Читать книгу La Dama de las Camelias - Alejandro Dumas - Страница 6
IV
ОглавлениеDos días después la subasta estaba completamente terminada. Produjo ciento cincuenta mil francos.
Los acreedores se repartieron las dos terceras partes, y la familia, compuesta por una hermana y un sobrino, heredó el resto.
La hermana abrió unos ojos como platos cuando el agente de negocios le escribió diciéndole que heredaba cincuenta mil francos.
Aquella joven llevaba seis o siete años sin ver a su hermana, que había desaparecido un día sin que llegara a saberse, ni por ella ni por otros, el menor detalle sobre su vida desde el momento de su desaparición.
Así que llegó a toda prisa a París, y no fue pequeño el asombro de los que conocían a Marguerite cuando vieron que su única heredera era una gorda y hermosa campesina que hasta entonces no había salido de su pueblo.
De pronto se encontró con una fortuna hecha, sin saber siquiera de qué fuente le venía aquella fortuna inesperada.
Volvió, según me dijeron después, a sus campos, llevándose una gran tristeza por la muerte de su hermana, compensada no obstante por la inversión al cuatro y medio por ciento que acababa de hacer.
Empezaban ya a olvidarse todas aquellas circunstancias, que corrieron de boca en boca por París, la ciudad madre del escándalo, y hasta yo mismo estaba olvidando la parte que había tomado en los acontecimientos, cuando un nuevo incidente me dio a conocer toda la vida de Marguerite, y me enteré de detalles tan conmovedores, que me entraron ganas de escribir aquella historia, como ahora hago.
Hacía tres o cuatro días que el piso, vacío ya de todos sus muebles vendidos, estaba en alquiler, cuando una mañana llamaron a mi puerta.
Mi criado, o por mejor decir mi portero, que me servía de criado, fue a abrir y me trajo una tarjeta, diciéndome que la persona que se la había entregado deseaba hablar conmigo. Eché un vistazo a la tarjeta y leí estas dos palabras:
Armand Duval
Me puse a pensar dónde había visto antes ese nombre, y me acordé de la primera hoja del volumen de Manon Lescaut.
¿Qué podía querer de mí la persona que había dado aquel libro a Marguerite? Mandé que pasara en seguida el hombre que estaba esperando.
Vi entonces a un joven rubio, alto, pálido, vestido con un traje de viaje que parecía no haberse quitado en varios días ni tomado siquiera la molestia de cepillarlo al llegar a París, pues estaba cubierto de polvo.
El señor Duval, profundamente emocionado, no hizo ningún
esfuerzo por ocultar su emoción, y con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa me dijo: Le ruego me disculpe por esta visita y esta ropa; pero, aparte de que entre jóvenes no nos preocupamos tanto de estas cosas, tenía tantos deseos de verlo a usted hoy mismo, que ni siquiera he perdido el tiempo bajándome en el hotel, donde he enviado mi equipaje, y he venido corriendo a su casa, por miedo de no encontrarlo a pesar de lo pronto que es.
Rogué al señor Duval que se sentara junto al fuego, como así hizo, a la vez que sacaba del bolsillo un pañuelo en el que ocultó un momento su rostro.
Debe de estar usted preguntándose ––prosiguió suspirando. tristemente–– qué quiere este visitante desconocido, a estas horas, con esta pinta, y llorando de tal modo. Sencillamente, vengo a pedirle un gran favor.
––Usted dirá. Estoy a su entera disposición.
¿Asistió usted a la subasta de Marguerite Gautier?
Ante aquella palabra, la emoción que había conseguido dominar un instante fue más fuerte que él, y se vio obligado a llevarse las manos a los ojos.
Debo de parecerle muy ridículo ––––añadió. Discúlpeme una vez más y créame que no olvidaré nunca la paciencia con que se digna escucharme.
––Caballero ––repliqué––, si el favor que, según parece, está en mi mano hacerle ha de calmar la pena que usted experimenta, dígame en seguida en qué puedo servirle, y encontrará usted en mí un hombre dichoso de poder complacerlo.
El dolor del señor Duval inspiraba simpatía, y sin querer estaba deseand© serle grato.
Entonces me dijo:
––¿Ha comprado usted algo _en la subasta de Marguerite?
––Sí, señor, un libro.
––¿Manon Lescaut?
Exactamente.
––tTiene usted aún ese libro? Está en mi dormitorio.
Ante esta noticia, Armand Duval pareció quitarse un gran peso de encima y me dio las gracias como si, guardando aquel volumen, hubiera empezado ya a hacerle un favor.
Me levanté, fui a mi habitación a coger el libro y se lo entregué.
––Sí, es éste ––dijo, mirando la dedicatoria de la primera página y hojeándolo––. Sí, es éste.
Y dos gruesas lágrimàs cayeron sobre sus páginas.
Bueno ––dijo, levantando la cabeza hacia mí, sin intentar siquiera ocultarme que había llorado y que estaba a punto de llorar otra vez––, ¿tiene usted mucho interés en este libro?
––¿Por qué?
Porque he venido a pedirle que me lo ceda.
Perdone mi curiosidad ––dije––, pero ¿entonces fue usted quien se lo dio a Marguerite Gautier?
Yo mismo.
El libro es suyo, tómelo; me siento feliz de poder devolvérselo.
––Pero repuso el señor Duval un poco desconcertado–– lo menos que puedo hacer es darle lo que le costó.
––Permítame que se lo regale. El precio de un solo volumen en una subasta semejante es una bagatela, y ni siquiera me acuerdo de lo que me costó.
Le costó cien francos.
Es cierto ––dije, desconcertado a mi vez––. ¿Cómo lo sabe usted?
––Es muy sencillo: esperaba llegar a París a tiempo para la subasta de Marguerite, y no he llegado hasta esta mañana. Quería a toda costa tener un objeto que hubiera sido suyo y fui corriendo a casa del subastador a pedirle permiso para ver la lista de los objetos vendidos y los nombres de los compradores. Vi que usted había comprado este libro, y decidí rogarle que me lo cediera, aunque el precio que pagó por él me hizo temer si no estaría usted también ligado por algún recuerdo a la posesión de este volumen.
Y al decir esto, Armand parecía evidentemente temer que yo hubiera conocido a Marguerite como la había conocido él.
Me ápresuré a tranquilizarlo.
––Sólo conocía de vista a la señorita Gautier ––le dije––. Su muerte me causó la impresión que causa siempre en un joven la muerte de una mujer bonita con quien tuvo el placer––'de encontrarse. Quise comprar algo en su subasta y me empeñé en pujar por este volumen, no sé por qué, por el placer de hacer rabiar a un señor que se había encarnizado en él y parecía desafiarme a ver quién se lo llevaba. Así que, se lo repito, el libro está a su disposición y le ru ego otra vez que lo acepte, para que no lo obtenga de mí como yo lo obtuve de un subastador y para que sea entre nosotros el compromiso de un conocimiento más amplio y de unas relaciones más íntimas. .
––Está bien ––me dijo Armand, tendiéndome la mano y estrechando la mía––. Lo acepto y le estaré eternamente agradecido.
Yo tenía buenas ganas de interrogar a Armand acerca de Marguerite, pues la dedicatoria del libro, el viaje del joven y su deseo de poseer aquel volumen me picaban la curiosidad; pero temía que, al interrogar a mi visitante, pareciera que no había rehusado su dinero sino para tener derecho a meterme en sus asuntos.
Diríase que adivinó mi deseo, pues me dijo:
––¿Ha leído usted este volumen?
De arriba abajo.
––¿Qué ha pensado usted de las dos líneas que escribí?
He comprendido en seguida que a sus ojos la pobre chica a quien usted dio este volumen era alguien fuera de lo común, pues me resistía a ver en esas líneas sólo un cumplido banal.
Y tenía usted razón. Aquella chica era un ángel. Tenga ––me dijo––, lea esta carta.
Y me tendió un papel que parecía haber sido leído y releído muchas veces.
Lo abrí. Decía lo siguiente:
«Querido Armand: He recibido su carta, y doy gracias a Dios porque está usted bien.
Sí, amigo mío, yo estoy enferma, y de una de esas enfermedades que no perdonan; pero el interés que aún se toma usted por mí disminuye mucho mis sufrimientos. Sin duda ya no viviré el tiempo suficiente para tener la suerte de estrechar la mano que ha escrito la bondadosa carta que acabo de recibir, y tres palabras me curarían, si algo pudiera curarme. Ya no lo veré más, pues estoy a un paso de la muerte y a usted lo separan de mí centenares de leguas. ¡Pobre amigo mío! Su Marguerite de antaño está muy cambiada, y quizá es preferible que no vuelva a verla antes que verla como está. Me pregunta usted si lo perdono. ¡Oh, de todo corazón, amigo mío, pues el daño que usted quiso hacerme no era más que una prueba del amor que me tenía! Llevo un mes en la cama, y tengo en tanta estima su aprecio, que todos los días escribo el diario de mi villa desde el momento de nuestra separación hasta el momento en que ya no tenga fuerzas para escribir.
Si su interés por mí es verdadero, Armand, a su regreso vaya a casa de Julie Duprat.
Ella le entregará este diario. En él encontrará la razón y la disculpa de lo que ha pasado entre nosotros. Julie es muy buena conmigo; a menudo las dos juntas charlamos de usted.
Estaba aquí cuando llegó su carta, y lloramos al leerla.
En caso de que no me dé usted noticias suyas, ella queda encargada de enviarle estos papeles a su llegada a Francia. No me lo agradezca. Este volver todos los días sobre los únicos momentos felices de mi villa me hace un bien enorme, y, si usted va a encontrar en su lectura la disculpa del pasado, yo encuentro en ella un continuo alivio.
Quisiera dejarle algo para que me tuviera usted siempre en su recuerdo, pero todo lo que hay en la casa está embargado y nada me pertenece.
¿Comprende usted, amigo mío? Voy a morir, y desde mi dormitorio oigo andar por el salón al vigilante que mis acreedores han puesto allí para que nadie se lleve nada ni me quede nada en caso de que no muriera. Espero que aguarden hasta el final para subastarlo.
¡Oh, qué despiadados son los hombres! No, me equivoco, es mejor decir que Dio s es justo a inflexible.
Pues bien, querido mío, venga usted a la . subasta y compre cualquier cosa, pues, si apartara yo el menor objeto para usted y se enterasen, serían capaces de denunciarlo por ocultación de objetos embargados.
¡Qué villa tan triste la que dejo!
¡Si Dios permitiera que volviera a verlo antes de morir! Según todas las probabilidades, adiós, amigo mío; perdóneme que no le escriba una carta más larga, pero los que dicen que van a curarme me agotan con sangrías, y mi mano se niega a escribir más.
Marguerite GAUTIER.»
En efecto, las últimas palabras apenas eran legibles.
Devolví la carta a Armand, que sin duda acababa de releerla en su pensamiento como yo la había leído en el papel, pues, al recogerla, me dijo:
––¡Quién podría pensar jamás que era una entretenida la que escribió esto!
Y, muy emocionado por sus recuerdos, contempló un rato la escritura de aquella carta, que acabó por llevarse a los labios.
––Cuando pienso ––prosiguió–– que ha muerto sin que haya podido verla, y que ya no volveré a verla nunca; cuando pienso que ha hecho por mí lo que no hubiera hecho una hermana, no me perdono haberla dejado morir así. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Pensando en mí, escribiendo y pronunciando mi nombre! ¡Pobre Marguerite querida!
Y Armand, dando rienda suelta a sus pensamientos y a sus lágrimas, me tendía la mano y continuaba:
––Quien me viera lamentarme así por una muerta semejante me tomaría por un niño, pero es que nadie sabe cuánto he hecho sufrir a esa mujer, lo cruel que he sido, lo buena y resignada que ha sido ella. Creía que era yo quien tenía que perdonarla, y hoy me veo indigno del perdón que ella me otorga. ¡Oh, daría diez años de mi vida por poder llorar una hora a sus pies!
Siempre es difícil consolar un dolor que no se conoce, y sin embargo sentía tan viva simpatía por aquel joven, me confiaba con tal franqueza su pena, que creí que mis palabras no le resultarían indiferentes y le dije:
¿No tiene usted parientes o amigos? Tenga confianza, vaya a verlos, y ellos lo consolarán, pues yo no puedo hacer más que compadecerlo.
Es natural ––dijo, levantándose y paseándose a grandes pasos por mi habitación––, estoy aburriéndolo.
Perdóneme, no me daba cuenta de que mi dolor le importa poco y de que estoy importunándolo con una cosa que ni puede ni debe interesarle nada.
No ha interpretado usted bien mis palabras. Estoy totalmente a su disposición; sólo que siento mi incapacidad para calmar su pena. Si mi compañía y la de mis amigos pueden distraerlo; en fin, si me necesita usted para lo que sea, quiero que sepa que tendré un gran placer en poder serle grato.
Perdón, perdón me dijo––, el dolor exacerba las emocio nes. Deje que me quede unos minutos más, el tiempo justo de secarme los ojos, para que los mirones de la calle no se queden mirando como una curiosidad a este mocetón que llora. Acaba usted de hacerme muy feliz dándome este libro; nunca sabré cómo agradecerle lo que le debo.
––Concediéndome un poco de su amistad ––dije a Armand–– y diciéndome la causa de su pena.
Contando los sufrimientos, se consuela uno.
––Tiene usted razón; pero hoy siento tal necesidad de llorar, que no le diría más que palabras sin sentido.
Otro día le haré partícipe de esta historia y ya verá usted si tengo razón para echar de menos a la pobre chica. Y ahora ––––añadió, frotándose los ojos por última vez y mirándose en el espejo––, dígame que no le parezco excesivamente necio y pemiítame que vuelva a verlo otra vez.
La mirada del joven era bondadosa y dulce; estuve a punto de abrazarlo.
En cuanto a él, sus ojos comenzaban de nuevo a velarse de lágrimas; vio que yo me daba cuenta y desvió la mirada.
Vamos ––le dije––. ¡Animo!
––Adiós me dijo entonces.
Haciendo un esfuerzo inaudito por no llorar, más que salir, huyó de mi casa.
Levanté el visillo de mi ventana y lo vi subir.al cabriolé que lo esperaba a la puerta; pero, en cuanto estuvo dentro, se deshizo en lágrimas y ocultó su rostro en el pañuelo.