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¡No te muevas ni respires!

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Nada le hacía prever que aquella tranquila tarde se tornaría la más dramática de su vida. Llovía. El expediente del día había llegado a su fin. Mauro se dirigía a la plaza de estacionamiento donde acostumbraba dejar su automóvil. A los 58 años, el hombre de cabellos grisáceos y arrugas en la frente se consideraba un vencedor.

Sus padres habían inmigrado al país cuando él era un niño. Durante los primeros años en la nueva patria, la familia había pasado mucha necesidad. Esos eran otros tiempos. Las cosas habían cambiado. La vida había sido buena con él. De un simple vendedor ambulante, se había transformado en el dueño de una lucrativa cadena de tiendas de ropa. Era un hombre rico y satisfecho con la vida.

Aquella tarde, sin embargo, cambiaría radicalmente el rumbo de su historia. Salió del estacionamiento al timón de su poderoso Vectra, de color plomo, con vidrios polarizados. El tránsito era infernal, como en toda ciudad grande a la hora en que los negocios cierran y las personas retornan a sus hogares. Automáticamente, Mauro siguió el camino de siempre. Estaba cansado. Lo que más deseaba en ese momento era llegar a la casa, meterse en la ducha y sentir el agua resbalando por su cuerpo. Era un hombre de hábitos específicos. Casi nunca cambiaba la rutina de su vida. Hasta aquel día. Después de aquella tarde, Mauro nunca más sería el mismo.

Todo sucedió con rapidez asombrosa. La operación completa no debió de haber demorado más de dos minutos. Cuando la Cherokee negra le cerró el paso, Mauro pensó que estaba delante de un conductor distraído. Levantó la mano en señal de protesta y gritó:

–¡Hey! Mira por dónde andas.

Ya era tarde. Se vio obligado a desviar el auto hacia un lado de la calle y frenar bruscamente. Atrás de él había una camioneta oscura, de donde salieron tres hombres armados. Lo forzaron a entrar al asiento trasero de la Cherokee. Adentro, alguien le colocó una capucha y lo obligó a echarse al piso.

A esas horas de la tarde, ya había oscurecido. En la camioneta, las cosas estaban más oscuras todavía. No lograba razonar. Instintivamente, sabía que estaba siendo secuestrado. Sentía el cañón de un revólver en su nuca, lo que le provocaba dolor. No entendía lo que estaba sucediendo.

–¿Qué quieren? ¿Adónde me llevan? –preguntó sin esperar respuesta.

Una voz grave le dijo:

–No te vamos a hacer daño si colaboras. Ahora cállate. No digas nada. No te muevas ni respires.

Los minutos que siguieron le parecieron una eternidad. Había oído historias de secuestros. Incluso le habían aconsejado que no siguiera todos los días el mismo camino. Le habían sugerido contratar hombres de seguridad. A él, todo eso le parecía innecesario. Nunca imaginó que pudiera ser una víctima más de la violencia que prolifera como una plaga en los grandes centros urbanos.

El temor se apoderó de su corazón. No tuvo noción del tiempo que demoró en llegar a su misterioso destino. Sin quitarle la capucha, le ataron las manos y lo encerraron en un lugar oscuro. No le dijeron nada. Ninguna amenaza, ninguna explicación. Solo silencio. Un silencio cruel. La peor arma que los delincuentes usan para dominar psicológicamente y transformar al secuestrado en una víctima sumisa y obediente.

Estuvo horas en esa situación. Lloró en silencio. Clamó por la misericordia divina, a pesar de no ser una persona religiosa. Pidió ayuda. Casi imploró que le permitiesen ir al baño. Nadie le hizo caso. Sus secuestradores estaban en otro cuarto. Podía escucharlos. Parecían estar celebrando el éxito de sus planes siniestros.

Quedó dormido por el cansancio, con los pantalones mojados, atemorizado, sin saber dónde estaba. Ni siquiera imaginaba lo que querían aquellos hombres.

Al despertar, continuaba con la capucha. Respiraba con dificultad. No veía nada. Se levantó y empezó a andar a ciegas dentro de la habitación. Percibió que estaba en un cubículo de no más de quince metros cuadrados. Tuvo la sensación de que iba a enloquecer. ¿Qué sería lo que los delincuentes planeaban? Si al menos ellos hablaran, él podría ubicarse en medio del remolino de pensamientos que flotaban en su mente.

Los secuestradores sabían lo que estaban haciendo. Eran profesionales. Lo primero que había que hacer con la víctima era aterrorizarla, tornarla insegura y dócil, para que colaborase en la obtención del rescate.

Horas después, los delincuentes le permitieron bañarse, cambiarse de ropa y comer un pedazo de pizza fría. Después lo llevaron a otro cuarto, donde había una cama y un colchón. Fue la primera vez que alguien le explicó lo que estaba sucediendo. En un lenguaje lleno de expresiones propias del submundo del crimen, el hombre de la voz grave con el rostro cubierto y con un revólver en la mano le dijo:

–Nada te va a pasar si tú y tu familia colaboran. No salgas de este cuarto. No intentes huir. Te vamos a dar comida y permitir que vayas al baño bajo vigilancia. Todo eso termina si cometes alguna tontería. Nada puedes hacer. Estás totalmente bajo nuestro control. Lo mejor que puedes hacer es ayudarnos para que esto se termine cuanto antes.

A partir de ese momento, nadie más habló con él. Le daban pizza, hamburguesas y refrescos en lata diariamente. Una semana después, le pidieron escribir una nota para sus familiares, solicitando que pagasen el rescate que los secuestradores exigían. Le tomaron una foto sosteniendo un periódico del día y dejaron de hablar con él.

Fueron días y noches interminables. Horas angustiosas y desesperantes. Semanas largas que lo llevaron a perder la noción del tiempo. Estaba enflaquecido por fuera y envenenado por dentro. Odio, deseos de matar, amargura, sentimientos de los cuales nunca había tenido conciencia, estaban ahí, a flor de piel, doliendo como si fueran heridas expuestas.

Esos delincuentes se sentían los dueños del mundo. Para ellos, Mauro no pasaba de ser un objeto. Un saco de papas que venderían por dos millones de dólares. Era lo que pedían. La familia no lograba reunir tanto dinero. La demora llevó a los secuestradores a tomar una medida extrema.

Ingresaron un día, furiosos, vociferando, y lo desmayaron de un golpe. Al despertar, Mauro sintió un dolor terrible en la oreja izquierda. Notó una cosa húmeda que resbalaba por su cuello. Sangraba. Se tocó instintivamente, y comprobó lo que presentía. Le habían cortado un pedazo de la oreja para presionar a la familia y “probar” que no estaban bromeando.

El pedazo de oreja enviado por los secuestradores provocó el desenlace final de los acontecimientos. Pasadas 48 horas, la familia pagó medio millón de dólares, y Mauro fue abandonado en un poblado de la periferia, dos meses después de la trágica tarde del secuestro.

Cualquier persona, al verse libre de una situación semejante, agradecería a Dios, abrazaría emocionado a sus amados y trataría de olvidar lo que pasó. Mauro reaccionó de modo diferente: con frialdad ante las expresiones de cariño de sus amigos y parientes. Cumplió mecánicamente sus entrevistas con la policía y con la prensa. Fue lacónico. Sus respuestas, casi monosilábicas, irritaban. No se inmutaba con nada.

Los días transcurrían. Mauro parecía un zombi. Ensimismado, pasaba horas encerrado en su dormitorio. No trabajaba. Parecía haber perdido el interés por la vida. Nadie era capaz de entrar en el mundo silencioso de sus pensamientos, ni siquiera el nieto de diez años a quien amaba mucho.

–¿En qué piensas, abuelo? –preguntaba el niño, sin tener noción del infierno que había vivido aquel hombre.

–Nada, hijo –decía emocionado, y lloraba abrazando al único ser humano que era capaz de tocar sus sentimientos adormecidos.

* * *

Acostado, con los ojos abiertos, en la oscuridad del dormitorio, Mauro dirigía la mirada hacia arriba, como si quisiera dibujar en el techo la imagen del único rostro que había visto en las ocho semanas de cautiverio. Era un rostro mulato, redondo, demasiado joven para tener la prominente calva que dejaba expuesta la cicatriz de unos cinco centímetros en la frente.

Había una mezcla de sentimientos en su corazón. Quería olvidar lo que había sucedido. Le hacía mal. Al mismo tiempo, se aferraba al recuerdo del rostro. Si acabara con la vida de aquel hombre, quedaría libre de la prisión en la que ahora se encontraba cautivo. El deseo de venganza y justicia por cuenta propia iba cobrando fuerza en su corazón cada día.

Las semanas pasaron. Mauro fue retornando al trabajo y a la rutina diaria. Tres meses después, las cosas habían vuelto a la normalidad, a no ser por un detalle. Desaparecía durante horas. Nadie sabía adónde iba. Era un misterio. Él nunca había tenido esa actitud antes del secuestro. Ahora parecía esconder un secreto. La familia pensaba que él tenía una relación extramatrimonial. Estaban equivocados.

Mauro andaba por la ciudad. Buscaba lugares de mucha congestión humana. Tomaba el ómnibus, el tren, el tren subterráneo, y se movía de un lugar a otro. Cualquiera que lo siguiera tendría dificultad para entender lo que hacía. Simplemente, andaba. Observaba a las personas. ¿Qué buscaba? Ni él mismo lo sabía definir. Vivía obsesionado por un rostro. El único rostro que recordaba. Aquel grupo de delincuentes había marcado su vida para siempre. Inconscientemente, la única motivación de su vida en los dos últimos años había sido el deseo de vengarse de aquellos hombres.

Fue una tarde de sol brillante y 38 grados de temperatura. Finalmente, encontró lo que buscaba. Parado en la puerta de un bar, bebía una botella de agua. Observaba a los transeúntes. Hombres y mujeres se movían de un lado para otro. Parecía una multitud de peces dentro de un pequeño acuario.

Súbitamente, su corazón se aceleró. Casi dejó caer la botella. Era él. Sin ninguna duda, aquel era el rostro. No lo olvidaría nunca. Aunque viviese un millón de años. Sintió miedo, terror, odio y ganas de arrojarse encima de aquel hombre. Pero se controló.

Dos años de búsqueda. Encontrar a aquel hombre había sido como hallar una aguja en un pajar. No. La oportunidad era demasiado preciosa para desperdiciarla. Quiso gritar, llamar a la policía, decirle a todo el mundo que aquel hombre aparentemente inofensivo era un secuestrador peligroso, pero tuvo la suficiente sangre fría para controlarse. Nunca imaginó que fuese capaz de reaccionar con tanta frialdad. Se sorprendió por una personalidad extraña que había permanecido oculta dentro de sí hasta aquel día.

Instintivamente, se vio siguiendo al hombre. De lejos. Atento a todos los detalles, para no perderlo de vista. Como una fiera sigue a la presa, acompañó los movimientos de uno de sus secuestradores. El supuesto delincuente llegó hasta la estación central del tren. Tomó una línea hacia el suburbio. Después entró en un ómnibus. No percibió que lo seguían. Al descender del ómnibus, caminó trescientos metros. Entró en una casa amarilla de dos pisos. Enfrente de la casa había un terreno baldío donde unos muchachos jugaban fútbol. Mauro se sentó a mirar el juego. En realidad, su atención estaba concentrada en la casa amarilla. A su lado había una niña de aproximadamente diez años. Disimuladamente, le sacó información.

Satisfecho, desapareció del lugar. Ya era tarde y empezaba a oscurecer. De vuelta al centro de la ciudad, en el interior de un taxi, sintió una extraña sensación de alivio. Sabía bien lo que iba a hacer. Lo había planeado durante dos años. En todo ese tiempo, era la primera vez que se sentía contento.

* * *

El hombre que aguardaba apareció puntualmente a las seis de la tarde. Mauro estaba sentado en un banco del enorme parque recreativo de la ciudad. Había mucha gente a esa hora. Gente que andaba y corría. Muchachos en patines y en bicicleta. Parejas que se enamoraban ajenas al intenso movimiento de las personas.

–Llámame “Negão” –dijo el desconocido.

Aquel hombre pertenecía a una cuadrilla de exterminio. No quería ser identificado. Existen muchos grupos así. Son asesinos profesionales de alquiler. Hacen cualquier tipo de trabajo sucio por una buena cantidad de dinero.

El extraño personaje vestía jeans, camiseta negra y calzado deportivo. Usaba un gorro negro de cuero y lentes oscuros. Era alto, fuerte y de pocas palabras.

El acuerdo fue sellado. Los justicieros identificarían y matarían a todo el grupo de secuestradores. Mauro pagaría por el “servicio”. La mitad del dinero sería entregado al día siguiente. La otra mitad, cuando él, personalmente, pudiese ver los cadáveres.

Hay actitudes que el propio hombre no comprende: ¿Por qué alguien que hasta aquel momento había sido un ejemplo de buen comportamiento actuaba de esa manera? Para él, era un misterio, pero la Biblia afirma: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9). Cualquiera que conociera a Mauro habría tenido dificultad para creer que aquel hombre, padre ejemplar, esposo fiel y buen amigo, estuviese planeando de manera fría aquel acto horrendo. Todos nos sorprendemos por las actitudes incoherentes de las otras personas. Olvidamos que dentro de nosotros vive adormecida una fiera capaz de realizar las peores acciones. Ningún ser humano está libre de eso. Todos nacemos con naturaleza pecaminosa. Es una tendencia innata hacia el mal. No podemos librarnos de ella por métodos humanos. La cultura, la educación y la autodisciplina pueden arreglar las cosas por fuera, pero no pueden cambiar el interior del ser humano. En el mundo escondido de los pensamientos y sentimientos íntimos, la fiera está lista para atacar al menor descuido. Es lo que el apóstol Pablo escribió: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). Más tarde, él confirmó esta verdad: “No hay justo, ni aun uno […]. No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Romanos 3:10, 12).

Mauro estaba sintiendo en carne propia esta dolorosa realidad, aunque no era consciente de ello. Hasta el momento del secuestro, la fiera interior había vivido agazapada dentro de su corazón, esperando la hora oportuna para atacar. La hora había llegado. El sufrimiento y las humillaciones que había pasado en manos de los delincuentes habían despertado un ser capaz de odiar, de vengarse, de hacer justicia con las propias manos y de planear un crimen bárbaro.

Por esas coincidencias de la vida, pasaron dos meses desde que encontró al hombre del rostro hasta ver la sed de venganza satisfecha. Durante ese tiempo, recibía informes periódicos de “Negão”. El grupo de exterminio había empezado a buscar a los malhechores, a partir de los datos proporcionados por Mauro. Uno a uno, los secuestradores fueron identificados, silenciosa y sigilosamente, hasta que el último fue encontrado.

* * *

A las tres de la madrugada de un caluroso amanecer de verano, el celular de Mauro vibró. Se levantó sin hacer ruido y fue a atender la llamada a la sala.

–Tienes una hora para llegar aquí –le dijo la voz pegajosa de “Negão–. Tenemos los seis “paquetes” y necesitamos deshacernos de ellos antes de que salga el sol –añadió, refiriéndose a los cadáveres de los secuestradores, cinco hombres y una mujer.

El trato era que Mauro debía ver los cadáveres antes de que fuesen quemados. Solo así entregaría la última mitad del dinero.

Mientras se dirigía a alta velocidad hacia el lugar indicado, tuvo un segundo de lucidez. ¿Y si aquellos exterminadores estaban mintiendo? ¿No podrían matarlo a él y apoderarse del dinero? Sacudió la cabeza intentando ahuyentar aquel pensamiento. Ya había ido demasiado lejos. Era tarde para volver atrás.

En menos de cincuenta minutos recorrió 73 kilómetros. Atravesó la ciudad sin respetar los semáforos, después tomó una carretera estrecha de sentido único. Los últimos 11 kilómetros los recorrió por un camino de tierra, pedregoso y lleno de curvas. Finalmente, vio la luz de un auto estacionado. Se encendía y se apagaba. Era la señal convenida. Mauro estacionó el automóvil. Temblaba. Sudaba, presintiendo instintivamente que iba a suceder algo terrible. Había cuatro hombres en pie. Negão era uno de ellos. Fue el único que habló.

–Ahí están; míralos bien, llevó tiempo identificarlos y ubicarlos, pero el primero “cantó” –dijo refiriéndose al mulato que él reconocía.

Los exterminadores lo habían secuestrado y torturado para descubrir al resto de la pandilla.

Los seis cadáveres estaban ordenados en el suelo, con el rostro hacia arriba. Mauro comenzó a verlos, uno a uno, mientras Negão alumbraba con una linterna. De repente, el corazón casi se le salió por la boca.

–¡Espera! ¡Espera! –dijo.

Tomó la linterna en sus manos para alumbrar de nuevo el rostro del cuarto cadáver. Sintió que la tierra temblaba bajo sus pies. Casi gritó de dolor. No era nada físico, era un dolor emocional.

–¡No puede ser! –gritó–. Ustedes se equivocaron, cometieron un error terrible; este hombre es mi mejor amigo. ¡No puede ser!

Por primera vez, la voz de Negão parecía humana:

–Nosotros no nos equivocamos –dijo, consolándolo–. Debe ser doloroso para ti, pero este, tu mejor amigo, fue el que pagó a la pandilla y se quedó con la mayor parte del rescate.

Mauro tuvo ganas de vomitar. Empezó a llorar desgarradoramente. Corría de un lado a otro gritando:

–Tú no, miserable. Tú no puedes haberme hecho eso.

Los exterminadores, antes de deshacerse de los cadáveres, le dijeron:

–Desaparece o te vas a meter en problemas.

Mauro entró a su auto y partió como loco. Corría a una velocidad exagerada. No le importaban las señales de tránsito ni el riesgo en que colocaba su propia vida. Al contrario, daba la impresión de que buscaba la muerte. Anduvo sin rumbo hasta que el combustible se le acabó y el automóvil se detuvo. La policía de tránsito lo encontró allí en la carretera, durmiendo sobre el volante, como si hubiese sufrido un accidente.

Cuando lo despertaron, hablaba cosas incoherentes. Cambiaba constantemente de tema. Era evidente que sufría alguna alteración mental. Solo fue posible identificarlo gracias a los documentos que traía consigo.

Ya era de noche cuando la familia fue notificada sobre el paradero de Mauro. Los hijos mayores corrieron hasta la estación de policía, donde él exigía que lo detuviesen.

–Soy un asesino –gritaba–. Préndanme. Merezco pudrirme en la cárcel. Acabo de matar a mi mejor amigo, y merezco morir.

Al ser interrogado, no daba información ni detalles del supuesto delito. Solamente lloraba y se golpeaba la cabeza contra la pared.

* * *

Meses después, la situación de Mauro era deprimente. Pasaba noches y días sin dormir. Gritaba como un lobo durante las noches. Salía al jardín y andaba alrededor de la piscina incansablemente. Nadie podía explicar lo que le sucedía. La familia lo había llevado a los mejores especialistas. Le daban calmantes poderosos para hacerlo dormir, pero los resultados no eran nada alentadores.

Transcurrieron años. Con el pasar del tiempo, fue transformándose en una persona agresiva y peligrosa a veces, y apática e indiferente otras veces. Parecía un autista, se negaba a comer. Quedaba con la vista fija en un punto indefinido durante horas.

Fueron diez años dolorosos para los seres que lo amaban. Gran parte de ese tiempo lo pasó en clínicas para enfermos mentales. Pero, en los últimos meses del decimoprimer año pareció estar más repuesto. Los médicos creían que algunos días de convivencia con la familia le harían bien. Pero estaban equivocados. Aprovechando un descuido, Mauro ingirió todo un frasco de calmantes. No murió. La esposa lo descubrió a tiempo para llevarlo al hospital más cercano.

Las fiestas navideñas de aquel año fueron las más tristes para la familia. La vida cómoda que aquel hombre les había proporcionado durante años de trabajo honesto se veía amenazada por el dolor terrible de ver al esposo y padre amado en una situación tan deprimente. Este había sido el tercer intento de suicidio desde que había entrado en ese estado de locura.

¿Qué había pasado aquella madrugada misteriosa? ¿Adónde había ido? ¿Qué sería lo que provocó aquel colapso mental? Todos trataban de relacionar las súbitas desapariciones después del secuestro con la experiencia dramática que estaba viviendo. Nadie llegaba a una conclusión que tuviese sentido.

El tercer intento de suicidio llevó a la familia a buscar una clínica cristiana. Era un retiro para personas con problemas de depresión, administrado por la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Estaba ubicada en las laderas de una montaña majestuosa, a casi 2.500 metros de altura sobre el nivel del mar. Empresarios, artistas y personas famosas habían encontrado paz y recuperación en aquel lugar. Daban las mejores recomendaciones. La familia, dominada por algunos prejuicios, anteriormente había descartado la posibilidad de acudir a ella. Sin embargo, el impacto emocional terrible que provocó en la familia el último incidente derrumbó todas las barreras. Mauro fue conducido a ese retiro.

Allí le cambiaron el tratamiento. Le administraban cada vez menos psicofármacos. Realizaba largas caminatas diarias. Su alimentación se basaba en frutas, cereales y verduras. Tenía, además de la asistencia de los especialistas médicos, la atención de un consejero espiritual.

El consejero notó que Mauro pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto. No participaba de las actividades en grupo, con excepción de aquellas que eran parte del tratamiento. Ensimismado, lloraba en silencio. El consejero tenía mucha dificultad para comunicarse con él. Sus respuestas eran cortas. Evidentemente, no quería ningún tipo de conversación.

Un día, el consejero se acercó. Mauro descansaba debajo de la sombra de un flamboyán.

–Solo quiero que me escuches –le dijo amigablemente–. Te voy a contar una historia. Si no te gusta, solo dímelo y no te importunaré.

Mauro movió los hombros con indiferencia. El consejero comenzó a hablar:

–Había una vez un rey. Era el rey de una nación poderosa. Un día, mientras su ejército estaba en la batalla, subió a la azotea de su palacio y vio a la esposa de uno de sus principales generales, bañándose al calor del sol. Tú sabes cómo son las cosas del corazón. El rey se enamoró de esta mujer casada. Al principio luchó con sus sentimientos, pero en vez de ahuyentarlos los fue acariciando hasta que se transformaron en un deseo incontrolable. Como era el rey y tenía todo el poder, ninguna mujer del reino se atrevía a negársele; y ambos pecaron. Más tarde, cuando el rey se encontraba solo, sintió un dolor extraño en el corazón. No era algo físico. Parecía que un peso enorme lo aplastaba. No podía dormir. Lloró, porque sabía que su conducta era incorrecta, y eso lo atormentaba. Pero, bueno, al menos nadie lo había visto. Todo quedaría en el olvido. Algunas semanas después, recibió una noticia que lo asustó.

–Estoy embarazada –le dijo la mujer–. Y no tengo ninguna explicación que dar. Mi esposo está en la batalla. No lo veo desde hace un buen tiempo.

El rey casi enloqueció. ¿Qué explicación daría a su pueblo? ¿Por qué se había quedado con la esposa de un general que estaba luchando por él? Su imagen se mancharía y su reino correría graves riesgos. No, el pueblo no podía enterarse de lo que había sucedido. Durante días, aquel rey urdió todo tipo de planes para encubrir su pecado. Todas sus intenciones fallaron. Entonces, en su desesperación, hizo algo que nunca había pensado que sería capaz de hacer. Mandó matar a su general. Después, en un aparente acto de bondad, se casó con la viuda, alegando que lo menos que podía hacer por su general muerto en batalla era cuidar a su esposa.

¿Estaba todo resuelto? Aparentemente, sí. Delante de los hombres, tal vez. A partir de aquel día, el rey trató de olvidar el crimen que había cometido.

Se repetía a cada momento que nada había pasado. Intentaba justificar, explicar y racionalizar su pecado. Nada le daba resultado. Su pecado estaba siempre atormentándolo, de día y de noche. La Biblia dice: “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor” (Jeremías 2:22). Para el pecado, únicamente existe una solución: arrepentirse, confesarlo y abandonarlo. El sabio Salomón ya lo dijo hace mucho tiempo: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). El rey no lo sabía, o por lo menos no era consciente de esta realidad. Durante varios días, trató de ocultar su pecado. Un día se presentó delante de él un profeta y le dijo:

–Rey, por favor, ayúdeme; tengo un dilema. No sé qué medida tomar.

El rey se dispuso a ayudarlo:

–Cuéntame, ¿cuál es el problema?

–En una ciudad –empezó diciendo el profeta–, había un hombre rico que tenía muchas ovejas y había también un hombre pobre que tenía una sola ovejita a la que había criado como si fuese parte de la familia. Un día llegó un visitante a la casa del rico, y este mató a la única oveja del hombre pobre a fin de preparar un potaje para su amigo. ¿Qué deberíamos hacer con el hombre rico?

El rostro del rey se enrojeció de indignación. Con aire justiciero, dijo:

–Ese miserable debe morir.

Hubo silencio. Un silencio tan grande que parecía doler. El profeta miró al rey con amor y le dijo:

–Tú eres ese hombre, mi rey. Tú tenías todas las mujeres del reino y tomaste la única esposa de tu general.

El rey sintió como si alguien le hubiese dado un golpe en la cabeza. El corazón parecía que se le iba a salir por la boca. Se vio desnudo. La vergüenza de su pecado estaba expuesta. Salió de la presencia del profeta. Corrió como un loco, gritando en el silencio de la noche: “Soy un asesino, merezco morir, mis manos están manchadas de sangre”.

Entró a una cueva. Allí se arrodilló y siguió llorando a gritos: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. […] Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti sólo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos [...]” (Salmo 51:1, 3, 4).

No sabemos cuánto tiempo el rey estuvo en aquella cueva. Cuando salió, tenía paz en su corazón. Era un hombre nuevo. Había sido perdonado. Un nuevo día amaneció en su vida y partió de vuelta para su palacio, dispuesto a disfrutar la vida al lado de las personas que amaba.

Mauro tenía los ojos perdidos en el vacío. Las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas. El consejero le colocó la mano en el hombro. El enfermo seguía llorando, esta vez casi a gritos. El consejero esperó a que se calmara y le leyó una promesa bíblica: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

El consejero sabía que había tocado el punto neurálgico. Aquel hombre cargaba un sentimiento de culpa terrible. La culpa es capaz de paralizar y destruir. Es como un martillo que te crucifica todos los días en el madero de tu propia conciencia. Hay gente que camina por las calles de las grandes ciudades, atormentada por la culpa. Gente que se entrega al abandono. Muchas veces acaba en el suicidio.

A partir de aquel día, Mauro se aproximaba al consejero cada vez que lo veía solo. No decía nada, simplemente se sentaba junto a él. El consejero le leía promesas bíblicas de perdón como esta: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).

Un día, el consejero lo invitó a orar. Colocó la mano en el hombro de Mauro y suplicó a Dios:

–Señor, este hombre es tu hijo. Necesita tu misericordia y tu perdón. Yo no conozco su vida, pero sé que el peso de la culpa lo está destruyendo. Por favor, Señor, sé clemente y perdona sus pecados.

La oración fue interrumpida. Mauro empezó a llorar a gritos:

–Soy un asesino –dijo–. Oh, Dios mío, soy un asesino. No merezco vivir; quítame la vida, quiero acabar con este infierno.

El consejero lo abrazó bien fuerte y le susurró a los oídos:

–Tú no necesitas morir. Jesús ya murió y pagó el precio de tus pecados.

–No puede ser –repetía Mauro–. Usted dice eso porque no sabe lo que hice. Si supiera, sabría que no hay perdón para mi pecado.

El consejero le refirió lo que Jesús mismo dijo: “Todo pecado […] será perdonado a los hombres” (S. Mateo 12:31).

–¿Entiendes lo que significa todo? –le preguntó–. Todo es todo. Asesinato, asalto a mano armada, prostitución, homosexualidad, lo peor de lo peor. No hay límite para el perdón divino.

Mauro se abrazó con fuerza al consejero como si fuese su única tabla de salvación.

–No me deje, por favor –decía llorando–. No me abandone.

Aquel hombre había vivido los últimos años encerrado en una oscura prisión de soledad, autocastigo y culpa. Verdugos imaginarios enmascarados venían de noche y lo castigaban con crueldad. Años y años deseando la muerte. Creía que esta sería el punto final de su sufrimiento. De repente, por una rendija, vio entrar un rayo de luz a su mundo de oscuridad y miedo.

La recuperación de Mauro fue rápida. La familia quedó sorprendida cuando vino un día a visitarlo. Por primera vez después de muchos años, lo vieron sonreír. Con timidez, como si estuviese conversando con desconocidos, pero mirándolos a los ojos. Sus ojos reflejaban paz. Nadie entendía lo que estaba pasando. El consejero y Mauro, sí.

Las últimas semanas habían pasado horas estudiando la Biblia. Mauro leyó al profeta Isaías, que escribió: “Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isaías 59:2). Entonces entendió por qué no había paz en su corazón. Estaba lejos de Jesús, y solo él podía darle paz. Creyó en la promesa: “La paz os dejo, mi paz os doy […]” (S. Juan 14:27).

Entendió también que el perdón divino no es solo la liberación de la culpa. No es solo una declaración de absolución. La Biblia es clara al afirmar: “Porque la paga del pecado es muerte […]” (Romanos 6:23). “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Por lo tanto, si hubo pecado, tendría que haber habido muerte. El ser humano debería haber muerto, y eso sería justo, mas “él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).

¿De quién hablaba Isaías? ¿A quién se refería cuando decía “él”? Mauro aprendió, en la Biblia, que Jesús es el personaje central del evangelio. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Ya pasaron varios años de todo esto. Un nuevo día amaneció en la vida de Mauro. Su mente era como un cuarto oscuro. Sombras amenazantes lo atormentaban constantemente. De repente, por una rendija de su conciencia entró un rayo de sol. Era el evangelio liberador de Cristo, que inundó su ser entero con paz y felicidad.

* * *

El reloj digital del automóvil brillaba indicando la hora: tres de la mañana. Todavía nos restaban cuatro horas de viaje. La carretera Río de Janeiro-Bahía parecía interminable. Aquella madrugada, mientras el automóvil devoraba kilómetros, dejando atrás pequeños pueblos, mi compañero de viaje, emocionado, me contó esta historia. Él era el hombre que Dios había usado para llevar el evangelio del perdón a la vida angustiada de Mauro. Era el capellán.

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