslayo a las anotaciones del escribano.
La advertencia dio sus frutos, pues obligó a recapacitar a la alemana sobre la necesidad de medir sus palabras y no aceptar un combate dialéctico en el que su oponente llevaba siempre las de ganar, pues estaba claro que si se sentía vencido acabaría por enviarla al potro de la tortura.
Buscó por tanto desesperadamente en su memoria las confusas explicaciones que en su día le diera el gomero Cienfuegos de los motivos por los que aquel líquido negruzco y repelente que afloraba al lago tenía la curiosa propiedad de arder con mucha más rapidez e intensidad que el más reseco de los matojos, pero visto desde el interior de una tétrica y lejana mazmorra todo ello se le antojaba pueril e inconsistente, llegando a la conclusión de que de no haber sido testigo de tan terrible escena, ni siquiera ella misma se sentiría en disposición de aceptar que había ocurrido.
–¡Perdonad! –musitó al fin bajando el rostro para contemplarse las uñas que se había clavado en el dorso de la mano–. La tensión me obliga a decir cosas que están muy lejos de mi ánimo, pero puedo jurar que nada tuve que ver con aquel desgraciado incidente, y que fui la primera en asombrarme por cuanto sucedió en el lago.
–¿Quién efectuó en ese caso el exorcismo?
–¿Exorcismo? –se asombró–. No hubo tal exorcismo.
–Veo que os resistís a colaborar –se lamentó el otro abriendo las manos en un ademán que pretendía hacerle notar que en tales circunstancias poco podría hacer en su favor–. Si Vos no lo hicisteis, alguien tuvo que hacer algo para que ese agua ardiera… ¿Quién fue?
–Lo ignoro.
–Sabido es que si el acusado no tiene defensa, ni está en condiciones de acusar a alguien en su lugar, es que es culpable.
–¿Quién afirma semejante monstruosidad?
–Corvado de Marburgo.
–No me sorprende. Corvado de Marburgo fue un carnicero sediento de sangre, a quien el propio papa tuvo que llamar la atención por su desatado fanatismo. –La alemana hizo una corta pausa–. Y dudo mucho que dijera tal cosa, puesto que no dejó documentos escritos, ni manual alguno de sus métodos, sistemas, o actuaciones.
–Mucho sabéis sobre él.
–De niña mi padre me llevó al palacio de Maguncia, donde se celebró el concilio que le denostó, y al lugar en que fue asesinado cerca de Marburgo. Los peregrinos aún escupen cuando pasan bajo aquel olmo.
–¿Ya de niña os preocupaban los asuntos relacionados con el Santo Oficio?
–Jamás tuvieron por qué preocuparme hasta hace tres días –replicó doña Mariana en tono tranquilo–. Mi conciencia siempre estuvo limpia, mi fe en Dios intacta, y mi devoción por la Virgen cada día más fuerte. Ella me librará de todo mal.
–Me alegra oír eso –admitió el inquisidor en tono sincero–. La Virgen es siempre la mejor abogada en estos casos, aunque por desgracia, hasta el mejor abogado necesita pruebas con que defender a un acusado. Dadme un nombre, ¡solo uno!, y comenzaré a creer en vuestro arrepentimiento y vuestros deseos de colaborar con la justicia.
Resultaba a todas luces evidente que Ingrid Grass amaba a tal punto al canario Cienfuegos que ni ante la eventualidad de morir en la hoguera se le pasaría por la mente la idea de acusarlo de haber provocado el incendio del lago Maracaibo, por lo que se limitó a observarse una vez más unas manos que comenzaban a obsesionarla, para replicar en el mismo tono reposado y machacón:
–Os repito que ignoro quién pudo realizar semejante exorcismo. Y quien me acusa, miente. Se trata de su palabra contra la mía.
–En efecto, pero a él nadie le acusa de nada y eso le hace más digno de crédito que Vos.
Semejante frase demostraba que si bien Fray Bernardino de Sigüenza jamás había sido inquisidor, sí estaba, no obstante, perfectamente al corriente de los tortuosos métodos dialécticos que estos solían utilizar, y que se basaban en la indiscutible premisa de que todo ser humano debía ser considerado culpable mientras no estuviese en condiciones de demostrar lo contrario. Y fue precisamente ese perfecto conocimiento de las triquiñuelas del sistema a seguir, lo que le impulsó a no prolongar en exceso el interrogatorio, consciente de que el miedo ganaría en intensidad y hondura a partir del instante en que la víctima se quedara a solas en el interior de una mazmorra.
Desde que en los albores del 1200 el papa Inocencio III creara el Santo Oficio como instrumento de lucha contra las herejías cátara y valdense, el terror que su solo nombre provocaba tras las bestiales actuaciones de hombres como Roben le Bougre, Pedro de Verona, Juan de Capistrano, Raimundo de Peñafort, Bernardo Guí, y sobre todo el sádico Corvado de Marburgo, bastaba la mayoría de las veces para vencer todas las resistencias y aniquilar todas las voluntades, pues sabido es que desde el momento en que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, nada destruye con más facilidad a un ser humano que la sensación de saberse indefenso frente a un oscuro poder desconocido.
Ninguna imaginación ha conseguido crear un instrumento de tortura que supere al que es capaz de imaginar el reo que aguarda dicha tortura, puesto que la mente humana va siempre más allá de lo que conseguirá llegar el hombre por mucho que se lo proponga.
Aquella primera visita a doña Mariana en su celda había abonado convenientemente la tierra plantando la semilla que habría de provocar el definitivo resquebrajamiento de su ánimo por fuerte que este fuera, pues otra de las normas básicas de actuación de los inquisidores se centraba en el hecho de que la Santa Iglesia nunca tenía prisa, por lo que un acusado podía pasar veinte años rumiando su desdicha en una mazmorra antes de que se le juzgase y condenase definitivamente. Y ni siquiera le cabía la esperanza de que la muerte viniera a liberarlo, puesto que se habían dado casos en los que el cadáver de un reo había sido exhumado décadas más tarde, para verse juzgado y quemado teniendo que soportar que se aventaran sus cenizas para que de ese modo no pudiera alcanzar la paz eterna y todos sus bienes pasaran al clero.
Esa seguridad de que se luchaba con una impávida institución que carecía de alma, rostro o sentido del tiempo, aumentaba a tal punto la sensación de impotencia y desaliento de sus víctimas que con frecuencia estas preferían admitir de inmediato sus culpas –cualesquiera que fuesen las culpas que quisieran imputarles– antes que soportar años de dudas y angustias sobre su incierto futuro.
Aunque, por lo general, no solía ser una rápida y total confesión lo que el Santo Oficio pretendía, dado que en ese caso su labor se hubiese limitado a actuaciones aisladas en el tiempo y desconectadas entre sí, lo que a la larga no hubiesen surtido el deseado efecto de ser considerado una especie de invisible poder o capaz de controlar todas las vidas y todos los estamentos de la sociedad de su tiempo.
La Inquisición, tal como Fray Tomás de Torquemada la reestructurara en otoño de 1483 más como arma política al servicio de la Corona española, que como cumplida prolongación del Santo Oficio, tenía por objetivo aparente resolver el problema religioso que planteaba el hecho de que una parte muy importante de nuestra sociedad estuviese constituida por conversos judíos o musulmanes, pero actuaba en realidad como instrumento laico de innegables tintes racistas.
El año 1492 traería luego consigo tres acontecimientos claves para la historia de España: la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la expulsión de los judíos, y si bien trescientos mil de estos últimos abandonarían el país sin llevar más que lo puesto, otros cincuenta mil decidirían quedarse renunciando –la mayoría de las veces falsamente– a sus ancestrales costumbres y creencias.
Eran demasiados hechos, demasiado importantes y demasiado complejos como para que un recién nacido Estado tuviese capacidad para controlarlos, y por ello el inapreciable refuerzo de una institución supranacional que nadie se atreviera a poner en tela de juicio fue hasta cierto punto el único medio que encontraron los Reyes Católicos de evitar una auténtica debacle.
Crear un Estado centralista y autoritario en una península en la que convivían tantas lenguas, tantas ideologías y tantas creencias religiosas hubiera resultado harto difícil para quienes carecían de la más mínima infraestructura política, por lo que se decidió recurrir a la única organización cuyos tentáculos se extendían hasta el último punto de la geografía nacional, dotándola de una capacidad ejecutiva y un poder del que hasta aquel momento había carecido.
El enemigo a destruir no eran ya los herejes cátaros que sostenían la existencia de un Dios del bien y un Dios del Mal, o los valdenses, que proclamaban que las ingentes riquezas y los desaforados lujos de la Iglesia de Roma ofendían a Cristo y que sus sacerdotes debían ser ante todo humildes y ascéticos, sino que a partir del nacimiento del nuevo siglo, el enemigo a combatir era ante todo el enemigo de la Corona, cualquiera que fuese su credo, raza o condición.
En cierto modo, podría asegurarse que Isabel y Fernando no se constituyeron en Reyes Católicos por el hecho de que pusieran sus ejércitos al servicio de Dios, sino más bien por la indiscutible realidad de que habían sabido poner los ejércitos de Dios a su propio servicio. Fray Bernardino de Sigüenza, a quien la mugre, el moquillo y los piojos no bastaban para oscurecer el entendimiento y poseía una amplia cultura y una mente extremadamente lúcida, era consciente de ello, y mientras se encaminaba con su rápido paso de enano nervioso hacia su cercano convento, le iba dando vueltas y más vueltas a cuanto acababa de ver y escuchar. Aún no había conseguido descubrir la mano del Maligno en toda aquella confusa historia del lago en llamas, ni había olfateado hedor a azufre en la proximidad de una pobre mujer aterrorizada, por lo que se sentía en cierto modo desconcertado, aunque más decidido que nunca a llegar al fondo de una cuestión en la que se sentía hasta cierto punto personalmente involucrado. Debido a ello, lo primero que hizo, tras dar rápida cuenta de su frugal almuerzo, fue mandar llamar a Baltasar Garrote, al que recibió a la caída de la tarde en el rincón más fresco del amplio claustro conventual. El Turco se presentó en esta ocasión sin alfanje, gumía, ni turbante, temeroso quizá de que tales signos externos de su afición por la cultura mahometana le restasen credibilidad a los ojos del celoso franciscano, esforzándose al propio tiempo por demostrar una fe y una humildad que se encontraban muy lejos de su talante natural, consciente como estaba de que para la Santa Inquisición tan merecedor de castigo resultaban el brujo y el hereje como el que acusaba en falso sabiendo que lo hacía.
En un principio le tranquilizó descubrir que el improvisado inquisidor no era más que un desecho humano , incapaz de imponer respeto a un perro de lanas, pero a los diez minutos de responder a sus preguntas descubrió que tras aquella espesa capa de mugre, hediondez y piojos se escondía un astuto hijo de puta de retorcida mente que podía llegar a resultar más peligroso que un alacrán en las letrinas.
–¿Os reafirmáis en vuestra aseveración de que no existe ánimo de lucro, ni deseo de venganza personal en el hecho de acusar a doña Mariana Montenegro…? –repitió por tercera vez aquel nauseabundo saco de mierda con una vocecilla aparentemente sin vida, pero que escondía un sutilísimo matiz de amenaza o advertencia.
–Me reafirmo.
–¿Tenéis bien presente a lo que os arriesgáis en caso de que se descubriera que habéis mentido?
–Lo tengo.
–Esa mujer puede pasar años en prisión o acabar en la hoguera y eso es muy serio.
–Lo sé.
–¿Y estáis convencido de que merece tal castigo?
–El castigo no es negocio que me ataña –replicó El Turco en su tono más humilde–. Será una decisión del tribunal. Lo único que me atañe es el hecho de que por culpa de las malas artes de esa bruja, el Infierno subió a la Tierra, Lucifer mostró todo su maléfico poder, y muchos de mis compañeros de armas tuvieron la muerte más espantosa que imaginarse pueda. –Pareció conmoverse–. Aún resuenan en mis oídos sus alaridos cuando los envolvió aquella inmensa ola de fuego.
–¿De dónde surgió?
–Del barco.
–¿Cuánta gente había en el barco?
–Lo ignoro. Treinta hombres; tal vez cuarenta.
–¿Cómo podéis estar tan seguro entonces de que fue doña Mariana la autora del conjuro?
–Porque era la única mujer a bordo –replicó Baltasar Garrote absolutamente impasible pese a lo delicado del momento–. Y porque la pude ver erguida en proa, lanzando sobre el lago palabras mágicas mientras la tripulación permanecía como alucinada.
–¿Estáis absolutamente seguro de lo que decís?
–Lo vi con mis propios ojos.
–¿A qué distancia se encontraba el barco?
–A tiro de piedra.
–¿Y pudisteis distinguirlo con claridad pese a que por lo que tengo entendido el incendio tuvo lugar al anochecer?
–No fue al anochecer, sino a la caída de la tarde, y por eso mismo pude ver a doña Mariana recortándose contra el disco del sol, erguida con su negro y largo vestido de hechicera. –El lugarteniente del capitán León de Luna hizo una dramática pausa buscando sin duda impresionar a su interlocutor, y extendiendo el brazo en ademán melodramático, añadió–: De su mano nació el fuego.
Fray Bernardino de Sigüenza permaneció muy quieto, olvidando incluso de rascarse, tal vez impresionado por el complejo relato, o tal vez tratando de discernir hasta qué punto cabía dar crédito a tan fantástica historia.
Sin poder evitarlo experimentaba un instintivo malestar en presencia de Baltasar Garrote, al igual que se sentía gratamente atraído por la personalidad de la acusada, pero conocedor como era de las sutiles intrigas del Maligno, se preguntaba hasta qué punto podía estar este influyendo sobre su mente.
Si doña Mariana Montenegro era, como pretendían, una sierva del Ángel Negro, no resultaba extraño que su amo tratara de salvarla haciéndola parecer inocente ante sus ojos, pues sabido era que el demonio era por propia naturaleza el ente más capacitado que existía para confundir al ser humano haciendo que el bien se le antojara mal y viceversa.
Un auténtico inquisidor ducho en su oficio tenía que saber aceptar que no siempre su razonamiento era el correcto, y a menudo se veía en la obligación de enfrentarse al hecho indiscutible de que la verdad era mentira, mientras que lo que sus ojos tomaban por mentira era verdad.
Pero –y eso lo había discutido a menudo con sus colegas dominicos– podía darse el caso de que Lucifer fuera más allá aún en sus maquinaciones, haciendo que la verdad fuera auténtica verdad, intentando así obligar a creer que, no obstante, era mentira.
De ese modo, dictar veredicto cuando se trataba de juzgar a un auténtico siervo del Maligno podía llegar a convertirse en un simple juego de azar en el que no existían más que dos opciones: acertar o no acertar a la hora de mandar a alguien a la hoguera, independientemente de las pruebas a favor o en contra que pudiesen acumular sobre la mesa, puesto que, como ya señalara en su día el Gran Inquisidor Bernardo Guí, nadie que muere en la hoguera es del todo inocente, puesto que en los últimos instantes de su vida blasfema de tal forma que tan solo por semejante ofensa a Dios merece ser quemado.
Aunque según tan demencial teoría, muy propia de un fanático discípulo de Corvado de Marburgo, aquellos que perecieron abrasados en el incendio del lago también eran por tanto culpables de blasfemia y ofensa a Dios, por lo que merecían de igual modo la muerte, visto lo cual no cabía culpar de delito alguno a doña Mariana Montenegro.
Al moqueante frailecillo empezaba a obsesionarle seriamente la posibilidad de convertirse en víctima de las falacias de un sistema que empujaba inexorablemente a retorcer más y más los argumentos con miras a llegar a un punto en el que lo único importante era imponer el criterio que más conviniera en cada caso a la razón de Estado, sin tener en cuenta para nada la validez de la auténtica razón.
Al fin y al cabo, y como hombre docto e imparcial en todo cuanto no se relacionase con la fe, había llegado a la conclusión de que la verdad está siempre del lado de quien mejor sepa exponer sus argumentos, y que la mayor parte de las veces, cuando el ser humano busca esa verdad lo hace como el ciego que intenta averiguar el significado del color azul a través de muy distintas versiones.
–Definidme el azul –inquirió de pronto desconcertando a su interlocutor, que no pudo por menos que temer una sutilísima trampa.
–¿El azul? –repitió intentando ganar tiempo–. ¿Qué clase de azul?
–El azul que más os plazca –fue la impaciente respuesta–. Uno cualquiera. Imaginad que soy un ciego y pretendéis hacerme comprender lo que es el azul.
–Eso es del todo imposible.
–¿Por qué razón?
–Porque si un ciego no puede concebir la existencia de los colores, menos podrá concebir un color determinado.
–Excelente argumento –admitió Fray Bernardino–. Sois un hombre inteligente y de recursos.
–¡Gracias!
–No hay de qué. Pero ello me obliga a preguntarme por qué razón un hombre inteligente y que en apariencia no tiene problema alguno se complica la vida sabiendo, como debéis saber, que quien despierta a La Chicharra se arriesga a no dormir.
Se diría que al Turco Baltasar Garrote le sorprendía no ya el hecho de que el buen fraile supiera el popular sobrenombre del Santo Oficio, sino sobre todo que fuese capaz de emplearlo de una forma tan natural y sin reparos.
–Ya os he puesto al corriente de mis razones –musitó al fin.
–En efecto –aceptó el otro–. Lo habéis hecho. Pero me resisto a aceptar que sea tan solo un exceso de celo o el ansia de justicia lo único que os mueve. ¿No estará detrás de todo esto la mano del capitán León de Luna?
–¿Por qué habría de estarlo?
–Porque tengo entendido que odia a doña Mariana Montenegro.
–Y es cierto –admitió el otro–. Pero también es cierto que juró por su honor que jamás volvería a intentar nada contra ella, y es hombre que siempre cumple sus promesas.
–¿Refrendasteis Vos también tal juramento?
–¿Yo? ¿Por qué razón habría de hacerlo?
–Por solidaridad con quien os paga.
–Era mi jefe en negocios de armas, no de sentimientos. Yo no odiaba a doña Mariana.
–Y ahora… ¿La odiáis?
–La odiaré si se demuestra que es la causante de esas muertes, pero si el Santo Oficio, con su infinita sabiduría, establece su inocencia, olvidaré mis resquemores y seré incluso capaz de pedirle públicas disculpas aceptando de todo corazón el veredicto.
¡Veredicto!
Aquella era la palabra que con más insistencia acudía una y otra vez a la mente de Fray Bernardino de Sigüenza; la que se instaló aquella noche y las siguientes en su minúscula y calurosa celda como un molesto huésped impertinente; la que le obligaba a despertarse al amanecer sudando frío, y la que le impulsaba a dudar más que ninguna otra de su propia capacidad de serle de utilidad a la Santa Iglesia en tan espinoso asunto. Inquisitio y no acusatio, había sido la frase más justamente esgrimida en su momento, pero el mugriento franciscano tenía plena conciencia de que el simple hecho de aceptar que existía una mínima base argumental que le impulsase a seguir adelante con sus averiguaciones convirtiendo la inquisitio en acusatio haría que las posibilidades de que doña Mariana Montenegro se librase de morir en la hoguera fueran más bien escasas. Si el Santo Oficio tomaba la firme decisión de atravesar el inmerso océano para establecer todo el peso de su autoridad en el Nuevo Mundo, lo haría con el estruendo, la pompa y el boato que exigiría la ocasión, y no cabía esperar por tanto que aceptara en modo alguno un veredicto absolutorio, ya que eso significaría alimentar en el ánimo del populacho la vana ilusión de que el exceso de agua de mar había servido para sofocar el ardor de sus hogueras.
–Quien quiera que sea el primero, arderá hasta los huesos –se dijo–. Porque lo que habrá de prevalecer en ese caso no será la razón o la sinrazón de una inocencia, sino un principio de autoridad que no admite más dialéctica que la del terror y la violencia.