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Capítulo 2 ¡El sueño de Dios!

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Después de andar noche adentro por las calles de mi imaginación, abrumado por el peso de mis pensamientos, vuelvo a la mesa del cuarto de mi hotel y me coloco delante de la computadora. Es hora de escribir. Oro, suplico el abrazo divino, la luminosidad de las ventanas del cielo… y empiezo. Me proyecto al dolor del hombre, al dolor íntimo del alma herida.

El mundo gemía envuelto en las tinieblas del pecado. Hombres y mujeres condenados a muerte eterna. El universo lloraba la tragedia humana y ante esa situación catastrófica, el Señor Jesús tuvo un sueño: rescatar a sus hijos de las profundidades grotescas del mal, devolverles la imagen del Padre y encontrar “una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante” en ocasión de su segunda venida (Efe. 5:27).

Pero todo sueño tiene un precio. Y el precio que Jesús pagó por su sueño fue muy alto; le costó su propia vida. Pablo afirma que: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (vers. 25). Se entregó, se sacrificó, murió: “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isa. 53:7).

En la Biblia encontramos descrito muchas veces el sueño de Dios. Imagínalo cerrando los ojos y preguntándose a sí mismo: “¿Quién es esta que se muestra como el alba, hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejércitos en orden?” (Cant. 6:10). ¡Ese es el reino de Dios!

¡El sueño divino! Un pueblo preparado, una iglesia gloriosa y sin mancha, hermosa como la luna, esclarecida como el sol, reflejando su carácter; seres humanos capaces de escuchar la dulce voz del Padre que les dice “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la Tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento” (Isa. 60:1-3).

Una iglesia gloriosa, sin arruga y sin mancha, como una novia vestida de blanco esperando a su novio. Una iglesia auténtica, sin formalismos, que no viva solo preocupada por la apariencia, “no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres” (Efe. 6:6, 7). ¡Esa es la iglesia de los sueños de Dios! ¡El pueblo que forma parte del reino del Padre!

El día viene, y no tarda, cuando finalmente Jesús aparecerá en las nubes de los cielos, en busca de la iglesia de sus sueños; y en ese día, la pregunta que él me hará no será cuántas personas llevé al bautismo, o cuántas nuevas iglesias organicé, o cuántos templos construí. Todo esto es necesario mientras la iglesia de Dios peregrine en esta Tierra, pero la pregunta que él me hará nada tendrá que ver con esto, sino con el sueño que lo llevó a la cruz: ¿Dónde está la iglesia gloriosa que te pedí que preparases para encontrarse conmigo?

Me temo que en aquel día las disculpas que yo presente por no haber cumplido el encargo divino serán inconsistentes: ¿Qué podría yo decirle a Jesús? ¿Que dejé de preparar a la iglesia gloriosa porque estaba ocupado en cruzadas evangelizadoras? ¿Que no tuve tiempo para preparar su iglesia porque tenía un blanco de bautismos que alcanzar?

El Señor Jesús me pidió preparar a una iglesia gloriosa, que reflejara la gloria de Dios. Ese es su anhelo más grande, y es también la misión que me confió. ¿Cómo puedo realizar ese sueño divino? ¿Cómo puedo yo ayudar a que la iglesia refleje la gloria de Dios?

Lo primero que necesito es entender lo que significa la gloria de Dios. ¿Qué es la gloria de Dios? El Espíritu de Profecía responde esta pregunta: “Orad con Moisés: ‘Muéstrame tu gloria’. ¿Qué es esta gloria? El carácter de Dios” (Testimonios para los ministros, 1977, p. 499).

Dios espera que su iglesia refleje su carácter. Al fin de cuentas, el pecado desfiguró el carácter de Dios en nuestra vida. Y Jesús vino a este mundo para restaurar la gloria perdida y reproducir en el ser humano el carácter del Padre. Lo dejó todo allá, en el cielo, y vino a este mundo de miseria y dolor a pagar el precio de nuestra restauración. Por eso, “Cristo espera con un deseo anhelante la manifestación de sí mismo en su iglesia. Cuando el carácter de Cristo sea perfectamente reproducido en su pueblo, entonces vendrá él para reclamarlos como suyos” (Exaltad a Jesús, p. 269).

A la luz de esta declaración, el Señor Jesús espera pacientemente que la iglesia refleje su carácter, para volver y llevar a su pueblo. “El último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo es una revelación de su carácter de amor. Los hijos de Dios han de manifestar su gloria. En su vida y carácter han de revelar lo que la gracia de Dios ha hecho por ellos” (Palabras de vida del gran Maestro, p. 342).

¡Qué desafío! El último mensaje al mundo no es teórico. No tiene que ver solo con la enseñanza de un cuerpo doctrinal, sino con la manifestación de su gloria.

“Debemos salir a proclamar la bondad de Dios y a poner de manifiesto su verdadero carácter ante la gente. Debemos reflejar su gloria. ¿Hemos hecho esto en el pasado? ¿Hemos revelado el carácter de nuestro Señor por precepto y ejemplo?” (Fe y obras, p. 61).

¿Hasta qué punto entiendo esto? ¿Hasta qué punto estoy preocupado por edificar la iglesia de los sueños de Dios? ¿Qué significa preparar a una iglesia que refleje el carácter de Jesús? ¿Cómo se construye su reino?

Al estudiar el capítulo seis de la carta a los Efesios, encontramos los instrumentos que Dios dejó para edificar esa iglesia. El apóstol Pablo los menciona así: “Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia, y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios; orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efe. 6:13-18; siempre la letra cursiva expresará un énfasis que no se encuentra en el texto original).

La iglesia que haga uso de estas armas podrá “resistir en el día malo”, y “habiendo acabado todo” estará firme, reflejando la gloria de Dios. Una iglesia a toda prueba. Esa es la afirmación del apóstol. Y los instrumentos para alcanzar esa experiencia son: “la verdad, la justicia, el apresto del evangelio de la paz, la fe, la salvación, la Palabra de Dios y la oración”.

Permíteme, sin embargo, dividir estos instrumentos en dos grupos. En el primero, voy a colocar la verdad, la justicia, la fe y la salvación. Estos cuatro son instrumentos divinos colocados en las manos de los seres humanos, pero la participación humana en ellos es solo la de aceptar o rechazar.

Los últimos tres, la oración, el estudio diario de la Biblia y el apresto del evangelio de la paz, son también instrumentos divinos, pero solo funcionan si el ser humano los pone en práctica. Su participación en el uso de estos instrumentos es mucho más activa. Explico mejor: Tú y yo no podemos hacer nada para modificar la verdad, la justicia, la fe y la salvación; solo podemos aceptarlas o rechazarlas. Ellas siempre estarán por encima de nuestras intenciones humanas. Pero con relación al apresto del evangelio, al estudio diario de la Biblia y a la oración, nuestra participación es indispensable. Somos nosotros los que tenemos que orar y estudiar la Biblia todos los días. Dios no va a hacer eso en nuestro lugar.

Todos sabemos en qué consiste la oración y el estudio de la Biblia. Pero ¿qué es el “apresto del evangelio de la paz”? Isaías lo explica: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sion: ¡Tu Dios reina!” (Isa. 52:7). El apresto del evangelio de la paz es traer personas a Cristo. A esto podemos llamar testificación. Es un instrumento indispensable en el proceso del crecimiento espiritual. El crecimiento espiritual tiene como objetivo final llevarnos a reflejar el carácter de Jesucristo.

Muchos cristianos, de alguna manera, logran orar y estudiar la Biblia todos los días. La dificultad, para la mayoría, se encuentra en la tarea de llevar a otras personas a los pies de Jesús. Creyentes sinceros y bien intencionados, por más que se esfuerzan, ven con frecuencia sus intenciones frustradas, y después de algunas iniciativas fracasadas llegan a la conclusión de que “no tienen don para eso”. Pero, desde la perspectiva divina, orar, estudiar la Biblia y conducir personas a Jesús no son dones. Son instrumentos claves para el crecimiento cristiano. El uso de estos instrumentos determinará mi crecimiento en la gracia de Dios.

Para que estos instrumentos tengan validez, tienen que funcionar juntos. Esto funciona como la dinamita. La dinamita tiene tres elementos: la pólvora, el detonador y la mecha. Aislados los elementos, la dinamita no surte efecto. Pero juntos, tienen en sí un poder destructor terrible. La misma cosa sucede en la vida espiritual. La oración y el estudio de la Biblia separados de la testificación no tienen mucho valor. Pueden, incluso, llevarte al fanatismo o al misticismo. Esto es lo que afirma el Espíritu de Profecía: “Este período no ha de usarse en una devoción abstracta. El esperar, velar y ejercer un trabajo vigilante han de combinarse” (Servicio cristiano, pp. 107, 108).

¿A qué le llama la sierva del Señor “devoción abstracta”? Al estudio de la Biblia y a la oración separados de la obra de llevar almas a los pies de Cristo. Pero, si como parte de tu vida devocional incluyes la testificación, entrarás en una dimensión extraordinaria de crecimiento, que te llevará a reflejar la gloria de Dios.

“Solo cuando nos entregamos a Dios para que nos emplee en el servicio de la humanidad nos hacemos partícipes de su gloria y carácter” (Alza tus ojos, p. 171).

Humberto era un anciano de iglesia comprometido con los deberes de su cargo. Sincero, buen padre de familia y esposo extraordinario. Era muy querido en la iglesia; todos lo admiraban y deseaban ser como él. Pero nadie sabía del vacío que embargaba su corazón. Pasaba noches enteras sin dormir, y no entendía la razón de su angustia. Vivía una vida ejemplar y cumplía con todo lo que se espera de un buen cristiano. Aparentemente, no había nada que pudiese perturbarlo; sin embargo era infeliz. Fue en esas circunstancias que me escribió una carta. En ella, contaba las cosas buenas que había hecho para servir a Dios, y me preguntaba si la vida cristiana era solo eso, o si él estaba creando fantasías.

Mientras leía su carta noté, que Humberto hablaba de todo, menos de las personas que había conducido a los pies de Jesús. Creí entonces encontrar la razón de sus problemas. Él era un cristiano que se esforzaba en orar y estudiar la Biblia diariamente, pero en los últimos meses había perdido el gusto por su devoción personal; y esto lo angustiaba. Todos lo admiraban, pero solo él sabía que estudiaba la lección de la Escuela Sabática recién el viernes en la noche, porque al día siguiente tenía que presentarla a los alumnos de su clase.

Le escribí acerca de la necesidad de todo creyente de buscar a una persona para llevarla a Cristo. Él no respondió. Pensé que no le había gustado mi respuesta, pero cierto día, en un congreso, me buscó, se identificó, y me hizo recordar su carta y mi respuesta. Entonces, me dijo emocionado: “Pastor, cuánta sabiduría había en sus palabras. Hoy, soy un hombre feliz, he conducido a dos personas a Cristo en el último año, y siento que recuperé mi primer amor por Jesús”.

Esta es la verdad más simple de aprender y sin embargo la más difícil de poner en práctica. Nadie puede crecer en la experiencia cristiana, es imposible vivir la exuberancia de la vida victoriosa, sin incluir en la vida devocional la experiencia de traer a otra persona a los pies de Jesús.

Tal vez a estas alturas estés preocupado porque ya intentaste hacerlo muchas veces y no tuviste éxito. Permíteme decirte que no necesitas temer. La testificación es fascinante. No necesitas complicarte la vida. Es más fácil de lo que imaginas. Para empezar, te diré que no necesitas dar estudios bíblicos, ni tocar la puerta de personas desconocidas, y ni siquiera dirigir una campaña evangelizadora.

Entonces, ¿cómo vendrán las personas a Jesús? Este es el propósito de este libro: Enseñarte a compartir a Jesús. El día que aprendas a hacerlo, no pasará un año sin que hayas ganado un alma. Eso te hará sentir la necesidad de continuar orando y estudiando la Biblia todos los días, y al hacerlo se realizará el sueño de Dios. Estarás creciendo en tu experiencia espiritual y formarás parte de la iglesia gloriosa, sin mancha y sin arruga, que Jesús viene a buscar. ¿No te gustaría vivir esta experiencia?

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