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Capítulo 53 Segunda jornada de cautividad

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Milady soñaba que por fin tenía a D’Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista de su sangre odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa sobre sus labios.

Dormía como duerme un prisionero acunado por su primera esperanza.

Al día siguiente, cuando entraron en su cuarto, estaba todavía en su cama. Felton estaba en el corredor: traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar; esta mujer entró y se aproximó a la cama de Milady ofreciéndole sus servicios.

Milady era habitualmente pálida; su tez podia, pues, equivocar a una persona que la viera por primera vez.

-Tengo fiebre - dijo ella ; no he dormido un solo instante durante toda esta larga noche, sufro horriblemente; ¿seréis vos más humana de lo que fueron ayer conmigo?

-¿Queréis que llame a un médico? - dijo la mujer.

Felton escuchaba este diálogo sin decir una palabra.

Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se redoblaría la vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.

-Ir a buscar a un médico - dijo-, ¿para qué? Esos señores declararon ayer que mi mal era una comedia; sin duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de avisar al doctor.

-Entonces - dijo Felton impacientado-, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis seguir.

-¿Lo sé yo acaso? ¡Dios mío! Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den, poco me importa.

-Id a buscar a lord de Winter - dijo Felton cansado de aquellas quejas eternas.

-¡Oh, no, no! - exclamó Milady-. No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no necesito nada, no lo llaméis.

Puso una vehemencia tan prodigiosa, una elocuencia tan arrebatadora en esta exclamación, que Felton, arrobado, dio algunos pasos dentro de la habitación.

«Está emocionado», pensó Milady.

-Sin embargo, señora - dijo Felton-, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no tendremos nada que reprocharnos.

Milady no respondió; pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundió en lágrimas y estalló en sollozos.

Felton la miró un instante con su impasibilidad ordinaria; luego, como la crisis amenazaba con prolongarse, salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no apereció.

-Creo que empiezo a verlo claro - murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.

Transcurrieron dos horas.

-Ahora es tiempo de que la enfermedad cese - dijo ; levantémonos y obtengamos algunos éxitos desde hoy; no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado dos.

Al entrar por la mañana en la habitación de Milady, le habían traído su desayuno; y ella había pensado que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a Felton.

Milady no se equivocaba. Felton reapareció y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que ordinariamente traían completamente servida.

Felton se quedó el último, tenía un libro en la mano.

Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa esperando el martirio.

Felton se aproximó a ella y dijo:

-Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el ritual.

Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.

Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconoció a uno de esos sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a veces a buscar refugio.

Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.

Estas dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.

Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó completamente formulada a sus labios: -¡Yo! - dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la voz del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien que yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere tenderme.

-¿Y de qué religión sois entonces, señora? - preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.

-Lo diré - exclamó Milady con exaltación fingida - el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.

La mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola frase.

Sin embargo, el joven oficial permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.

-Estoy en manos de mis enemigos - prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos-. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He ahí la respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro - añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.

Felton no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady había tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como mujer que ya ha recuperado todas sus ventajas.

-Parece - dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.

-¿Qué queréis decir, señor?

-Quiero decir que desde la última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os habréis casado por casualidad con un tercer marido protestante? -Explicaos, milord - prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.

-Entonces es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto - prosiguió riéndose burlonamente lord de Winter.

-Es cierto que eso va mejor con vuestros principios - replicó fríamente Milady.

-¡Oh! Os confieso que me da completamente igual.

-Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros crímenes darían fe de ella.

-¡Vaya! Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth. O yo he oído mal o, diantre, sois bien impúdica.

-Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor - respondió fríamente Milady-, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.

-¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de ayer se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis estar, y mi tarea habrá acabado.

-¡Tarea infame! ¡Tarea impía! - replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su juez.

-Palabra de honor que creo - dijo de Winter levantándose - que la bribona se vuelve loca. Vamos, vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino español el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es peligrosa y no tendrá consecuencias.

Y lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente caballeresco.

Felton estaba en efecto detrás de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta escena.

Milady había adivinado bien.

-¡Sí! ¡Vete, vete! - le dijo a su hermano-. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú no las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.

Se restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un puritano de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar atención siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la molestara, y cuando todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.

Milady sabía que podia ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.

Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más que agua.

Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.

Temía, por tanto, verla con demasiada frecuencia.

Se volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.

Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:

Señor, si nos abandonas

es para ver si somos fuertes,

mas luego eres tú quien das

con tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.

Estos versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben, los protestantes no se las daban de poetas.

Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había producido.

Entonces ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:

-¡Callaos, señora! Vuestra canción es triste como un De profundis, y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.

-¡Silencio! - dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton-. ¿A qué os mezcláis, gracioso? ¿Os ha ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no alteréis en nada las órdenes.

Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había puesto en ella:

Para tantos lloros y miseria,

para mi exilio y para mis cadenas,

tengo mi juuentud, mi plegaria,

y Dios, que tendrá en cuenta los males que he sufrido

Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a inculta de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno.

Milady continuó:

Mas para nosotros llegará el día

de la liberación, Dios justo y fuerte;

y si nuestra esperanza es engañado

siempre nos queda el martirio y la muerte.

Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y Milady lo vio aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.

-¿Por qué cantáis así - dijo - y con semejante voz? -Perdón, señor - dijo Milady con dulzura-, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta casa. Sin duda os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo juro, perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.

Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo creía oír.

-Sí, sí - respondió-, sí: perturbáis, agitáis a las personas que viven en este castillo.

Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.

-Me callaré - dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la resignación que pudo impnmir a su porte.

-No, no, señora - dijo Felton ; sólo que cantad menos alto, sobre todo por la noche.

Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.

-Habéis hecho bien, teniente - dijo el soldado ; esos cantos perturban el alma; sin embargo, uno termina por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!

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