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Capítulo 1

TU PLATAFORMA

Si no le prestabas mucha atención a su forma de andar, no te dabas cuenta de su leve cojera, ni notabas que le hacía falta su nalga izquierda. Aunque nunca lo dijimos en voz alta, jamás fue difícil pensar en él como el instructor Half Ass (medio rabo). De hecho, nos sorprendió en gran manera verlo reír con el clásico humor de los SEAL, refiriéndose a sí mismo como instructor Half Ass, al mismo tiempo que nos recordaba que él podía hacer más con medio trasero de lo que nosotros podríamos hacer con uno completo. Nunca olvidaré la primera vez que lo vi. Estábamos a punto de realizar nuestra prueba final de preparación física (PRT) y aquí estaba este veterano de Vietnam que había dejado una porción de su cuerpo en las fangosas aguas del delta del Mekong, después de haber sobrevivido de milagro a la emboscada de una granada lanzada por un cohete propulsado. El hecho es que el instructor Half Ass se paró frente a una versión tamaño natural de un ficticio monstruo de Hollywood con una placa de madera colgando de su cuello en la que se leía la inscripción: “Así que quieres ser un hombre rana”.

En seguida, 122 jóvenes nos pusimos firmes en un semicírculo alrededor de este héroe y de su estático compañero en actitud de ataque. Una vez allí, el instructor Half Ass nos dijo: “Los candidatos de la clase 181, reúnanse por aquí. Quiero contarles un secretico”.

Nos acercamos a él arrastrando los pies mientras decía la palabra secretico.

“Quiero que sepan cómo hacer para lograr pasar por la etapa de entrenamiento Navy SEAL. Como se imaginarán, no es tan complicado lograrlo”. Luego, hizo una pausa… y nosotros nos inclinamos aún más cerca para escuchar su respuesta. “Solo tienen que decidir cuánto están dispuestos a pagar. Verán, resulta que sé con certeza que alrededor del 80% de ustedes no estará dispuesto a pagar el precio para ser un Navy SEAL”.

Luego, hizo otra pausa.

“Todos ustedes quieren ser SEALs en medio de días soleados, pero su país no necesita SEALs en los días soleados. Los necesita en días de angustia”.

A medida que él hablaba, yo seguía pensando que la “criatura” cobraría vida y apoyaría su monólogo. De nuevo, hizo una tercera pausa.

“Cuando hace frío, está oscuro y húmedo, y ese estruendo sobre sus cabezas no es un trueno, sino un ataque que proviene de alguien que los quiere muertos… ¿qué tanto quieren ustedes ser SEALs ese día?”.

Acto seguido, dejó esa pregunta en el aire por un momento, mientras sus ojos escaneaban a los jóvenes que estaban de pie ante él.

“Bueno, ese es mi trabajo —averiguar cuántos de ustedes están dispuestos a pagar el precio. ¿Y saben cómo voy a hacer eso? Generando una conversación entre esto [señalando su cabeza] y esto [señalando su corazón].

“Y voy a hacer que esta conversación ocurra de la misma forma en que esos japoneses hacen sus espadas de samuráis”. Entonces, sostuvo sus manos casi al nivel de su estómago para demostrar el proceso.

“¿Saben cómo hacen ellos esas espadas?”.

Nadie respondió. Entonces, él formó un hueco con su mano izquierda.

“Ellos toman un trozo de metal, lo calientan y luego” —hizo un puño con su mano derecha y golpeó con ella su izquierda y ahuecada mano—, “el espadachín lo golpea. Después, lo sumerge en agua fría. ¿Saben cuántas veces repiten ese proceso para convertir ese trozo de metal en una espada?”.

Movimos lentamente la cabeza de un lado a otro, temiendo la respuesta.

“Aproximadamente, 2.000 veces. Sospecho que esas son las mismas veces que les vamos a hacer eso mismo a ustedes durante mi fase, a lo largo de las próximas nueve semanas”.

En seguida, procedió a decirnos cómo iba a hacernos sudar y a golpearnos para luego meternos en agua fría. Incluso nos presentó a nuestros nuevos “martillos”, los 25 instructores que habrían de guiarnos a lo largo de la primera fase de BUD/S.

“Ahora, háganse a ustedes mismos el favor de pensar muy bien qué tanto quieren ser Navy SEALs antes de tomar este PRT. Porque si lo pasan, estarán a mi lado a partir del lunes por la mañana”.

La mayoría de nosotros había estado esperando este momento durante al menos dos años. Si llegaste a través de la Academia Naval, como yo, o por medio de un programa ROTC, te llevó cuatro años lograrlo. En cambio, aquellos provenientes de una formación básica o de un trabajo en la Marina tardaron entre uno y dos años. El caso es que ya habíamos completado dos PRTs y ahora nos enfrentábamos a nuestro tercer y último desafío antes de ingresar oficialmente a la escuela de entrenamiento. Durante las últimas siete semanas, estuvimos aprendiendo las tácticas para ser candidatos SEAL, todo, desde cómo usar nuestros uniformes antiguos de la Segunda Guerra Mundial para aprender cómo realizar un ejercicio conocido como “galleta de azúcar” (navegar, luego avanzar por la playa hasta cubrirnos de arena desde la cabeza hasta los pies). Lo único que se interponía entre nosotros y el inicio oficial del entrenamiento SEAL era esta última prueba física, la misma que ya habíamos tomado y aprobado, como mínimo, dos veces. Me entiendes, ¿verdad?

Después de todo, estábamos físicamente más fuertes que nunca. Y es más, nos habíamos sometido a entrenamiento mental para estar listos para este momento. Mientras estaba parado entre mis compañeros candidatos, todos ellos bastante aptos y rápidos, pensé que, atléticamente, de alguna manera, aterrizar en medio de este grupo de 122 SEALs era todo un compromiso. Como todos los demás, había hecho el PRT dos veces antes y no esperaba que esa prueba fuera una gran cosa. Pero cuando esta terminó, nuestro instructor principal leyó los nombres de aquellos que estarían comenzando el entrenamiento SEAL el lunes por la mañana. No podía creer lo que oía: solo 64 de los122 reclutas que iniciamos el programa superamos esta prueba PRT final.

¿Cómo podía ser esto? ¿Por qué la mitad de la clase había “decidido” no pasar la prueba? En palabras del instructor Half Ass, ellos habían tenido una conversación consigo mismos y tomaron la decisión de no aprobar. Decidieron que el precio a pagar por convertirse en un Navy SEAL era demasiado alto. Hicieron el entrenamiento. Tenían las habilidades, pero aun así, fallaron. Sus cabezas (y sus cuerpos) querían lograrlo, pero sus corazones, no.

Estoy compartiendo esta historia contigo, porque destaca el primer componente indispensable en la construcción de equipos imparables. El primer equipo que debes construir y liderar es tu propio equipo, el que habita dentro de ti. El buen instructor Half Ass dio en el clavo cuando habló de generar una conversación entre la cabeza y el corazón. Eso es exactamente lo que uno necesita para liderarse a sí mismo.

Aunque en ese momento no aprecié del todo el astuto consejo del veterano de Vietnam, solo unas pocas semanas después, me hallé a mí mismo comprometido en una serie de conversaciones entre mi mente y mi corazón sobre cuánto estaba yo dispuesto a dar para lograr mi objetivo de convertirme en un Navy SEAL. Conversaciones como la que tuve en la “prueba de ahogamiento”. Ese es un juego en el que tu manos están atadas a tu espalda, tus pies están atados juntos y eres desafiado a nadar 300 yardas. Dos candidatos dejaron de fumar antes de que nos metieran en la piscina. Piensa por un momento en esta conversación cabeza-corazón. Recibes instrucción de nadar sin el beneficio de contar con eso que hace precisamente posible que nades —tus brazos y tus piernas—. Es natural pensar: “Oye, espera un segundo. Necesito mis brazos para nadar. Si no los tengo, no podré nadar”. Ese es el comienzo de la conversación. Entonces, la cabeza hace un análisis más profundo: “Espera, el instructor dijo que podrías morir haciendo este ejercicio. ¿Vale esto la pena para ti?”. Y luego está lo obvio, la pregunta persistente: ¿cuál es el propósito de esta prueba, de todos modos? Si te permites concentrarte en estos pensamientos, crearás una espiral descendente de pensamientos negativos que podrían llevarte fácilmente a sentirte derrotado incluso desde antes de intentarlo. Aquellos sentimientos negativos también pueden hacer que actúes de una manera tal que se oponga directamente a tus objetivos: podrías desistir incluso desde antes de empezar.

Aprendí con creces sobre los riesgos de la espiral descendente negativa. Yo era el líder (y el único oficial) durante la que suelo llamar mi infernal semana de clase. En aquella desastrosa ocasión, la clase 181 comenzó con 34 candidatos, a saber, 33 enlistados y un oficial (yo). En seis días, teníamos 18 candidatos y todavía nos quedaban 20 semanas de formación básica. Ese no fue un momento de orgullo para mí. Después de estar en la Academia Naval recibiendo formación en liderazgo durante cuatro años, allí estaba yo ejerciendo mi primera verdadera posición de liderazgo y “mi” clase había disminuido de 34 a 18 aspirantes en tan solo la primera de 25 semanas de entrenamiento. Todos mis instructores SEAL se aseguraron de que no se me olvidara qué tan pocas habilidades de liderazgo estaba demostrando. Recuerdo que, ante mis resultados, decidieron usar el fracaso del grupo para darme luces sobre mis debilidades y además me forzaron a sostener una conversación privada conmigo mismo sobre qué tan mal líder yo era.

Esas conversaciones fueron difíciles. Mis instructores me presentaron una serie de datos sobre cuántos compañeros renunciaron bajo mi “mando”. Me preguntaban repetidamente: “Señor, ¿cómo cree usted que podrá liderar a un pelotón SEAL cuando ni siquiera es capaz de dirigir su clase de entrenamiento?”. Otra pregunta que les encantaba plantearme: “Señor, tenemos una curiosidad: ¿qué se siente ser el líder de una clase con más desertores que alumnos presentes?”. Sus comentarios eran implacables. Me molestaban mucho y ellos lo sabían, lo que los llevaba a hacerlos aún más. De hecho, la vez que más cerca estuve de dejar el entrenamiento SEAL no tuvo nada que ver con el dolor físico, sino con la angustia que me generaba la posibilidad de cuestionarme mi propia capacidad para guiar a otros. A menudo, al guiar a mis estudiantes a lo largo de esa horrenda semana sentía autocompasión al saber que yo era el único oficial que quedaba en la clase. Mi “fiesta de autocompasión” incluía voces que se quejaban: “Esto no es justo —tú no deberías ser el único oficial. O tal vez, los instructores están en lo cierto—. Quizá, la responsabilidad de estos resultados es mía. ¿Seré yo la razón por la cual todos se fueron?”. En cualquier caso, estas voces internas de inseguridad eran alimentadas por las voces externas de mis instructores y sus críticas. Lo más probable es que yo habría sucumbido a ellas si no hubiera tenido una voz interna más poderosa que me motivó a seguir adelante.

¿Te suena familiar algo de esto? ¿Alguna vez has estado atrapado en medio de tus propias dudas y de autorrecriminaciones en el momento en que tu equipo más te necesita? ¿En tiempos en los que estás a punto de salirte fuera de tu zona de confort? No necesitas pasar por una infernal semana de entrenamiento SEAL para tener esta colisión de voces incitándote a tomar medidas que te lleven lejos de tu objetivo deseado. Es demasiado fácil obsesionarte con lo que podría salirte mal, con lo que te falta o con los malos resultados que quizá te estén esperando a la vuelta de la esquina. Es muy fácil escuchar las voces negativas, tanto aquellas viniendo del interior de tu cabeza como las de tus críticos más severos. Ese tipo de ruido nos detiene e, inevitablemente, nuestro equipo comienza a languidecer en nuestras manos. Entonces, ¿cómo realizar la tarea en cuestión cuando estás preocupado por tus propios pensamientos y por tu gran cantidad de preocupaciones? ¿Cómo hacer para liderar a otros si ni siquiera sabes cómo administrarte a ti mismo?

A lo mejor, tu situación no sea tan dramática como los desafíos que uno afronta durante el entrenamiento SEAL, pero tener que manejar situaciones extremas llenas de riesgo e incertidumbre es parte del curso que todos hacemos en medio de la infinidad de ámbitos en los que nos movemos en estos días. Además, es innegable que la forma en que manejas esta conversación contigo mismo —acertada o no tanto— se amplifica cuando lideras un equipo. Lo presencié de primera mano a lo largo de aquella semana en que guie a mi clase SEAL. Cuando me sentía desolado y me concentraba en mi propia miseria, mis compañeros lo notaban y hacían lo mismo. Pero cuando logré redirigir mi enfoque hacia el panorama general (cómo dirigirlos de manera positiva en medio de un ejercicio en el que el fracaso era una posibilidad real), fue evidente que los miembros de mi equipo también obtuvieron una mejor perspectiva sobre cada situación inmediata y respondieron de la misma manera. La capacidad de liderarte a ti mismo —a la que yo llamo tu plataforma— es la base para liderar equipos imparables. No importa si estás sentado en medio de las frías aguas del Océano Pacífico o si te encuentras en medio de las aguas calientes de una negociación con el banco donde negociaste la hipoteca de tu casa (y a ellos les gustaría apoderarse de ella y arruinar tu empresa para así obtener su dinero lo más rápido posible). Lo cierto es que la dinámica sigue siendo la misma: centrarte en ti mismo, en lo que te falta, en lo que deseas y en lo que terminará por estancarte. Así que mejor concéntrate en lo que necesitas lograr y en qué y cómo hacer para reclutar a otros y alcanzar ese objetivo que tengas en mente. Si lo logras, te aseguro que te volverás imparable. Hagas lo que hagas, tus acciones se reflejarán y magnificarán en aquellos a quienes lideras y serán el resultado de esa conversación constante entre tu cabeza y tu corazón. Por lo tanto, aprende a autodirigir esta conversación —ese es el primer paso hacia el liderazgo de tus futuros compañeros de equipo.

Quizá, no hayan quedado registradas las grandes historias con respecto a la lucha por prevalecer que libró el heroico liderazgo de sir Ernest Shackleton, a pesar de las voces rivales que hubo en medio de su tripulación durante sus dos largos años de viaje. En 1914, Ernest Shackleton se embarcó junto con 22 miembros que conformaron la tripulación del Endurance, en su intento por ser el primer explorador en caminar por el continente de la Antártida. Dicho viaje fue realizado dos años después de que el noruego Roald Amundsen se convirtió en el primero en llegar al Polo Sur en 1911. Respaldado por la realeza y varias personas adineradas, y con el apoyo de Winston Churchill, quien servía en ese entonces como Primer Señor del Almirantazgo, Shackleton y su tripulación, seleccionada por él mismo, navegaron hacia la isla de Georgia del Sur. Y aunque los pescadores del lugar le advirtieron los pesados témpanos de hielo que había en los alrededores y le sugirieron que esperara un poco antes de intentar iniciar su expedición, como resultado de su pobre liderazgo y de su pésima planificación, tres miembros de su equipo de confianza perdieron la vida. Sin embargo, ante la realidad de la Primera Guerra Mundial, Shackleton no quiso esperar otro año para realizar su histórico intento transantártico y zarpó hacia el mar de Weddell (frente a la costa de la Antártida), donde el Endurance quedó atrapado en el hielo desde el 24 de enero de 1915 hasta que se hundió, el 21 de noviembre de 1915. En este punto, Shackleton realmente comenzó a liderar y lo que sucedió a continuación es una de las más notables de todas las historias de resistencia y triunfo humanos.

A menudo, sir Ernest escribió sobre sus luchas por mantener viva a su tripulación durante aquel peligroso viaje. Después de perder el Endurance, navegaron más de 300 millas hasta la isla Elefante; luego, otras 700 millas, al mismo tiempo que soportaban un huracán, todo esto en un esquife de 25 pies y, por último, se dirigieron de vuelta a Georgia del Sur. Nancy Koehn, historiadora de Harvard Business School, escribió un caso objeto de estudio con respecto a las técnicas de liderazgo de Shackleton durante esta increíble historia de supervivencia, señalando en The New York Times:

“Después que el Endurance se hundió, dejando a aquellos hombres varados en medio del hielo, con tres pequeños botes salvavidas, varias carpas y suministros, Shackleton se dio cuenta de que él mismo tenía que encarnar la nueva misión de supervivencia no solo en lo que dijera e hiciera, sino también en su porte físico y en el nivel de energía que exudara”1.

Shackleton afrontaba sus propias dudas de vez en cuando, pero nunca se lo dijo a su equipo. Él fue el primero en hacer sacrificios en pro de la tripulación. Decidió dejar su reloj de bolsillo de oro en el hielo cuando les ordenó a todos que dejaran atrás todos los elementos no esenciales. Le dio sus mitones a su fotógrafo, Frank Hurley, y las yemas de los dedos se le congelaron la mayor parte del tiempo. Ayudó a preparar las comidas y se aseguró de que todos comieran cada cuatro horas. A menudo, prestaba guardia para que sus hombres descansaran más. Siempre lideró a lo largo del camino. Como miembro de su equipo, Frank Worsley describió la actitud de su jefe así: “Era su regla que él mismo sufriera de privaciones antes que nadie las sufriera”.

Cuando Shackleton finalmente regresó a Inglaterra con toda su tripulación, su expedición había sido considerada un fracaso, sin embargo, su tripulación lo consideró un salvador. Ninguno de ellos hubiera sobrevivido de no haber sido por su enfoque en liderarse primero a sí mismo. Él sabía que sus acciones personales serían decisivas en su intento por mantener viva a su tripulación.

Muy pocos de nosotros tendremos que enfrentar las dificultades que enfrentaron el capitán y la tripulación del Endurance. Sin embargo, esa no es la razón por la cual quise mencionar la historia de Shackleton; lo hice para inculcarte la importancia del enfoque de un líder, pues este determina el resultado del equipo. Shackleton y su tripulación enfrentaron los témpanos de hielo con consternación y negatividad —una mentalidad fácil de asumir considerando que su barco estaba perdido junto con la meta de su expedición—. El resultado más seguro habría sido la muerte, pero la capacidad de Shackleton para enfocar su conversación interna en buscar éxito versus sentir lástima por sí mismo y por la situación que puso a su equipo afectó directamente la moral y el enfoque de su tripulación. Todos hemos tenido momentos en los que nuestra mentalidad y nuestras emociones están en conflicto, cuando nuestra cabeza nos dice que paremos y nuestro corazón nos dice que sigamos. Estas son el tipo de “conversaciones” a las que te animo a tener contigo mismo. Te brindarán claridad sobre tu propósito y tu dirección y te permitirán darles claridad a tus acciones y a tu equipo.

Nunca he experimentado los desafíos de navegar un esquife de 25 pies durante casi 1.000 millas náuticas en las gélidas aguas de la Antártida, pero experimenté mi propio “momento Shackleton” en los negocios y duró casi tanto como lo que le tomó al capitán del Endurance llevar a su tripulación a casa y sin peligro. Esta es la historia: poco después que mi empresa Perfect Fitness fue reconocida por la revista Inc. como la de más rápido crecimiento en el área de productos de consumo en los Estados Unidos (#4 en general), nuestro banco congeló nuestra línea de crédito. Ahora, no estoy tratando de hacerme la víctima. Les habíamos dicho a los gerentes del banco que íbamos a romper un par de convenios en nuestro contrato de crédito. Eso fue en marzo de 2009, durante el apogeo de la recesión económica mundial. Teníamos una línea de $15 millones de crédito; debíamos $8.8 millones y llevábamos en este banco tan solo seis meses cuando sus directivas decidieron que ya nosotros no encajábamos allí.

Los banqueros querían que les devolviéramos el dinero en 30 días. El enfoque que ellos querían que nosotros tuviéramos era: “¿Qué tanta cantidad de nuestro dinero podemos recuperar como entidad bancaria en los próximos 30 días?”.

Estaban dispuestos a negociar con nosotros sobre cuánto dinero les devolveríamos, pero si hubiéramos aceptado su propuesta, habríamos estado en quiebra a los 31 días, el día después que les devolviéramos el dinero. Sin embargo, nuestra propuesta estaba a la intemperie y todo se convirtió en una perfecta tormenta de eventos, desde el nerviosismo de nuestro banco al cambiante panorama minorista hasta la volatilidad de los mercados financieros. En defensa del banco debo decir que sus preocupaciones no carecían de mérito. En los tres meses anteriores, nuestras ventas habían caído radicalmente debido a los cambios en el mercado. Por lo tanto, centrarse en lo que el banco iba a perder tenía sentido para ellos — para el banco, obviamente—. Pero para mi equipo, el enfoque tenía que ser sobre nuestra supervivencia, sobre cómo adaptarnos a los cambios y salir más fuertes y listos para hacer nuevos movimientos. Hubo un montón de otras lecciones que aprender de esta crisis, pero por ahora, en la que quiero enfocarme y hacer énfasis contigo es en esta: el punto donde pongas tu enfoque determinará tus acciones. Mi equipo y yo elegimos poner el nuestro en convencer al banco de que necesitábamos más tiempo, no en tratar de obtener descuentos en el saldo de nuestro préstamo. Así las cosas, creamos un equipo especializado que lograra que los banqueros alinearan su propuesta con la nuestra. ¡Y adivinen qué pasó! Día a día, semana a semana, el equipo bancario fue cambiando poco a poco su enfoque a nuestro enfoque de pagarle al banco la totalidad de la deuda durante un período más largo. A los 11 meses, les habíamos pagado cada centavo y al mismo tiempo mantuvimos viva la empresa y logramos aumentar nuestra línea de productos.

Como empresario, logré surfear esta ola de incertidumbre, porque ya había estado allí antes. Al igual que ocurría con mis instructores SEAL, los banqueros seguían diciéndonos que no lo lograríamos. “Renuncien ahora mismo”, nos decían, “porque esa es su única opción que les queda”. Y aun así, nuestro enfoque nos llevó a realizar diferentes acciones que nos ayudaran a encontrar maneras para mantener nuestra empresa a flote y en crecimiento. Habíamos construido nuestro propio equipo imparable y a la vez nos enfrentábamos a un obstáculo sobre el que muchos de los llamados expertos dijeron que era insuperable. Por lo tanto, cada vez que te enfrentes a un desafío, ya sea que te encuentres en una posición cómoda o que estés entre agua caliente, lo primero que debes hacer es tomar control de la conversación que esté ocurriendo dentro de tu cabeza. Necesitas construir una plataforma sólida para liderar a otros. También es necesario que mantengas tu enfoque y que este sea estable incluso cuando las voces a tu alrededor estén diciéndote que renuncies a tu meta. Y además, necesitas tener la capacidad de inspirar a todos y cada uno de los miembros de tu equipo y así acallar también sus voces.

En la era de las redes sociales y de ciclos de 24 horas diarias de noticias, nunca ha sido más importante aprender a sintonizarnos con lo que realmente nos importa. A menudo, para obtener información e inspiración, suelo recurrir al ejemplo ahora clásico de James E. Burke, el Director Ejecutivo de Johnson & Johnson entre 1976 y 1989. Seis años después de haber comenzado su gestión, Burke enfrentó un desafío que pudo haber llevado a la quiebra a J&J, empresa fundada en 1887. En 1982, siete personas en el área de Chicago murieron a causa de unas cápsulas de Tylenol que contenían cianuro y que un delincuente anónimo puso en la estantería de una tienda de venta al por menor. En ese momento, Tylenol tenía el enorme 35% de participación en el mercado de los analgésicos el cual le generaba $1.2 mil millones de dólares. De por medio, hubo vidas en riesgo y también tambaleó el futuro de la empresa.

Dada la gravedad de la situación, Burke conformó un equipo de siete personas para que se centrara en el manejo de tal amenaza, pero fue el enfoque de su liderazgo el que cambió el curso de la crisis y finalmente abrió el camino de la innovación y la oportunidad. Este veterano ejecutivo que trabajó durante 40 años en J&J recuerda aquella decisión como una “conversación” durante la cual su equipo tuvo que luchar hasta ponerse de acuerdo: se trataba de salvar vidas y al mismo tiempo salvar a Tylenol. Burke recuerda: “Siempre que nos preocupábamos de manera profunda y espiritual por los clientes, las ganancias jamás eran un problema”2.

Por lo tanto, Burke tomó una serie de decisiones profundas. Ordenó el retiro de todos y cada uno de los frascos de Tylenol —más de 31 millones en total—. Les hizo llamadas diarias a los jefes de todas las principales estaciones de noticias para mantenerlos informados de lo que su empresa estaba haciendo. Les encargó a sus equipos que diseñaran nuevos modelos de tapas para los frascos y detuvo la distribución de Tylenol hasta que estas no estuvieran listas. En las semanas posteriores a su decisión, la participación de mercado de Tylenol cayó al 7%, pero a medida que se corrió la voz sobre la respuesta de J&J a la crisis, las ventas se recuperaron. Hacia finales de 1982, la cuota de mercado de Tylenol había vuelto a subir el 30% y al año siguiente alcanzó el 35%. Eventualmente, su decisión llevó a Burke a la Casa Blanca y fue honrado con el más alto premio civil, la Medalla Presidencial de la Libertad. Cuando le preguntaron acerca de cómo enfrentó esa decisión, él hizo referencia al ahora famoso credo de la empresa que, de forma deliberada, pone las necesidades de los clientes por encima de las de los accionistas: “El credo de la empresa es muy claro con respecto a qué es de lo que se trata exactamente nuestro propósito. Sus bases sólidas fueron las que me dieron las municiones que necesitaba para persuadir a los accionistas y a otros para que invirtieran los $100 millones que se necesitaban para reactivar la empresa. Y fue el credo empresarial el que me ayudó a convencerlos”3.

Las conversaciones que los líderes deben tener consigo mismos, en conexión con su corazón y su mente, son cada vez más frecuentes —y eso es bueno—. Para ellos es saludable y productivo examinar sus propios pensamientos y creencias en aras de encontrar una manera de conciliarlos con las necesidades y objetivos del equipo.

Lo más fácil y, a menudo, lo más lógico, es renunciar, incluso si hacerlo va en contra de tus metas a largo plazo. Pero eso no fue lo que líderes como Shackleton y Burke hicieron. Más bien, ellos tomaron esas voces en cuenta, pero luego redirigieron sus energías y los esfuerzos del equipo hacia el horizonte, hacia los principios, valores y aspiraciones que más importaban. Recuerda: tu enfoque impulsa tus acciones y estas son emuladas por tu equipo. Por tanto, lidérate a ti mismo primero y luego sí lograrás liderarlos a ellos.

La fórmula enfócate, siente y actúa

Solo hay tres cosas que puedes controlar: tu mente, tus capacidades emocionales y las físicas. Eso es todo. No es posible controlar el clima, ni a nuestros competidores, ni al mercado, ni a nuestros empleados. ¡Qué desastre! Como padres, ¡ni siquiera podemos controlar a nuestros hijos! Sin embargo, sí podemos controlar lo que pensamos, cómo nos sentimos y cómo actuar y/o reaccionar ante lo que se nos presente. En pocas palabras, concéntrate en lo que puedes controlar y decide ante qué quieres reaccionar. ¡Punto! Lo que hagas dependerá totalmente de aquello en lo que te concentres.

La fórmula enfócate, siente y actúa le funciona a cualquier persona, pero también es la forma en que los líderes imparables construimos equipos 10x. Lo que tenemos que hacer es enfocarnos en crear un sentimiento que nos impulse hacia un comportamiento que resulte en una acción. A su vez, esa acción resultante terminará por reforzar nuestro enfoque y nuestros sentimientos o los cambiará para así generar una acción diferente. El desafío es tratar de darles sentido a todas esas voces internas.

¿Alguna vez has oído decir que “es más oscuro antes del amanecer”? (Esa es una afirmación verdadera, sí es más oscuro. Y por cierto, ¡también es más frío!). El punto es que estas voces terminan por volverse muy molestas cuando estás en el “más oscuro y frío” de los lugares. Y si no sabes reconocer qué voces escuchar, terminarás siendo víctima de la voz equivocada y nunca llegarás a ver las primeras luces de tu éxito. Aprender qué impulsa estas voces y cómo aprovecharlas a tu favor les dará tanto a ti como a aquellos que se unan a tu equipo una gran ventaja para volverse imparables.

El quejambroso, el susurrador y el actor

Nuestro cerebro tiene más de dos millones de años, pero a pesar del paso del tiempo, no ha cambiado mucho en ciertos aspectos. Primero que todo, algunas investigaciones neurocientíficas confirman que nuestro cerebro está preprogramado para la autoconservación; en segundo lugar, que es perezoso; y en tercero, que algunas sustancias químicas vitales que son producidas en nuestro cuerpo tienen un impacto dramático en cómo pensamos y sentimos. Gran parte de la historia humana ha sido una lucha por la supervivencia en entornos hostiles. Y a pesar de vivir en circunstancias mucho más lujosas, la mayoría de nosotros, quienes vivimos en los países desarrollados de hoy, nuestro cerebro sigue funcionando como si el mundo fuera tan peligroso como antes y, por tanto, intenta mantenernos enfocados en evitar riesgos, en la autoprotección y siempre alertas ante la posibilidad de tener que luchar o huir.

Cuando digo que nuestro cerebro es perezoso, me refiero a que es infinitamente centrado en la conservación de nuestra energía corporal (las calorías), que es muy valiosa para nuestro cerebro prehistórico, en parte, porque hubo muchas veces en que la comida escaseaba. Pensar requiere una gran cantidad de energía, así que el cerebro busca la solución más simple y en nuestro mejor interés. El cerebro es muy hábil para encontrar razones para no hacer algo. Cuantas veces has pensado: “¿Cuál es el objetivo de esto?” O “¿Por qué debería hacer esto?” O “¿Quién más ha hecho esto?”. Las respuestas a este tipo de interrogantes son la forma del cerebro de intentar conservar energía y evitarnos riesgos y nuevos desafíos.

Por último, las capacidades funcionales de nuestro cerebro dependen directamente de tres aspectos: la nutrición, el sueño y el ejercicio. Estos tres pilares influyen de manera drástica en la función cerebral y todos están interconectados. Habrás oído el viejo dicho: “Uno es lo que come”. Ahora, piensa en una versión más detallada y más inclusiva de esta frase: “Dime qué comes, qué tan bien duermes y la frecuencia con la que haces ejercicio y te diré lo que piensas”. Come papas fritas y pasta todo el día y te volverás mentalmente lento e incapaz de procesar tareas complicadas después de que el efecto hiperactivo del azúcar desaparezca. Lo mismo ocurre con el sueño. ¿Alguna vez has permanecido despierto hasta 24 horas seguidas? ¿O hasta 48 y 72 horas? Como parte del entrenamiento SEAL, tuve que permanecer despierto por más de 96 horas. ¿Sabes lo que pasa cuando uno hace eso? ¡Que alucina! El cerebro necesita dormir para funcionar. Y cuanto mejor duerma, mejor funciona. Lo mismo ocurre con respecto a hacer ejercicio. Cuando nuestro ritmo cardíaco aumenta durante el ejercicio, mejora la circulación, lo que significa que hay más flujo de sangre en el cerebro. La sangre transporta nutrientes y oxígeno junto con hormonas que estimulan la función cerebral.

Te preguntarás: ¿qué tiene que ver todo esto con la conformación de equipos? La respuesta es sencilla: saber cómo funciona el cerebro nos facilita entender cómo ayudarles a otros a mantenerse enfocados en lo más importante. El cerebro es astuto. Siempre está intentando convencerte a ti y convencer a tus compañeros de no presionar, de no aventurarse en lo desconocido, ni ir en contra del consejo de la multitud. Apreciar por qué nuestro cerebro funciona de esa manera es extremadamente útil para entender cómo “convencerlo” para que funcione a favor y no en contra de nuestros objetivos. Tu cerebro siempre será un poco quejambroso, pero puedes detener algunas de sus quejas alimentándolo, descansando y ejercitándolo. Además, es posible mantener bajo control todas esas quejas aprendiendo a gestionar otro componente crucial que hace parte de tu plataforma: tus emociones.

Existen muchas opiniones que intentan explicar de dónde provienen con exactitud nuestras emociones, pero en aras de la simplicidad, usaré de manera indistinta el “corazón” y el “intestino” como su ubicación general. El adagio “confía en tu intestino” ha sido probado a nivel científico y resultó que allí tenemos un segundo cerebro. La misma clase de neuronas existentes en nuestro cerebro existe también en nuestro intestino; la única diferencia es que tenemos más de 80 mil millones de neuronas en la cabeza y un poco más de 500 millones de neuronas en el intestino. Es decir, el cerebro tiene muchas más células o neuronas de comunicación que el “corazón” o “intestino”. Por lo tanto, los efectos de nuestras emociones en nuestras acciones tienden a parecer más sutiles —por esa razón es qué me refiero a ellos como susurradores—, pero su impacto es quizás aún mayor.

¿Recuerdas algún momento en que hiciste algo mal y sabías que eso estaba mal, pero lo hiciste de todos modos? Tengo muchos momentos de esos que me gustaría usar como ejemplos, pero me referiré a uno de los más lejanos y que aún hoy recuerdo como si hubiera sido ayer. Cuando era niño, mi actividad al aire libre favorita era cazar ranas, serpientes y tortugas. Me iba en mi bicicleta hasta un estanque que había en un campo de golf público y, una vez allí, esperaba a que los golfistas dieran el primer golpe y luego paseaba por toda la orilla con la esperanza de acercarme sigilosamente a alguna rana, serpiente o tortuga. Me encantaba el deporte de atraparlas y disfrutaba de la emoción de traer una a casa y tomarla como mi nueva mascota.

Un día, un niño mayor que yo llegó al estanque y me mostró su técnica para atraparlas. Usó un palo largo para golpear la espalda del desprevenido animal en turno. El chico me prometió que no lo lastimaría; simplemente, “lo noquearía” el tiempo suficiente para poder agarrarlo. Yo estaba emocionado con esta nueva técnica y me dispuse a probarla en una rana que se me había escapado durante semanas. Hasta ese momento, no lograba llegarle más cerca de unos pocos pies antes de que ella saltara a un lugar seguro en el medio del estanque. Pero ahora, armado con mi palo largo, podría acercarme sigilosamente y golpearla tal como me había indicado aquel chico mayor. Para mi deleite, ¡funcionó! La rana grande y vieja no se movió mientras yo me escabullía en el lodo para capturarla y tomarla como mi mejor premio. Ese momento para mí fue de absoluto orgullo, seguido de un repugnante sentimiento en mi estómago que crecía con cada segundo que esta rana no se despertaba. Los segundos se convirtieron en minutos y la rana permanecía en su estado de “noqueada”.

En un solo instante, mi alegría se convirtió en un momento de tristeza. Había matado a esa misma rana que esperaba llevar a casa y a la escuela para mostrarla y contar la historia. Me enfermé del estómago, lloré como un bebé y me juré a mí mismo que nunca más usaría esta nueva técnica del golpe con un palo en la espalda de ningún animal. Eso fue hace más de 40 años. No recuerdo el nombre del chico que me la enseñó, ni la fecha, ni el día de la semana, pero sí recuerdo todo sobre cómo me sentí cuando maté a esa rana. Recuerdo que la llevé muerta a casa. Recuerdo haberle mostrado su cuerpo inerte a mi mamá. La recuerdo a ella ayudándome a enterrarlo. Recuerdo que lloré hasta quedarme dormido esa noche.

Cuento esta historia como un simple ejemplo del poder de las emociones. Estas se manifiestan suavemente, pero también suelen ser exigentes, a menudo, anulando la lógica que nos presenta nuestro cerebro. ¿Alguna vez escuchaste o viste a alguien haciendo una hazaña heroica ante un peligro extremo, como meterse en medio de un incendio para salvar a alguien? ¿O que tal el soldado que corre hacia la línea de fuego para rescatar a un compañero de pelotón herido? Ejemplos de resultados de personas impulsadas por sus emociones están por todas partes y a nuestro alrededor, sobre todo, cuando se trata de deportes (sin mencionar el romance, los juegos de azar y el baile disco). Es indudable que, en el lugar de trabajo, las emociones juegan un papel más importante de lo que nadie quiere admitir. Nos gusta pretender que la racionalidad, la lógica y la razón gobiernan a lo largo de las jornadas de negocios, pero la realidad es que la mayoría de las decisiones y las acciones también dependen bastante de las emociones —de la forma en que los líderes se autorregulen —o no— y de la forma en que las desplieguen para inspirar a sus equipos.

La multitud de sentimientos que fluyen por nuestra mente minuto a minuto se suma a nuestras emociones: amor, odio, ira, tristeza, arrepentimiento, felicidad, cariño… todos estos son sentimientos que pueden llegar a saltar al asiento del conductor y llevarnos a tomar los cursos de acción más desagradables, como lastimar a otros o lastimarnos a nosotros mismos. Y por el contrario, también nos impulsan a tomar acciones que salven vidas y le traigan alegría a la gente. Las emociones fuera de control son como conducir un coche sin quitar nunca el pie del acelerador. Llegará el momento en que terminas por chocar o lastimar a otra persona. Pero si aprendes a regularlas, a redirigir tu atención hacia emociones productivas, aprenderás a conducir como un campeón de Fórmula Uno, tomando las curvas de manera experta, aprendiendo cuándo frenar y cuándo ir a gran velocidad a medida que surjan nuevas crisis y oportunidades en el camino.

Y ahora que ya hemos cubierto los dos primeros componentes de la fórmula enfócate, siente y actúa, pasemos al tercero. Te sorprenderá saber que cuando te unes al ejército, los instructores no te muestran de inmediato cómo sostener una arma, hacer la cama, ni incluso cómo saludar. La primera lección que aprendes es cuál debe ser la postura corporal adecuada. Los instructores se basan en varias acciones pequeñas, comenzando con la postura de los pies. Ellos quieren que mantengas los talones juntos mientras los dedos apuntan a 35 grados, las rodillas deben estar ligeramente dobladas, el pecho va hacia afuera, los hombros hacia atrás, los brazos al costado, los dedos enrollados hacia adentro sin que se vean las uñas, la barbilla va hacia arriba y los ojos hacia adelante. La postura física es un aspecto crucial en el ejército y no es solo para lucir elegante en el patio de armas, ni solo porque comunica respeto militar hacia los demás militares, sino porque además activa la forma en que uno se siente.

¿Te suena descabellado?

Prueba este ejercicio: mira hacia el suelo, apoya la barbilla en tu pecho y mueve los hombros hacia adelante al tiempo que encorvas la espalda. ¿Te sientes poderoso? ¿Qué tan confiado en ti mismo te sientes? Ahora, da un par de pasos en esa misma postura. ¿Tus pasos tienen energía o estás arrastrando los pies? Ahora, intenta tener una conversación en esta posición. ¿Luces seguro? ¿Cómo suena tu voz? ¿Convincente? ¿Crees que podrías vender algo manteniendo esa postura y sintiéndote así? Por supuesto que no. Te ves abatido, te falta energía y estás deprimido y murmurando, como si estuvieras teniendo lástima de ti mismo.

Ahora, cambia tu postura y haz que coincida con las instrucciones militares que acabo de esbozar. Notarás que una serie de reacciones fisiológicas comienzan a surtir efecto, empezando desde el flujo sanguíneo y siguiendo con el flujo de aire. La posición de tu cuerpo afecta directamente tu estado de ánimo. Ahora, ya puedes usar mejor el rango completo de tus cuerdas vocales y toda la tráquea, porque tu barbilla hacia arriba permite un flujo de aire óptimo hacia los pulmones. Tu espalda está recta, tus caderas están alineadas y tus rodillas están dobladas, lo que te permite una circulación sanguínea inmejorable en todo tu cuerpo. En apenas unos segundos, un nuevo sentimiento toma forma en tu interior: te sientes seguro, orgulloso y fuerte. Ahora, da un paso. ¿Cómo caminas? ¿Sientes la transferencia de energía de cada pie a medida que lo levantas del suelo y te impulsas hacia adelante? Ahora, entabla una conversación con alguien o incluso contigo mismo mientras te miras en un espejo. ¿Cómo suena tu voz? ¿Te gusta? ¿Suenas confiado e incluso autoritario? ¿Cuál postura crees que te ayudaría más a vender algo o a convencer a alguien de que se te una en una misión peligrosa o en un viaje hacia lo desconocido (por ejemplo, trabajar en la formación de equipos)?

Nuestra capacidad para responderle al quejambroso (el cerebro) y escuchar al susurrador (nuestras emociones) está directamente relacionada con nuestras acciones físicas. La postura es solo el punto de partida. Intenta pronunciar un discurso sentado en una silla y luego intenta dar ese mismo discurso de pie. ¿Qué posición crees que logrará un resultado más positivo? Y hablando de sentarte, trata de tener una conversación estando sentado derecho e inclinado hacia adelante. Ahora, échate hacia atrás en tu silla, recostado hacia atrás. ¿Notas cómo cambia tu nivel de energía? ¿Crees que serías efectivo resolviendo problemas de matemáticas en esta posición relajada? Otra pregunta: ¿eres más convincente quedándote quieto o moviéndote? Intenta caminar y hablar en lugar de sentarte y hablar. ¿Cuál postura te hace sentir más comprometido? Pista: todo esto tiene que ver con un aumento del flujo sanguíneo al cerebro.

Al instructor Smith le encantaba recordarnos en su marcado acento bostoniano: “Sus cuerpos no son más que la muestra del estado de los cerebros que hay en este grupo”. Su punto era que nuestro cuerpo entero apoya las funciones de nuestro cerebro. Es el responsable de proveerle oxígeno al cerebro, así como los nutrientes adecuados. También es el encargado de ejecutar los comandos del cerebro, es decir, de actuar. La condición de nuestro cuerpo determina cuánto trabajo somos capaces de realizar. El trabajo descrito como una ecuación científica se multiplica en masa por aceleración multiplicada por distancia. La capacidad de nuestro cuerpo para manejar una carga de trabajo sostenida, también conocida como resistencia, afecta varios impulsores mentales y emocionales, como lo que pensamos que podemos hacer y lo que sentimos (creemos) que podemos intentar. Piensa en esto por un momento: si subes el tramo de unas escaleras y te quedas sin aliento, ¿cómo crees que tu cerebro interpretará este resultado? ¿Crees que tu cerebro respondería algo como: “Oye, vamos a escalar una montaña”? No, claro que no. Tu cerebro se pondrá del lado de tu cuerpo, se concentrará en lo forzado que estabas respirando y amplificará la situación con una respuesta como: “Vaya, la próxima vez, toma las escaleras mecánicas para evitar un posible ataque cardíaco”.

El truco es este: si te permites aceptar la salida fácil, tu cerebro continuará buscando razones para no hacer el trabajo extra y tu cuerpo creerá en ellas. Es así como terminarás cada vez más fuera de forma. Sin embargo, si enfocas tu cerebro en cómo hacer para lograr subir esas escaleras más rápido, tu cerebro buscará formas más eficientes de desplazar tu cuerpo por las escaleras. Haz esta rutina unas pocas veces y desatarás una reacción positiva en cadena. Tu frecuencia cardíaca se elevará lo suficiente como para producir hormonas generadoras de sensación de bienestar (dopamina y serotonina) que a su vez estimularán neuronas cerebrales útiles para construir nuevas vías y asociaciones positivas entre “sentirse bien” y “subir escaleras”.

El proceso de construir nuevas vías neuronales es como abrir un camino nuevo en medio de una densa jungla4. La primera vez, es difícil andarlo; cada paso es difícil, porque estás abriéndote camino con un machete a través de la enmarañada vegetación. Sin embargo, si vuelves al día siguiente por ese mismo camino, ya será más fácil recorrerlo. Quizás, algunas partes de la vegetación hayan vuelto a su lugar, pero tú no estarás lastimándote con tantas ramas como el primer día. Haz esto día tras día y verás cómo tu camino se convertirá en un sendero bien marcado. Cuanto más recorras esa ruta, más fácil y más rápido llegarás a tu destino. Lo mismo pasa dentro de tu cerebro cuando intentas hacer algo nuevo. Normalmente, la primera vez, suele ser la más difícil. Digo, normalmente, ya que, cuando intentamos hacer algo nuevo, por lo general, la primera vez casi siempre termina siendo un fracaso —ni siquiera terminamos de hacer lo que empezamos— y no obtenemos la satisfacción de haber atravesado todo nuestro camino en medio de la “jungla”. Aquí es donde el cuerpo puede ayudarnos a intentarlo de nuevo. Aunque hayamos fallado, el cuerpo no sabe la diferencia entre éxito y fracaso; solo conoce el trabajo. Cuanto más trabajo hacemos, más fortaleza alcanzamos y más de esas hormonas saludables se producen. Depende de nuestros conductores mentales y emocionales decidir lo que hace nuestro cuerpo. Si le pedimos que haga demasiadas cosas, muy rápido, nuestro cuerpo se apaga (es decir, se queda sin energía). Sin embargo, si nuestro cuerpo está acondicionado para la carga de trabajo que le demos, estará en condiciones de proporcionarles una retroalimentación positiva a nuestros conductores mentales emocionales para estos que puedan seguir adelante.

Ya sea que estés subiendo por unas escaleras o vendiendo alguna cosa, aplican las mismas reglas. Tu cuerpo juega un papel de gran influencia al momento de decidir en qué concentrarte y es un medio vinculante entre cómo te sientes con respecto a tus acciones. Esta conversación de tres vías entre nuestras voces mentales, emocionales y físicas es constante. Por lo tanto, tener una buena comprensión de estos tres influencers es fundamental para liderar a tu equipo principal: tú mismo. Entonces, ¿cómo lograr que estas tres “voces” individuales formen un solo equipo y trabajen en unidad?

Por qué es importante

La clave para hacer que tu plataforma mental, emocional y física trabaje a tu favor es comprender qué te importa y por qué. Toma las dos historias al comienzo de este capítulo —la relacionada con sobrevivir al entrenamiento SEAL y la de la vez que tuve que enfrentarme a la quiebra con mi primera empresa—. En el entrenamiento SEAL, ¿por qué tantos candidatos más fuertes y veloces renunciaron, mientras que otros que no fueron tan fuertes o tan veloces soportaron hasta el fin? No puedo hablar por todos ellos, pero sí sé por qué yo seguí en la lucha. Mi enfoque estaba en lo que me importaba. Yo no me enfocaba en ser un SEAL en medio de un “día soleado”; más bien, me concentré en todo esas personas que me decían que yo no sería capaz de alcanzar esa meta. Pensaba en el médico que me diagnosticó asma cuando era niño y que sugirió que llevara un estilo de vida menos activo y que lo mejor para mí sería que aprendiera a jugar ajedrez. Pensaba en las personas que más me importaban, como mis padres y mi hermano, y en cómo se sentirían ellos si yo renunciara. Cada vez que me encontraba en el más oscuro de los momentos, cuando la “conversación” conmigo mismo se convertía en una discusión dentro de mí, yo centraba mis pensamientos en por qué me importaba realizar todo el entrenamiento SEAL. Cada vez que me encontraba al borde de renunciar, me enfocaba en las personas que más me importaban y en el impacto que mi fracaso causaría entre ellas y yo. Ese solo pensamiento generaba un sentimiento tan inaceptable dentro de mí, que siempre encontré la fortaleza necesaria para seguir adelante. Más tarde, cuando me enfrenté a la bancarrota con mi empresa startup, las personas que más me importaban eran (son) mi esposa y mis hijos. Recuerdo que entraba en la habitación de los niños, los veía dormir y me imaginaba diciéndoles: “Chicos, papá renunció hoy”. Casi escuchaba aquella conversación mientras los miraba y podía escucharlos diciéndome: “¿Por qué, papá?” y “¿Qué significa esto, papá?”. Yo tendría que explicarles que significaba que tendríamos que irnos lejos y comenzar de nuevo. Cada vez que pensaba en esa conversación y me centraba en el resultado negativo de la situación en la que me encontraba en ese momento, un sentimiento tan terrible surgía dentro de mi estómago que siempre terminaba encontrando la determinación necesaria para emprender otra acción que me llevara a superar el obstáculo que tenía al frente.

Entonces, ya sea que estés entrenando para soportar el dolor físico, luchando con un desafío mental o lidiando con un problema emocional, tu arma más poderosa es entender por qué es tan importante para ti superar ese obstáculo. Cada vez que me encuentro frente a uno de estos obstáculos, mi mayor fortaleza proviene del enfoque y comprensión que tengo de por qué eso es tan importante para mí.

Estamos programados para interesarnos en los demás. Nuestro interés a hacia ellos es más poderoso cuando nos enfocamos en un individuo específico y lo personalizamos, ya que el poder de nuestro interés pierde su influencia a medida que expandimos su alcance. Por ejemplo, si te propones recaudar dinero para obras de caridad, ¿cuál crees que sea una conexión más poderosa: contar una historia personal sobre los desafíos de un niño (mejor aún, lograr que sea el niño mismo quien cuenta su historia) o contar una historia general sobre un gran grupo de personas necesitadas? Ante todo, nos conectamos a nivel individual. Lo mismo ocurre cuando se trata de enfrentarnos con esos demonios de la inseguridad. Durante el entrenamiento SEAL, yo pensaba en miembros específicos de mi familia; con los negocios, mi enfoque primordial estaba puesto en mi esposa y mis hijos. En ambos casos, me enfocaba en las personas que más me importaban. En otras palabras, el secreto para derribar a esos demonios de la duda y convencer a tu plataforma de seguir adelante consiste en conectar tu interés en el nivel individual.

Durante años, pasé por este proceso informal de determinar qué y por qué me importaba cuando la lucha aumentaba hasta el punto de cuestionarme por qué estaba haciendo lo que estuviera haciendo. Recuerdo hallarme a mí mismo teniendo estas conversaciones circulares. Unas veces, me elevaban en espiral; otras veces, me arrastraban en picada. Un punto de inflexión durante mi entrenamiento SEAL ocurrió cuando me encontraba en medio de un recorrido de tres millas de nadado abierto en el océano, unas cuatro semanas después de haber terminado aquella semana infernal. Durante el entrenamiento, estuve escondiendo mis medicamentos para el asma, porque sentía que estos me ayudarían (en ese momento, había estado tomándolos desde hacía más de 10 años). Sin embargo, ese día, algo estaba mal, realmente mal. Sé que la idea de nadar tres millas suena a un recorrido largo, pero cuando usas aletas y tienes un compañero de natación, el asunto no parece tan desalentador. Las prácticas de natación eran una actividad que la mayoría de nosotros anhelaba, porque era una garantía de que, durante una hora o más, los instructores no nos molestarían. Pero en aquella ocasión, la cosa fue diferente para mí.

Mis pulmones luchaban por respirar. Sentía como si estuviera respirando a través de un tubo parcialmente lleno de líquido. El fluido que bloqueaba mis vías respiratorias hacía que mi respiración sonara bastante forzada. Más o menos, hacia la mitad del recorrido, mi compañero de natación me miró y me dijo: “Oye, Millsy, tienes sangre en los labios. ¿Estás bien?”. El líquido que llenaba mis pulmones era sangre. Sentí que me estaba ahogando. En minutos, me sacaron del agua y de la clase y me llevaron directo al médico. Horas después, y luego de varias pruebas, incluido un análisis de sangre completo, me descubrieron mi secreto —la medicación para el asma—. El médico principal me dijo: “Alférez Mills, los asmáticos no están permitidos en el entrenamiento SEAL. Usted tiene asma y no debería estar aquí. Es notable que haya llegado tan lejos como lo hizo, pero este es el final de su meta. No tiene nada de qué avergonzarse. Usted no está renunciando, está siendo retirado de BUD/S por orden médica”.

Recuerdo haber pensado por un solo segundo en lo simple y lógico que sonaba todo eso. Era un camino fácil de tomar; se salvaba mi orgullo y me brindaba la excusa perfecta frente a todas las personas que más me importaban en la vida: se trataba de una enfermedad médica. Sin embargo, yo no quise tomar ese camino. Lo rechacé. Retrocedí y de la manera más cortés posible le dije el médico que yo no tenía asma y que solo estaba usando el medicación para ayudarme a recuperarme de una infección pulmonar que contraje durante aquella infernal semana.

El doctor estaba furioso. Me sacó de mi clase, me puso lo que se llama una retención médica y me envió al hospital principal del ejército en San Diego para que me realizaran una evaluación completa y detectar si tenía o no asma. El proceso tomó más de una semana y tuve que esperar más de cinco semanas hasta saber cuál sería mi destino: recibir un informe médico en el que sería dado de alta o en el que se me permitiría unirme a la siguiente clase SEAL. Tenía mucho tiempo libre para reflexionar sobre mi situación y fue durante estos días que creé un proceso para lidiar con mis desafíos, sobre todo, con aquellos que sentía que estaban fuera de mi control. A este proceso lo llamo “hacer un conteo de resultados” y desde entonces lo uso para todas las dificultades que he enfrentado desde aquel día en que me sacaron del agua y casi me obligaron a salirme del entrenamiento SEAL. (Pasé la prueba de asma llamada el desafío metacolina en el cual te ponen en una caja sellada y miden el volumen de tus pulmones antes y después de rociarla con un producto que induce al asma generando niebla en los pulmones. Cómo pasé, esa es otra historia, pero baste con decir que ese fue el día en que dejé de tomar toda clase de medicamentos para el asma).

Así es como funciona mi estrategia del “conteo de resultados”. Dibuja una T mayúscula en una hoja de papel en blanco y escribe tu objetivo bien definido encima de la T. Sé lo más específico posible. En el caso del entrenamiento SEAL, yo quería graduarme con la siguiente clase: Clase 182. Luego, escribe un signo + en un lado de la línea vertical de la T y un signo – en el otro. Después, responde estas tres preguntas:

1 ¿Cuál es el resultado de lograr este objetivo (es decir, qué te sucederá a ti)?

2 ¿Quiénes se verán afectados con este resultado?

3 ¿Cómo te hace sentir ese hecho?

Responde estas preguntas dos veces. La primera, asumiendo que alcanzas la meta. La segunda, suponiendo que no. Cuanto más puedas visualizar tus sentimientos y el impacto que tu éxito o fracaso tendrá en otras personas, más útil será el ejercicio. Si no sientes un “vacío” físico creciente en tu estómago al pensar en no lograr este objetivo, entonces: o no estás visualizando tu meta de la manera más creativa y suficiente posible o, después de todo, la meta no es tan importante para ti. Cuando yo estaba pensando en dejar el entrenamiento SEAL, venían a mí pensamientos sobre cómo me sentiría dentro de 20 años contándoles a mis hijos por qué “papá renunció” y les decía: “No hagan lo que papá hizo”. Por lo tanto, esfuérzate al máximo por encontrar consecuencias horribles y sentimientos felices en ambos lados de tu resultado. La siguiente es una muestra del esquema para contar resultados.

+-
1. Resultados1. Resultados
2. Impacto2.Impacto
3.Sentimientos3. Sentimientos

El conteo de resultados te proporciona unas bases que te permiten descubrir por qué te importa. A medida que avances en este proceso, descubrirás que enfocando tu atención en brindarles alegría a quienes más te importan en lugar de defraudarlos se convierte en tu mayor fuente de inspiración. Además, le aporta claridad a tu plataforma y te ayuda a liderar la conversación contigo mismo de una manera más ordenada. Todo esto te ayudará a eliminar los quejambres que haya en tu cabeza y aumentará las motivaciones de tu corazón. Saber lo que te importa y cómo te hace sentir te servirá para concentrarte en todo lo que respecta a tomar las medidas necesarias para tener éxito. Convertirnos en líderes imparables comienza, ante todo, por comprendernos a nosotros mismos.

Equipos Imparables

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