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Abriendo maletas
Оглавлениеpor Guillermo Samperio
Nueve años después del fallecimiento de Alejo Carpentier se recuperó una maleta que cuarenta y cuatro años atrás, el escritor, tras regresar a Cuba huyendo de la Segunda Guerra Mundial, había dejado encargada en casa de una amiga en la región de Saint Florent sur Cher, en Francia. Se dice que la valija contenía un par de óleos del pintor cubano Eduardo Abela, uno llamado La comparsa del gavilán y otro sin título; cartas a la madre del escritor, donde la llamaba cariñosamente “Toutouche”, y también algunas grabaciones difíciles de restaurar con voces de poetas; todo ello perteneciente a la primera época del escritor.
La aparición de la maleta fue toda una sorpresa, incluso para Lilia Esteban, esposa de Carpentier, pues el escritor nunca mencionó su existencia ni hizo nada por recuperarla. Fue hasta finales de 1989 en que un sobrino de Madame Chamard, la amiga de Carpentier, llevó el veliz a la casa Gallimard para saber si la documentación contenida pertenecía al escritor cubano. Así fue corroborado y la maleta entregada a la viuda del escritor.
En 1949, apenas cuatro años después de haber dejado encargada la valija, se publicó El reino de este mundo en México, donde fueron publicados la mayoría de sus libros. Es en el prólogo de esa primera edición donde Carpentier define el término de lo real maravilloso americano: “Durante mi permanencia en Haití [...] a cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera...”. Porque es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes —incluso secundarios—, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías. Y, sin embargo, por la dramática singularidad de los acontecimientos, por la fantástica apostura de los personajes que se encontraron, en determinado momento, en la encrucijada mágica de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en una historia imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación en los manuales escolares. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?
Y es que fue durante un viaje de Carpentier —acompañado por su esposa Lilia Esteban— a Haití donde, tras su encuentro con la cultura sincrética formada por la de los negros africanos que habían sido traídos como esclavos para trabajar en las plantaciones, con la francesa, de lujos, títulos nobiliarios y religión católica, que pudo gestarse la novela.
En este libro, Carpentier relata la independencia haitiana, menciona personajes históricos, lugares reales, sucesos reconocidos, como el envenenamiento masivo de blancos ideado por Mackandal en 1757, que luego de la traición de una de sus gentes, fue ejecutado en 1758; el escritor cubano incluye también el levantamiento de Bouckman en 1791, la huida de los plantadores franceses a la ciudad de Santiago de Cuba, entre los cuales se encontraba Lenormand de Mezy; el intento de Napoleón Bonaparte por recuperar el control de la colonia haitiana entre 1801 y 1804, el arribo de Paulina Bonaparte como representante real entre 1801 y 1802, el reinado de Henri Christophe de 1807 a 1820.
Pero en sentido estricto, El reino de este mundo no es una novela histórica, pues si bien echa mano de personajes y situaciones históricas, también lo hace de la ficción, de personajes y situaciones inventados por el autor, pero que embonan precisos dentro del contexto, confundiendo al lector a propósito de qué es en estricto lo histórico y qué no. Además, los personajes principales no son los históricos, sino uno menor: Ti Noel. A manera de lo que hoy llamamos microhistoria, conocemos “La Historia” desde los acontecimientos cotidianos de un esclavo.
Un recurso que aplica el escritor en esta obra, que la aleja también de la novela histórica tradicional, es la elipsis. No todos los acontecimientos están retratados, sino que en su ausencia cobran significado, como cuando Ti Noel acompaña a su amo a Santiago de Cuba y los lectores dejamos de saber el orden de los sucesos que transcurren en Haití, hasta que Ti Noel regresa, creyendo que la esclavitud ha sido abolida y se encuentra con la construcción del majestuoso palacio de Sans Souci, donde vuelve a ser esclavizado por el rey negro Henri Christophe. Los hechos históricos no dichos cobran fuerte relevancia ante la fatal sorpresa en la que acompañamos a Ti Noel.
Alejo Carpentier no se limita, pues, a escribir una novela “histórica”, sino que crea una especie de novela-conciencia. Muestra la forma de ser americano a través de una mezcla que genera, en la literatura latinoamericana, una nueva forma de verosimilitud, de hecho fundacional: tradiciones, orígenes, causas, consecuencias, imaginación y acontecimientos históricos, maravilla y realidad, en un amalgamiento donde las aristas están difuminadas y lo maravilloso se presenta no sólo como cotidiano, sino también como verosímil. Carpentier logra al fin una novela que define la identidad americana, después de tantos intentos de literatura criollista de no pocas plumas latinoamericanas.
Lo “real maravilloso” de Carpentier a menudo parece ser asimilado por el denominado posteriormente realismo mágico, donde Gabriel García Márquez es el representante natural. Ambos estilos muestran lo extraordinario como común, sobre todo porque no hay sorpresa de los personajes ante lo maravilloso, pero mientras que para Carpentier es necesaria la fe:
Mackandal estaba ya adosado al poste de las torturas. El verdugo había agarrado un rescoldo con las tenazas. Repitiendo un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el gobernador desenvainó la espada de corte y dio orden de que se cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el manco, sollamándole las piernas. En ese momento, Mackandal agitó su muñón que no habían podido atar, en un gesto conminatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros desconocidos y echando violentamente el torso hacia delante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en las ondas negras de la masa de esclavos.
García Márquez lo realiza, sin embargo, a través de la exageración:
... pidió ayuda para llevar a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No sólo era tan pesado como siempre, sino que en su prolongada estancia bajo el castaño había desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente, hasta el punto de que siete hombres no pudieron con él y tuvieron que llevarlo a rastras a la cama.
Como podemos notar, el recurso narrativo de Carpentier se instala con plenitud en “lo maravilloso”, mientras que el del colombiano sólo en el pobre recurso de la exageración.
El mismo Carpentier habla de la fe en “lo real maravilloso”:
Pero es que muchos olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de ‘estado límite’. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe.
En la primera de sus Seis propuestas para el nuevo milenio —serie de conferencias que le encargó la Universidad de Harvard a Italo Calvino en 1985 y que la muerte le impidió pronunciar, pero las cinco que ya tenía redactadas fueron publicadas—, habla de la levedad y lo pesado en la literatura. Basándome en este concepto calviniano, me parece que, aunque “lo real maravilloso” se da tiempo de volar, se asienta firme en la tierra, mientras que el llamado “realismo mágico”, una vez que despega, rara vez se da tiempo de descender.
En la obra de Carpentier que nos ocupa presenciamos el sudor de los esclavos, el sonido de las palmas sobre los tambores, los hongos venenosos, las construcciones fastuosas, un cuerpo enterrado en cemento, el hombre convertido en bestia, los sacrificios animales; mientras en Cien años de soledad vemos mariposas amarillas revolotear, la elevación de Remedios, la profecía en los pergaminos de Melquíades, la levitación del padre Nicanor y los inventos extraordinarios que traen los gitanos, elementos varios, por cierto, que ya estaban en Florecillas, autobiografía y biografía de San Francisco de Asís, y muchos lo sabemos. Lo sobrenatural se vuelve verosímil en Carpentier, mientras que en Márquez sigue siendo un tanto fantástico, creíble en Macondo, pero ajeno a la realidad del lector y de la América nuestra.
En El reino de este mundo aparece lo ligero cuando Mackandal se transforma en mariposa o cuando, tras su muerte en la hoguera, “... el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando sobre las cabezas...”, pero siempre vuelve a la tierra, ya sea como iguana, perro o alcatraz, o bien, para “... hundirse en las ondas negras de la masa de esclavos...”. Calvino dice, en la citada conferencia, al respecto:
... la literatura como función existencial, la búsqueda de la levedad con relación al peso de vivir [...] el chamán respondía anulando el peso de su cuerpo, transportándose en vuelo a otro mundo, a otro nivel de percepción donde podía encontrar fuerzas para modificar la realidad [...] Creo que este nexo entre levitación deseada y privación padecida es una constante antropológica. Este dispositivo antropológico es lo que la literatura perpetúa. No me parece forzado conectar esta función chamánica o de hechicería documentada por la etnología y el folklore con lo imaginario; por el contrario, creo que la racionalidad más profunda implícita en toda labor literaria debe buscarse en las necesidades antropológicas a la que aquella corresponde.
Pareciera que el contexto histórico de El reino de este mundo juega a favor del aterrizaje de los hechos mágicos, pero en la obra del colombiano también se recurre a los hechos históricos, como la guerra civil entre partidos políticos, la llegada del ferrocarril a Colombia o de la United Fruit Company y la Masacre de las Bananeras, sin conseguir la verosimilitud que logra el cubano. Lo que en García Márquez parece imaginación, en Carpentier es realidad. Y parafraseando a Valéry: “Hay que ser ligero como el pájaro, no como la pluma”.
Y es que Alejo Carpentier se despoja del narrador externo con el fin de ponerse la piel oscura del esclavo y hablar desde él; es a través de los ojos de Ti Noel que vemos el mundo haitiano:
... el colono y el esclavo amarraron sus cabalgaduras frente a la tienda del peluquero [...] Mientras el amo se hacía rasurar, Ti Noel pudo contemplar a su gusto las cuatro cabezas de cera que adornaban el estante de la entrada. Los rizos de las pelucas enmarcaban semblantes inmóviles, antes de abrirse en un remanso de bucles, sobre el tapete encarnado [...] Por una graciosa casualidad, la tripería contigua exhibía cabezas de terneros, desolladas, con un tallito de perejil sobre la lengua [...] Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa. Así como se adornaban a las aves con sus plumas para presentarlas a los comensales de un banquete, un cocinero experto y bastante ogro habría vestido las testas con sus mejores acondicionadas pelucas. No les faltaba más que una orla de hojas de lechuga o de rábanos abiertos en flor de lis.
Así, con esta muestra, Carpentier sabe que no basta con vestir de color local una obra para retratar una forma de ser. Hay que escuchar al otro y ponerse su piel, impregnarse de su esencia.
Además, Carpentier es un autor sonoro. Estudió teoría musical, escribió libretos para ballet y dedicó parte de su labor profesional a la radio, tanto en Francia como en Cuba, y también realizó importantes investigaciones musicales. Por tanto, no sorprende la sonoridad rítmica de su narrativa, la inclusión de instrumentos afrocubanos, el canto ritual pero, en especial, su capacidad para hacer hablar al otro. Escuchamos las palabras de los esclavos, pero también oímos a través de ellas su mundo interior, sus costumbres, sus anhelos, sus miedos, su violencia y su esperanza. La novela está narrada en tercera persona y la voz, con especial malicia de Carpentier, acompaña la visión del esclavo, son ellos —el son de ellos—, a través de Ti Noel, los que cuentan la historia del pueblo haitiano. El autor presenta algunos momentos de contraste en donde los amos franceses exponen su visión ingenua y abusiva, que explica por qué los esclavos acabaron sublevándose con tal violencia. Pero El reino de este mundo no sólo nos presenta el contraste amo-esclavo, también se recrea en otros personajes: vale la pena resaltar la presencia de la segunda esposa de Lenormand de Mezy, una actriz fracasada, o la visión invaluable de Paulina Bonaparte.
La periodista cubana Marta Rojas, amiga cercana del autor, narra una anécdota que da fe de una de las teorías literarias de Carpentier:
Ya en París conocí al diplomático y al hombre de hogar. Al novelista que dedicaba las mañanas a escribir, como un sacerdocio, y al escritor al que no se le escapa nada. De tal forma que una vez me invitó a ir con él a la carnicería, porque había combinado con Lilia hacer una comida especial por la noche: “Carne de res mechada”. Fui a la carnicería y cuál no sería mi asombro cuando Carpentier detallaba al carnicero cómo cortar y qué cortar en la banda de res que estaba colgada en un gancho. Sabía al dedillo cada parte del animal y cómo y para qué utilizarlo en la cocina.
“Todo le hace falta saber al que escribe, cómo si no, en caso de que el personaje sea un carnicero o un pescador podría desenvolverse, mínimamente”. Yo diría que es una lección básica para cualquier escritor. Esa noche, por primera vez en París, fui la ‘pinche de cocina’ de Carpentier. Lilia, desde la sala, nos veía hacer, mezclar, probar, mientras atendía la visita. A ella aún le gusta recordar esta anécdota, porque Alejo Carpentier era un gran cocinero, un gran mezclador. No sólo condimentaba su prosa inigualable de rango universal, sino las más sofisticadas o sencillas comidas.
Esta cita de Marta Rojas me hace caer en la cuenta de que El reino de este mundo no sólo es una obra que refleja la conciencia y el sentir americanos, sino que además es universal. Escuchemos a Carpentier:
Pero resulta que ahora nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrarlo todo —todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto— para situarlo en lo universal. Termináronse los tiempos de las novelas con llamadas al pie de página para explicarnos que el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o agosto. Nuestra ceiba, nuestros árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales por la operación de palabras cabales, pertenecientes al vocabulario universal.
Influido por las ideas de Roger Callois, quien, por cierto, lo tradujo al francés, donde lo sagrado tiene una doble vertiente: respeto a la norma y transgresión, Carpentier retrata la religión haitiana: licantropismo, animismo o vudú, no con una mirada ajena de turista, sino desde el entendimiento integral de la cultura de los esclavos africanos sometidos por el poder francés:
¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempiés, falena, comején, tarántula, vaquita de san Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes.
Que además contrasta con la visión de Monsieur Lenormand de Mezy:
Ahora recordaba que, años atrás, aquel rubicundo y voluptuoso abogado del Cabo que era Moreau de Saint Mery había recogido algunos datos sobre las prácticas salvajes de los hechiceros de las montañas, apuntando que algunos negros eran ofidiólatras. Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de zozobra haciéndole comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos, algo más que una piel de chivo tensa sobre un tronco ahuecado. Los esclavos tenían, pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba en sus rebeldías. A lo mejor, durante años y años, habían observado las prácticas de esa religión en sus mismas narices, hablándose con los tambores de calendas, sin que él lo sospechara.
¿Pero acaso una persona culta podía haberse preocupado por las salvajes creencias de gentes que adoraban una serpiente...?
También se asoma la resonancia de Oswald Spengler, historiador alemán, con su Decadencia de Occidente y sus tesis de que la historia es cíclica, en una repetición infinita donde se suceden el orden y el caos, la prosperidad y la destrucción, violencia y tranquilidad, para mostrar la teoría suprema en esta novela de Carpentier: el abuso del poder se repite en un círculo vicioso, donde la serpiente relación amo-esclavo se muerde la cola, y que Haití no estaba preparado para su independencia, pues el sometimiento se dio igual en manos blancas que negras, que para abolir la esclavitud se requería de más que voluntad y una revuelta. Se requería de que los propios esclavos se asumieran a sí mismos como seres libres. El anhelo del cambio es aplastado por la inercia del orden establecido y el egoísmo humano. La historia misma demostró, en la independencia haitiana, y en otras muchas, que América fue incapaz de dirigir su propio destino.
Es sabida la capacidad narrativa del autor, quien algunos creen que murió poco antes de que hubiera recibido el premio Nobel de Literatura, que fue a parar a manos de García Márquez, luego de que en Colombia asumiera el poder el dudoso Belisario Betancur. En rigor, con la presea o sin ella, Alejo Carpentier, quien siguió viviendo en la Cuba revolucionaria, era, hacía tiempo, uno de los mejores y más perdurables premios nobeles. No quiero dejar de hacer notar en un ejemplo la maestría con que crea imágenes, da puntos de vista, contrasta, muestra belleza en la violencia y dice sin decir:
Monsieur Lenormand de Mezy entró en su habitación. Mademoiselle Floridor yacía, despatarrada, sobre la alfombra, con una hoz encajada en el vientre. Su mano muerta agarraba todavía la pata de la cama con un gesto cruelmente evocador del que hacía la damisela dormida de un grabado licencioso que, con el título El sueño, adornaba la alcoba. Monsieur Lenormand de Mezy, quebrado en sollozos, se desplomó a su lado.
Y como con la maleta olvidada en Francia, ahora, sesenta y un años después de la primera edición de El reino de este mundo, podemos revisitar esta valija literaria de Carpentier y descubrir las sorpresas que ahí se guardan, porque, como toda obra mayor, esta novela va revelando nuevos planos en cada lectura siendo, a su vez, otra novela cada vez que regresamos a ella. Es decir, otra maleta.