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INTRODUCCIÓN

No es difícil imaginarse las paredes con cicatrices de balas o de metralla, las calles por donde caminar era sinónimo de sortear algún escombro. Quizá alguna casa enferma por los bombardeos, sin tejado, o con una fachada de menos. Tampoco es difícil pensar en la invasión de la vida cotidiana por el miedo en el otoño de 1936 ni en su prolongación, «al paso alegre de la paz», a partir de la primavera de 1939. Ni las «cenas de hambre (pescadilla hervida)» en una «pensión amarilla», ni la pobreza extrema, paciente y cotidiana, «fumando colillas» recogidas del suelo. Juventud antigua. Juventud doliente. Desde el corazón de una ciudad resistente, asediada, agotada y, por último, conquistada, en el céntrico barrio de Lavapiés, Gloria Fuertes recordaba cómo los diez años transcurridos entre 1936 y 1946 fueron su «peor época». Un tiempo en el que vio su juventud «recortada a mordiscos», por el que transitó «con las suelas rotas» y en el que una imagen certera rivalizaba con las heridas de las paredes y las enfermedades de las casas: el «frío en el estribo del tranvía».1

Conscientes de la importancia del momento, las cámaras del Departamento Nacional de Cinematografía captaron otras imágenes. Las estatuas de los reyes de Castilla y León formando parte de los parapetos frente al Palacio Real. La célebre «Pasarela de la Muerte» convertida en el «Puente del Generalísimo» y, allí, en la Ciudad Universitaria, donde se escenificó la rendición de la ciudad, las trincheras renunciando a su vocación. Las ruinas igualaban el Hospital Clínico y la Facultad de Medicina con las casas más pobres de la periferia, con el cuartel de la Montaña o los raíles maltrechos de los tranvías. Junto a esas estampas, la voz en off también indicaba las intenciones de la propaganda: la ciudad, «una tumba que en nada recordaba al Madrid de otro tiempo», la «gran urbe parada, agarrotada, yerta». Las marchas militares y los pasodobles, sin solución de continuidad, formaban un paisaje sonoro en el que no faltaban las muestras de júbilo, los himnos entonados gravemente o las consignas repetidas, coreadas. De creer el reportaje «La liberación de Madrid», edición extraordinaria del Noticiario Español, la entrada en la ciudad suponía un tiempo nuevo. Las imágenes, los sonidos y la intención recuerdan a una película posterior de Edgar Neville: Frente de Madrid. Sin embargo, Madrid trascendió esa condición. Con apenas 32 meses de diferencia, la ciudad pasó de ser la capital del «¡No Pasarán!» a la capital de un nuevo Estado, el franquista, que empezaba a amanecer entonces. Madrid también había sido retaguardia, donde la propiedad, la vida y las relaciones sociales dieron un gran vuelco. Pero, ante todo, desde aquella mañana filmada por las cámaras, Madrid iba a ser la ciudad del miedo y de la alegría, del hambre y la opulencia, la ciudad del silencio y de los gritos, de la necesidad de esconderse y de la tranquilidad de mostrarse en público. La «liberación» convirtió a Madrid, que «era ya una ciudad moderna y cosmopolita», en muchas ciudades diferentes, contradictorias.2

Esa ciudad de contrastes parece fijada en el imaginario colectivo por otras imágenes, esta vez producidas por una literatura que, aun bajo la censura, logró describir el panorama social, cultural y moral de la posguerra. Madrid fue un conjunto de miradas bajas y el recuerdo constante de la autoridad, los serenos vigilando los portales, los estraperlistas huyendo de los guardias que se acercaban a las paradas del metro y los jefes de barrio, calle y casa de La colmena. También la miseria y la ruina de Tiempo de silencio, los secretos que llenaban la boca, las verdades que apenas podían salir de los labios o las desigualdades que era mejor no ver. Las vidas tristes, llenas de la angustia cainita de Los Abel. Madrid fue la ruptura provocada por la guerra, pero también la continuidad dibujada en perspectiva por el poema de Gloria Fuertes. Durante muchas décadas también fue la documentación imposible de consultar, lo que impidió profundizar en todas las imágenes procedentes de aquella época. Pero 80 años después de que la ciudad fuese «liberada», según el lenguaje de las nuevas autoridades, estas páginas se preguntan por los principios y las consecuencias de la ocupación y el control de Madrid. ¿Cómo se preparó y se efectuó la entrada en la ciudad? ¿De qué manera se desplegó el dominio sobre el espacio urbano y la población que lo habitaba? ¿Qué relación tuvo con la construcción de la dictadura franquista?

Para interpretar la complejidad de una ciudad ubicada entre la ruptura y la continuidad, sitúo la ocupación de Madrid y su control en un contexto que arranca el 17 de julio de 1936, con la sublevación militar contra la II República, y que termina el 7 de abril de 1948, con la comunicación que declaraba derogado el estado de guerra. Este libro trata de demostrar la relación existente entre la ocupación militar del mundo urbano y las políticas de control social desarrolladas a partir de entonces. Pero mientras la perífrasis «ocupación militar» parece bastante clara, ¿qué se puede entender por «control social» y por qué es una noción útil para esta historia? Algo más de un siglo después de que fuera acuñada por la sociología, puede afirmarse que el control social es una noción que apela tanto a las «dinámicas de criminalización, represión y punición» con el que se solventan los conflictos como a su carácter de regulación de las relaciones sociales. Aproximaciones críticas y funcionalistas que corren el riesgo de convertir el control en un concepto atemporal y, es necesario señalarlo, «historiográficamente amorfo». Sin embargo, no es menos cierto que también se debe recordar que por control social se han entendido muchas cosas en épocas muy distintas, al igual que se han utilizado múltiples herramientas a lo largo del tiempo para imponerlo. En el caso de «regímenes autoritarios, totalitarios, dictatoriales, en sentido genérico son precisamente aquellos que practican de forma indubitable la violencia política desde el Estado como elemento de control social» (Oliver Olmo, 2005; Aróstegui, 2012: 48).

Esta apuesta tiene dos implicaciones principales. Por un lado, supone profundizar en lo que se definió, en torno al cambio de siglo, como los «efectos no contables de la represión» o el llamado «salto cualitativo». Por otro, significa alejarse del «recuento de atrocidades» para comprender la dictadura franquista a partir de las lógicas de la violencia que desplegó (Rodrigo, 2002; Gómez Bravo y Pérez-Olivares, 2014). En este sentido, comprendo la violencia como una herramienta plural que se concreta en sus prácticas, un fenómeno relacional que incluye «acciones de fuerza, coerción o intimidación […] que en última instancia persiguen el control de los espacios de poder político». La proyección de la violencia hacia el espacio, percibido en un sentido amplio, es particularmente interesante para vincular el control con la ocupación de Madrid, que dio paso a la dictadura franquista en la ciudad (Eisner, 2009; Aróstegui, González Calleja y Souto, 2000). Así, entendiendo el control social como una forma de violencia, mi interés se extiende a las acciones relacionadas con la ocupación que trataron de asegurar la gobernabilidad de la sociedad de posguerra en Madrid, «a base de moldear voluntades, ofrecer o vetar oportunidades o marcar los umbrales de lo permitido» (Capel, 2014). Un enfoque, de otro modo, que apuesta por plantear el ejercicio del control social más allá de su relación con los espacios en que tradicionalmente se ha estudiado para el franquismo, como las cárceles. De este modo, el ejercicio del control desde la amenaza del castigo, pero también desde la identificación de los comportamientos consentidos, permite explorar las diferentes formas en que se expresan los valores de una sociedad o se hacen efectivas las normas de cualquier régimen (Melossi, 1992; Garland, 1991).

Es importante insistir en la proyección de estas preocupaciones sobre un marco urbano. La historia de Madrid durante la Guerra Civil y el primer franquismo se ha escrito muchas veces a partir de un conjunto de «fechas clave» y estudios de caso. El destino de la sublevación y las razones de la resistencia al asalto frontal en julio y noviembre de 1936, respectivamente; el hundimiento de la retaguardia y la rendición de las autoridades republicanas en marzo de 1939; la represión desde una perspectiva de género o el despliegue carcelario de posguerra son algunos de esos jalones. Investigaciones importantes y necesarias todas ellas, pero este libro se sitúa en una nueva senda que intenta desarrollar un acercamiento integral a Madrid, potenciando su dimensión urbana en todos y cada uno de los conflictos que experimentó después de tres años de asedio y guerra (Gómez Bravo, 2018). El militar fue el más rotundo, por supuesto, pero eso no puede hacer olvidar la importancia de los conflictos sociales, culturales o simbólicos que se dieron cita entonces. Incluso las imágenes de propaganda del Noticiario Español captaron los efectos de la guerra en las casas, en las calles y en las plazas, en la movilidad urbana y el abastecimiento. Pero las ciudades son mucho más que el conjunto de sus edificios, y el conflicto también tuvo consecuencias en las relaciones vecinales, entre compañeros de trabajo y conocidos del bar o algún otro espacio de sociabilidad, entre quienes abandonaron la clandestinidad con la ocupación y aquellas personas que la iniciaron con la «liberación», deseando proclamar su sufrimiento o esconder su compromiso. Por eso la posguerra de Madrid no puede comprenderse como una tabula rasa respecto a la ciudad de preguerra, ni la década de 1940 como un «tiempo sin historia», como un contexto cuyas claves residen en el comportamiento frente a la sublevación, el «Alzamiento», la «dominación roja» o el «Glorioso Movimiento Nacional» según el lenguaje que empezó a imponerse. Lo que sucedió a partir de la ocupación fue tanto el intento de imponerse sobre el mundo urbano como el de implantar una forma de vida concreta en él (Wirth, 1962; Oviedo Silva y Pérez-Olivares, 2016).

Rupturas y continuidades, una vez más, que evaluaré a la luz de la herencia interdisciplinar de los estudios posconflicto. Un enfoque que desde el comienzo del nuevo siglo se ha mostrado muy útil para reflexionar sobre la reconstrucción de las sociedades tras una experiencia violenta, y para profundizar en las múltiples vías que tienen los Estados para canalizar traumas individuales y colectivos en el tiempo de paz (Gonçalves Miranda y Zullo, 2013; Gagnon y Brown, 2014). Prácticas, percepciones e intenciones, muchas de ellas, expresadas en el propio espacio urbano. Por eso procuraré aprovechar las virtudes del llamado «giro espacial», que en los últimos años se ha convertido en un punto de encuentro de diferentes intereses que analizan los comportamientos no solo desde el espacio, sino a través de él. Reconstruir la espacialidad de la ocupación y el control de una ciudad ha supuesto trabajar con una amplia variedad de mapas, la mayor parte de ellos militares o de organismos relacionados de alguna forma con el Ejército. Pero también he procedido a crear un nuevo tipo de fuente a partir de ellos, representando la actuación de las diferentes autoridades franquistas (Warf y Arias, 2009; Jeirram, 2013). Debido a las transformaciones de Madrid, a su crecimiento, la inclusión de otras poblaciones en su término municipal o el cambio en la numeración de sus calles, he orientado estas representaciones a partir de HISDI-MAD, la herramienta del CSIC que permite trabajar con cartografías históricas.

A partir de todo lo anterior, estas páginas se estructuran en torno a «tres ciudades», tres imágenes que intentan recoger la complejidad de lo que fue Madrid entre 1936 y 1948 y que dividen mi interpretación en tres partes interrelacionadas. «La ciudad del desafío» hace referencia a todos los retos sorteados por los militares sublevados contra la II República en relación con la conquista de la capital del Estado, desde la propia conspiración que preparó el golpe de Estado a la entrada definitiva del Ejército franquista al terminar el conflicto. Entre ambos momentos, un intento de asalto directo a la ciudad, heredero de las tácticas y los imaginarios de la guerra colonial, fracasó en noviembre de 1936. El contexto bélico enmarca esta primera parte, donde el entorno personal del propio Franco aparece como un espacio primordial para entender la importancia que adquirió el orden público en relación con los sucesivos horizontes de ocupación de Madrid. Así, más allá de las instituciones donde se consideraron las herramientas imprescindibles para la defensa del orden, el Cuartel General del Generalísimo principalmente aunque también otros organismos periféricos, es importante pensar cómo algunos reveses militares influyeron tanto en la conducción de la guerra como en la definición de la sociedad de posguerra. La estructuración del orden franquista, entendido como la capacidad de gobernar los grupos sociales mediante la coerción, se definió por el deseo de ocupar Madrid. Esa aspiración logró configurar un régimen de ocupación definido, además de por un conjunto de leyes y un universo de valores concretos, por el encumbramiento de la autoridad militar. La importancia del mundo urbano en ese proceso aproxima la Guerra Civil al contexto europeo de su tiempo, al tiempo que define una cualidad específica del franquismo: la reactivación del secular protagonismo social del Ejército (Carlton, 1992; De Schaepdrijver, 2012).

Podría pensarse que historiar la planificación de la entrada en Madrid es relatar únicamente cómo esta llegó a hacerse efectiva, una intención que caería en la trampa de la propaganda oficial a partir de 1939. Merece la pena recordar una obviedad: ni la propia ocupación fue un hecho inevitable ni la forma en que se llevó a cabo finalmente la única propuesta. Para evitar este riesgo, el capítulo uno está orientado a comprender la relación entre la forma de hacer la guerra y el modo en que se entendió el mundo urbano a lo largo de las diferentes fases del conflicto. ¿Por qué mientras se preparaba la ocupación se afianzaban los criterios que sostuvieron el carácter represivo del franquismo? Por su parte, el capítulo dos trata sobre el despliegue efectivo de las unidades militares en las calles de Madrid, las formas en que aseguraron su dominio y empezaron la búsqueda de las primeras responsabilidades, aquellas que llevaban tiempo escritas en un papel. Los registros de diferentes direcciones y establecimientos formaron parte de todo un esquema de control del espacio y de gestión militarizada de la ciudad, que llevó la amenaza castrense desde las grandes avenidas a las mismas puertas de las casas.

Sin embargo, la historia del dominio de Madrid por parte del Ejército no es únicamente la historia de los grandes ideólogos del orden o del control abstracto de una multitud sin rostro. Si Madrid se convirtió en «la ciudad del delito» fue porque ese régimen de ocupación interrumpió la vida de muchas personas, que se encontraron frente a frente con el poder franquista. La inspección de las palabras escritas dejó paso a la colaboración de las palabras dichas, donde la población ayudó a que las autoridades del nuevo tiempo encontraran responsabilidades delictivas en múltiples comportamientos y actitudes cotidianas. Este es el contexto que aparece en la segunda parte del libro. La mirada del poder se posó primero en las relaciones vecinales, y a partir de los barrios enfocó al conjunto de la ciudad. El anonimato, la sociabilidad, la movilidad y, por supuesto, el tamaño de la propia ciudad fueron algunos de los retos a los que se enfrentó la Auditoría del Ejército de Ocupación tras su entrada en la ciudad. La imposición del orden entre los madrileños inculpó a numerosas personas, que salieron así de su anonimato, al igual que las que colaboraron con la justicia militar. Sus denuncias y declaraciones, así como su participación en la elaboración de informes de conducta por parte de las diversas agencias de control, formaron parte de los dispositivos que capturaron, orientaron, interceptaron y aseguraron gestos, opiniones, conductas y discursos (Agamben, 2014; Mendiola y Oviedo Silva, 2017). El capítulo tres es el lugar donde exploro la temprana colaboración de la población con la Auditoría, tan solo el punto de partida para acceder a una serie de sumarios militares que aún hoy hablan de la imposición del orden en la calle, pero también en los espacios más íntimos. Así, las pruebas de la actuación de la justicia castrense definen, ocho décadas después, a una Administración que tenía como objetivo principal «saber quiénes son los responsables y cómo castigarlos». Pero la búsqueda de los delitos pasados tuvo un objetivo político más amplio: extender el miedo como arma de dominación (Farge, 1991: 11; Mongardini, 2007).

Conocer los planes de ocupación y profundizar en la maquinaria represiva franquista puede llevar a pensar en un poder omnipresente, apenas contestado por la población. La «liberación» de Madrid significó también la instauración de un mercado intervenido por la dictadura en la producción, la distribución y el consumo, que pronto tuvo que enfrentarse al surgimiento de espacios que impugnaron esa forma de entender la economía y, junto a ella, la sociedad. Más allá de las resistencias con las que se ha asociado el llamado «estraperlo», ¿cómo afectó este hecho al orden que se pretendía extender en la ciudad? La década de 1940, la época en que se desplegó la autarquía como una forma de economía política, todavía se recuerda como «los años del hambre». ¿Cómo se relacionó la escasez generalizada con la voluntad de controlar incluso los gestos más corrientes y qué importancia tuvieron las condiciones materiales de existencia de los madrileños en la construcción del régimen? La autarquía como mercado intervenido, y el racionamiento como control de la distribución y el consumo, acuñaron un tipo específico de relaciones, analizadas en el capítulo cuatro. Y con arreglo al bando de guerra, expuesto en las fachadas de las calles desde la madrugada del 28 de marzo, la dictadura definió nuevos delitos en aquella ciudad ocupada (González de Molina y Toledo, 2011; Bennett y Joyce, 2010).

Si algo definió a Madrid a partir de aquella mañana tanto tiempo esperada, y tanto tiempo temida, fue la extensión de una sospecha que alimentó la construcción social y política de la dictadura. En Madrid, también «la ciudad del orden», crecieron las raíces culturales de la Victoria, las experiencias que la sustentaron y los códigos con las que fue definida. No solo por las autoridades, desde los despachos de los ministerios o en las páginas del Boletín Oficial del Estado, sino también desde los recuerdos aún a flor de piel y los traumas recientes de muchas personas que habían habitado la retaguardia madrileña. El pasado fue otro espacio donde evaluar la responsabilidad, el mérito y la virtud, que fueron algo más que palabras grandilocuentes. Fueron, ante todo, la oportunidad para hacer de la desconfianza una institución más, convertida en una forma de diálogo entre el Estado y la sociedad. La recompensa, eterna compañera del desenlace de los conflictos militares, alcanzó asimismo al mundo civil, en un proceso analizado en el capítulo cinco. ¿Bajo qué pautas se evaluó el pasado y qué criterios relacionaron a las personas que aspiraban a la retribución con las autoridades comprometidas en esa tarea? El compromiso de la dictadura con el orden público se reflejó en la forma que gestionó el deseo de ascendencia e influencia de mucha gente, convencida de que merecía un trato de favor en la sociedad de posguerra. A partir de entonces, la delimitación de una verdadera «sociología del poder» contribuyó a definir la forma en que el franquismo extendió su dominación (Weber, 2012).

La salvaguarda del futuro según criterios de orden y el recuerdo del pasado desde una posición de jerarquía llenaron el espacio urbano después de la ocupación. Las representaciones del triunfo franquista dominaron las calles a partir del «Día de la Victoria», momentos utilizados para visibilizar continuamente a la autoridad suprema del nuevo tiempo: el Ejército. Las mismas unidades que habían protagonizado la entrada en Madrid participaron en las primeras celebraciones, y con ellas empieza el capítulo seis. Como estaba ocurriendo de manera simultánea con la persecución de las responsabilidades políticas, el despliegue simbólico del «nuevo Estado» en la que desde entonces sería su capital también contribuyó a eliminar las manifestaciones del espacio público de preguerra. ¿De qué modo la construcción simbólica de la dictadura fue una oportunidad para recordar el orden? Desde los primeros momentos de la ocupación este proceso también delimitó quién podía participar en las celebraciones y de qué modo, al igual que ocurrió con la definición de la comunidad política a lo largo de la década de 1940.

La «peor época» de Gloria Fuertes coincidió con todo ello, con la preparación de la ocupación que puso fin a la guerra y con su continuación a través de las múltiples expresiones del estado de sitio. Su paso de niña a mujer se completó al tiempo que la construcción de la dictadura daba sus primeros pasos en Madrid, la ciudad de su infancia y de su supervivencia. En aquellas calles por donde transcurrió su vida cotidiana se extendió una violencia tan cotidiana como porosa, tan alejada de las cárceles y los cementerios como relacionada con ellos, tan cercana a la afinidad como a la desconfianza. Para ella, y para otras muchas personas también, esa «peor época» fue también el desafío, el delito y el orden.

* * *

«Será mejor que dejes de soñar con una vida tranquila, porque es la única que nunca conoceremos…». Las palabras de Paul Weller en «Town Called Malice» vienen una y otra vez a mi cabeza mientras el cursor palpita en la pantalla, sin saber muy bien cómo empezar a escribir estas líneas de agradecimiento. Quizá sean, sin embargo, las palabras más adecuadas para echar la vista atrás hasta septiembre de 2012, cuando decidí inscribir mi tesis doctoral en la secretaría de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid. Mientras esperaba mi turno con los formularios en la mano, aquellos en los que escribí un título que por supuesto luego cambié, tenía claro un objetivo. Cuatro años y medio después terminé por alcanzarlo, pero merece la pena detenerse en lo realmente importante, en lo que me llevó hasta ese momento y lo que más tarde me impulsó más allá. El viaje. Lo que explica, en gran parte, este libro.

Las páginas que comienzan ahora tienen su origen en esa tesis doctoral que inscribí en septiembre de 2012 y cuyo formato de 433 páginas defendí en mayo de 2017. Mi primer agradecimiento se dirige, por tanto, al tribunal que leyó y discutió entonces mi reflexión sobre la victoria franquista desde los parámetros del control social. Los profesores Luis Enrique Otero Carvajal, Eduardo González Calleja, Jorge Marco, Zira Box y Felipe Hernando compartieron conmigo la mejor herencia de la Universidad pública, que es el debate abierto y la crítica sincera. Sus valoraciones mejoraron sin duda el texto original, y algunas de ellas aparecen incorporadas a este libro. Otras siguen formando parte del diálogo que empezamos aquella mañana de lunes, esperando a ser puestas por escrito. Ese día, 8 de mayo de 2017, se cumplían 496 años desde que la Dieta de Worms decidiera condenar las tesis de Martín Lutero: puedo decir que la mía propia salió mucho mejor parada. Y si ese día terminé mi intervención recordando unos versos del poeta Kirmen Uribe, la perspectiva del tiempo solo ha conseguido que me reafirme en ellos. Compartir esas horas con aquel tribunal fue algo más que un acto meramente académico: fue, sobre todo, expresar «la necesidad de arreglárselas con las dudas».

Las dudas no dejaron de acompañarme antes de ese día. Tampoco después. Tuve la suerte de encontrar sentido a mi investigación al lado de Ana Martínez Rus y Gutmaro Gómez Bravo, mis directores de tesis. A su apoyo y confianza les debo no solo que aquel primer viaje llegara a buen puerto, sino también que fuera una travesía en libertad, con la única brújula de las preguntas que me ayudaron a formular y la cariñosa experiencia con la que me asistieron en los momentos de incertidumbre. Lo que entonces sentía como una deuda imposible de saldar ahora se ha convertido en una dichosa gratitud, puesto que fue a su lado donde empecé a discutir mis propuestas y enfoques, madurando como investigador. Aun así, las deficiencias que esta reflexión pueda seguir teniendo se deben únicamente a su autor, y no a quienes le ayudaron a proyectar el camino. La suerte me ha acompañado igualmente en forma de grupo de investigación, evitando la peligrosa soledad de las salas de archivo y biblioteca. El grupo «Espacio, sociedad y cultura en la edad contemporánea», dirigido por Luis Enrique Otero, destila una pasión por el debate difícil de igualar, y agradezco a todos sus miembros los comentarios compartidos, las críticas propuestas y las risas que acompañan siempre a todos los intercambios. Mención especial merecen Javier San Andrés, por la sensibilidad de sus análisis, Santiago de Miguel, por su generosidad siempre excelente, y Fernando Vicente, por su constante confianza y apoyo en mi desempeño entre le Rhône y la Saône.

Desde hace algún tiempo, he tenido la oportunidad de compartir mis preocupaciones y discutir mis enfoques en espacios que apenas podía imaginar al comenzar mi investigación. Solo la hospitalidad de Gareth Stockey, Rúben Serem y Stephen Roberts en el International Consortium for the Study of Post-Conflict Societies de Nottingham y de Peter Romijn en el NIOD Institute for War, Holocaust and Genocide Studies de Ámsterdam puede explicar esa sensación hogareña al volver allí donde pasé tantas horas aprendiendo. Esa misma sensación viaja también a Granada y envuelve a Miguel Ángel del Arco, Claudio Hernández, Gloria Román, Lázaro Miralles y Alba Martínez, en torno a quienes la admiración se mezcla con el cariño. Debatir con ellos es hacerlo desde el desprendimiento y la solidaridad. La sinceridad de las críticas de Peter Anderson y Charlotte Vorms, que informaron mi tesis doctoral antes de su defensa, se proyecta de nuevo sobre este texto, así como la de Javier Rodrigo, François Godicheau, Jesús Izquierdo, Pablo Sánchez León y Francisco J. Moreno. Los afectos de Francisco Sánchez Pérez, Fernando Jiménez, Laura Fernández, Concepción Lopezosa, Sergio Riesco, Fernando Mendiola, Maialen Altuna y Estefanía Langarita también explican esta vida posdoctoral en la que sigo dando mis primeros pasos. Y estos pasos se detuvieron, afortunadamente, en la puerta de Publicacions de la Universitat de València. Aquí he tenido la suerte de contar con la decidida confianza de Julián Sanz en el enfoque que atraviesa este texto, y con la resuelta dedicación de un equipo editorial que ha convertido el manuscrito original en un libro, en medio de estos tiempos tan complicados.

La sabiduría y la amistad de Carlos Gil Andrés, José Luis Ledesma y Carlos García-Alix traspasan los libros y van más allá de las horas compartidas, siempre escasas cuando transcurren en su compañía. Todo lo contrario a su confianza y a su vocación por un oficio que dignifican dentro y fuera de la Universidad, derribando muros y descartando fronteras. En la trastienda de una corsetería, el entusiasmo de José Sanchis Sinisterra tiene siempre un efecto similar, haciendo bueno el nombre de «Nuevo Teatro Fronterizo». Desde este lugar el apoyo de Sandra Castro y las preguntas compartidas por el «Club Benjamin» fueron la inspiración necesaria para ir siempre más allá. Y frente a la peligrosa soledad de la «torre de marfil», la confianza de Traficantes de Sueños en una investigación muy cercana a esta fue fundamental para poder seguir afirmando que la historia no es el pasado, que también puede ser un «arma cargada de futuro» si recordamos desde los peligros del presente. La apuesta por pensar el control franquista desde una sociedad invadida por la inseguridad y el miedo también ha sido posible gracias a la complicidad de Beatriz García, Blas Garzón y Emmanuel Rodríguez.

Miedo. Qué difícil de documentar para el pasado, qué difícil de gestionar en el presente, y sin embargo qué poderoso. El camino hasta aquí habría sido muy distinto, más cuesta arriba y más pedregoso, si no hubiera conocido a Daniel Oviedo en la facultad, entre las aulas y las salas de la biblioteca, y si no hubiera compartido con Juan Carlos García Funes nuestro primer congreso académico. Ni Forest Fields ni Lavapiés habrían sido iguales sin ellos cerca, sin esa preciosa continuidad tan interrumpida a menudo. Los cursos de verano de El Escorial me regalaron a Santiago Gorostiza. Él me descubrió los secretos de la «historia ambiental», el placer de un cola-cao en la barra de un bar de Cuatro Caminos y la complicidad de unas albóndigas compartidas en La Masia. Nuestro propio pla quinquennal se convirtió en dos tesis doctorales, y «el cinqué ens creaurem per l’Eixample i demanarem taula en un bar de menús». También conocí a Carlos Piriz a la sombra del viejo monasterio de Felipe II, en una noche de julio con más secretos de los que se podrían reconocer y de los que somos capaces de recordar. Y, desde entonces, Salamanca, Olivenza y cualquier hostal en cualquier congreso han significado estar en casa. Brindemos por ello desayunando siempre en Bodegas Espadafor. Los cuatro demuestran que la Universidad es mucho más que un lugar para la contemplación intelectual, y que nuestra amistad va más allá de los legajos amarillos por el paso del tiempo y las cajas llenas de polvo y soledad. En un medio ambiente que a menudo nos quiere demasiado aislados, demasiado altivos, demasiado débiles, las teclas han vencido sucesivamente a las distancias y las palabras han sido el bálsamo necesario allí donde dejaba de haber palabras.

El viaje se habría llenado de arduos silencios sin Cristina de Pedro, que sigue demostrando la importancia de los cuidados con gestos cotidianos, esenciales, como si aún viviéramos en el 37, y sin Carlos H. Quero, la esencia misma del debate, un «río derecho» que nunca se conforma. «¡A la calle, que ya es hora!», como diría un poeta. «Llegó la hora de la magia», como diría otro. Aun en la distancia, la presencia de Rubén Pallol, sin el cual yo no habría llegado a defender mi tesis doctoral, todavía es una guía fundamental para no tropezar en el camino. Que siga sonando en bucle «Maldito muchacho» y que salgamos una vez más de La Huelga dirección 33. Por su parte, Chema Sánchez Laforet ha sido el mejor cartógrafo posible para explorar dos ciudades separadas por ocho décadas, porque ni su oficio ni el mío se entienden sin la capacidad de escuchar, como él me dijo una vez. Con Elena Fernández, a quien le debo su ayuda preciosa con la edición de este texto, y Rubén M. Farrona, espero seguir buscando el gofre perdido de Lyon, un paso más en un currículum imprescindible, el que nos une a Ana H. Rubio, Ana Somohano, Álvaro de la Reina, Víctor Sánchez y Fernando Polo, mucho más que un grupo de WhatsApp cuyo nombre sigue sin poder desvelarse. Marisa Gutiérrez compartió su tiempo y su corazón conmigo en una historia anterior a esta, que también ha seguido de cerca, y por eso, junto a otros infinitos motivos, siempre le estaré agradecido a Atlántico.

Estas páginas comenzaron a tener forma junto a un brasero en pleno mes de julio, en la casa con las vistas más bonitas de Murias de Paredes. Hizo falta estar cerca de Babia para volver sobre lo escrito, para desandar el camino recorrido y mirarlo con otros ojos. Allí estaba Alba Fernández, seguramente con más libros de los que pudiera leer durante aquellos días, con su tranquila energía, su crítica atenta y sus ganas de vivir un «tiempo lleno». Hay pocas palabras para agradecerle todo, pero será necesario encontrarlas porque, como todavía recuerda a veces Xoel López, «sin las palabras, dime, ¿qué nos queda?». Su música ha seguido acompañándome allí donde el rostro de la luna y el tono de la gente comenzaron a ser diferentes. En Lyon no solo me recibió la visión distópica de la tour Part Dieu, sino sobre todo la firme confianza y la cariñosa acogida de Maya Collombon en el Institut d’Études Politiques. Aquí cambié el árbol frente al cual terminé de escribir mi tesis por dos ríos que invocan la existencia de muchas Europas. Aquí es donde ha seguido tomando forma mi viaje personal, con la distancia suficiente como para ganar perspectiva y también con la necesaria proximidad como para sentirme en casa. Si para Albert Camus su patria era la lengua francesa, el área de Español de Sciences Po, reunido en torno a Maya, ha sido un verdadero crisol de acentos y experiencias que ya forman parte de la mía propia. Con Lucía Valdivia empecé a conocer les bars à bières del Septième, descubriendo el barrio en que me apetecía vivir. De otro modo, Catherine Lacaze ha sido mucho más que una compañera de despacho. Los cursos compartidos han sido únicamente la condición necesaria, no suficiente, para explicar una amistad mayor. Los horizontes, las incertidumbres e incluso las fronteras forman ya parte de una conexión entre Madrid y Toulouse que pasa por Bellecour. A la sombra de Louis, por supuesto, nuestro eterno confidente.

El tiempo ha pasado rápido desde 2012, sin duda. Sería un tópico decir que parece que fue ayer cuando terminó mi última clase como alumno, en Zaragoza, junto a Alberto P. Martí, Rosa Usón o Nico Braudel, si no fuera porque es verdad. Mis alumnos en Lyon se ríen al imaginar que su profesor también estuvo sentado alguna vez en su lugar, y a ellos también les pertenece una parte importante de este libro al recordarme todas las semanas la valentía que supone preguntar por qué. El tiempo ha pasado rápido, sin duda, como muestran dos pequeñas personas que son, en realidad, dos grandes suertes. Mientras Lucía me enseña a echar bien de menos a cambio de saltar en la cama, compartiendo a los Beatles como la mejor de las bandas sonoras, Tomás ya mira a su tío con el orgullo de quien es capaz de ponerse en pie, aunque tenga que hacerlo a través de una pantalla. A pesar de la distancia, tanto ellos como Vicente, mi hermano, y Vanesa llenan mis días de luz con su inagotable optimismo en el futuro.

Hace tres años, dediqué mi tesis doctoral a la memoria de mis abuelos, a quienes nunca pude preguntar por sus años de juventud mientras investigaba sobre su «peor época», la misma de Gloria Fuertes. Y, sin embargo, a través de la distancia de las décadas, con ellos compartí edad entre archivos y bibliotecas que hablaban de los años treinta y cuarenta, hace casi un siglo. Sus recuerdos siguieron haciendo camino a lo largo del tiempo gracias a Milagros y Vicente, mis padres, a quienes está dedicado este libro. En Madrid crecieron sobre una memoria silenciada por el miedo, y muchos años más tarde, lejos ya de su significado traumático, yo caminé de su mano por esa ciudad de la que me siento tan lejos y tan cerca. Con ellos caminé por las calles de su antiguo barrio y por muchas otras también, siendo un niño que se atrevía a imaginar cómo debió ser la «guerra de los abuelos». Ahora, ochenta años más tarde de que aquella guerra continuase por otros medios, se publica este libro gracias también a su confianza infinita. La corrección de las pruebas de imprenta de este texto nos ha encontrado comprendiendo una palabra nueva, «desescalada», otra vez de la mano a pesar de estar en diferentes países y distintas fases de una pandemia global. La oportunidad de mostrarme su valentía asombrosa, casi telúrica, que resume décadas de resistencia y adaptación a contextos tan diversos como complicados, desde los ecos de la posguerra a la actualidad. Los versos de Miguel Hernández que inauguran estas páginas, cantados por Serrat o por ellos mismos, me han acompañado desde su regazo hasta este lugar y este momento. Son los versos que suenan de fondo, desde el tocadiscos, mientras las farolas iluminan la noche a este lado del Ródano. El cursor sigue palpitando en la pantalla. Y esta vez lo hace lleno de todas las palabras que, aun juntas, apenas pueden devolver el amor recibido.

Guillotière, Lyon. Mayo de 2020

1 Todos los entrecomillados en De Cascante (2017: 124), extractos del poema de Gloria Fuertes «Del 36 al 46», salvo la conocida estrofa del himno Cara al Sol.

2 Los entrecomillados en «La liberación de Madrid», edición extraordinaria del Noticiario Español, Departamento Nacional de Cinematografía, en línea: <https://www.youtube.com/watch?v=w6o5Sdeh_3E&t=444s>.

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