Historia de la columna infame
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Alessandro Manzoni. Historia de la columna infame
NOTA DE LEONARDO SCIASCIA
INTRODUCCIÓN
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Отрывок из книги
HISTORIA DE LA COLUMNA INFAME
Addison vio en Milán la columna infame erigida en 1630 como baldón de un barbero y un comisario de sanidad condenados a que les cortaran la mano, les quebraran los huesos con tenazas al rojo, los descoyuntaran en la rueda y, por último, los degollaran al cabo de seis horas de agonía. La peste asolaba por entonces la ciudad y aquellos dos infelices fueron acusados de untar por las calles venenos y maleficios para aumentar la pública desgracia. ¿Para qué? La posteridad, avergonzada de la estúpida ferocidad de sus mayores, arrasó la columna infame antes de la revolución. Addison la vio en 1700, y al copiar la inscripción, que le pareció de elegante latinidad, cuenta de buena fe los hechos como si se los hubiera creído. ¡Y eso que era hombre aficionado a la investigación! ¿No habría aprovechado más a sus contemporáneos y descendientes que se hubiese interesado por temas alejados de la bella latinidad? Si hubiera consultado a los ilustrados de su tiempo e indagado la verdad, habría podido llegar a las mismas conclusiones que Bayle sobre tan triste suceso.
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Siempre lo mismo: la religión y la patria. De todos modos tenemos, negro sobre blanco, la opinión de dos personas que no creyeron en los untos: el gran prelado de la iglesia lombarda y el hombre de letras oficialmente encargado de escribir la historia de los hechos. ¿Cuántas otras serían del mismo parecer? Eran personas cuya opinión debía de tener, desde luego, cierta influencia; pero, en todo caso, bastan Borromeo y Ripamonti para demostrar que los tiempos no eran, pues, tan oscuros, y que un hombre inteligente y honesto, y más si ejercía el oficio de juez, podía y debía llegar, si no a las convicciones del segundo, al menos a las del primero. Y según Nicolini, los dos caballeros que condenaron a los presuntos ungidores, Monti y Visconti, eran inteligentes y honestos. Dos cualidades que en este caso no podían coexistir: porque o eran honestos e imbéciles, o bien eran deshonestos e inteligentes.
Pero no hay causa, por irremediablemente perdida que esté, que no encuentre su defensor, aun después de tres siglos. Contra Verri y Manzoni, y en defensa de los jueces que torturaron y condenaron a una muerte atroz a los inocentes acusados de un delito que incluso entonces consideraban imposible algunas mentes pensantes, he aquí que se alza en nuestros días la voz de Fausto Nicolini.
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