Читать книгу Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin - Александр Пушкин - Страница 7

Nota del editor

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Al comenzar las gestiones para la edición de los relatos de I. P. Belkin, que ahora ofrecemos al público, quisimos acompañarlos siquiera con una breve biografía del difunto autor y satisfacer así, en parte, la justa curiosidad de los amantes de la literatura patria. Para ello recurrimos a Maria Alekséievna Trafílina, pariente cercana y heredera de Iván Petróvich Belkin; pero, por desgracia, no pudo proporcionarnos ninguna información sobre él, ya que no conocía en absoluto al difunto. Ella nos aconsejó que nos dirigiéramos a un honrado señor que había sido amigo de Iván Petróvich. Seguimos su consejo y, en contestación a nuestra carta, recibimos la deseada respuesta, que reproducimos a continuación. La publicamos sin cambio ni observación de ninguna índole, como valioso monumento de la nobleza de pensamiento y de entrañable amistad, a la vez que como referencia biográfica bastante completa.

Muy señor mío,

El día 23 del corriente mes tuve el honor de recibir su venerabilísima carta enviada el día 15, en la que me expresa su deseo de contar con información más detallada sobre las fechas de nacimiento y muerte, el trabajo, las circunstancias familiares, las ocupaciones y el carácter del difunto Iván Petróvich Belkin, que fue sincero amigo y vecino mío. Con sumo agrado cumplo su deseo y en la presente le refiero, muy señor mío, todo lo que recuerdo de mis conversaciones con él y de mis propias observaciones.

Iván Petróvich Belkin nació de padres honrados y nobles en 1798, en la aldea de Goriújino. Su difunto padre, el comandante segundo Piotr Ivánovich Belkin, se casó con la joven Pelaguéia Gavrílovna, de la casa de los Trafilin. No era un hombre rico, pero sí moderado y muy diestro en la administración de sus bienes. Su hijo recibió su primera educación del diácono de la aldea. Ese honorable hombre le inculcó también, por lo visto, el placer por la lectura y por la literatura rusa. En 1815 ingresó en un regimiento de infantería de cazadores (no recuerdo cuál), en el que sirvió hasta 1823. La muerte de sus padres, casi simultánea, lo obligó a pedir el retiro y a regresar a su hacienda de la aldea de Goriújino.

Cuando quedó a cargo de la administración, Iván Petróvich, a causa de su inexperiencia y apacibilidad, no tardó en descuidar la hacienda y en relajar el severo orden que había instaurado su padre. Sustituyó al alcalde pedáneo, cumplidor y diligente, con quien los campesinos (fieles a su costumbre) estaban descontentos, y encargó la administración de los asuntos a su vieja ama de llaves, que se había ganado su confianza gracias a su maestría para contar historias. Esa vieja estúpida nunca pudo distinguir un billete de veinticinco rublos de uno de cincuenta; los campesinos, de todos los cuales era comadre, no le tenían ningún temor; el alcalde que eligieron era tan indulgente con ellos, a la vez que tramposo, que Iván Petróvich se vio obligado a abolir la prestación personal y a establecer un tributo en especie muy moderado; pero ahí también los campesinos, valiéndose de su debilidad, obtuvieron a fuerza de ruegos una exención para el primer año, y en los siguientes pagaron más de dos tercios del tributo en nueces, arándanos y productos semejantes; y aun así había atrasos.

Como había sido amigo del difunto padre de Iván Petróvich, consideré mi deber brindarle al hijo mis consejos y en más de una ocasión me ofrecí a restaurar el antiguo orden que él había desatendido. Para ello, una vez fui a verlo, le pedí los libros contables, mandé llamar al tramposo del alcalde y, en presencia de Iván Petróvich, me puse a revisarlos. El joven señor primero me miró con gran celo y atención; pero, cuando al sacar cuentas resultó que en los últimos dos años la cantidad de campesinos se había multiplicado mientras que la cantidad de aves de corral y de ganado había bajado deliberadamente, Iván Petróvich se contentó con ese primer dato y ya no me siguió escuchando; y en el mismo momento en que yo, mediante mis indagatorias y mis severos interrogatorios, desconcertaba por completo al alcalde y lo obligaba a guardar un completo silencio, para gran disgusto mío oí que Iván Petróvich roncaba pesadamente en su silla. Desde entonces no me metí más en sus disposiciones administrativas y dejé sus asuntos (como él mismo había hecho) en manos del Altísimo.

Por lo demás, eso no afectó en lo más mínimo nuestra relación de amistad, puesto que yo, compadecido de su debilidad y fatal negligencia, común a nuestros jóvenes nobles, quería sinceramente a Iván Petróvich; y era imposible no querer a un joven tan dulce y honrado. Por su parte, Iván Petróvich respetaba mis años y me tenía un cordial cariño. Hasta su misma muerte nos vimos casi a diario; valoraba mi sencilla conversación, si bien, en general, no nos parecíamos ni en nuestras costumbres, ni en nuestro modo de pensar ni en nuestro carácter.

Iván Petróvich llevaba una vida moderada, evitaba toda clase de excesos; nunca tuve oportunidad de verlo alegre por la bebida (lo que en nuestros pagos puede considerarse un milagro sin precedentes); sentía una gran atracción por el sexo femenino, pero su pudor era verdaderamente virginal.2

Además de los relatos que usted se sirve mencionar en su carta, Iván Petróvich dejó un sinnúmero de manuscritos que en parte yo conservo en mi casa y en parte la ama de llaves utilizó para distintos menesteres domésticos. Así, el invierno pasado cubrió todas las ventanas de su ala con la primera parte de una novela que Iván Petróvich no llegó a terminar. Los relatos arriba mencionados fueron, al parecer, su primera experiencia literaria. Según decía Iván Petróvich, en su mayoría eran verídicos y los había escuchado de boca de distintos individuos.3 Sin embargo, casi todos los nombres son ficticios, excepto los de los pueblos y aldeas, que los tomó de nuestro distrito, de ahí que mi aldea también aparezca por ahí mencionada. Eso no es producto de una mala intención, sino únicamente de su falta de imaginación.

En el otoño de 1828, Iván Petróvich contrajo un resfriado con calentura que derivó en fiebre alta y murió a pesar de los denodados esfuerzos de nuestro médico local, hombre muy hábil, sobre todo en curar enfermedades crónicas como los callos y otras por el estilo. Falleció en mis brazos a los treinta años de edad y fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Goriújino, cerca de sus difuntos padres.

Iván Petróvich era de estatura mediana; tenía los ojos grises, el cabello rubio, la nariz recta; su rostro era blanco y enjuto.

He aquí, muy señor mío, todo lo que recuerdo sobre el modo de vida, las ocupaciones, el carácter y el aspecto de mi difunto vecino y amigo. En el caso de que considere oportuno hacer uso de mi carta, le ruego muy humildemente que no mencione de ninguna manera mi nombre, puesto que, si bien respeto y quiero mucho a los escritores, adjudicarme ese oficio lo considero superfluo y, a mi edad, indecoroso.

Sin más, con el mayor de mis respetos, etc., etc.

Aldea de Nienarádovo

26 de noviembre de 1830

Consideramos nuestro deber respetar la voluntad del venerable amigo de nuestro autor, a quien le quedamos profundamente agradecidos por los datos suministrados, al tiempo que esperamos que el público aprecie su sinceridad y bondad.

A. P.

2 Aquí sigue una anécdota que no incluimos porque nos parece superflua; por lo demás, le aseguramos al lector que no contiene nada que mancille el recuerdo de Iván Petróvich Belkin. [Nota de A. S. Pushkin]

3 En efecto, en el manuscrito del señor Belkin, arriba de cada relato, el autor escribió: «Referido por fulano de tal» (rango o título e iniciales). Lo transcribimos aquí para los investigadores curiosos: «El maestro de postas» se lo contó el consejero titular A. G. N.; «El disparo», el teniente coronel I. L. P.; «El fabricante de ataúdes», el empleado B. V.; «La nevasca» y «La señorita campesina», la doncella K. I. T. [Nota de A. S. Pushkin]

Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin

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